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Ramón de Aguilar

Libre te quiero (Agustín García Calvo)

Libre te quiero (Agustín García Calvo)

Primero conocí su pensamiento y ni siquiera supe que él existía.

Luego conocí sus poemas y ni siquiera supe que él los había escrito.

Los creí canciones de Amancio Prada, que era a quien se los oí cantar. Luego me enteré de que éste sólo les ponía la música y la voz, para envolverlos con ropas tan hermosas como los versos desnudos de cada poema: “Libre te quiero… pero no mía, ni de Dios, ni de nadie. Ni tuya siquiera”. Recuerdo la emoción que sentí la primera vez que lo oí y recuerdo que fue en un programa de televisión, cuando éstos, fieles a la realidad, se emitían en blanco y negro.

Luego supe que Agustín García Calvo era el autor. El autor de éste y de otros muchos poemas no menos bellos. Supe que además era gramático, filósofo y anarquista; que escribía contra el poder, el Estado, el capital, el tiempo, la pareja, la realidad… Que traducía a los clásicos y que había sido apartado de la universidad, en el mismo proceso en el que expulsaron a Enrique Tierno Galván y a José Luis López Aranguren… Motivos todos más que sobrados para interesarse por su obra.

Me sorprendió entonces descubrir que este hombre, al que empezaba a admirar, no permitía que nadie comerciara con su pensamiento y su creatividad. Al contrario de lo que perseguimos (casi) todos los que escribimos, él huía de las editoriales comerciales, de las multinacionales, de las grandes firmas, y él mismo se publicaba sus libros en la editorial “Lucina” que fundó en Zamora, su ciudad natal.

Fue entonces cuando me di cuenta de que lo primero que había conocido de él era su pensamiento. Aún era yo un adolescente cuando cayó en mis manos la copia a ciclostil de un librito que se llamaba Manifiesto de la Comuna Antinacionalista Zamorana. Era apenas un folleto, poco más que un panfleto que, por el título, casi parecía escrito en broma, pero que en su interior atesoraba inquietantes reflexiones y verdaderas ansias de libertad. Aún recuerdo con cierta emoción la descripción de una bandera que no estaba hecha de trapo sino de brisa, de viento, de aire libremente ondeando entre girones de tela.

Un día que fui a Zamora busqué la editorial. La encontré en una “rua” del casco antiguo, una calle empedrada y estrecha, como no podía ser de otro modo en la bella ciudad que se mira en las aguas del Duero. Siempre he creído que quien me atendió era hermano suyo, no sé de dónde saqué esa idea; pero lo que sí recuerdo con certeza es que no me quiso cobrar el ejemplar que me llevé del “manifiesto” y con el que pude reponer la copia que, en folios grapados, había conservado desde la adolescencia.

Agustín García Calvo, como he dicho, no estaba en Zamora aquel día. Lo vi en persona en Valencia muchos años después, en una conferencia suya a la que fui lleno de ilusión y de la que salí tristemente decepcionado. El poeta no recitó. El catedrático no se mostró elocuente. El pensador no dio muestras de lucidez. Agustín, que parecía y quizás estaba más ebrio que sobrio, habló con cierta incoherencia y se excusó diciendo que no le apetecía hablar sino cantar. Tarareó algunas coplas. Dicen quienes lo conocían que inventaba melodías y las cantaba pero, desde luego, aquella tarde en Valencia lo hizo sin voz y sin gracia… No era para eso para lo que habíamos ido a verlo. Sólo ahora, mucho tiempo después, se me ocurre pensar que quizá todo aquello fuera intencionado. ¿Qué nos habíamos pensado? ¿Que iba a presentarse ante nosotros en plan ídolo, a cosechar los aplausos de sus admiradores, de un público complacido? Es evidente que no y es evidente que nos dio la lección que nos merecíamos… Pero eso he tardado años en entenderlo.

El pasado 1 de noviembre Agustín García Calvo murió en Zamora. Le rendí doble homenaje: Por un lado, releyendo su Relato de amor, un largo poema compuesto por cuarenta y dos endechas, dedicado al recuerdo de su padre; por otro, escuchando aquel “Libre te quiero” que, gracias a Amancio Prada, me puso sobre su pista. Vosotros también podéis hacerlo, pinchando en este enlace… Y, por supuesto, podéis leerlo: Aquí os lo dejo para que vayáis haciendo boca y se os abran así las ganas de continuar con otros.

 

Libre te quiero

Libre te quiero,
como arroyo que brinca
de peña en peña.
Pero no mía.

Grande te quiero,
como monte preñado
de primavera.
Pero no mía.

Buena te quiero,
como pan que no sabe
su masa buena.
Pero no mía.

Alta te quiero,
como chopo que al cielo
se despereza.
Pero no mía.

Blanca te quiero,
como flor de azahares
sobre la tierra.
Pero no mía.

Pero no mía
ni de Dios ni de nadie
ni tuya siquiera.

Tuyo que lo es… (Cartas de amor)

Tuyo que lo es… (Cartas de amor)

          La primera carta que escribí fue a los Reyes Magos. Mi padre, que me tenía sentado en sus rodillas, tuvo que guiarme la mano para que yo pudiera pedirles un carro tirado por un caballo, mi juguete preferido hasta que aprendí a jugar sin juguetes.

           La primera carta de amor que escribí no llegó a su destinataria. Me la comí ante la mirada atónita de mis compañeros de clase, mientras el profesor de Formación del Espíritu Nacional, que había tratado de interceptarla, me estiraba cruelmente de las patillas para obligarme a escupirla. No lo consiguió y me castigó. He olvidado el castigo y he olvidado qué decía la carta que nunca fue leída por nadie; pero aún recuerdo a quién iba dirigida: Una compañera de segundo de bachillerato elemental, algo mayor que yo, a la que a veces aún veo, convertida en una abuelita que siempre me responde de manera incongruente a lo que le digo, porque está sorda y no quiere admitirlo. Tal vez haya olvidado que, cuando tenía doce años, me dio una foto suya para que la guardara debajo de mi almohada.

            Es posible que esto no sea exactamente como lo cuento. Lo bueno de la memoria (herramienta muy imprecisa), es que suele convertir la realidad en literatura. También es posible que ésa no fuera mi primera carta de amor (desde luego, no lo fue si se considera como tal el darle una manzana a una niña porque te gustan sus ojos… cuando se tienen sólo seis años y aún no se sabe escribir). Supongo que luego he escrito muchas otras y supongo que de la mayoría de ellas, si no arrepentirme, ahora me avergonzaría si volviera a leerlas. Mejor que queden también en el olvido, como aquella que me comí.

            Hay cartas de amor de las que, sin embargo, me siento relativamente orgulloso. Son cartas literarias en las que el que ama no soy yo sino alguno de mis personajes. Algunas de ellas, incluso, han sido premiadas, y dos subidas a este blog: Por los libros de los libros (premio a la más original en el certamen de Calamocha del año pasado) y Señores de la justicia y de la ley  (primer premio en el certamen de Béjar, en el año 2005). Hoy voy a subir una tercera, la que me ha proporcionado el último premio recibido, recogido en Leioa apenas hace unos días. Fue una buena excusa para volver al País Vasco, después de mucho tiempo, y disfrutar de sus bellos paisajes, de su gente entrañable, de su sabrosa cocina… La foto corresponde al acto de entrega y, a continuación, os paso el texto premiado: una carta que no podía terminar con el tradicional “tuyo que lo es”, con el que yo ahora me despido de vosotros.

 

A veces sueño

A veces sueño que oigo tus pasos subiendo el último tramo de la escalera. Que vuelves a usar tu llave para abrir la puerta de la que es nuestra casa y que me encuentras terminando de poner la mesa para dos.

A veces sueño que, al llegar del trabajo, me estás esperando, descalza sobre la moqueta del que fuera nuestro cuarto, con el vinilo de Leonard Cohen que tanto nos gusta girando en el viejo tocadiscos y una botella de vino viejo recién descorchada.

A veces sueño que te has enfadado y yo no puedo dormir porque me das la espalda, que tengo que estirar la mano y alcanzar tu brazo que primero retiras, que luego dejas quieto y que, al final, se vuelve hacia mí para abrazarme… no en balde un día nos prometimos que nunca nos dormiríamos enfadados.

A veces sueño que viajamos de nuevo y despertamos ateridos de frío en la húmeda habitación de una posada de pueblo, de una fonda a la que llegamos cuando la noche se había cerrado y el cielo parecía venirse abajo en forma de aguacero.

A veces sueño que me esperas a la salida de la oficina, que venimos a casa caminando bajo los falsos plataneros, y nos tomamos una cerveza bien fresquita en el bar de la esquina, antes de subir corriendo la escalera: “¡El último friega los platos!”.

A veces sueño que es sábado y vamos juntos al centro comercial, que hacemos la compra para toda la semana y cenamos un pizza antes de ponernos de acuerdo en qué película vamos a ve a las once menos cuarto.

A veces sueño que es domingo y leo el periódico en la cama, mientras el sol entra a raudales por la ventana y tú, perezosa, te resistes a despertar.

A veces sueño que la nuestra es una vida normal y anodina, como la de tantas otras parejas que han aprendido a amarse día a día, una vez apagadas las llamas de la pasión que los consumió durante los primeros meses.

A veces sueño que aquella mañana te fuiste en el tren y el coche se quedó en el garaje.

… A veces sueño que no estás muerta.

David Melar leyendo a Galdós en Mozambique

David Melar leyendo a Galdós en Mozambique

La primera y última vez que vi a David Melar fue en Toledo, apenas hace unos meses. Quedamos en una cafetería que, según él mismo me contó, había sido hogar de Lope de Vega cuando finalizaba el siglo XVI. Allí, con una copa de vino de por medio, hablamos de todo lo que fue saliendo: la literatura que nos une, los proyectos solidarios en los que de rebote hemos coincido, la arquitectura que le ocupa, Colombia, la crisis que nos acucia, Mozambique, algún conocido o amigo en común… Yo sólo lo conocía como escritor y había leído en su día el libro Latitud todo sur; incluso, aunque en aquel momento no lo recordé, había reproducido un texto suyo en este mismo blog, un panegírico que él había escrito sobre Miguel Ángel Carcelén, amigo y editor de ambos; me había gustado la descripción que hacía de su casa: “De la casa de Miguel Ángel Carcelén Gandía salen de viaje las palabras. A ella llegan sólo como letras, por las escaleras hasta el tercer piso, pero allí las une como el aire a las corcheas, la única posible argamasa de las arquitecturas etéreas: la voz solidaridad… Un 3º A cuyas ventanas dan a un Tercer Mundo. En casa de Miguel Ángel Carcelén Gandía, hay ladrillos para Mozambique en el salón; hay semillas y fertilizantes para Nigeria en la cocina; hay lápices y páginas para los niños de Colombia en la mesa de su habitación; hay microcréditos para campesinos paraguayos en el cajón de la mesilla; hay cajas de medicinas para los centros de Malawi, que están en el pasillo, como si fuesen las paredes de su casa periferias de salud para todo el mundo. El mundo es un pañuelo en la estantería de Miguel Ángel”. No es sólo que yo también lo entendiera así, es que yo no hubiera sabido cómo decirlo y la forma en la que él lo hizo me pareció todo un hallazgo, una de esas genialidades en las que se distingue a un buen escritor de alguien que escribe bien. Os recomiendo la lectura completa en aquella otra entrada de mi blog.

La expresión de “hallazgo” literario la he vuelto a usar hace unos días, en Facebook, al repetir algunas de las frases que aparecen en Más Fortunatas que Jacintas, la última publicación en su blog: “Los grandes libros son aquellos que alargan el día y que, cuando se terminan, parece que sean las noches las que ganan terreno

En este posteo, David nos cuenta cómo una tarde está leyendo la novela de Galdós, sentado en el banco de un paseo de Maputo, la capital de Mozambique (“un país de niños que han salido del libro, porque como aquellos sólo pueden jugar con lo que les da la tierra”). No es sólo lo que lee o lo que ve, lo que nos cuenta o cómo nos lo cuenta… son las pequeñas ideas que va dejando caer, esa forma de decir algo tan obvio que quizás nunca nos habíamos parado a pensarlo: “Sentarse frente a un océano es dejar un continente a las espaldas”.

Como, además, David Melar es un hombre solidario, un arquitecto que ha salido de un estudio moderno en una capital española para irse a Mozambique a construir casas de adobe, muchas de sus observaciones son pinceladas que tienen que ver con esa triste realidad que pretende transformar: “Al mismo tiempo, alguno que otro pasa con zapatillas marca pie y camisetas raídas como rejillas de ventilación. Pero hay pocos mendigos en aquel paseo y me pregunto si será porque también sea caro vivir en la puta calle que no les pertenece”.

Como veis, son sólo retazos, frases que, además de llenas de contenido, me han parecido ingeniosas, ejemplo de lo que este hombre piensa y de cómo escribe. Es sólo un muestrario que os traigo aquí para invitaros a leerlo; algo que podéis empezar a hacer visitando su blog… Seguro que no os dejará indiferente.

Hoja de falso plátano

Hoja de falso plátano

Acabo de llegar a la habitación. Se supone que estas cuatro paredes van a ser mi hogar durante los próximos meses… Se supone, pero no es seguro. Y tampoco son sólo cuatro paredes. Hay también un balcón que da a la calle Diputación, desde el que alcanzo a tocar las ramas de los arces, y hay dos puertas de madera, lacadas en blanco y con manivelas de latón. Por una de ellas se entra y se sale al cuarto;  por la otra, de cristales, se accede a una alcoba más pequeña, con una sola cama; es la habitación de José Luis, un estudiante de arquitectura, vasco, que está haciendo las milicias como alférez. Vicente y yo somos soldados rasos, él de ferrocarriles y yo de infantería, aunque estoy destinado en el Gobierno Militar, en una oficina que está junto a la sala en la que juzgan a los insumisos. Yo no alcanzo a verlos; yo soy un simple chupatintas y hago la mili rellenando oficios y formularios, ciñéndome siempre a unas plantillas que no permiten variaciones ni adornos literarios, aunque están llenas de florituras; desde un mostrador atiendo a los generales retirados, que vienen a renovar su carné de general retirado; la mayoría de ellos están sordos y enfadados porque Adolfo Suárez quiere legalizar al Partido Comunista; me dictan sus datos gritando y nunca sé si es porque son sordos, porque están enfadados o, simplemente, porque son generales; pero no son mala gente, de verdad; lo parecen, pero no lo son. En la oficina trabajan otros soldados que, como yo, están bajo las órdenes directas de algún suboficial; son sargentos y brigadas chusqueros, es decir, que empezaron como soldados rasos y han ido subiendo en el escalafón con el paso de los años; son los peores porque, pese a los galones de las hombreras y la paga de final de mes, se siente inferiores a quienes hemos hecho el bachillerato o hemos aprendido taquimecanografía en una academia; sólo se salva el sargento Ventura, que es de Salamanca; cuando sea escritor, lo voy a consagrar en algún relato. Él y el comandante Fonseca, que está a punto de retirarse y, por lo que dicen, siempre ha tenido un fino sentido del humor, nos ayudan a desenvolvernos sin mucho tropiezo entre tantos galones y estrellas; también he contado siempre con la simpatía de nuestro teniente coronel, el que más manda de todos los que mandan en la planta en la que está mi oficina; la primera vez que nos vimos y lo saludé todo lo militarmente que he sido capaz de aprender en el campamento, me dijo “Déjate de tonterías”; es buena gente, aunque todavía no ha superado lo de la muerte de Franco y odia (también casi a muerte), al Rey, a la UCD, a los socialistas y a Santiago Carrillo. Vicente y Hugo Francisco se parten de risa cuando les cuento estas cosas. Vicente, más que un soldado, parece un maquinista de tren o un basurero, porque su uniforme es azul y no caqui como los de todo el mundo; con el uniforme puede subir gratis al metro siempre que quiera, sin necesidad de colarse, como tenemos que hacer Hugo Francisco y yo. Hugo Francisco no es soldado como nosotros, es inmigrante chileno. Hasta ahora yo sólo había conocido emigrantes españoles, padres de mis amigos de la infancia, que trabajaban en Francia, en Alemania o en Suiza y que sólo venían al pueblo en verano, cuando las fiestas, para pasar las vacaciones con la familia; luego Jordi me contó de algún  compañero nuestro del bachillerato que, por cuestiones políticas o para no hacer la mili, se había marchado a Francia; pero ahora, que Franco ha muerto, resulta que algunos chilenos, como Hugo Francisco, se vienen a España huyendo de Pinochet. Se fue primero a Buenos Aires y, cuando junto la suficiente “plata” para el  pasaje, se vino a Barcelona. Yo lo conocí cuando ambos andábamos buscando habitación, cada uno por su lado; coincidimos en un rellano, ante una puerta a la que los dos habíamos llegado a la vez, un piso en el que el “Diario de Barcelona” anunciaba que se alquilaba una habitación; ya estaba ocupada y bajamos juntos la escalera, hablando de nuestras cosas; decidimos que nos avisaríamos el uno al otro si encontrábamos un sitio donde cupiéramos los dos… Y al final vamos a ser tres, porque este cuarto con balcón a la calle es espacioso y, además de las tres camas y las dos puertas, tiene una mesa camilla, de la que ya me he apropiado poniendo sobre ella mi máquina de escribir “Andina” y mi biblioteca: “El Quijote” (la edición de Ramón Sopena para pobres, el mismo que años más tarde quemará Pepe Carvalho en “Tatuaje”) “Cien años de soledad” (la primera edición, la de la Editora Sudamericana en Argentina), los Cuentos de Cortázar (publicados por el Círculo de Lectores), un resumen de “El espectador” de Ortega y Gasset, que apareció en la biblioteca RTV de Salvat, un Diccionario de Sinónimos y Antónimos que me compró Chima para el último San Valentín, el “Rayuela” que me regaló Pilar, mi profesora de literatura en bachillerato; los “Principios de Psicología” de José Luis Pinillos y “La voluntad” de Azorín… Tengo más libros, pero están en Vall de Uxó, en la casa de Chima; ahora sólo me he traído éstos, sin los que me parece que no podría pasar. Vine ayer a traerlos, junto a la máquina de escribir y mi ropa de paisano; hoy ya me he venido yo, vestido de militar, para quedarme; con uniforme y las manos en los bolsillos, algo que está prohibido… Pero seguramente también está prohibido inventarse que uno tiene una tía en Barcelona y que ella se hace responsable de tu alimentación y de tu cuidado, para que te dejen vivir fuera del cuartel. Y yo no sólo me he inventado una tía, y la he bautizado con un nombre y la he puesto a vivir en esta misma dirección de la calle Diputación, en la que Feli me ha alquilado una cama de esta habitación que voy a compartir con Vicente y con Hugo Francisco, junto a la alcoba de José Luis; sino que, además, he encabezado con su supuesto número de DNI y he rubricado con su firma cuantos papeles ha tenido que rellenar... Y ahora, que ya tengo el pase pernocta en el bolsillo y he dicho “hasta mañana” a los compañeros que hacían guardia en la puerta, empiezo a preguntarme qué pasará si se descubre que todo es mentira; porque, además, no me queda más dinero que el que llevo en el bolsillo, justo lo que tengo que darle a Feli por el primer mes de alquiler; ni una sola peseta para la cena de esta noche o la comida de mañana. ¿De qué voy a vivir todo este tiempo? ¿De dónde voy a sacar para el alquiler del siguiente mes? ¿Por dónde voy a comenzar a buscar trabajo? Todo parecía muy fácil mientras lo imaginaba, mientras lo planeaba, mientras soñaba con una vida casi normal, fuera del cuartel, con un trabajo, tiempo para ir al cine o a la biblioteca, posibilidad de leer o escribir hasta altas horas de la noche, libertad para moverme por la ciudad… Pero cuando se ha convertido en realidad, ha llegado el miedo y he empezado a sentir angustia. El primer viaje a la nueva casa lo he hecho sumido en una oscuridad que iba más allá que la del túnel del metro. Me he apeado en la estación de Gerona y he subido lentamente las escaleras. La tarde recién empezada se me ha antojado tan gris y sombría como el futuro que se cierne sobre mí; el aire que me llegaba húmedo, desde un mar cercano que no se ve, me ha parecido helado, pese a que el  otoño apenas está a mitad, y una hoja de falso plátano, arrastrada por el mismo viento que trae a las nubes desde mar adentro, ha caído sobre mí y se ha quedado enredada en el “tres cuartos”… He tenido la intuición de que nunca voy a olvidar ese momento, de que ese hecho anodino: una hoja de arce que cae ante mis ojos en una tarde de otoño, será una de esas nimiedades que se recuerdan toda la vida sin saber muy bien por qué… O tal vez, he pensado mientras cruzaba la calle Nápoles, sí que haya un motivo para recordar siempre este instante: El mero hecho de que habrá un mañana, de que habrá un futuro para recordarlo. Y eso querrá decir que toda esta oscuridad se habrá desvanecido, que podré mirar hacia atrás y saber lo que ahora no puedo ni imaginar: cómo salí adelante... Acabo de llegar a la habitación. Se supone que estas cuatro paredes van a ser mi hogar durante los próximos meses… Voy a clavar esta hoja junto a la puerta del balcón; la veré cada noche, cuando me acueste, y sabré que he resistido un día más, que voy a llegar a la mañana siguiente, que sí había salida, aunque yo no supiera dónde tenía que buscarla.

Frente al número 17 de la calle A

Frente al número 17 de la calle A

Cuando acabo de cenar son casi las doce de la noche y, entre semana, a estas horas, las calles de la ciudad permanecen prácticamente desiertas. Camino con paso firme hacia la parada de los taxis. Hay cinco con el piloto verde encendido y sus conductores sentados frente al volante, escuchando la radio; pero no me detengo ante el primero de la fila, sino que paso de largo, fijándome sólo en las matrículas. La información que me han pasado es buena: El coche que me interesa ocupa el segundo lugar en la hilera. No tendré que esperar demasiado tiempo pero, como no puedo quedarme aquí de pie, mirándolos desde la esquina mientras aparece el cliente dispuesto a ocupar el de la cabeza, cruzo la calle y me meto en la cafetería del Teatro Principal, que permanecerá abierta hasta que acabe la función de la noche. Pido una ginebra tocada con lima y pago la copa antes de tomarla entre mis dedos y aposentarme junto a una cristalera desde la que se divisa la parada de taxis… Así puedo salir sin demora, tan pronto como alguien se acerca al primero de los coches que esperan.

            No he tenido que aguardar mucho. Dos jovencitas que andaban abrazadas y se paraban a cada paso para besarse han subido al vehículo. Su luz verde se apaga, pero aún no ha iniciado la marcha, cuando yo ya me cuelo en el segundo.

– ¿Ha visto las tortolitas? –me pregunta malicioso el chófer.

– No me interesan –le respondo secamente, lo más cortante que puedo, para dejar claro que no tengo intención de hablar.

– Disculpe… –se excusa con un tono menos risueño–. ¿A dónde vamos?

– Al Polígono de Vara de Quart. A la calle A, número 17.

– ¿A estas horas?

            Ya ha puesto el coche en marcha y empezado a circular. Considero que no tengo por qué darle explicaciones y no le contesto. La voz de la locutora de su emisora de radio interrumpe constantemente la música de fondo, buscando los vehículos más cercanos a los puntos desde los que alguien requiere un taxi. Él toma su micrófono y da detalles:

– Voy para Vara de Quart. A la calle A, número 17.

            Es una información que no viene a cuento, innecesaria; imagino que está alertando de que inicia una carrera que, a estas horas de la noche y a un lugar tan despoblado, podría ser peligrosa. La locutora contesta sin variar el tono de su voz. Todo parece controlado. Mi mirada se cruza con la del hombre en el cristal del retrovisor, no aprecio ninguna inquietud, incluso en sus ojos me parece vislumbrar la misma sonrisa irónica de la primera vez.

            Han transcurrido ya más de cuarenta años desde entonces, desde la primera vez que nos vimos… o que nos miramos a los ojos. Éramos poco más que unos niños y ahora, que ya estoy jubilado, él estará a punto de hacerlo. Pero sus ojos son los mismos y, pese a que ha perdido la esbeltez de la juventud y llevaba el pelo completamente blanco, me ha sido fácil reconocerlo; entre otras cosas, claro, porque lo estaba buscando… Para él hubiera sido imposible adivinar que era yo el hombre que se subía a su coche, el hombre que tal vez pretende atracarlo tan pronto como salgan de la ciudad. Me miro en el cristal de la puerta justo cuando atravesamos el túnel por debajo de Guillén de Castro… Antes, con las luces de los escaparates, iluminados pese a que hace horas que las puertas de los comercios se han cerrado; el neón de los rótulos comerciales; las farolas; los coches que en las intersecciones de las calles esperan, con las luces y los motores encendidos, a que el semáforo cambie sus colores y nosotros nos detengamos para dejarles cruzar; algún que otro destello ámbar de los camiones de las basuras o azul de los coches patrulla de la policía municipal… hubiera sido más difícil reconocerse. Mi barba, a la que todavía no me acostumbro, también es blanca, pero hace muchos años que he perdido el pelo y la calva reluciente, junto a las gafas redondas, sin cristales de graduación, que para la ocasión me he colocado, me alejan mucho de la imagen de aquel soldado de Figueras que, en abrazo fraternal, lo estrechó al enterarse de que no sólo habían nacido el mismo día (por eso habían coincidido en el reemplazo), sino que, además, eran de pueblos vecinos.

            Y ahí surgió Emilia. Allí, en Figueras, más de cuarenta años atrás, su nombre… Ahora, al otro lado de la ventanilla del coche, mientras el mercado de abastos se queda a nuestras espaldas y la zona de Juan Llorens bulle de gente joven que se dispone a vivir la noche, porque ellos no necesitan esperar el fin de semana, yo puedo volver a verla con sólo cerrar los ojos; rehacer en mi mente cada uno de los rasgos de la niña de la que me enamoré cuando todavía llevaba pantalones cortos, viéndola saltar a la comba, o desfilar cantando el “dónde están las llaves”… Y los de la muchacha que acudió a vernos jurar bandera, bella y risueña. Envidié a Jesús, que entonces no era taxista, sino mecánico, e iniciamos una amistad que no había de ser para siempre.

            Jesús y Emilia, embarazada ella, se casaron antes de que nosotros acabáramos la mili. La niña no llegó a nacer. A Emilia la encontraron muerta al pie de la escalera de la casa que acababan de comprar y Jesús, que así perdía a su mujer y a la hija que aún no había nacido, amenazó con suicidarse. El caso conmovió a todo el pueblo… menos a mí, que la noche anterior había recibido una llamada de teléfono.

– No tengo a quién llamar. No sé a quién contárselo.

            El juego, el alcohol, las amenazas, el miedo.

– Empiezo a temblar cuando lo oigo subir la escalera. Finjo dormir, pero querría estar muerta.

            Quedamos para hablar a la mañana siguiente. Yo la acompañaría a consultar con un abogado… pero ella no acudió a la cita. Lo denuncié a la policía, pero el inspector que llevaba el caso, agradeciéndome la buena voluntad, me aconsejó:

– No se meta en lo que no le concierne… sólo le serviría para complicarse la vida. Nunca ha habido ninguna denuncia, ninguna protesta de los vecinos. Ella se ha caído por la escalera. Ha sido un accidente lamentable; los problemas que tuvieran entre ellos no tienen nada que ver.

– ¿Y si él le ha empujado? ¿Y si la ha tirado?

– ¿Quién lo ha visto? El forense ha constatado que fue un accidente…

– Él no sabe.

– Él sabe más que usted y más que yo –me cortó el inspector–, es un profesional. Nadie va a cuestionar su trabajo porque alguien, que no tiene nada que ver en el caso, diga que ella dijo por teléfono lo que fuera.

            No me amedrenté y mantuve la denuncia. No llegó a celebrarse juicio. No se repitió la autopsia. Fuimos llamados a declarar y tanto el Juez como el Fiscal consideraron que no había ningún tipo de indicio que justificara actuar de otro modo. No hubo nada que hacer. La última vez que lo vi fue al salir del Juzgado. Pensé que me escupiría a la cara, pero ni siquiera se tomó la molestia de insultarme. Me miró con la sonrisa irónica de siempre y se fue en compañía de su abogada. Al cabo de un año el negocio y la casa cambiaron de dueño. Dijeron que lo había perdido todo en el juego. Él se marchó a la ciudad y nunca más volvieron a cruzarse nuestros caminos. Pero no lo he olvidado. No ha pasado ni un solo día sin que vuelva a acordarme de él.

            El coche se detiene en medio de la oscuridad. O hemos pasado volando por encima de la Avenida del Cid y el Barrio de la Luz, o estaba tan ensimismado en mis recuerdos que no me he dado cuenta de nada. Hemos llegado. Es el sitio y me intriga que a él no le sorprenda que le haya hecho traerme hasta este lugar. Aunque hay algunos coches aparcados, las puertas de todas las naves están cerradas. Las farolas sólo alumbran las esquinas y al fondo de la calle se ve el tráfico, relativamente intenso, que cruza Archiduque Carlos en ambos sentidos.

– Son 8,70 –me indica, apartándose un poco para que vea el taxímetro.

            Me llevo la mano a la cartera, dándome cuenta de que él, sin perder la sonrisa, no aparta los ojos de los míos. Tal vez está vigilando cada uno de mis movimientos. Tal vez aún no se fía y todavía piensa que lo voy a atracar. La radio sigue encendida. Estoy convencido de que, al otro lado, la locutora escucha lo que está sucediendo. Pienso si alguno de los coches aparcados será un taxi desde el que, con las luces apagadas, nos vigila alguno de sus compañeros. Le tiendo un billete de 10 euros.

– Quédese el cambio –le digo

            Parece que no me ha oído. Deja el billete junto a otro dinero y tengo la impresión de que ha cogido las monedas para las vueltas; pero apaga la radio y, cuando se gira hacia mí, me encañona con una pistola.

– Te has portado muy bien –me dice, con una sonrisa dibujada ahora en los labios, pero que se le ha borrado de los ojos–; si hubieras hecho la menor tontería, te hubiera volado la tapa de los sesos–. ¿Qué pensabas, estrangularme en medio de la oscuridad?

– Yo sé que tú la mataste… A mí no me vas convencer de lo contrario.

– Ya sé que tú sabes que la maté. ¿Y qué? Bájate del coche antes de que se me dispare esto… accidentalmente.

            Abro la puerta y me bajo muy despacio por el lado izquierdo, por detrás suyo; aprovecho el giro del cuerpo y, cuando mi brazo derecho queda pegado al respaldo de su asiento, saco la pistola del bolsillo. Él no puede verlo. De hecho, justo en ese momento, como ya estoy prácticamente fuera del taxi, gira la cabeza para seguir vigilándome desde el retrovisor. Dispongo de menos de un segundo para dispararle en la nuca. Es sólo una bala, pero es suficiente. Cae de bruces sobre el volante y yo cierro la puerta. Luego camino hacia el coche, que he dejado aparcado al medio día frente al número 17 de la calle A.

 

Feliz Navidad, maldito funcionario

Feliz Navidad, maldito funcionario

            Teresa, la mujer de Pablo Marín, soñaba con que en una rifa le tocara una máquina de coser. Él, con un premio de lotería. Un premio lo suficientemente grande como para poder alquilar una habitación con ventana a la calle.

Es posible que muchos de vosotros no conozcáis a Pablo Marín, un personaje de ficción, el protagonista de una novela que escribió Dolores Medio y que se llamó Funcionario público. Quienes se decidan a leerla lo encontrarán un día cualquiera de los primeros años cincuenta,  camino de su trabajo en Telégrafos. Eran otros tiempos… o lo parecían. A lo largo de la novela veremos las penurias de este pobre hombre; pobre por la miseria en la que vive y que se refleja incluso en sus sueños; el más inalcanzable de ellos, poder alquilar un piso para él y su mujer, dejar de vivir realquilados en una habitación, no tener que hacer turno para entrar al baño, asomarse a una ventana que no dé a un patio de luces… Eran otros tiempos... o lo parecían. También eran otros tiempos cuando yo aprobé la oposición, cuando entré en la Administración y alguno de mis compañeros renunció al puesto de trabajo, porque le dieron la plaza en Madrid o Barcelona y, si tenía familia, el sueldo no le alcanzaba para vivir allí. Quienes no la tenían, pudieron compartir piso, que es una forma más moderna de realquilarse.

Pablo Marín es un hombre feliz, soñador y entusiasta. Lo describo en presente porque, aunque Dolores Medio murió en 1996, él seguirá vivo para siempre, acudiendo cada mañana a su oficina, como una condena de la que no podrá escapar hasta que desaparezca el último de los ejemplares que se publicaron de la novela. En la habitación donde duerme y vive, come de caliente todos los días la sopa, las lentejas o la menestra que su mujer prepara en la cocina compartida… A quienes leemos la novela puede parecernos que lo pasa mal, que lleva una vida miserable: No se afeita todos los días, un poco por dejadez y para no gastar tantas cuchillas; lava la camisa una vez a la semana, para ahorrar el jabón que su mujer hace en la cocina; nunca ha ido a un cine de estreno y, cuando está muy cansado, regresa a casa en metro, porque el autobús es un lujo… Pero Pablo Marín no pierde la esperanza. Es un soñador, un soñador iluso, pero un soñador que, cuando cobre la paga extra de Navidad, se comprará una gabardina.

… Cuando cobre la paga extra. Cuántas ilusiones, cuántas necesidades se van postergando mes a mes para ese momento.

 Cuando llegaba mi padre con la extraordinaria, que entonces se cobraba en metálico, servía para pagar la cuenta de la tienda de ultramarinos, los zapatos que se rompieron nada más empezar el curso, el último plazo de la lavadora que ya había sido devuelto dos veces, comprar los turrones, juguetes que mantuvieran viva la ilusión de los Reyes Magos en los hermanos más pequeños… Años después, las cosas han cambiado: en los supermercados ya no apuntan en una libreta con tapas de hule, sino que facilitan una tarjeta de crédito para hacer frente a la falta de efectivo; los plazos de la lavadora, que también se rompió en el momento más inoportuno, están domiciliados en el banco; pero se sigue debiendo, se sigue necesitando la extra para ponerse al día, para pagar el último recibo de la luz, que se ha disparado con la subida del IVA y la llegada del frío, el del seguro del coche que el banco ha devuelto porque no había fondos, el segundo plazo de la matrícula en la Universidad (porque ya no se puede permitir uno pagar de golpe el importe de dos asignaturas al año)… se sigue necesitando para hacer una cena especial en Noche Buena o en Noche Vieja, y para que los niños de hoy tengan su regalo y puedan seguir creyendo en los milagros…

Si algún gobierno de antaño, legítimo o ilegítimo, hubiera decidido embolsarse esa paga, no sólo habría hecho daño al trabajador castigado, sino al tendero que dejaría de cobrar su cuenta, al zapatero que no podría seguir fiando, al vendedor de electrodomésticos que también se surtía de juguetes cada Navidad, para proveer a los Reyes Magos… Hoy, como entonces, cuando el gobierno de turno decide desviar el dinero de sus empleados, castiga a toda la sociedad, aumentando la pobreza y la desesperanza, porque lo quita de la circulación, repercutiendo en tiendas, hostelería, transportes, contribución a “oenegés”, talleres…  Este gobierno que no es de todos, este gobierno que no representa más que a una minoría de españoles que, además, les votó a tenor de falsas promesas y engaños descarados, decidió que este año, cuando algo más de tres millones de españoles llegaran al último día de trabajo antes de las fiestas de Navidad, por primera vez desde hace 67 años, no tuvieran esa paga; decidió apropiarse de ese dinero para atender la deuda ilegal generada por la especulación, el despilfarro y la malversación, cuando no el robo desvergonzado y consentido. No es, además, una medida justa porque discrimina, porque quita derechos en base a una condición (la de empleado público), como podía hacerlo en base a cualquier otro criterio (raza, creencia, sexo…). No es una ley para todos, ellos mismos (diputados, concejales, alcaldes, asesores), la han cobrado (con la excepción de quienes voluntariamente hayan decido no hacerlo); la ley aquí no es igual para todos, como ya no lo van a ser la sanidad, ni la educación, ni la justicia… Se apropian de algo que no es suyo y lo hace sin negociar, sin buscar otras soluciones, sin estudiar otras alternativas. Como es propio de los cobardes, de los mezquinos, de los miserables, pisan al más débil, se ensañan con el más indefenso, con quien más depende de ellos: parados, pensionistas, enfermos, emigrantes y trabajadores públicos: quienes nos atienden en las oficinas de empleo, quienes barren las calles o recogen las basuras de madrugada, los médicos y enfermeros que pasan las noches o los días festivos en los hospitales, quienes se ahogan con expedientes en juzgados u otras siniestras oficinas, carteros, bomberos, policías, ordenanzas,  psicólogos, asistentes sociales, empleados de la limpieza, maestros y así hasta tres millones cien mil hombres y mujeres que están al servicio de todos y cada uno de nosotros.

Feliz Navidad a todos ellos, malditos funcionarios…  Feliz Navidad del 2012: No la olvidéis nunca… Y, por mucho tiempo que pase, por mucho que cambien las circunstancias, nunca olvidéis tampoco quiénes la han hecho tristemente inolvidable. 

La purificación (José Jiménez Lozano)

La purificación (José Jiménez Lozano)

Uno de los propósitos, cuando inicié este blog, era el de ir reflejando en sus páginas algunas de mis lecturas. No todas, pero sí aquéllas que, por uno u otro motivo, más me conmovieran. Lo hago, pero muy de tarde en tarde. Tan de tarde en tarde que muchos de los libros que querría compartir con vosotros terminan por volver al estante del que salieron y otros tantos esperan, pacientemente, amontonados en mi mesa durante meses… y aún años. Es el caso, entre otros, de Bajo los tibios ojos de mi madre amapola, de Rosa Romá; Esa extraña familia de la que te hablé, de Florián Recio; Gente que perdí, de Pedro Zarraluki; Funcionario público, de Dolores medio; Veintitrés formas de hacer el amor, de Carmen Silva; Cita con la eternidad, de Pedro Uris… Otros, sin embargo y por diversos motivos, se han colado con facilidad en las páginas del blog: La zorrita y los pájaros exóticos, de Javier Bueno; Pleamares de la vida,  de Agatha Christie; Narradores de la noche,  de Rafik Schami; El canto del agua; de Nelly Rosario; Fuera del tiempo, de Francisca Gata; Los pelícanos ven el norte,  de Pablo de Aguilar González… por citar sólo algunos. Y va a ser el caso del último que he leído: Los grandes relatos, de José Jiménez Lozano, que compré el pasado viernes en Albacete (¡por 1 euro!), y me lo leído a lo largo de varios ratos de soledad, sentado junto a la estufa de leña, con el Tom, el gato, en mi regazo y Tomás, el perro, sentado a mi lado, escuchando atentamente algún que otro fragmento que me apetecía leerles en voz alta.

He escogido uno de los capítulos del libro para cerrar mi entrada de hoy. Me parece tan actual que es mejor no dejarlo sobre la mesa guardando turno. Por lo que tiene de oportuno y porque, además, ésta es una de esas lecturas que invitan a dejar de escribir para dedicarse sólo a leer: Quedan tantas maravillas por descubrir que para qué gastar el tiempo escribiendo algo que, como mucho, sólo será bueno. Más de un aspecto tienen en común este libro de Jiménez Lozano y mi última novela premiada (Cuando una gallina valía dos duros), ¡pero qué abismo de la una a la otra! La riqueza de su prosa, la elegancia de su estilo, la sencillez con la que sabe tratar los temas más profundos, la capacidad para despertar ternuras sin rozar la sensiblería…

Aunque conocía de oídas a José Jiménez Lozano, compré el libro por error, confundiendo al autor con José María Pérez Lozano; tal vez siempre los he confundido porque, navegando por su muy recomendable página web, no he encontrado ningún título que recuerde haber leído. Ahora me propongo dedicarle buena parte de mi tiempo y, para tentaros a hacer lo mismo, aquí os dejo el relato que os he prometido líneas más arriba:   

 

 

LA PURIFICACIÓN

 

El maestro con el que yo fui a la escuela era de “los purificados”, o sea que, entonces, si un maestro o un médico o gente de ésta habían tenido ideas, se los purificaba. O sea, que estaban en la cárcel o desterrados como rojos en algún pueblo, sin ejercer lo que fueran: médicos o maestros, y así se purificaban o tenían “la depuración” que se llamaba. O sea, que ya pensaban y hablaban como todo el mundo, y como tenía que ser, de la política y de la religión, y luego ya se los incorporaba cuando recibían los certificados. Así que luego, estos maestros que ya tenían hecha la depuración daban más clases de religión y de Historia Sagrada, y también más clases de “Símbolos de España”, que era un libro que teníamos en el que venían la bandera y el escudo nacional y la batalla del Ebro y Santiago luchando contra los moros de Miramamolín, que es un nombre que no se me olvidará jamás, porque nos le llamábamos de mote los chicos, y era lo peor que se aguantaba: que te llamaran Miramamolín. Aunque también este maestro, don Celes, nos enseñaba las otras cosas de la escuela, y, sobre todo, la Geografía y las fuerzas de la naturaleza: cómo se formaban las tormentas, por ejemplo, por la electricidad de las nubes, y que por eso caían los rayos; de manera que en todos los pueblos y ciudades debería haber uno o varios pararrayos.
– ¿Y quién inventó el pararrayos? –preguntaba.
Y nosotros respondíamos:
– Benjamin Franklin.
– Muy bien –decía don Celes.
Y luego, enseguida, que Benjamin Franklin debía tener una estatua en cada ciudad y en cada pueblo.
– ¿Por qué? –preguntaba don Celes.
Y decíamos:
– En agradecimiento a las vidas de personas y animales que ha salvado y a los incendios y desastres que ha evitado a la humanidad con su maravilloso invento.
Que no olvidáramos, decía don Celes, para que lo tuviésemos presente siempre, y también para los ejercicios que hacíamos y para cuando alguien nos preguntase. Así que entonces, cuando vino el señor Inspector y preguntó, de las primeras cosas que preguntó, que quién había inventado el pararrayos, nosotros contestamos enseguida:
–Benjamin Franklin.
Y luego, lo demás de que debería tener en cada ciudad y en cada pueblo una estatua en agradecimiento a las vidas de personas y animales que ha salvado, y de los incendios y desastres que ha evitado a la humanidad con su maravilloso invento.
– ¡A ver! –volvía a preguntar el Inspector. – ¡Repetid eso!
Era un hombre grande y con muchas anchuras, vestido con un traje oscuro a rayas, de los de paño de Béjar, decía la gente, o a lo mejor del género de los catalanes, y llevaba unos zapatos muy relucientes. Y, en un dedo de una mano, un anillo de oro que brillaba con un ascua, cada vez que sacaba las manos de los bolsillos de la chaqueta, mientras se paseaba de arriba abajo por la plataforma donde estaban la mesa y el sillón de don Celes; y a un lado estaba una ventana grande, y al otro el encerado.
– ¡Repetid eso, queridos niños! –volvió a decir el Inspector.
Y nosotros repetimos otra vez lo de Benjamin Franklin que debía tener una estatua en cada ciudad y cada pueblo, que nos lo sabíamos de carretilla, y dijo, luego, el Inspector:
– ¡Muy bien! ¿Y qué se hace, queridos niños, durante las tormentas?
Nosotros contestamos:
– Evitar los árboles y los campanarios, los edificios altos o aislados y los utensilios metálicos como la hoz y la guadaña, etcétera.
Porque también nos lo sabíamos de corrido.
– ¿Nada más? –preguntó el señor Inspector.
Pero, como no sabíamos que se tuviese que hacer nada más, nos callamos: y no se oía ni el vuelo de una mosca. El Inspector dio otro par de vueltas de arriba abajo y de abajo arriba, de la ventana al encerado y del encerado a la ventana, sacando y metiendo, todo el tiempo, las manos en los bolsillos, que era, como digo, cuando más le relucía el anillo, y luego se paró en medio y, mirando a toda la clase, dijo:
– ¿Y no os han dicho, queridos niños, que se debe rezar el Trisagio a la Santísima Trinidad? ¿Quién es la Santísima Trinidad?
Y nosotros respondimos:
– Padre, Hijo y Espíritu Santo, tres Personas distintas y un solo Dios verdadero.
– ¡Muy bien! ¿Y qué es el Trisagio?
Pero, como no sabíamos lo que era el Trisagio, todos nos quedamos callados como muertos. Y entonces el señor Inspector se volvió hacia don Celes, que ni nos habíamos dado cuenta de que estaba allí en un rincón de la plataforma, junto a la ventana, sentado en una banqueta, desde que al principio el Inspector se había sentado en su sillón, y le preguntó:
– ¿Pero es que no les ha enseñado usted a sus alumnos lo que es el Trisagio?
Don Celes se puso colorado, como cuando nosotros no sabíamos la lección, y venga a retorcerse las manos; pero no dijo nada. Así que el señor Inspector nos enseñó el Trisagio:


Santo, santo, santo es el Señor Dios de los ejércitos


que creíamos que era otra cosa, pero dijo que es lo que había que rezar durante las tormentas, ante una imagen sagrada, encendiendo la vela que se había llevado al Monumento el día de Jueves Santo.
– Eso es lo que hay que hacer, como pueblo católico que somos –añadió el Inspector con una voz muy absoluta.
– Sí, señor –dijo don Celes.
Y luego dijimos todos:
– Sí, señor.
De modo y manera que, en adelante, dijo el Inspector a don Celes que nos enseñase el Trisagio y todas las demás costumbres católicas y españolas.
– Porque nosotros somos católicos, ¿no? –nos preguntó.
Y dijo don Celes el primero:
– Sí, señor.
Y también lo dijimos todos, luego. Pero el Inspector se puso una mano en un oído: la mano del anillo precisamente y dijo:
– ¡Más alto! ¡Mucho más alto y con orgullo, niños!
Y lo repetimos más alto y, cuando se hizo el silencio, el señor Inspector se sonrió, y dijo luego en voz muy baja:
– Y Benjamin Franklin, no. Benjamin Franklin no era católico, queridos niños. Benjamin Franklin no era católico desgraciadamente.
Se calló otro poco el señor Inspector, y volvió a decir con la misma voz absoluta de antes:
– ¿Y cómo entonces, queridos niños, íbamos a levantar una estatua a Benjamin Franklin en nuestros pueblos y ciudades? ¿Cómo íbamos a hacer eso? ¡Respondedme vosotros!
Y se calló otra vez; pero nosotros no dijimos nada tampoco, y entonces don Celes se levantó de la banqueta y dijo:
– Es que un servidor, señor Inspector, no sabía ese detalle, señor Inspector.
– Pues ya lo sabe usted, ¿no? Es un detalle muy importante.
– Sí, señor – volvió a decir don Celes.
Y, luego ya, rezamos la oración, y en cuanto le dijimos todos que “¡Vaya usted con Dios! ¡Que usted lo pase bien!”, se fue el señor Inspector; y en adelante, cuando don Celes hablaba de las tormentas como fenómenos de la naturaleza, seguía diciendo, claro está, que el pararrayos le había inventado Benjamin Franklin, pero que los españoles y católicos debían rezar el Trisagio. Y ya no decíamos la otra coletilla de la estatua de Benjamin Franklin, porque don Celes, estaba depurado, y si continuaba así de humilde y de mandible, aceptando las correcciones de la superioridad, dijo el señor Inspector que sería uno de los mejores y más competentes maestros de toda la provincia.

De la ocupación retribuida

De la ocupación retribuida

Voy a comenzar con una anécdota que no es mía, pero que le he oído contar en más de una ocasión al cantante argentino Rafael Amor. Le preguntaron una vez cuál era su trabajo y, cuando contestó que componía y cantaba canciones, le insistieron: “Sí, ya sabemos, ¿pero de qué trabaja?” Del mismo modo, y aunque escribo desde siempre, nunca me presento como escritor porque, para comprar la comida y la ropa, pagar la hipoteca, abonar las matrícula de los colegios de mis hijos y hasta adquirir los folios en los que imprimo mis escritos, tengo que ir todas las mañanas a una oficina en la que, aunque con gusto, no hago lo que me gusta, sino algo a lo que he aprendido expresamente para eso, para ganarme la vida; consciente además de que, si no tuviera este trabajo, tendría que buscar otro y, en los tiempos que corren, aceptarlo aún cuando me gustara menos que el actual. En “Vive como quieras”, la deliciosa película de Frank Capra, Martin Vanderhoff, el protagonista, se encuentra con un hombrecillo, el señor Poppins, que se pasa las horas sumando números en una calculadora, para comprobar que las columnas del debe y del haber de un voluminoso libro siempre coinciden. “¿Le gusta lo que hace?”, pregunta Vanderhoff. El hombrecillo lo mira estupefacto, nunca se lo ha planteado, es su trabajo… Pero es evidente que no le gusta, lo que le gusta es hacer muñecos autómatas; pero eso no le permitiría vivir.

            Si, echando una mirada al pasado, nos asomamos a la Grecia Clásica o al Imperio Romano, veremos cómo, tanto en la primera como en el segundo, el trabajo es considerado algo denigrante para el hombre libre, para el ciudadano, y se reserva a esclavos, ilotas y clases inferiores (por la misma razón, durante siglos, parte del botín en las guerras medievales, serán los esclavos, que se emplearán para el cultivo de las tierras y las tareas más duras, mientras sus amos se dedican a la política, el ocio y la milicia). Muy curioso y significativo observar como, por ejemplo, la manumisión de los esclavos (su liberación), tiene un marcado matiz económico y puede servirnos para ilustrar esta idea: el amo tiene una serie de obligaciones con respecto al esclavo (manutención, asistencia sanitaria, cuidado en la vejez), de las que se libera al liberarlo: el esclavo pasa a ser un hombre libre y, como tal, empieza a trabajar con su antiguo amo, ahora a cambio de un salario, pero ya se apañará él con su vivienda, su comida, sus enfermedades, si las tiene, o su vejez, cuando le llegue. Se podría decir que, de alguna manera, cuando termina la esclavitud comienza la explotación laboral.

            Evidentemente, a lo largo de los siglos siguientes, la situación se fue modificando y el clientelismo adquirió tintes paternalistas, filantrópicos: el buen amo, aunque con rigor, trataba con “amor” a sus criados, daba limosnas a los menesterosos, construía hospitales o escuelas; no eran derechos de los pobres sino filantropía de los ricos. Puede parece que no hay término medio, que o uno puede hacer lo que le llena plenamente o que ha de venderse (cada vez más barato), para realizar tareas que son necesarias pero, sino ingratas, sí alienantes. Nos bastará con echar de nuevo un vistazo al pasado para encontrar, con las propuestas imaginativas y brillantes de pensadores a los que se ha calificado de utópicos, ideas lógicas y bien fundamentadas, que se basaban en el reparto del trabajo necesario, para que todos dispongamos tanto de ocupación como de más tiempo de ocio. Propuestas como las de Campanella (trabajo obligatorio para todo el mundo, pero con un máximo de cuatro horas), o la de Tomás Moro (que también establecía las horas de trabajo en seis, para que todo el mundo dispusiera de tiempo para el ocio y la formación), y que hoy, en medio de la crisis que nos angustia, nos hacen economistas de la talla de Vicenç Navarro o Gregorio López, para quienes la reducción de la jornada de trabajo es entendida como “una forma de distribución de la renta, como un elemento de bienestar social y también como reparto de la escasez de trabajo asalariado". Tenerlas en cuenta podría ser una solución no sólo para el problema del paro actual, sino también a la frustración que para muchos señores “Poppins” supone el hacer de manera rutinaria y a diario algo que les impide realizarse como personas y ser felices haciendo algo no productivo y creativo.

            En resumen, el trabajo, entendido como ocupación retribuida, no nos hace libres, sino esclavos; puede ser una necesidad para subsistir pero, aun cuando nos guste, nunca es un fin en sí mismo y no puede darnos la felicidad.