Blogia

Ramón de Aguilar

Caminos de tinta y papel que atraviesan Burguillos del Cerro

Caminos de tinta y papel que atraviesan Burguillos del Cerro

Dicen que la primera frase de un relato es siempre muy importante. Hoy se me ha ocurrido un inicio que podría estar muy bien: “En un lugar de La Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme…” Lo voy a guardar para cuando escriba una novela en la que venga a cuento decirlo. Para lo que ahora voy a narrar no vendría al caso, puesto que voy a hablaros de Burguillos del Cerro, pueblo extremeño situado en la comarca de Río Bodión, tan al sur de Extremadura que desde sus cerros ya se vislumbra  Andalucía; lugar al que me gustaría volver algún día y no sólo por la biblioteca de la que os voy a hablar o por su interesante centro de investigación dedicado a los templarios, desde cuyo mirador se contempla, por un lado, una bella panorámica del pueblo, apiñado en torno a su inmensa iglesia parroquial y desparramado en calles blancas de casas enjalbegadas con rejas que llegan hasta el suelo y, por el otro,  al cierzo, los Cudriales que dieron nombre y textura al bello libro de poemas que me había llevado hasta allí en compañía de su autor, de José Ángel Losada Gahete quien, mirándolos, escribía: “Las lindes marcan las distancias / que luego el amor confunde

                Fue la lluvia quien tuvo la culpa de que, al entrar en la biblioteca de Burguillos, recordara otro día igual de lluvioso en el que, también por primera vez, llegué a otra en la que no fui bien recibido: Uno de esos gnomos que, según Álvaro Cunquiero y otros sabios, custodian los tesoros enterrados en los más recónditos lugares, guardaba con el mismo celo los libros vetustos de aquel recinto abovedado; me miró con rabia y desconcierto, quizá nadie había osado antes entrar en aquella especie de mazmorra pero, como debió pensar que sólo trataba de guarecerme de la lluvia, me dejó pasar y se limitó a vigilarme de cerca mientras yo leía los lomos de los tomos apilados en los anaqueles y sacaba alguno que otro de su lugar para ojearlo. El problema fue cuando tomé un par de ellos y le pregunté qué tenía que hacer para llevármelos a casa. Dudó un instante si agredirme directamente, aprovechando que tampoco yo le sacaba tanto en estatura, o llamar a gritos al que parecía ser el señor del castillo, al que yo no había visto pero que no debía de estar muy lejos (tal vez vigilando como me vigilaban), por lo rápido que salió y la presteza con la que me arrebató los libros, para ponerlos a buen recaudo, antes de llamar a la policía municipal y denunciar que alguien había entrado en la biblioteca del pueblo con la intención de leer.

                No fue así en Burguillos del Cerro. La lluvia no era excusa para buscar refugio, sino compañera de viaje que, pese a obligar a abrir paraguas y esquivar charcos, se recibía con alborozo en esa tierra, al sur de la de Barros, donde el verano había sido demasiado largo y demasiado seco. Merecía la pena andar un poco mojados a cambio de disfrutar del aroma limpio y húmedo de las dehesas recién regadas por la lluvia, del brillo que adquirían las hojas de encinas y alcornoques, las tejas de los tejados, las negras rejas de balcones y ventanas… Había sido también en un día lluvioso en el que se marchó José, el protagonista de los poemas de José Ángel Losada que me habían llevado hasta allí: “Se fue la otra tarde con la lluvia, /  con sus tibias raíces de indigencia y frío / recosiendo nostalgias”…

Para acompañarnos y hacernos de guía, en la centro sociocultural, a José Ángel y a mí, risueña, nos esperaba Mari Carmen Campanón, y fue ella quien me invitó a conocer la biblioteca, que a esas horas del día no estaba abierta al público y ofrecía el encanto del silencio y las mesas vacías, de los estantes repletos de libros que aguardaban, pacientemente, la llegada de los lectores que acudirían a la tarde. Me alegró la propuesta, porque siempre me ha gustado visitar las bibliotecas de los lugares por los que paso y recordé que antes, cuando veraneábamos en familia, me gustaba ser lector en las que eran ignoradas por los turistas de playa en Benidorm, Mojácar, Oropesa del Mar, Salou… o en pueblos del interior como Mañón, Ayora, Cazorla… Como en Villatoya (más pequeña) o en Mariquita (más grande), la biblioteca de Burguillos del Cerro está recogida en una sola sala. José Ángel y yo buscamos la estantería de los libros de poesía, donde hace tiempo que hay un hueco aguardando los suyos, para buscar las obras de los poetas extremeños de los que habíamos estado hablando la noche anterior: Luis Chamizo, Álvarez Lancero, Gabriel y Galán, José Antonio Zambrano y otros, entre quienes no deberían faltar mis amigos Florián Recio ni Francisca Gata, pero muy especialmente Manuel Pacheco, por el cariño con el que yo lo recuerdo como lector y él, además, como persona.

                A la entrada de la biblioteca nos encontramos con un enorme cartel, junto al que me fotografié para ilustrar esta entrada al blog, en el que se anunciaba una entrañable campaña de animación a la lectura y la escritura, basada en la Ruta de la Plata, la calzada que los romanos utilizaban para comunicar el sur con el norte de la península (desde Mérida hasta Astorga), y en la que se incluía una exposición (“Emboscados”), en la que, a través de once paneles con otros tantos textos literarios, se nos adentra “en el bosque inagotable de la literatura recorriendo, a través de algunas de sus mejores páginas, la antigua Ruta de la Plata. De Sevilla hasta Gijón, pasando por Almendralejo, Mérida, Plasencia, Salamanca, Zamora y Astorga, la exposición muestra la fuerte relación entre el alma sensible y la fascinante sabiduría de estos lugares, considerados mágicos y sagrados”, con poemas de Antonio Machado, Carolina Coronado, Claudio Rodríguez y textos de otros autores de la zona…

Guardar todo esto en el recuerdo, que forme parte de la memoria de mis vacaciones de este otoño del dos mil doce, me hace pensar en cuánto puede dar de sí la visita a una biblioteca, aunque sea por primera vez en la vida, aunque esté cerrada, aunque llueva… Incluso, aunque la entrada hubiera estado celosamente custodiada por un gnomo malhumorado, cuánto más si, como en Burguillos del Cerro, quien te abre sus puertas lo hace con un sonrisa en los labios y con un chispa igual de risueña en la mirada.

El canto a la naturaleza en espiral, de Emilio Gallego

El canto a la naturaleza en espiral, de Emilio Gallego

Hay artistas y teóricos del arte que, a partir del sesenta y ocho, reaccionan contra los valores del expresionismo abstracto. Para ellos, la pintura no sólo deja de ser el vehículo artístico por excelencia, sino que hacen saltar los límites que aprisionan y sofocan las obras de arte (empezando por el marco y siguiendo por la galería, el museo o cualquier espacio físico que las contenga), para que conquisten el espacio abierto. Es el fin de la narrativa de la modernidad, lo que Danto llamó (dramáticamente), “el fin del arte” y que dio lugar a tendencias y comportamientos artísticos como Pop Art, Mínimal, Conceptual, Povera, Body Art y otros, entre los que también se encuentra el Land Art, término americano que podría traducirse como “Arte de la tierra” y que, interviniendo sobre los espacios naturales, tiene lugar en plena naturaleza. Muchos de quienes me leáis lo sabréis mejor que yo y consideraréis ésta una introducción prescindible; otros, sin embargo, quizá queráis saber que, dentro de esta tendencia, se diferencian varios tipos de actuaciones, como las “integraciones” (que manipulan el paisaje como si fuera un material y suelen tener grandes dimensiones, como la “Spiral Jetty” de Robert Smithson); las “interrupciones” (que implican actividad humana y uso de materiales creados por el hombre en el entorno natural, como los “Túneles solares” de Nancy Hotl), o las “implicaciones” (en las que el artista respeta el entorno y se fusiona con él, como “A line by walking” de Richard Long)

El “Canto a la naturaleza en espiral”, obra de Emilio Gallego, a quien conozco personalmente, podría parecer una “implicación” tanto por lo que tiene de vuelta a lo primitivo, como por los materiales “povera” utilizados (básicamente piedra y madera), y hasta por la carga simbólica de los tótems que configuran la espiral... Sin embargo (y admitiendo que en esto del arte los límites nunca son tan rígidos que no puedan ser rebasados por el autor), yo la consideraría una “integración”, ubicada sobre el territorio que abarca nuestra comarca, una obra que nunca podremos contemplar directamente y de la que sólo podemos tener una visión general gracias a las exposiciones que se han hecho en galerías, los mapas editados, las fotos y reportajes, las maquetas y otras muestras.

Emilio Gallego, que nació en Larache y vive en Requena, es el autor de este ambicioso proyecto: “Canto a la Naturaleza en Espiral”, una de las instalaciones escultóricas que abarcan más extensión geográfica en el mundo: Una serie de veintidós esculturas elaboradas con piedra, madera y hierro, a las que el autor considera tótems (“Tótem del Magro”, “Tótem de San Juan”, “Tótem al Aire”...), y que dibujan (ésa es la voluntad del artista), una espiral sobre el espacio en que están ubicadas.

¿Cómo se puede contemplar una obra de esta envergadura si no es con la imaginación? Rafael Prats Rivelles, también amigo y comisario de la exposición que presentó la obra en Requena en julio de 2001, en el catálogo de la misma escribía: “No se trata sólo de factores físicos concretos, con posibilidad descriptiva, sino que va más allá para establecernos en niveles conceptuales”. Es fácil de entender, como acabo de apuntar, que una obra de esa envergadura no pude verse a simple vista. Es una de las características del Land Art el que muchas de sus creaciones sólo puedan contemplarse desde el aire... Es posible que ésta ni siquiera. El espectador podría encontrarse con cualquiera de los veintidós tótems que la componen y que, separados por kilómetros de distancia, no parecen tener más relación que el parecido formal. Es una obra que ha nacido en la mente del artista y que sólo a nivel mental puede ser contemplada: Ha de ser mirada con la imaginación... Es arte que no descansa tanto sobre su apariencia como sobre su concepción. Una forma de explicarlo que se me ocurre sería la de hacer una comparación con las constelaciones estelares: Donde el ojo sólo ve un grupo de seis o siete estrellas, la imaginación ve un cangrejo o una lira; donde el ojo sólo vería (desde una distancia adecuada), veintidós tótems, la imaginación ve una espiral. Hay pensadores para quienes “La idea o el concepto es el aspecto más importante de una obra... Todo se proyecta y se decide de antemano” (Sol LeWit).

Quienes, sabiendo más que yo, analizan este tipo de creaciones valoran el retorno a un estado primitivo del arte, el enriquecimiento del entorno natural con una nueva lectura, la vinculación a un paisaje concreto, el rechazo del valor mercantil de la obra (el “Canto a la naturaleza en espiral”, no puede subastarse, no puede comprarse ni venderse); Rafael Prats Rivelles, que tiene algo de poeta aunque no escriba versos (“La piedra, la madera y el hierro... no nos gritan, pero si se les observa hablan. Hablan de tierras y aires, de lunas y soles, de aguas y vientos”), remarca el aspecto transgresor de la Espiral, “por cuanto funciona al contrario de las manecillas del reloj”.

Yo, por mi parte, en vez de opinar sobre la obra, prefiero “sentir con ella” y pienso entonces en la naturaleza y el silencio, la magia, los ritos, los saberes ancestrales... Y todo ello me arrastra (“en espiral”), a otros modos de vida, a la ruptura con el mundo en el que hoy vivimos, a la búsqueda de otros más auténticos y que quizás hayamos perdido para siempre porque, quizá también, como el protagonista de Los pasos perdidos de Alejo Carpentier, ya no podamos encontrar el camino de regreso al paraíso.

Cuando Shlemel fue a Varsovia (Un cuento de Isaac Bashevis Singer)

Cuando Shlemel fue a Varsovia (Un cuento de Isaac Bashevis Singer)

 Si alguna vez me habéis oído contar un cuento, es muy probable que haya sido el de “Cuando Shlemel fue a Varsovia”, del polaco Isaac Bashevis Singer. Como me cuesta mucho pronunciar “Shlemel” (en realidad no sé cómo hacerlo), suelo castellanizar el relato, llamando Samuel al protagonista y haciéndole ir a Valencia, desde el lugar en el que me hayan invitado a contar esta historia que conozco desde el 5 de diciembre de 1978.

Chima, mi pareja de entonces, se había puesto enferma y tenía que guardar cama. Vivíamos en Ayora, en la calle de La Marquesa (siempre lo puntualizo, porque era y seguirá siendo la más importante del pueblo), encima de la bodega de Benito. Al día siguiente se iba a celebrar el referéndum por el que se aprobó la Constitución Española. Para velar a mi compañera me compré un libro en la imprenta de Alvero, que era la única librería del pueblo. Me decanté por una colección de cuentos del que había sido galardonado ese año con el premio Nobel de Literatura, Isaac Bashevis Singer, de quien nunca antes había oído hablar, y aquella misma mañana, sentado en una mecedora junto al balcón que daba a la calle, al lado de la cama en la que Chima dormitaba, fascinado, me leí de un tirón los ocho relatos del libro, protagonizados por Shlemel y ambientados todos ellos en el pueblecito de Chelm, cuyos destinos se rigen por un Consejo de Ancianos, venerables todos, pero locos de atar; donde una cuchara sopera de plata puede parir cada noche una cucharilla de té y una vaca poner huevos en los tejados de las casas.

Leí luego otros libros del autor: “La casa de Jampol”, “Shosha”, “Un amigo de Kafka” y, un par veces, “El mago de Lublin”, mi preferido, junto a estos relatos de la aldea de Chelm. Hace sólo unos días que he terminado la lectura de “La destrucción de Kreshev”. Sumergirme de nuevo en el universo de este interesante autor, me ha hecho recordar las circunstancias y los cuentos con que lo conocí; recuerdos que ahora quiero compartir con vosotros, a través del blog, con lo que acabo de contaros y con la invitación a la lectura de mi relato preferido, el que casi siempre cuento cuando cuento un cuento:

 

Aunque Shlemel era un vago y un dormilón de mucho cuidado, siempre había rondado por su cabeza la idea de hacer un largo viaje. Había oído muchas historias de países lejanos, de grandes desiertos, de profundos océanos y de altas montañas, y a menudo le decía a su mujer que algún día emprendería un largo viaje. Y ella siempre le decía:
– Shlemel, no estás tú hecho para estos trotes... Lo tuyo es quedarte en casa y cuidar de los niños, mientras yo voy al mercado a vender las verduras.
Y sin embargo, Shlemel no podía abandonar su gran sueño de viajar por el mundo y ver todas sus maravillas.

Y he aquí que llegó a Chelm, el pueblo de Shlemel, un viajante que había visitado la ciudad de Varsovia, y se deshacía en elogios de las grandes avenidas, los bellos edificios y las elegantes tiendas de la capital. Y Shlemel decidió que tenía que ir a ver esta gran ciudad con sus propios ojos. Y comenzó a prepararse para el gran viaje aunque pronto se dio cuenta de que no tenía nada que llevar, que tendría que viajar con la misma ropa que llevaba puesta. Así es que una mañana, después que su mujer se fuera al mercado, se dispuso a partir. Le dijo a su hijo mayor que se quedara en casa cuidando de los pequeños, y cogiendo unas rebanadas de pan, una cebolla y unas cabezas de ajo, inició su viaje.
Había una calle en Chelm que se llamaba, precisamente, Calle de Varsovia, y Shlemel estaba convencido de que, siguiendo esta calle, llegaría a la gran ciudad. Algunos vecinos se extrañaban de verle andar tan decidido y le preguntaban adónde iba. Shlemel les contestaba que se iba a Varsovia.
– ¿Y qué vas a hacer tú en Varsovia?
– Pues lo mismo que hago en Chelm, -decía Shlemel-. Es decir,nada.
Pronto llegó a las afueras de su pueblo. Las casas iban desapareciendo y en su lugar se veían grandes pastos y campos de trigo y otros cereales. Un campesino que conducía una carreta de bueyes le saludó con la mano. Después de varias horas de andar, Shlemel notó que estaba cansado. En vista de lo cual se sentó en la cuneta y decidió echarse una siesta. Pero antes de dormirse, pensó:
– Cuando despierte y vuelva al camino, ya no sabré cuál es la dirección de Varsovia.
Después de reflexionar unos minutos, se quitó las botas que llevaba puestas y las colocó de tal manera que la puntera señalaba hacia Varsovia, y el talón hacia su pueblo, Chelm. Pronto se quedó dormido, y soñó que era un panadero y que su especialidad eran los panecillos de cebolla. Los clientes acudían a comprárselos, pero él les decía:
– No, lo siento... estos panecillos no están a la venta...
– ¿Y para quién son? -le preguntaban.
– Son para mi mujer, para mis hijos... y para mí.
Después soñó que era el rey de Chelm. Y una vez al año, en vez de pagarle impuestos, cada ciudadano le traía un tarro de confitura de fresa. Shlemel recibía los obsequios de su pueblo sentado en un trono de oro, rodeado de la señora Shlemel, la reina, y de sus hijos, los principitos. Toda la familia real comía los panecillos de cebolla, untados en la deliciosa confitura de fresa. Entonces llegaba una carroza, que les conducía a Varsovia primero, a América después, y finalmente al río Sambatión, aquel río de los cuentos que echaba piedras por la boca, excepto los domingos, que es el día en el que todo el mundo descansa, incluso los ríos...
Cerca del lugar donde dormía Shlemel, vivía un viejo herrero que era muy bromista. Así que cuando vio que Shlemel se había dormido con las botas señalando hacia Varsovia, quiso gastarle una broma y dio la vuelta a las botas de forma que señalaran hacia Chelm.
Cuando Shlemel se despertó, sintió un apetito devorador. En un momento se comió las provisiones que llevaba y se dispuso a continuar viaje. Entonces cogió las botas y se las puso, no sin antes comprobar la dirección en la que señalaban.
Una vez en el camino, siguió la dirección de las botas. A medida que avanzaba, el paisaje le resultaba extrañamente familiar. Veía, claro está, las casas que ya había visto antes... Y no sólo las casas le eran familiares, sino también la gente con la que se encontraba. Shlemel pensó que había llegado a otra ciudad. Y si esto era así, ¿por qué demonios se parecía tanto a Chelm? Para salir de dudas, le preguntó a un hombre que pasaba por allí, cómo se llamaba aquel pueblo.
– Chelm, -le respondió.
Shlemel no salía de su asombro. Resulta que había estado andando durante toda una jornada y que, al llegar la tarde, había llegado a un pueblo... ¡que también se llamaba Chelm! Daba vueltas y más vueltas en su cabeza a este enigma y trataba de hallar la solución al acertijo. Hasta que, por fin, dándose un golpe en la frente, creyó entender lo que había ocurrido:
"¡Ya está! -pensó-. Debe de haber dos Chelms, el de arriba y el de abajo. Éste debe ser el Chelm de abajo".
De todas maneras, le parecía muy extraño a Shlemel que las calles, las casas e incluso las gentes de Chelm de abajo fuesen tan parecidas a las de Chelm de arriba. No sabía Shlemel cómo explicarse esta semejanza, hasta que se acordó de un viejo proverbio que decía: "El mundo es el mismo en todas partes". Si esto era verdad ¿por qué no iba a parecerse el Chelm de abajo al Chelm de arriba? La sabiduría de este viejo proverbio llenó a Shlemelde intensa satisfacción. Pensó que, seguramente, en Chelm de abajo habría una calle parecida a su calle... y quizá una casa parecida a su casa. Y, efectivamente, pronto encontró una calle idéntica a la suya, que también tenía una casa que parecía la gemela de su casa. Caía la tarde y se decidió a llamar a la puerta. Cuál no sería su sorpresa al ver que una segunda señora Shlemel le abría la puerta... y al comprobar que los hijos de la señora Shlemel se parecían a los suyos tanto, que habría sido capaz de confundirlos... Todo le recordaba a su casa, incluso los gritos con que le recibió esta segunda señora Shlemel, la Shlemelde abajo:
– ¡Anda, entra, bribón!... ¿Se puede saber dónde has estado todo el día? ¿Y qué demonios llevas en ese hatillo?
Los niños corrían hacia él y le decían:
– Papá, papá ¿dónde has estado?
Shlemel estiró su cuerpo, y con voz solemne anunció:
– Señora, usted se confunde... yo no soy su marido... y vosotros, niños, debéis saber que yo no soy vuestro padre.
– ¿Pero es que te has vuelto loco? -exclamó la señora Shlemel.
– Yo, señora, vivo en Chelm de arriba... y esto es Chelm de abajo, -le contestó el señor Shlemel.
La señora Shlemel se llevó las manos a la cabeza y daba tales gritos que los niños se refugiaron debajo de la mesa camilla:
– ¡Ay hijos míos!... ¡qué desgracia! ¡Vuestro padre se ha vuelto loco!
Mandó a uno de sus hijos a por el señor Gimpel, el curandero del pueblo. Los vecinos, a los gritos de la señora, habían acudido a la casa de los Shlemel. En medio de todos ellos, el señor Shlemel decía:
– Es cierto que todos vosotros os parecéis mucho a los vecinos de mi pueblo, pero no podéis ser los mismos por la sencilla razón de que yo vivo en Chelm de arriba... y esto es Chelm de abajo.
– Shlemel ¿se puede saber lo que te pasa? -le preguntó un vecino-. ¿Es que no reconoces a tu vecino, a tus hijos... a tu misma mujer?
– Es que no entendéis lo que me pasa... Resulta que yo voy de viaje a Varsovia. Esta mañana yo he salido de mi pueblo, que se llama Chelm, y he andado toda una jornada... Por lo tanto, éste es otro Chelm, un Chelm que se encuentra entre mi pueblo y la ciudad de Varsovia... éste debe ser Chelm de abajo.
– No sabemos de qué estás hablando, -le decían los vecinos.
Pero él insistía:
– Lo que ocurre es que los habitantes de Chelm de arriba se parecen mucho a los de Chelm de abajo... por eso os confundís y creéis que yo soy el Shlemel de abajo... cuando, en realidad, soy el Shlemel de arriba.
– Si tú no eres mi marido ¿me puedes decir dónde demonios se ha metido? -le dijo su mujer, encarándose con él, y tirándole de los pelos.
– Pero buena mujer, cálmese, -decía Shlemel-.¿Cómo quiere que sepa dónde está su marido?
Algunos vecinos reían ante este espectáculo... otros, por el contrario, lloraban. Gimpel, el curandero, dijo que no podía curar la enfermedad del señor Shlemel. Los vecinos regresaron a sus casas.
Esa noche, la señora Shlemel había preparado habas con carne para la cena, que era el plato favorito de su marido:
– Anda, siéntate y come... que aunque estés loco, los locos también comen.
– Señora, ¿por qué se toma usted estas molestias con un forastero? -le preguntó Shlemel.
– Calla y come, -replicó su mujer-. Aunque te debería dar pienso en vez de comida, por lo asno que eres... y luego, vete a dormir, a ver si mañana has vuelto en tu juicio.
– Señora Shlemel, permítame que le diga que es usted una buena mujer... Estoy seguro de que mi esposa nunca habría dado de comer a un forastero. Después de todo, veo que hay algunas diferencias entre el Chelm de arriba, y el de abajo... me quedo con éste.
Las habas despedían un aroma tan intenso que no hizo falta animar a Shlemel. Y mientras comía, les decía a los niños:
– Queridos niños, debéis saber que yo vivo en una casa exactamente igual que ésta. Tengo una mujer que se parece a vuestra madre como dos gotas de agua; y tengo unos hijos, igualitos avosotros...
Al oír hablar así a su padre, los hijos pequeños reían... los mayores, lloraban. Mientras, la madre no hacía más que lamentarse:
– ¡Ay, Dios mío... qué pena más grande! ¿Qué he hecho yo para merecer esta desgracia...? ¡Cómo si no tuviera ya bastante con tener que aguantar a Shlemel el vago! ¡Ahora, encima, a Shlemel el loco! ¿Y qué voy a hacer ahora? ¿Con quién podré dejar a mis hijos cuando vaya al mercado? ¡Ni para eso servirá ya este hombre!
Y seguía lamentándose mientras hacía la cama de su nuevo "huésped". En cuanto Shlemel dio con sus huesos en la cama, se quedó profundamente dormido. Soñó, de nuevo, que era el rey de Chelm, y que su mujer, la reina, le preparaba su postre favorito: los buñuelos. Algunos los rellenaba de crema, otros de confitura de fresa o de mora, y todos los bautizaba con polvo de canela, y azúcar. Shlemel soñó que se comía lo menos veinte, y que el resto se los guardaba debajo de la corona, para luego.
Al despertarse por la mañana, vio que los vecinos habían acudido de nuevo a la casa. La propia señora Shlemel tenía los ojos rojos de tanto llorar. Shlemel iba a regañarla por haber dejado entrar a tanta gente en la casa, pero de pronto se detuvo y pensó:
– Al fin y al cabo, yo aquí no soy más que un forastero, no puedo mandar sobre nadie... Si ahora estuviera en mi casa me lavaría, me vestiría, almorzaría... pero aquí la verdad es que no sé qué hacer.
Y como siempre hacía cuando no sabía qué hacer, empezó a mesarse la barba. Finalmente, decidió levantarse de la cama. Pero tan pronto como hubo puesto los pies en el suelo, oyó los gritos histéricos de la señora Shlemel:
– ¡No le dejen marchar, por Dios, por Dios, no le dejen marchar! ¡Seré una mujer abandonada! ¡Prefiero tener un Shlemel loco a no tener ninguno!
En ese momento se dejó oír la voz de Baruch, el panadero:
– Llevémosle ante el Consejo de Ancianos. ¡Ellos sabrán quéhacer con él!
Y así se hizo, a pesar de las promesas de Shlemel que decía que él era un ciudadano de Chelm de Arriba y que, por lo tanto, el Consejo de Ancianos de Chelm de Abajo no tenía ninguna autoridad sobre él. Pero no pudo resistirse a los vecinos, que le vistieron, le pusieron su gorra, y le condujeron a la casa de Gronan, apodado el Buey. Los ancianos se habían reunido ya en casa de Gronan, alertados por éste sobre la gravedad del caso que se les presentaba.
Y efectivamente, cuando llegaron los vecinos trayendo a Shlemel, el Consejo se hallaba ya en plena reunión. En aquellos momentos, uno de los ancianos llamado Lepe el Listo decía a los demás:
– Hay que considerar la posibilidad de que, efectivamente, existan dos Chelms.
– ¿Y por qué no tres, cuatro... o ciento? -le replicaba Aguado el Agudo.
– Pero suponiendo que haya cien Chelms. ¿Creéis vosotros que en cada uno de ellos han de soportar a un Shlemel? -opinaba Federico, el Pico... de Oro.
Gronan el Buey, presidía el Consejo de Ancianos. Escuchaba con atención a cada uno de ellos, pero no se decidía a opinar. Sin embargo, los nervios abultados de su frente protuberante indicaban que su mente trabajaba ¡a toda máquina! Por fin se decidió a interrogar aShlemel:
– Ven y siéntate ante mí. Mírame a la cara. ¿Me reconoces?
– Claro que te reconozco, -le contestó Shlemel-. Tú te llamas Gronan de nombre y de apodo, el Buey.
– Y en Chelm, el pueblo donde tú vives, ¿existe también un Gronan el Buey?
– Sí, también hay un hombre que se llama Gronan, que se apoda el Buey, y que se parece a ti, como un guisante se parece a otro guisante.
– Bien, -dijo Gronan, limpiándose el sudor que tenía en la frente-. Y ¿no podría ser que tú, cuando ibas camino de Varsovia, dieras la vuelta sobre tus pasos y volvieras a Chelm, sin darte cuenta?
– Imposible, -le contestó Shlemel-. ¿Qué crees que soy, una veleta?
– En tal caso, tú no eres el marido de la señora Shlemel- dijo Gronan.
– Es cierto. Yo no soy su marido.
– Si tú no eres el marido de esta señora, -continuó el Buey-, ello significa que el verdadero marido de la señora Shlemel se marchó precisamente el día en que llegaste tú, ¿no es así?
– Así parece ser, -contestó Shlemel.
– En cuyo caso, es lo más probable que regrese junto a su mujer.
– Probablemente, -dijo Shlemel, para no llevar la contraria.
– Vistas y oídas las declaraciones del acusado, -sentenció el Buey-, yo opino que este Shlemel debe permanecer en Chelm, a la espera de que regrese el verdadero Shlemel,cuyo regreso aclarará definitivamente este caso, -dictaminó Gronam-. ¡Y se quedó tan ancho!
En cambio, la señora Shlemel no pudo ocultar su indignación al oír la sentencia del Consejo de Ancianos:
– Queridos ancianos ¿qué venda os han puesto en los ojos? ¿No os dais cuenta de que no hay que esperar ningún regreso, que Shlemel ya ha regresado, que este es el verdadero Shlemel. ¡Dios mío, yo que me quejaba de tener un marido, y ahora resulta que voy a tener dos!
– Sea cual sea la identidad de este hombre, -perseveró el Buey-, es preciso que, de momento, este hombre y tú, desdichada mujer, no viváis bajo el mismo techo.
– Entonces ¿dónde voy a vivir? -preguntóShlemel.
– Puedes vivir en la Casa de los Pobres, -le dijo Gronan.
– ¿Y qué voy a hacer yo en la Casa de los Pobres? -preguntó Shlemel.
– Pues lo mismo que hacías en tu casa... es decir, nada -sentenció el Buey.
– Y entonces, -protestó la señora Shlemel-. ¿Quién cuidará de mis hijos cuando yo vaya al mercado a vender las verduras? Además... yo necesito un marido... y me conformo con éste, aunque no sea el mío.
– Señora Shlemel, -le conminó Gronan-. El Consejo de Ancianos no tiene la culpa de que su marido la haya abandonado para marcharse a Varsovia. Tenga paciencia y espere a que regrese.
La señora Shlemel rompió a llorar, y los niños lloraban también a moco tendido.
– ¡Qué extraño es todo esto! -se maravillabaShlemel-. Yo recuerdo que mi mujer no hacía más que regañarme, y habría sido incapaz de derramar una sola lágrima por mí. Y estos forasteros, en cambio, me tienen un gran cariño y quieren que viva con ellos. Decididamente ¡el Chelm de abajo es muy superior al Chelm de arriba!
– ¡Alto ahí! -interrumpió Gronan el Buey-. He tenido una idea.
– ¿Y cuál es tu idea, si puede saberse? -le preguntó Aguado el Agudo.
– Si mandamos a Shlemel a vivir a la Casa de los Pobres, tendremos que contratar a alguien para que ayude a la señora Shlemel a cuidar de sus hijos, cuando ella esté en el mercado. Pues bien, se me ocurre que podremos contratar a Shlemel para este trabajo. Es cierto que no es el verdadero señor Shlemel y que, por lo tanto, no es el verdadero padre de las criaturas. Pero se parece tanto al propio señor Shlemel que los niños no le extrañarán en absoluto.
– ¡Qué idea más brillante, -constató Federico el Pico.
– ¡Parece juicio de Salomón! -se admiró otro anciano, Samuel el Lebrel.
– ¡Sólo a los Ancianos de Chelm podría habérseles ocurrido solución tan brillante al problema que tenían planteado! -exclamó Mauricio el Pontificio.
– ¿Cuánto quieres que se te pague, -le preguntó Gronan aS hlemel- para cuidar a los hijos de la señora Shlemel?
Shlemel hubo de pensárselo unos instantes. Después respondió:
– Tres monedas cada día.
– ¡Necio, estúpido! -le increpó su mujer, que estaba muy atenta al diálogo-. Tres monedas es una miseria... ¡has de pedir seis, por lo menos!
Y corriendo hacia él, le dio un pellizco retorcido en el brazo.
– ¡Caramba! -exclamó Shlemel-. ¡Pellizca igualito que mi mujer!
Los ancianos se reunieron de nuevo en consulta. El presupuesto municipal era, desde luego, muy reducido. Finalmente, Gronan anunció:
– Tres monedas parecen poco, pero seis son demasiadas. Hay que llegar a un compromiso. Por tratarse de un forastero, le pagaremos cinco monedas.
– ¿Y hasta cuándo podré tener este empleo? -preguntó Shlemel.
– Pues hasta que el verdadero Shlemel vuelva a su casa, -le contestó Gronan.
La sentencia de Gronan fue muy aplaudida en todo el pueblo. La gente admiraba el juicio y la discreción de su Consejo de Ancianos. Y Shlemel comenzó... ¡su nuevo trabajo! Al principio, Shlemel se guardaba las monedas que el Consejo de Ancianos le pagaba.
– Si yo no soy tu marido, no tengo por qué mantenerte, -le decía a la señoraShlemel.
– En ese caso, -le contestaba la señora-, no esperes que te lave la ropa, que te cosa los botones, que te haga la comida... ¡puesto que yo tampoco soy tu mujer!
Shlemel se avino a razones, y desde entonces entregaba puntualmente su paga a la señora Shlemel.Lo cual era un acontecimiento, porque ésta nunca había recibido ni cinco céntimos del vago de su marido. Se ponía de buen humor y le decía a Shlemel:
– ¡Lástima que no decidieras ir a Varsovia hace diez años! ¡A estas horas, seríamos ricos!
– Y dígame, señora Shlemel-le preguntaba él, cortésmente- ¿no echa usted de menos nunca a su marido?
A lo que doña Shlemel replicaba:
– ¿Y tú, granuja? ¿No echas tú de menos a tu señora Shlemel?
Ni el uno ni el otro decían echar de menos a sus cónyuges, y siguieron viviendo juntos tan campantes.
Pasaron los años y no aparecía ningún otro Shlemel por Chelm. Esto preocupaba al Consejo de Ancianos, y había teorías para todos los gustos. Federico el Pico decía que Shlemel habría cruzado las montañas y se lo habrían comido los caníbales. Mauricio el Pontificio opinaba que lo más probable era que Shlemel hubiera entrado en las cuevas del mismísimo Asmodeo, príncipe de las Tinieblas, y que allí le habrían obligado a matrimoniar con cualquier diabla. Aguado el Agudo estaba convencido de que Shlemel había llegado al fin del mundo, que había seguido andando, y que, por lo tanto, se había caído al precipicio. Había, pues, teorías para todos los gustos. Incluso había quien pensaba que el verdadero Shlemel había sufrido una amnesia, es decir, había perdido la memoria y se había olvidado de quién era. Estas cosas pueden ocurrir hasta en las mejores familias...
Gronan el Buey era hombre liberal. Él tenía sus ideas pero no le gustaba imponerlas sobre los demás. Allá cada cual con su criterio. Sin embargo, él estaba convencido de que el verdadero Shlemel había ido al otro Chelm, y que en el Chelm de Arriba había tenido la misma experiencia que su tocayo en el Chelm de Abajo. Creía firmemente que el Consejo de Ancianos del otro Chelm le había ofrecido el trabajo de cuidar de los niños de la otra señora Shlemel,y que la paga también era de cinco monedas diarias...
En cuanto al propio Shlemel, no sabía qué pensar. Los niños de la señora Shlemel crecían y pronto se valdrían por sí mismos. A veces, Shlemel se preguntaba: ¿Dónde está el otro Shlemel? ¿Cuándo regresará a su hogar? ¿Y mi mujer, qué hace? ¿Me está esperando... o ha encontrado a otro señor Shlemel? Eran preguntas a las que no hallaba respuesta. De vez en cuando a Shlemel le entraba el remusguillo de viajar. Pero ¿para qué? -pensaba-, ¿qué necesidad hay de viajar si los caminos no llevan a ninguna parte... o mejor dicho, si todos los caminos llevan a Chelm? Y así, compuso esta pequeña canción...
"Todos los caminos llevan a Roma
decía el caminante...
mas yo os digo, y soy testigo,
de que nuestro pueblo de Chelm
de todo el mundo es el ombligo".

Presentación de presentadores

Presentación de presentadores

Se supone que en la presentación de un libro el autor es el último en hablar, el último en tomar la palabra. Sin embargo, en la que hicimos en Casas Ibáñez de mi última publicación (Algunos relatos casi policiacos), pedí que fuera al revés y que me dejasen hacerlo a mí primero. Quería ser yo mismo el “presentador de mis presentadores”; explicar quiénes y por qué me acompañaban en la mesa: Cuatro amigos entrañables, cuatro grandes lectores, cuatro buenos comunicadores que hoy quiero que conozcáis los seguidores del blog:

De Noelia, por empezar por la persona más joven de la mesa (y más alta de la foto), podría decir que la conozco desde siempre, puesto que a su madre, Ramona Cabezas, la conocía ya cuando ambos éramos niños (ella más que yo); pero lo cierto es que el primer recuerdo que conservo de Noelia es el de su intervención en una sesión de cuenta-cuentos, en la biblioteca de Casas Ibáñez; luego participó activamente en el taller literario que durante varios años, aunque de manera bastante informal, mantuvimos a la sombra de la Universidad Popular, junto a Manolo Picó, David y Jesús Zafra, Manolo Calomarde, Irene Castilo y alguno más. Desde entonces, desde que apenas era una adolescente, he permanecido en contacto con ella y he seguido de cerca sus estudios en Valencia, primero, y sus trabajos en Madrid, después, donde sigue trabajando hoy en día como bibliotecaria para el Consejo Superior de Investigaciones Científicas, cantando en un coro y en el grupo “Capitán Sunrise”... haciendo miles de cosas que, sin embargo, siempre le dejan tiempo para la lectura.

A Elena Pérez (de quien ya he dicho alguna vez que tiene nombre de hada y apellido de ratón), no la conocí con un cuento en los labios sino con un libro de poemas en la mano. Las circunstancias de aquel encuentro casual y la persona que lo provocó, Rafael García, a quienes los dos queríamos y admirábamos tanto, hicieron que desde entonces Elena fuera una persona muy especial para mí, una persona a la que nunca he dejado de admirar por la sensibilidad con la que vive y con la que escribe, por la profesionalidad con la que durante años dirigió Radio Requena y con la que hasta la actualidad mantiene viva una “oenegé” tan importante como Proyecto Avalon, “iniciativa para una cultura de paz”… Una persona a la que nunca he dejado de admirar por la intensidad con la que sabe disfrutar de todo cuanto la vida ofrece.

A Pedro Uris, a nivel personal, lo conozco menos. Apenas nos habíamos visto tres o cuatro veces en persona (a las que ahora tengo que añadir una más) y, sin embargo, hace años que aprecio su amistad. De él no puedo hablar con el corazón, al menos no puedo hacerlo con la misma emotividad y, sin embargo, si estaba allí esa mañana, si lo había invitado a presentar mi libro, no era sólo por sus competencias profesionales, no era sólo porque lo admire como escritor, como guionista y crítico de cine, como gestor cultural… Era porque, además de todo eso y del afecto que siempre me ha mostrado cuando hemos coincidido en algún lugar, Pedro Uris es el autor de una de las novelas que más me impactaron cuando hace años fui editor: Cita con la eternidad. Una obra que resultó finalista en nuestro premio de novela (por mí hubiera sido la ganadora, pero en nuestros certámenes siempre era el jurado el que decidía). Fue la última que intentamos publicar, aunque se quedó en la imprenta (por cierto que la portada la hizo una diseñadora de Casas Ibáñez, Flor Navarro, de Serradiel). A Pedro, pues, lo vi por primera vez en Villatoya, cuando vino a la entrega de premios el año que fue finalista (luego volvió alguna vez más, como jurado y como invitado). De Cita con la eternidad, la novela, que a mí me había impactado por la habilidad con la que mezcla la ficción con la realidad, por el juego constante entre la vida y la literatura, tomé prestado un personaje (sin pedirle permiso al autor), para que protagonizara uno de los relatos que componen mi libro… Era una razón más, una razón más que sobrada para invitarlo a que viniera a Casas Ibáñez y él, generosamente, lo hizo. Espero que se llevara un buen recuerdo.

Por último, de Carmen Navalón, la alcaldesa a quienes la mayoría de los presentes conocían mejor que yo, no puedo contar cómo o cuándo fue la primera vez que la vi. En realidad es como si siempre hubiera estado ahí, en el recuerdo, un recuerdo tan lejano que se confunde con el canto de las tablas de multiplicar en el colegio de las monjas, con el patio del recreo y las cajas de “tintes” Alpino, con las calles llenas de barro, aún sin asfaltar y los charcos helados, con las noches de verano jugando al escondite o a “dónde están las llaves”, con los pantalones cortos, las soguillas en el pelo y las sesiones toleradas del domingo por la tarde en el Cine Rex… Es verdad que yo soy mucho mayor y que ella andaría jugando con mi hermana…  pero es de aquel borroso y delicioso pasado de donde nace esa amistad, que se ha ido fortaleciendo con el paso de los años, con la madurez y gracias también, por supuesto, a la afinidad de ideas. Así, si esa mañana de domingo estuvo allí con nosotros, no fue sólo porque, como alcaldesa de Casas Ibáñez, estuviera interviniendo en un acto cultural programado dentro de las fiestas del pueblo… Fue por eso también pero fue, sobre todo, porque la considero mi amiga.

Éstos, tan risueños como podéis verlos en la fotografía, fueron mis cuatro presentadores; pero lo bueno que tuvo estar allí, en Casas Ibáñez, ese sábado por la mañana, fue que, al mirar uno a uno al público que nos acompañaba, me di cuenta de que de cualquiera de ellos, si estuviera acompañándome en la mesa, podría haber hablado con el mismo cariño y con la misma emoción… Me di cuenta de que soy realmente afortunado por haber pasado mi infancia en ese pueblo, por haber vivido en Casas Ibáñez: El lugar al que siempre quiero volver.

El viejo dinosaurio (Manuel Picó)

El viejo dinosaurio (Manuel Picó)

            Casas Ibáñez, aunque muchos de quienes me leen no lo sepan, es tierra de escritores… No soy quién para decir que de buenos,  pero sí que puedo asegurar que de muy interesantes escritores. Con este lugar, en el corazón de La Manchuela, entre el Júcar y el Cabriel, tienen mucho que ver los poemas de Mari Nieves Lahiguera o Iluminada Navarro, las novelas de Celín Cebrián o las de García Cuenca y García Ródenas (padre e hijo), los ensayos filosóficos de Mercedes Gómez Blesa, el delicioso libro de cocina de María López (El legado gastronómico de La Manchuela), algunos de memorias, como los de Cándida Pérez Verde (Mi caminar) y  el más reciente de Cándido Sánchez Aurell (Siempre adelante), así como otros (que todos no los voy a nombrar ahora), entre los que habría que incluir también los míos y las dos colecciones de relatos que tiene publicadas Manuel Picó: Viaje al paraíso y Hierro y tierra.

            Esto, que ahora cuento con orgullo, hasta me hubiera molestado cuando, siendo adolescente y viviendo en el pueblo, yo pretendía ser escritor (creía serlo), y no ya el mejor, sino el único… Es sólo una suposición, a lo mejor no hubiera sido así y sólo lo imagino pero, en cualquier caso, lo cierto es que no tardé mucho en descubrir  que había otros y que hasta lo hacían mejor que yo, al menos a juicio del jurado que falló el IV Certamen Literario que convocaba la Asociación Cultural “Antonio Machado” y que me dejó con el segundo premio (por un relato que a mí me parece bueno: Prisioneros de la carpa), para darle el primero a Manuel Picó por Sabina y las cerezas. Fue ahí, en la publicación conjunta de los dos cuentos, donde lo leí por primera vez. Luego tuve ocasión de conocerlo personalmente, descubrir sus valores personales (que no sólo literarios los tiene), su pensamiento, siempre lúcido para los temas que tienen que ver con los problemas del campo y los campesinos, en especial; con la justicia y la honestidad, en general.

            Lo he leído desde entonces con interés y con gusto, con admiración en muchas ocasiones. Me conmueven sus relatos y me ayudan a pensar con claridad los artículos que publica en el Casas Ibáñez Informativo o en la prensa de Albacete (algunos de estos los reproduce en su blog, al que puede accederse desde esta misma página). Ha tardado mucho tiempo, demasiado tiempo, en publicar su primer libro en papel: Hierro y tierra, que no apareció hasta el año pasado y que apenas hace un mes que se ha presentado en la librería “Rafael Alberti” de Madrid. Pero ya antes había publicado, en formato digital, uno que yo os recomiendo de manera muy especial: Viaje al paraíso y otros relatos. Puede descargarse gratuitamente en www.dipualba.es/publicaciones (abrir la pestaña “libros en red”, que encontraréis en la columna de la izquierda).

            A esta colección pertenece el relato El viejo Dinosaurio que ahora os voy a pasar. No lo he elegido al azar, sino que le tengo un especial cariño. Conozco su génesis, recuerdo cómo lo creó en un ejercicio de taller literario a partir de la lectura, precisamente, de un relato mío: La tiendecilla de Joaquín… Cuando escuché lo que Manuel Picó había hecho con mi personaje (se lo oí leer de viva voz antes de hacerlo con mis propios ojos), me emocioné… 

Quizá también a vosotros os llegue al corazón:

 

El viejo Dinosaurio

Más gordo, más feo, más calvo, así se vio aquella mañana en el espejo.

Después de los años, jubilado y cerrada la tienda hacía casi una década, el viejo Joaquín, se miraba y por primera vez contemplaba los estragos del tiempo. Como si hasta entonces se hubiese mirado sin verse para ignorarla propia decadencia de su cuerpo, o porque quizás, a caballo entre la ficción y la cobardía, había querido seguir viviendo el pasado, cuando la tienda rezumaba el olor de las especias, los embutidos y el bacalao y en las noches de verano la familia y los vecinos se sentaban en las sillas de enea sobre la acera recién regada para charlar sobre lo humano y lo divino.

Aquella mañana, delante del espejo, al día siguiente de dar tierra a su esposa, sintió que había envejecido 30 años de golpe y que jamás volvería a ser el mismo de antes.

Y con nostalgia, desde casa de la hija, fue donde antaño estaba la tienda.

Nada recordaba la vieja fachada. La tienda, remodelada por su yerno Fabián, ahora era una simple cochera y la mente tenía que hacer un esfuerzo por retrotraerse al pasado.

Donde ahora están las puertas entonces estaba el escaparate y una puerta de cristales que al abrirla hacía sonar una campana. ¡Ay la campana! ¡Cuántas miles de veces la habría oído! Tenía aquella campanilla metida en los oídos para siempre. Todavía había noches que soñaba con ella. La campana sonaba y él despertaba adormilado porque tenía que atender a una clienta, o quizá porque era lunes y llegaba Ángel Roldán, el de las salazones.

En la fachada, sobre el escaparate, un cartel con letras rojas rezaba: “Ultramarinos Joaquín”. ¡Qué ilusión por estrenarla! ¡Cuánto afán por poner los estantes y el mostrador, por colocar cada producto en su lugar!

Sesenta mil duros de los de entonces le costó montar el negocio. No tenía más que la mitad, pero su padre y su suegro le prestaron el resto y al cabo de unos años saldó la deuda.

Era la única tienda de las Casas Baratas, y por ser única en el barrio en ella vendía de todo. Frutas, verduras, embutidos, salazones, aceitunas, latillas, cubas de sardinas, carne de membrillo... Hasta albarcas para los hombres del campo llegó a vender.

Joaquín pasa a la cochera. En un rincón, tapado con plástico todavía está el viejo mostrador de madera y el cajón del dinero. Levanta el plástico y acaricia la desgastada madera. Cuántas veces ha devuelto el cambio allí, cuántas veces estuvo de chanza con las clientas, cuántos piropos, cuántas cuentas de la vieja...

Allí atendió a Damiancillo, cuando lo fiado subía más de la cuenta y su madre se avergonzaba de dar la cara, y a María la Arremangada la que un día que estaba sólo le echó mano a la bragueta para pagarle en carne. A Julia, la de Ambrosio, que compraba los tomates por cuartos. A doña Encarnación y su hermana Luz, “dos mujeres y un solo marido”, a Remedios “La bomba” que le sisaba en cuanto se descuidaba. Mujeres de las Casas Baratas que le contaban sus problemas, que le hablaban de sus hijos y sus maridos, de su familia lejana, de las heladas y de los precios de la uva o las lentejas.

Todo se había ido por el desagüe. Hoy ibas a un supermercado y ni la cajera ni el cliente decían buenos días. Pasaba los productos con su correspondiente código de barras por el escáner y de forma automática te devolvía el cambio sin siquiera decir Adiós.

Ahora, en el siglo de la comunicación, hombres y mujeres compraban más que nunca pero no se comunicaban. Los vecinos podían apiñarse en un gran bloque de viviendas, pero no se conocían. No sabían lo que era un chascarrillo, ni un halago, ni una charla con el tendero. Y también los tenderos eran una especie en extinción, como un día lo fueron los dinosaurios. Hoy las compras se hacían en los hipermercados. Se compraba mucho y se callaba casi todo. Y la clientela, con todo el Internet, los móviles y todas la comunicaciones

del mundo era más hermética que una lata de sardinas.

El viejo Joaquín era un viejo dinosaurio y él lo sabía demasiado bien. Cubrió con el plástico el mostrador y unas lágrimas furtivas resbalaron por sus mejillas.

19 de octubre de 1979: Los pasos perdidos

19 de octubre de 1979: Los pasos perdidos

 Hoy es sábado y estamos en Barcelona. Mañana, cuando nos levantemos, dejaremos el hotel y, después de dar una vuelta por el Mercat de Sant Antoni (donde compraré ¡Vivir!, un libro de Ayn Rand que estoy deseando leer), nos iremos a Martinet, para hacer noche en un hotel que está junto al río Segre y en el que una vez paré con Vicente a tomar un café.

Veníamos de Andorra y yo viajaba de paquete en su moto. Es el único viaje que he hecho en moto. Era invierno y había nieve en algunos tramos de la carretera. Paramos en aquel lugar de casualidad, para quitarnos el frío con algo bien caliente. Me gustó tanto el sitio que pensé que algún día, cuando ya estuviera casado con Chima y tuviéramos nuestro propio coche, volvería con ella y pasaríamos allí la noche.

El “Ciento treinta y tres” lo hemos estrenado hace poco y éste es nuestro primer viaje largo. Casarnos, nos casamos hace un año y ocho meses menos dos días. Aún puedo contarlos. Divorciarnos, nos divorciaremos dentro de cuatro años, una semana y cinco días. Esa cuenta aún no puedo llevarla, pero podré hacerla cuando escriba todo esto y mire hacia atrás preguntándome qué fue de ella; qué fue de Vicente, que también sé casó, tuvo hijas y se divorció; que fue de Agustín, al que dije adiós por última vez desde la ventanilla de un tren que lentamente se alejaba de la estación Termini, en Roma.

Con él, con Agustín, hemos pasado dos días en Barcelona, recordando cuando, apenas hace un par de años, éramos soldados y compartíamos una habitación con un balcón que se asomaba a la calle Diputación, desde el que alcanzábamos a tocar las ramas de los arces; una habitación en la que él tocaba la guitarra; Vicente, que quería ser tahur, hacía solitarios con una baraja, y yo trataba de escribir una novela que nunca fui capaz de acabar.

Esta noche, cuando nos hemos despedido en su casa, después de cenar con él, su madre y sus hermanas, Agustín me ha regalado unos cuantos libros que ya ha leído y que piensa que me pueden gustar. Yo no sería capaz de regalar un libro que me haya gustado. Los conservaré siempre y los llevaré conmigo allá dónde quiera que vaya, allá dónde quiera que la vida me lleve. Entre ellos hay un par de Alejo Carpentier, escritor cubano que morirá en París el año que viene y al que nunca he leído, aunque su nombre lo encuentre siempre relacionado con los autores del “boom” hispanoamericano que tanto me gustan: García Máquez, Cortázar, Vargas Llosa, Felisberto Hernández... Escritores del realismo mágico que tanto tiene que ver con lo “real maravilloso” del cubano.

Esta noche, cuando Chima se acueste después de cenar en el comedor del hotel, yo me voy a sentar en un cómodo sillón, frente al fuego de la chimenea que, como en los clubes ingleses, caldea un sala de estar, y voy a comenzar la lectura de uno de los libros heredados de Agustín, el de Los pasos perdidos, sin sospechar que, cuando la termine, será (ya para siempre), una de mis novelas preferidas, una de las que a veces citaré junto al Quijote o los Cien años de soledad.

Durante las próximas decádas seré consciente de cómo las páginas de esta novela tan barroca han influido en mi manera de pensar y en mi forma de ver la vida o, lo que debe de ser lo mismo, cómo en más de una ocasión, unas veces de manera consciente y otras sin saberlo, he tratado de seguir los pasos (perdidos o no), de su protagonista:

Un musicólogo antillano que reside en Nueva York, casado con una actriz, es enviado a un país sudamericano con el encargo de rescatar y encontrar raros instrumentos. En el viaje lo acompaña una amante francesa, que parece representar la decadencia europea y a la que el musicólogo abandona por una mujer nativa a través de la cual entra en contacto con la vida de una comunidad indígena, de donde es rescatado y llevado de nuevo a una civilizada ciudad a la que no llega jamás a adaptarse, hasta que regresa a la selva. Un relato abstracto e irreal donde se funden los conocimientos y la inteligencia del autor con las imágenes más profundas de su expresión literaria”.

Treinta y tres años después, al releerlo, no sólo confirmaré esa impresión, sino que descubriré nuevas emociones y podré escribir en mi muro de Facebook (algo que aún tiene que inventarse y que ahora sería difícil de explicar):

Si no hubiera leído ya Los pasos perdidos, de Alejo Carpentier, no me habría echado a llorar ayer, al llegar al final de su quinto capítulo”.

Por los libros de los libros

Por los libros de los libros

Don Alonso, mi señor:

Le extrañará que le escriba. Ya sé que esto no se usa ni es costumbre; de hecho, como bien supondrá vuesa merced, ni tan siquiera sé leer y estas letras que le envío son sólo la transcripción que de mis palabras hace el cura de esta ciudad de El Toboso, digno como clérigo y bueno como persona, del mismo modo que el de su lugar, por más que el de aquí no aparezca en ese libro que anda de mano en mano y recoge sus aventuras; el mismo en el que, según me cuentan, se dice que es usted mi enamorado o yo la suya, aunque a mí me llamen Dulcinea y a usted el Caballero de la Triste Figura o Don Quijote de la Mancha.

No le recuerdo bien, aunque sí que alguna vez lo vi de lejos, ya hace tiempo… Y no me pareció ni tan viejo como dicen ni tan loco como lo pintan. Al revés, mucho me complace que se haya fijado en mi modesta persona, aunque me sonroja que me llame dama, princesa, gran señora y todas esas lindezas que nunca nadie me había llamado y yo entiendo que no son de verdad, sino tan sólo palabras de enamorado.

Sé, porque en el libro que de nosotros habla se cuenta, que me envió una carta con el señor Sancho Panza. Por lo que parece y como ya sabrá (porque todos saben lo ocurrido), su escudero olvidó la misiva que le dictó y nunca pudo dármela porque, además, aunque llevaba las señas bien explicadas, no encontró mi casa, jamás me vio… No se enfade con él, que no lo hizo con malicia, pero sepa vuesa merced que sus palabras nunca llegaron a mis manos y que si sé las cosas tan bellas que me decía (día de mi noche, gloria de mi pena, norte de mis caminos, estrella de mi ventura…), es porque otros me las han leído: los que me quieren, para darme gusto; quienes no, para burlarse. Y sepa también, ya de paso, que tampoco vinieron a postrarse a mis pies las señoras libertadas, los “ginesillos” u otros galeotes, los caballeros vizcaínos ni otros derrotados. Verdad es, Don Alonso, mi señor, que para nada necesito que nadie venga a postrarse a mis pies; y menos que nadie éstos que no saben ser agradecidos con quien tanto bien les hace.

Pues si le escribo es para decirle que no haga caso de lo que digan los libros ni escriban todos los “cides hametes” del mundo, porque yo siempre lo he querido bien y ahora, desde que sé lo que de mí va diciendo por esos reinos de La Mancha, aún le quiero mucho más y dispuesta estoy a ser su enamorada, emperatriz, gran dama o lo que quiera… Más miedo les tengo a mis padres, Lorenzo Corchuelo y Aldonza Nogales, que a todos los encantadores y “merlines” del mundo, y más que a ellos a la soledad a la que me veía condenada en El Toboso por lo de la barba, la cara picada de viruelas, mi buena mano para los puercos y todo lo que espanta a quienes no atinan a verme princesa.

No haga caso, Don Alonso, mi señor, a quienes les lleven la contraria y ámeme siempre, por los libros de los libros, porque por los siglos de los siglos le amaré yo.

Siempre suya,

Aldonza Lorenzo, Dulcinea del Toboso, Emperatriz de la Mancha.

Lección de húngaro

Lección de húngaro

      Para mantener vivo el blog, y mientras llega el momento de añadir algo nuevo, rescato una de las primeras entradas que publiqué en el mismo (hace casi seis años); una en la que, precisamente, explicaba cómo nacía éste para no tener que reenviar el mismo mensaje (o parecido), cuando necesitaba contarle algo a mis amigos.

      La evolución del mismo me ha alejado de aquel objetivo inicial pero, después de varios vuelcos, aquí sigue, para todos vosotros. He recortado algunos párrafos, que no venían ya al caso, y he suprimido enlaces (que entonces ponía muchos, en mi afán de compartir con mis lectores todo cuanto me parecía merecer la pena). Conservo la imagen inicial, que ya no es la vista que veo desde mi ventana, pero que es una estampa que no quiero olvidar: 

 

  Una de las preguntas que más veces me han hecho es la de por qué estudié húngaro. Parece que lo normal es aprender inglés y, en todo caso, los que ya están “demodé”, francés; los que quieren hacer de esa segunda lengua una fuente de ingresos, alemán (algunos, con el mismo argumento, ruso o chino); quienes piensan en el futuro, árabe; los “aznaristas”, catalán (para hablarlo en la intimidad); los miembros de la casa real, vasco o vascuence (lo de “euskera” sólo deberían decirlo los que lo estén hablando)… Mejor dejemos a un lado el latín y volvamos al principio: ¿Cómo se me pudo ocurrir, cuando nuestro país aún no estaba en la Unión Europea y el de ellos todavía formaba parte del Pacto de Varsovia? Pues por eso; quizás hoy no se me hubiera pasado por la cabeza, pero a principios de los años ochenta, recién llegado a Castellón, tuve la tentación de conocer algún país, alguna cultura, que fuese muy diferente; me propuse huir de lo tópico: Oriente, la paradisíacas islas del Pacífico, el África negra… y así, repasando el Atlas una y otra vez, con el mismo ahínco que de niño buscaba en los mapas un país que se llamase “Guachilandia” y que nadie conociese (ésa es una historia que tendré que contar otro día); descubrí Hungría que, aún estando en la misma Europa, tiene una lengua que no es ni latina, ni céltica, ni germánica…. en realidad no es indoeuropea y, además, en aquellos tiempos, todavía era un país comunista (una República Popular), no sólo no está junto al Mediterráneo, sino que ni siquiera tiene mar... Todo se me antojaba diferente a lo nuestro y, sin embargo, cuando fui por primera vez, descubrí que los hombres y mujeres sí que, a pesar de todo, eran iguales (qué bonito lo canta Rafael Amor en sus canciones: “siempre quedan iguales en el adiós los pañuelos, y las pupilas borrosas de los que dejamos lejos, los amigos que nos nombran y son iguales los besos y el amor de la que sueña con el día del regreso.”)… Eso fue entonces, ahora, cuando vaya la próxima vez (¿este año por fin?), tendré la sensación de no haber salido de aquí, salvo por los rótulos que señalen la farmacia (gyógyszertan), el cine (filmszínház), la librería (könyvesbolt), la dirección al aeropuerto (repülőtér) la estación de tren (vasútállomás)… Y salvo porque no entenderé a nadie por las calles, ya que, desgraciadamente, lo de estudiar húngaro no ha pasado de ser un deseo durante este cuarto de siglo…

            Que, con tanto hablar, no se me olvide que el motivo de esta carta, de esta nueva circular, es el de quejarme de tu doloroso silencio. Si os escribo así a todos, a la vez, parece que es mentira. Cada uno puede pensar que, si me acordara de él, le escribiría directamente: “ mi querida Princesa”, “recordado Quijano”, “inolvidable Amapola”, “entrañable Lobo”… Y sin embargo, te aseguro que cada mañana, al despertar, cuando pierdo la mirada por las terrazas que se divisan desde la ventana del dormitorio, hay un momento en el que me acuerdo de ti… Voy a tratar de poner esa vista para ilustrar esta carta abierta; puede que no parezca hermosa, si no contempla pensando en ti, pero a mí me atrapa cada mañana, mientras amanece a mis espaldas y el pueblo empieza a despertar.

            Mirar por las ventanas de la nueva casa es una de las cosas que más me relajan. Creo que hay doce y al menos tres de ellas son enormes ventanales que van desde el techo a la pared, el sol entra a raudales por los cuatro puntos cardinales.

            A todo esto, ya me estaba olvidando de que había empezado hablándote de mi interés por el húngaro. Pues resulta que, cuando por fin elegí el país, la lengua y la cultura que iba a estudiar en profundidad, resultó que en España no existía tal posibilidad. Escribí un par de veces a la Embajada de Hungría en Madrid, pero no me contestaron y decidí olvidar el asunto hasta que en 1984 (¿tú ya habías nacido?), estando en Salamanca, en la Facultad de Filología (donde yo era alumno de primero pero, con mi barba y mi calva, todos me confundían con los profesores), hallé el anuncio de un curso de iniciación al húngaro, que iba a impartir la profesora de Budapest, Gergelyi Ágnes, aprovechando su estancia en España… Fui uno de los cuarenta y un decididos que se inscribieron y uno de los siete que lo acabaron (aunque sin que mi oído carpetovetónico fuera capaz de distinguir el sonido de sus catorce vocales). Todavía conservo el libro y los apuntes del curso, el recuerdo de una compañera de La Rioja, que se llamaba Ana, que conocía casi todas las lenguas del mundo y soñaba con formar parte de algún harén árabe y, lo que es más importante, la entrañable amistad de la profesora, que acabó siendo Inés y no sólo me abrió las puertas de su ciudad y de su país, sino que también me hizo un hueco en su casa y en su vida… Aunque eso debería contarlo otro día, porque hoy, como te he dicho antes, no tengo tiempo para escribir y si me he puesto a hablar del húngaro es porque, gracias a todo lo que te he contado, conocí un poema de Ady Endre (Elbocsátó, szép üzenet), que nunca he sido capaz de comprender entero, pero cuyos dos primero versos siempre me han impresionado, porque dicen algo así como: “Cien veces me despedí de ti… ésta no es la vez ciento una, sino la última vez”. Cuando iba a empezar esta breve nota lo recordé porque mi intención es que ésta sea la última “circular”… Aunque no la última vez que te escriba. No quiero que mis mensajes se conviertan en “spam”… La idea no es de hoy, sino de hace tiempo, de tanto tiempo que he tenido el suficiente para encontrar y preparar una alternativa: mi blog, un lugar donde ir escribiendo para que cada uno me lea y me conteste cuando quiera y cuando pueda. Un blog muy personal, dirigido sólo a los amigos y, en todos caso, a los amigos de mis amigos. Antes de decirlo le he dado un poco de consistencia para que, si te decides a entrar, encuentres algo más que un proyecto. Allí iré dejando estas cartas abiertas, cuando me sienta inspirado y comunicativo (ya he colgado las tres o cuatro últimas); pero también lo que escribo en plan literario (ya hay algún poema y algún cuento), y lo que escriben mis amigos (esto en un sentido muy amplio, como verás en las dos primeras muestras); hay otro apartado para los lugares que me gusta frecuentar (De momento ya tiene su rincón la Tetería Luna ), y otro para ir presentando a la gente que más quiero (he empezado con Eliana)... Bueno, yo creo que lo mejor es que me vaya despidiendo y te deje que te des una vuelta por aquí; al fin y al cabo todo lo que vas a encontrar está puesto pensando en ti.