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Ramón de Aguilar

LO QUE LEO Y LO QUE VEO

Las palabras y los poemas de Juan Vicente Piqueras

Las palabras y los poemas de Juan Vicente Piqueras

 

El título que acabo de escribir para esta entrada es un pareado. De ésos que a uno le salen sin querer y que el buen escritor se apresura a corregir con la ayuda de los sinónimos o el ingenio. Yo no lo voy a hacer: Escribo bien, pero no soy un buen escritor. Además, como no soy poeta (como Juan Vicente Piqueras), me puedo permitir esos ripios. Y, por si éstas fueran pocas razones, aún tengo otra más poderosa: Dar esta explicación me sirve para introducir la invitación que quiero haceros a leer a este autor, nacido en el pueblo en el que yo vivo y que, según confiesa en la solapa de unos de sus libros, vive donde yo quise nacer: en no sabe dónde.

Recomendar la lectura de un poeta no parece muy complicado. Bastaría con decir que uno lo ha leído y que le ha gustado. A veces (yo lo he hecho en este mismo blog), sería suficiente con reproducir alguno de sus poemas y compartirlo así con todos vosotros. Por lo general, en estos casos las palabras sobran y, como éste es uno de ellos, hubiera bastado con transcribiros los versos con que cerraré la entrada; los de “Bendición”, del poemario “La palabra cuando”, y los de “Un hombre cualquiera un día cualquiera”, de su delicioso “manual de gramática y poesía”, al que ha titulado “Yo que tú”.

Si alguno de vosotros quiere, puede irse directamente a los poemas y obviar todo lo que yo escriba. Pero a quien se quede leyendo le contaré que la primera vez que me hablaron de Juan Vicente Piqueras, recién llegado yo a Requena, fue muy lejos de aquí, en Roma, donde él trabajaba en el Instituto Cervantes, como mi amigo Agustín. No sé si ya escribía versos, aunque supongo que sí; a mí no me interesa mucho la poesía (aunque pueda parecerle lo contrario a quien ojee este blog); pero el hecho de estar viviendo yo en su pueblo, aunque él siempre habitara lejos (Italia, Grecia, Argelia…), nos llevó a coincidir más veces, aunque no recuerdo ninguna en la que hayamos hablado cara a cara (sí una en la que los dos coincidimos en un programa de radio Requena, él a través del teléfono y yo en el estudio).

En fin, motivos suficientes como para que alguna vez me haya parado a leer alguno de sus libros, entre los que me gustó especialmente el de “Aldea”. Pero ha sido al escucharlo hablar de poesía, apenas hace unos días, cuando realmente he descubierto la grandeza de este poeta que gana los premios más prestigiosos y publica en las mejores colecciones de poesía, manteniéndose al margen de los círculos oficiales u oficiosos. Han sido sus palabras (las que dice y como las dice), las que me han empujado a volver a leerlo y disfrutarlo más que nunca. Os aseguro que la de su poemario “Yo que tú” ha sido una de las lecturas que me han resultado más deliciosas en los últimos meses… No sólo por sus poemas (que para muestra, los que os dejo a continuación), sino también por el preámbulo: “Poesía y gramática”, que os recomiendo tan encarecidamente como cada uno de sus poemas.

 

 

Bendición

 

benditos los que sólo lloran solos

         los que hablan lenguas muertas

         los que creen en dioses aún no aparecidos

         y se quedan dormidos sobre el atlas

         (los labios en Ceylán      la nariz en Angola)

 

benditos los que huyen

         los que dicen que no y se van silbando

         los tontos      los inútiles      los otros

         los que no opinan nada sobre nada

         los que sufren por no saber mentir

 

benditos los que aman y están solos

         los que no tienen prisa ni lugar

         los que no dicen nada

         los que se van sin más explicaciones

 

(de “La palabra cuando”)





Un hombre cualquiera un día cualquiera

 

Se levanta, se lava, se peina, se afeita,

se viste, se va de su casa al trabajo,

se sienta, se pone ante el ordenador,

se pasa ocho horas moviendo los dedos,

se cansa, se aburre, se toma un café,

se irrita, se agota, se vuelve a su casa,

se mira al espejo, se mira al espejo,

se pregunta en silencio si vale la pena

y no se responde, se mira las manos,

se quita la ropa, se pone el pijama,

se acuesta, se duerme, se sueña feliz.

 

 

(de “Tú que yo”)

Otra vez Jiménez Lozano

Otra vez Jiménez Lozano

         Tengo muchos amigos que escriben y que me  gustaría presentaros en el blog. También hay muchos autores que leo y que me gustaría compartir con quienes me leen… Por eso, salvo un par de veces que he escrito sobre Francisca Gata (y aún escribiré alguna más), si un autor ha aparecido más de una vez (como Torrente Ballester o Wenceslao Fernández Flórez), ha sido sólo en referencias. Tengo guardados para vosotros textos de Pepe Monteserín, de Ivana Michlig, de Marío Vargas Llosa, de Rafael Pombo, de Pablo de Aguilar, de Manuel Pacheco, de Eloisa Sudón, de David Melar, de Rabindranath Tagore, de Marc García, de Josep Pla, de Juan Cánovas, de Trini Rodríguez… Y sin embargo, os traigo de nuevo un cuento de Jiménez Lozano, de quien ya colgué apenas hace unos meses el de “La purificación”.

         Pero es que a veces la vida nos sorprende con un pequeño detalle, se dan determinadas circunstancias, sobrevienen coincidencias y al que escribe le entran ganas de contárselo a todo el mundo:

         Íbamos un día Amador y yo a comprar naranjas. Pero no cuando éramos niños (que quizá también), sino hace poco, esta misma primavera, en Albacete, caminando despacito por la acera en la que daba el sol, como si fuéramos viejos (que quizá también), porque él camina despacio y yo tengo la barba blanca, porque los dos hemos perdido el pelo y porque ya tenemos tantos años como los viejos de verdad… Sólo que a mí a veces aún me quedan ganas de correr. Le propuse que echáramos una carrera, como cuando éramos niños, como cuando nos compraban algunos zapatos nuevos que corrieran más que los viejos que veníamos usando. No quiso y seguimos caminando por el sol y compramos las naranjas y, cuando regresábamos a casa, vimos un hombre que buscaba comida en el interior de un contenedor de basura.

         A lo mejor no buscaba comida y buscaba otra cosa; pero como a lo mejor sí, me acordé de lo que había leído esa misma semana en el periódico y le pregunté a mi hermano si se había enterado de que en algunos pueblos de Valencia, como la Pobla de Vallbona, van a poner multas de 600 euros a quienes pasen hambre.

         Él no me creyó del todo y, como yo le insistiera en que era cierto, me dijo algo así como “Sí, será verdad, pero cuéntamelo como es”.

         Amador quería decir que no se lo contara con los ojos del que  escribe, sino con los ojos del lector de diarios; que le dijera qué es lo que decía exactamente el titular del periódico donde leí la noticia. Lo que el “Levante” del 28 de mayo pasado decía exactamente era: “La Pobla de Vallbona multará con 600 € a los que cojan comida de los contenedores”

         Pero digo yo que si alguien busca comida en un contenedor de basura será porque tiene hambre, ¿no? ¿O es que habrá quien se piense que lo hace sólo por molestar al alcalde o fastidiar al resto de la Corporación? Si yo fuera alcalde y tuviera un pueblo para mí solo, lo que me molestaría no sería que la gente buscara comida en la basura, sino que la gente tuviera hambre, que tuviera que buscar comida en la basura.

         Y qué casualidad que, cuando llegamos a casa de mi madre y me salí a la terraza a leer un libro muy bonito de José Jiménez Lozano, que tiene negras las cubiertas y un pequeño recuadro con un rostro, que parece de una niña con una vela en la mano, pero que  también podría ser el Niño Jesús que ve a su padre trabajar en la carpintería, pues va y me encuentro con este cuento que viene a cuento y por eso os cuento:

 

 

LOS POBRES DE PEDIR

 

            Muchas veces cuando ya habíamos jugado a todo, jugábamos al final a los pobres que era lo más difícil, porque a lo mejor nos entraba de repente la compasión.
            Nos poníamos unas ropas viejas y cogíamos un saco para echárnosle a los hombros y salíamos a pedir. Hacíamos como que llegábamos a la puerta de una casa, y decíamos:
            – ¡Una limosna por amor de Dios!
            Y entonces a veces nos decían:
            – ¡Dios le ampare, hermano! –y no nos daban nada.
            Pero en otras casas nos daban un botón o unas recortaduras de patatas, o unas ortigas, que eran como si fueran berzas, y las mondajas como si fueran recortaduras de tocino. Y entonces decíamos:
            – Dios se lo pague.
            Y, cuando ya teníamos unos cuantos botones y muchas ortigas o mondas de patatas, íbamos a la posada y preguntábamos si podíamos acostarnos allí. Y decía la posadera:
            – Vale dos duros.
            Y la dábamos dos botones. Y luego preguntábamos:
            – ¿Y podría usted guisarnos estas viandas que traemos?
            Pero la posadera decía:
            – Ésas son porquerías para los cerdos.
            Y nos las cogía y las tiraba. Así que entonces sacábamos otro botón para pagar la cena, y la posadera nos ponía un plato en una mesa y comíamos al pozo. Y ella decía:
            – Antes de comer, se reza.
            – Sí, señora –decíamos nosotros.
            Y nos poníamos a rezar. Pero cuando ya estábamos rezando, se presentaban los guardias y decían:
            – Quedan ustedes detenidos.
            – ¿Qué hemos hecho? –decía unos de nosotros.
            Y respondía un guardia:
            –Porque son ustedes pobres, y resultan peligrosos.
            Entonces intentábamos escaparnos, pero decía la posadera:
            – Eso no vale. Os tenéis que dejar llevar a la cárcel como los pobres de verdad, que es como es el juego.
            De manera que los guardias sacaban del bolsillo una cuerda y nos ataban las manos, y así nos llevaban a interrogarnos que es lo más bonito porque contábamos la vida de pobre que teníamos y el hambre que pasábamos, y de dónde éramos, y el frío de los inviernos sin un techo donde guarecernos y sin tener a nadie en este mundo que nos amparase. Pero a veces, ya digo, nos entraba a lo mejor entonces, la compasión, y los mismos guardias decían:
            – ¡Bueno, bueno! ¡Que no se vuelva a repetir, y a ver si dejan ustedes de ser pobres!
            Y nosotros contestábamos:
            – ¡Sí, señor! ¡A ver! 

Feliz Navidad, maldito funcionario

Feliz Navidad, maldito funcionario

            Teresa, la mujer de Pablo Marín, soñaba con que en una rifa le tocara una máquina de coser. Él, con un premio de lotería. Un premio lo suficientemente grande como para poder alquilar una habitación con ventana a la calle.

Es posible que muchos de vosotros no conozcáis a Pablo Marín, un personaje de ficción, el protagonista de una novela que escribió Dolores Medio y que se llamó Funcionario público. Quienes se decidan a leerla lo encontrarán un día cualquiera de los primeros años cincuenta,  camino de su trabajo en Telégrafos. Eran otros tiempos… o lo parecían. A lo largo de la novela veremos las penurias de este pobre hombre; pobre por la miseria en la que vive y que se refleja incluso en sus sueños; el más inalcanzable de ellos, poder alquilar un piso para él y su mujer, dejar de vivir realquilados en una habitación, no tener que hacer turno para entrar al baño, asomarse a una ventana que no dé a un patio de luces… Eran otros tiempos... o lo parecían. También eran otros tiempos cuando yo aprobé la oposición, cuando entré en la Administración y alguno de mis compañeros renunció al puesto de trabajo, porque le dieron la plaza en Madrid o Barcelona y, si tenía familia, el sueldo no le alcanzaba para vivir allí. Quienes no la tenían, pudieron compartir piso, que es una forma más moderna de realquilarse.

Pablo Marín es un hombre feliz, soñador y entusiasta. Lo describo en presente porque, aunque Dolores Medio murió en 1996, él seguirá vivo para siempre, acudiendo cada mañana a su oficina, como una condena de la que no podrá escapar hasta que desaparezca el último de los ejemplares que se publicaron de la novela. En la habitación donde duerme y vive, come de caliente todos los días la sopa, las lentejas o la menestra que su mujer prepara en la cocina compartida… A quienes leemos la novela puede parecernos que lo pasa mal, que lleva una vida miserable: No se afeita todos los días, un poco por dejadez y para no gastar tantas cuchillas; lava la camisa una vez a la semana, para ahorrar el jabón que su mujer hace en la cocina; nunca ha ido a un cine de estreno y, cuando está muy cansado, regresa a casa en metro, porque el autobús es un lujo… Pero Pablo Marín no pierde la esperanza. Es un soñador, un soñador iluso, pero un soñador que, cuando cobre la paga extra de Navidad, se comprará una gabardina.

… Cuando cobre la paga extra. Cuántas ilusiones, cuántas necesidades se van postergando mes a mes para ese momento.

 Cuando llegaba mi padre con la extraordinaria, que entonces se cobraba en metálico, servía para pagar la cuenta de la tienda de ultramarinos, los zapatos que se rompieron nada más empezar el curso, el último plazo de la lavadora que ya había sido devuelto dos veces, comprar los turrones, juguetes que mantuvieran viva la ilusión de los Reyes Magos en los hermanos más pequeños… Años después, las cosas han cambiado: en los supermercados ya no apuntan en una libreta con tapas de hule, sino que facilitan una tarjeta de crédito para hacer frente a la falta de efectivo; los plazos de la lavadora, que también se rompió en el momento más inoportuno, están domiciliados en el banco; pero se sigue debiendo, se sigue necesitando la extra para ponerse al día, para pagar el último recibo de la luz, que se ha disparado con la subida del IVA y la llegada del frío, el del seguro del coche que el banco ha devuelto porque no había fondos, el segundo plazo de la matrícula en la Universidad (porque ya no se puede permitir uno pagar de golpe el importe de dos asignaturas al año)… se sigue necesitando para hacer una cena especial en Noche Buena o en Noche Vieja, y para que los niños de hoy tengan su regalo y puedan seguir creyendo en los milagros…

Si algún gobierno de antaño, legítimo o ilegítimo, hubiera decidido embolsarse esa paga, no sólo habría hecho daño al trabajador castigado, sino al tendero que dejaría de cobrar su cuenta, al zapatero que no podría seguir fiando, al vendedor de electrodomésticos que también se surtía de juguetes cada Navidad, para proveer a los Reyes Magos… Hoy, como entonces, cuando el gobierno de turno decide desviar el dinero de sus empleados, castiga a toda la sociedad, aumentando la pobreza y la desesperanza, porque lo quita de la circulación, repercutiendo en tiendas, hostelería, transportes, contribución a “oenegés”, talleres…  Este gobierno que no es de todos, este gobierno que no representa más que a una minoría de españoles que, además, les votó a tenor de falsas promesas y engaños descarados, decidió que este año, cuando algo más de tres millones de españoles llegaran al último día de trabajo antes de las fiestas de Navidad, por primera vez desde hace 67 años, no tuvieran esa paga; decidió apropiarse de ese dinero para atender la deuda ilegal generada por la especulación, el despilfarro y la malversación, cuando no el robo desvergonzado y consentido. No es, además, una medida justa porque discrimina, porque quita derechos en base a una condición (la de empleado público), como podía hacerlo en base a cualquier otro criterio (raza, creencia, sexo…). No es una ley para todos, ellos mismos (diputados, concejales, alcaldes, asesores), la han cobrado (con la excepción de quienes voluntariamente hayan decido no hacerlo); la ley aquí no es igual para todos, como ya no lo van a ser la sanidad, ni la educación, ni la justicia… Se apropian de algo que no es suyo y lo hace sin negociar, sin buscar otras soluciones, sin estudiar otras alternativas. Como es propio de los cobardes, de los mezquinos, de los miserables, pisan al más débil, se ensañan con el más indefenso, con quien más depende de ellos: parados, pensionistas, enfermos, emigrantes y trabajadores públicos: quienes nos atienden en las oficinas de empleo, quienes barren las calles o recogen las basuras de madrugada, los médicos y enfermeros que pasan las noches o los días festivos en los hospitales, quienes se ahogan con expedientes en juzgados u otras siniestras oficinas, carteros, bomberos, policías, ordenanzas,  psicólogos, asistentes sociales, empleados de la limpieza, maestros y así hasta tres millones cien mil hombres y mujeres que están al servicio de todos y cada uno de nosotros.

Feliz Navidad a todos ellos, malditos funcionarios…  Feliz Navidad del 2012: No la olvidéis nunca… Y, por mucho tiempo que pase, por mucho que cambien las circunstancias, nunca olvidéis tampoco quiénes la han hecho tristemente inolvidable. 

La purificación (José Jiménez Lozano)

La purificación (José Jiménez Lozano)

Uno de los propósitos, cuando inicié este blog, era el de ir reflejando en sus páginas algunas de mis lecturas. No todas, pero sí aquéllas que, por uno u otro motivo, más me conmovieran. Lo hago, pero muy de tarde en tarde. Tan de tarde en tarde que muchos de los libros que querría compartir con vosotros terminan por volver al estante del que salieron y otros tantos esperan, pacientemente, amontonados en mi mesa durante meses… y aún años. Es el caso, entre otros, de Bajo los tibios ojos de mi madre amapola, de Rosa Romá; Esa extraña familia de la que te hablé, de Florián Recio; Gente que perdí, de Pedro Zarraluki; Funcionario público, de Dolores medio; Veintitrés formas de hacer el amor, de Carmen Silva; Cita con la eternidad, de Pedro Uris… Otros, sin embargo y por diversos motivos, se han colado con facilidad en las páginas del blog: La zorrita y los pájaros exóticos, de Javier Bueno; Pleamares de la vida,  de Agatha Christie; Narradores de la noche,  de Rafik Schami; El canto del agua; de Nelly Rosario; Fuera del tiempo, de Francisca Gata; Los pelícanos ven el norte,  de Pablo de Aguilar González… por citar sólo algunos. Y va a ser el caso del último que he leído: Los grandes relatos, de José Jiménez Lozano, que compré el pasado viernes en Albacete (¡por 1 euro!), y me lo leído a lo largo de varios ratos de soledad, sentado junto a la estufa de leña, con el Tom, el gato, en mi regazo y Tomás, el perro, sentado a mi lado, escuchando atentamente algún que otro fragmento que me apetecía leerles en voz alta.

He escogido uno de los capítulos del libro para cerrar mi entrada de hoy. Me parece tan actual que es mejor no dejarlo sobre la mesa guardando turno. Por lo que tiene de oportuno y porque, además, ésta es una de esas lecturas que invitan a dejar de escribir para dedicarse sólo a leer: Quedan tantas maravillas por descubrir que para qué gastar el tiempo escribiendo algo que, como mucho, sólo será bueno. Más de un aspecto tienen en común este libro de Jiménez Lozano y mi última novela premiada (Cuando una gallina valía dos duros), ¡pero qué abismo de la una a la otra! La riqueza de su prosa, la elegancia de su estilo, la sencillez con la que sabe tratar los temas más profundos, la capacidad para despertar ternuras sin rozar la sensiblería…

Aunque conocía de oídas a José Jiménez Lozano, compré el libro por error, confundiendo al autor con José María Pérez Lozano; tal vez siempre los he confundido porque, navegando por su muy recomendable página web, no he encontrado ningún título que recuerde haber leído. Ahora me propongo dedicarle buena parte de mi tiempo y, para tentaros a hacer lo mismo, aquí os dejo el relato que os he prometido líneas más arriba:   

 

 

LA PURIFICACIÓN

 

El maestro con el que yo fui a la escuela era de “los purificados”, o sea que, entonces, si un maestro o un médico o gente de ésta habían tenido ideas, se los purificaba. O sea, que estaban en la cárcel o desterrados como rojos en algún pueblo, sin ejercer lo que fueran: médicos o maestros, y así se purificaban o tenían “la depuración” que se llamaba. O sea, que ya pensaban y hablaban como todo el mundo, y como tenía que ser, de la política y de la religión, y luego ya se los incorporaba cuando recibían los certificados. Así que luego, estos maestros que ya tenían hecha la depuración daban más clases de religión y de Historia Sagrada, y también más clases de “Símbolos de España”, que era un libro que teníamos en el que venían la bandera y el escudo nacional y la batalla del Ebro y Santiago luchando contra los moros de Miramamolín, que es un nombre que no se me olvidará jamás, porque nos le llamábamos de mote los chicos, y era lo peor que se aguantaba: que te llamaran Miramamolín. Aunque también este maestro, don Celes, nos enseñaba las otras cosas de la escuela, y, sobre todo, la Geografía y las fuerzas de la naturaleza: cómo se formaban las tormentas, por ejemplo, por la electricidad de las nubes, y que por eso caían los rayos; de manera que en todos los pueblos y ciudades debería haber uno o varios pararrayos.
– ¿Y quién inventó el pararrayos? –preguntaba.
Y nosotros respondíamos:
– Benjamin Franklin.
– Muy bien –decía don Celes.
Y luego, enseguida, que Benjamin Franklin debía tener una estatua en cada ciudad y en cada pueblo.
– ¿Por qué? –preguntaba don Celes.
Y decíamos:
– En agradecimiento a las vidas de personas y animales que ha salvado y a los incendios y desastres que ha evitado a la humanidad con su maravilloso invento.
Que no olvidáramos, decía don Celes, para que lo tuviésemos presente siempre, y también para los ejercicios que hacíamos y para cuando alguien nos preguntase. Así que entonces, cuando vino el señor Inspector y preguntó, de las primeras cosas que preguntó, que quién había inventado el pararrayos, nosotros contestamos enseguida:
–Benjamin Franklin.
Y luego, lo demás de que debería tener en cada ciudad y en cada pueblo una estatua en agradecimiento a las vidas de personas y animales que ha salvado, y de los incendios y desastres que ha evitado a la humanidad con su maravilloso invento.
– ¡A ver! –volvía a preguntar el Inspector. – ¡Repetid eso!
Era un hombre grande y con muchas anchuras, vestido con un traje oscuro a rayas, de los de paño de Béjar, decía la gente, o a lo mejor del género de los catalanes, y llevaba unos zapatos muy relucientes. Y, en un dedo de una mano, un anillo de oro que brillaba con un ascua, cada vez que sacaba las manos de los bolsillos de la chaqueta, mientras se paseaba de arriba abajo por la plataforma donde estaban la mesa y el sillón de don Celes; y a un lado estaba una ventana grande, y al otro el encerado.
– ¡Repetid eso, queridos niños! –volvió a decir el Inspector.
Y nosotros repetimos otra vez lo de Benjamin Franklin que debía tener una estatua en cada ciudad y cada pueblo, que nos lo sabíamos de carretilla, y dijo, luego, el Inspector:
– ¡Muy bien! ¿Y qué se hace, queridos niños, durante las tormentas?
Nosotros contestamos:
– Evitar los árboles y los campanarios, los edificios altos o aislados y los utensilios metálicos como la hoz y la guadaña, etcétera.
Porque también nos lo sabíamos de corrido.
– ¿Nada más? –preguntó el señor Inspector.
Pero, como no sabíamos que se tuviese que hacer nada más, nos callamos: y no se oía ni el vuelo de una mosca. El Inspector dio otro par de vueltas de arriba abajo y de abajo arriba, de la ventana al encerado y del encerado a la ventana, sacando y metiendo, todo el tiempo, las manos en los bolsillos, que era, como digo, cuando más le relucía el anillo, y luego se paró en medio y, mirando a toda la clase, dijo:
– ¿Y no os han dicho, queridos niños, que se debe rezar el Trisagio a la Santísima Trinidad? ¿Quién es la Santísima Trinidad?
Y nosotros respondimos:
– Padre, Hijo y Espíritu Santo, tres Personas distintas y un solo Dios verdadero.
– ¡Muy bien! ¿Y qué es el Trisagio?
Pero, como no sabíamos lo que era el Trisagio, todos nos quedamos callados como muertos. Y entonces el señor Inspector se volvió hacia don Celes, que ni nos habíamos dado cuenta de que estaba allí en un rincón de la plataforma, junto a la ventana, sentado en una banqueta, desde que al principio el Inspector se había sentado en su sillón, y le preguntó:
– ¿Pero es que no les ha enseñado usted a sus alumnos lo que es el Trisagio?
Don Celes se puso colorado, como cuando nosotros no sabíamos la lección, y venga a retorcerse las manos; pero no dijo nada. Así que el señor Inspector nos enseñó el Trisagio:


Santo, santo, santo es el Señor Dios de los ejércitos


que creíamos que era otra cosa, pero dijo que es lo que había que rezar durante las tormentas, ante una imagen sagrada, encendiendo la vela que se había llevado al Monumento el día de Jueves Santo.
– Eso es lo que hay que hacer, como pueblo católico que somos –añadió el Inspector con una voz muy absoluta.
– Sí, señor –dijo don Celes.
Y luego dijimos todos:
– Sí, señor.
De modo y manera que, en adelante, dijo el Inspector a don Celes que nos enseñase el Trisagio y todas las demás costumbres católicas y españolas.
– Porque nosotros somos católicos, ¿no? –nos preguntó.
Y dijo don Celes el primero:
– Sí, señor.
Y también lo dijimos todos, luego. Pero el Inspector se puso una mano en un oído: la mano del anillo precisamente y dijo:
– ¡Más alto! ¡Mucho más alto y con orgullo, niños!
Y lo repetimos más alto y, cuando se hizo el silencio, el señor Inspector se sonrió, y dijo luego en voz muy baja:
– Y Benjamin Franklin, no. Benjamin Franklin no era católico, queridos niños. Benjamin Franklin no era católico desgraciadamente.
Se calló otro poco el señor Inspector, y volvió a decir con la misma voz absoluta de antes:
– ¿Y cómo entonces, queridos niños, íbamos a levantar una estatua a Benjamin Franklin en nuestros pueblos y ciudades? ¿Cómo íbamos a hacer eso? ¡Respondedme vosotros!
Y se calló otra vez; pero nosotros no dijimos nada tampoco, y entonces don Celes se levantó de la banqueta y dijo:
– Es que un servidor, señor Inspector, no sabía ese detalle, señor Inspector.
– Pues ya lo sabe usted, ¿no? Es un detalle muy importante.
– Sí, señor – volvió a decir don Celes.
Y, luego ya, rezamos la oración, y en cuanto le dijimos todos que “¡Vaya usted con Dios! ¡Que usted lo pase bien!”, se fue el señor Inspector; y en adelante, cuando don Celes hablaba de las tormentas como fenómenos de la naturaleza, seguía diciendo, claro está, que el pararrayos le había inventado Benjamin Franklin, pero que los españoles y católicos debían rezar el Trisagio. Y ya no decíamos la otra coletilla de la estatua de Benjamin Franklin, porque don Celes, estaba depurado, y si continuaba así de humilde y de mandible, aceptando las correcciones de la superioridad, dijo el señor Inspector que sería uno de los mejores y más competentes maestros de toda la provincia.

Cuando Shlemel fue a Varsovia (Un cuento de Isaac Bashevis Singer)

Cuando Shlemel fue a Varsovia (Un cuento de Isaac Bashevis Singer)

 Si alguna vez me habéis oído contar un cuento, es muy probable que haya sido el de “Cuando Shlemel fue a Varsovia”, del polaco Isaac Bashevis Singer. Como me cuesta mucho pronunciar “Shlemel” (en realidad no sé cómo hacerlo), suelo castellanizar el relato, llamando Samuel al protagonista y haciéndole ir a Valencia, desde el lugar en el que me hayan invitado a contar esta historia que conozco desde el 5 de diciembre de 1978.

Chima, mi pareja de entonces, se había puesto enferma y tenía que guardar cama. Vivíamos en Ayora, en la calle de La Marquesa (siempre lo puntualizo, porque era y seguirá siendo la más importante del pueblo), encima de la bodega de Benito. Al día siguiente se iba a celebrar el referéndum por el que se aprobó la Constitución Española. Para velar a mi compañera me compré un libro en la imprenta de Alvero, que era la única librería del pueblo. Me decanté por una colección de cuentos del que había sido galardonado ese año con el premio Nobel de Literatura, Isaac Bashevis Singer, de quien nunca antes había oído hablar, y aquella misma mañana, sentado en una mecedora junto al balcón que daba a la calle, al lado de la cama en la que Chima dormitaba, fascinado, me leí de un tirón los ocho relatos del libro, protagonizados por Shlemel y ambientados todos ellos en el pueblecito de Chelm, cuyos destinos se rigen por un Consejo de Ancianos, venerables todos, pero locos de atar; donde una cuchara sopera de plata puede parir cada noche una cucharilla de té y una vaca poner huevos en los tejados de las casas.

Leí luego otros libros del autor: “La casa de Jampol”, “Shosha”, “Un amigo de Kafka” y, un par veces, “El mago de Lublin”, mi preferido, junto a estos relatos de la aldea de Chelm. Hace sólo unos días que he terminado la lectura de “La destrucción de Kreshev”. Sumergirme de nuevo en el universo de este interesante autor, me ha hecho recordar las circunstancias y los cuentos con que lo conocí; recuerdos que ahora quiero compartir con vosotros, a través del blog, con lo que acabo de contaros y con la invitación a la lectura de mi relato preferido, el que casi siempre cuento cuando cuento un cuento:

 

Aunque Shlemel era un vago y un dormilón de mucho cuidado, siempre había rondado por su cabeza la idea de hacer un largo viaje. Había oído muchas historias de países lejanos, de grandes desiertos, de profundos océanos y de altas montañas, y a menudo le decía a su mujer que algún día emprendería un largo viaje. Y ella siempre le decía:
– Shlemel, no estás tú hecho para estos trotes... Lo tuyo es quedarte en casa y cuidar de los niños, mientras yo voy al mercado a vender las verduras.
Y sin embargo, Shlemel no podía abandonar su gran sueño de viajar por el mundo y ver todas sus maravillas.

Y he aquí que llegó a Chelm, el pueblo de Shlemel, un viajante que había visitado la ciudad de Varsovia, y se deshacía en elogios de las grandes avenidas, los bellos edificios y las elegantes tiendas de la capital. Y Shlemel decidió que tenía que ir a ver esta gran ciudad con sus propios ojos. Y comenzó a prepararse para el gran viaje aunque pronto se dio cuenta de que no tenía nada que llevar, que tendría que viajar con la misma ropa que llevaba puesta. Así es que una mañana, después que su mujer se fuera al mercado, se dispuso a partir. Le dijo a su hijo mayor que se quedara en casa cuidando de los pequeños, y cogiendo unas rebanadas de pan, una cebolla y unas cabezas de ajo, inició su viaje.
Había una calle en Chelm que se llamaba, precisamente, Calle de Varsovia, y Shlemel estaba convencido de que, siguiendo esta calle, llegaría a la gran ciudad. Algunos vecinos se extrañaban de verle andar tan decidido y le preguntaban adónde iba. Shlemel les contestaba que se iba a Varsovia.
– ¿Y qué vas a hacer tú en Varsovia?
– Pues lo mismo que hago en Chelm, -decía Shlemel-. Es decir,nada.
Pronto llegó a las afueras de su pueblo. Las casas iban desapareciendo y en su lugar se veían grandes pastos y campos de trigo y otros cereales. Un campesino que conducía una carreta de bueyes le saludó con la mano. Después de varias horas de andar, Shlemel notó que estaba cansado. En vista de lo cual se sentó en la cuneta y decidió echarse una siesta. Pero antes de dormirse, pensó:
– Cuando despierte y vuelva al camino, ya no sabré cuál es la dirección de Varsovia.
Después de reflexionar unos minutos, se quitó las botas que llevaba puestas y las colocó de tal manera que la puntera señalaba hacia Varsovia, y el talón hacia su pueblo, Chelm. Pronto se quedó dormido, y soñó que era un panadero y que su especialidad eran los panecillos de cebolla. Los clientes acudían a comprárselos, pero él les decía:
– No, lo siento... estos panecillos no están a la venta...
– ¿Y para quién son? -le preguntaban.
– Son para mi mujer, para mis hijos... y para mí.
Después soñó que era el rey de Chelm. Y una vez al año, en vez de pagarle impuestos, cada ciudadano le traía un tarro de confitura de fresa. Shlemel recibía los obsequios de su pueblo sentado en un trono de oro, rodeado de la señora Shlemel, la reina, y de sus hijos, los principitos. Toda la familia real comía los panecillos de cebolla, untados en la deliciosa confitura de fresa. Entonces llegaba una carroza, que les conducía a Varsovia primero, a América después, y finalmente al río Sambatión, aquel río de los cuentos que echaba piedras por la boca, excepto los domingos, que es el día en el que todo el mundo descansa, incluso los ríos...
Cerca del lugar donde dormía Shlemel, vivía un viejo herrero que era muy bromista. Así que cuando vio que Shlemel se había dormido con las botas señalando hacia Varsovia, quiso gastarle una broma y dio la vuelta a las botas de forma que señalaran hacia Chelm.
Cuando Shlemel se despertó, sintió un apetito devorador. En un momento se comió las provisiones que llevaba y se dispuso a continuar viaje. Entonces cogió las botas y se las puso, no sin antes comprobar la dirección en la que señalaban.
Una vez en el camino, siguió la dirección de las botas. A medida que avanzaba, el paisaje le resultaba extrañamente familiar. Veía, claro está, las casas que ya había visto antes... Y no sólo las casas le eran familiares, sino también la gente con la que se encontraba. Shlemel pensó que había llegado a otra ciudad. Y si esto era así, ¿por qué demonios se parecía tanto a Chelm? Para salir de dudas, le preguntó a un hombre que pasaba por allí, cómo se llamaba aquel pueblo.
– Chelm, -le respondió.
Shlemel no salía de su asombro. Resulta que había estado andando durante toda una jornada y que, al llegar la tarde, había llegado a un pueblo... ¡que también se llamaba Chelm! Daba vueltas y más vueltas en su cabeza a este enigma y trataba de hallar la solución al acertijo. Hasta que, por fin, dándose un golpe en la frente, creyó entender lo que había ocurrido:
"¡Ya está! -pensó-. Debe de haber dos Chelms, el de arriba y el de abajo. Éste debe ser el Chelm de abajo".
De todas maneras, le parecía muy extraño a Shlemel que las calles, las casas e incluso las gentes de Chelm de abajo fuesen tan parecidas a las de Chelm de arriba. No sabía Shlemel cómo explicarse esta semejanza, hasta que se acordó de un viejo proverbio que decía: "El mundo es el mismo en todas partes". Si esto era verdad ¿por qué no iba a parecerse el Chelm de abajo al Chelm de arriba? La sabiduría de este viejo proverbio llenó a Shlemelde intensa satisfacción. Pensó que, seguramente, en Chelm de abajo habría una calle parecida a su calle... y quizá una casa parecida a su casa. Y, efectivamente, pronto encontró una calle idéntica a la suya, que también tenía una casa que parecía la gemela de su casa. Caía la tarde y se decidió a llamar a la puerta. Cuál no sería su sorpresa al ver que una segunda señora Shlemel le abría la puerta... y al comprobar que los hijos de la señora Shlemel se parecían a los suyos tanto, que habría sido capaz de confundirlos... Todo le recordaba a su casa, incluso los gritos con que le recibió esta segunda señora Shlemel, la Shlemelde abajo:
– ¡Anda, entra, bribón!... ¿Se puede saber dónde has estado todo el día? ¿Y qué demonios llevas en ese hatillo?
Los niños corrían hacia él y le decían:
– Papá, papá ¿dónde has estado?
Shlemel estiró su cuerpo, y con voz solemne anunció:
– Señora, usted se confunde... yo no soy su marido... y vosotros, niños, debéis saber que yo no soy vuestro padre.
– ¿Pero es que te has vuelto loco? -exclamó la señora Shlemel.
– Yo, señora, vivo en Chelm de arriba... y esto es Chelm de abajo, -le contestó el señor Shlemel.
La señora Shlemel se llevó las manos a la cabeza y daba tales gritos que los niños se refugiaron debajo de la mesa camilla:
– ¡Ay hijos míos!... ¡qué desgracia! ¡Vuestro padre se ha vuelto loco!
Mandó a uno de sus hijos a por el señor Gimpel, el curandero del pueblo. Los vecinos, a los gritos de la señora, habían acudido a la casa de los Shlemel. En medio de todos ellos, el señor Shlemel decía:
– Es cierto que todos vosotros os parecéis mucho a los vecinos de mi pueblo, pero no podéis ser los mismos por la sencilla razón de que yo vivo en Chelm de arriba... y esto es Chelm de abajo.
– Shlemel ¿se puede saber lo que te pasa? -le preguntó un vecino-. ¿Es que no reconoces a tu vecino, a tus hijos... a tu misma mujer?
– Es que no entendéis lo que me pasa... Resulta que yo voy de viaje a Varsovia. Esta mañana yo he salido de mi pueblo, que se llama Chelm, y he andado toda una jornada... Por lo tanto, éste es otro Chelm, un Chelm que se encuentra entre mi pueblo y la ciudad de Varsovia... éste debe ser Chelm de abajo.
– No sabemos de qué estás hablando, -le decían los vecinos.
Pero él insistía:
– Lo que ocurre es que los habitantes de Chelm de arriba se parecen mucho a los de Chelm de abajo... por eso os confundís y creéis que yo soy el Shlemel de abajo... cuando, en realidad, soy el Shlemel de arriba.
– Si tú no eres mi marido ¿me puedes decir dónde demonios se ha metido? -le dijo su mujer, encarándose con él, y tirándole de los pelos.
– Pero buena mujer, cálmese, -decía Shlemel-.¿Cómo quiere que sepa dónde está su marido?
Algunos vecinos reían ante este espectáculo... otros, por el contrario, lloraban. Gimpel, el curandero, dijo que no podía curar la enfermedad del señor Shlemel. Los vecinos regresaron a sus casas.
Esa noche, la señora Shlemel había preparado habas con carne para la cena, que era el plato favorito de su marido:
– Anda, siéntate y come... que aunque estés loco, los locos también comen.
– Señora, ¿por qué se toma usted estas molestias con un forastero? -le preguntó Shlemel.
– Calla y come, -replicó su mujer-. Aunque te debería dar pienso en vez de comida, por lo asno que eres... y luego, vete a dormir, a ver si mañana has vuelto en tu juicio.
– Señora Shlemel, permítame que le diga que es usted una buena mujer... Estoy seguro de que mi esposa nunca habría dado de comer a un forastero. Después de todo, veo que hay algunas diferencias entre el Chelm de arriba, y el de abajo... me quedo con éste.
Las habas despedían un aroma tan intenso que no hizo falta animar a Shlemel. Y mientras comía, les decía a los niños:
– Queridos niños, debéis saber que yo vivo en una casa exactamente igual que ésta. Tengo una mujer que se parece a vuestra madre como dos gotas de agua; y tengo unos hijos, igualitos avosotros...
Al oír hablar así a su padre, los hijos pequeños reían... los mayores, lloraban. Mientras, la madre no hacía más que lamentarse:
– ¡Ay, Dios mío... qué pena más grande! ¿Qué he hecho yo para merecer esta desgracia...? ¡Cómo si no tuviera ya bastante con tener que aguantar a Shlemel el vago! ¡Ahora, encima, a Shlemel el loco! ¿Y qué voy a hacer ahora? ¿Con quién podré dejar a mis hijos cuando vaya al mercado? ¡Ni para eso servirá ya este hombre!
Y seguía lamentándose mientras hacía la cama de su nuevo "huésped". En cuanto Shlemel dio con sus huesos en la cama, se quedó profundamente dormido. Soñó, de nuevo, que era el rey de Chelm, y que su mujer, la reina, le preparaba su postre favorito: los buñuelos. Algunos los rellenaba de crema, otros de confitura de fresa o de mora, y todos los bautizaba con polvo de canela, y azúcar. Shlemel soñó que se comía lo menos veinte, y que el resto se los guardaba debajo de la corona, para luego.
Al despertarse por la mañana, vio que los vecinos habían acudido de nuevo a la casa. La propia señora Shlemel tenía los ojos rojos de tanto llorar. Shlemel iba a regañarla por haber dejado entrar a tanta gente en la casa, pero de pronto se detuvo y pensó:
– Al fin y al cabo, yo aquí no soy más que un forastero, no puedo mandar sobre nadie... Si ahora estuviera en mi casa me lavaría, me vestiría, almorzaría... pero aquí la verdad es que no sé qué hacer.
Y como siempre hacía cuando no sabía qué hacer, empezó a mesarse la barba. Finalmente, decidió levantarse de la cama. Pero tan pronto como hubo puesto los pies en el suelo, oyó los gritos histéricos de la señora Shlemel:
– ¡No le dejen marchar, por Dios, por Dios, no le dejen marchar! ¡Seré una mujer abandonada! ¡Prefiero tener un Shlemel loco a no tener ninguno!
En ese momento se dejó oír la voz de Baruch, el panadero:
– Llevémosle ante el Consejo de Ancianos. ¡Ellos sabrán quéhacer con él!
Y así se hizo, a pesar de las promesas de Shlemel que decía que él era un ciudadano de Chelm de Arriba y que, por lo tanto, el Consejo de Ancianos de Chelm de Abajo no tenía ninguna autoridad sobre él. Pero no pudo resistirse a los vecinos, que le vistieron, le pusieron su gorra, y le condujeron a la casa de Gronan, apodado el Buey. Los ancianos se habían reunido ya en casa de Gronan, alertados por éste sobre la gravedad del caso que se les presentaba.
Y efectivamente, cuando llegaron los vecinos trayendo a Shlemel, el Consejo se hallaba ya en plena reunión. En aquellos momentos, uno de los ancianos llamado Lepe el Listo decía a los demás:
– Hay que considerar la posibilidad de que, efectivamente, existan dos Chelms.
– ¿Y por qué no tres, cuatro... o ciento? -le replicaba Aguado el Agudo.
– Pero suponiendo que haya cien Chelms. ¿Creéis vosotros que en cada uno de ellos han de soportar a un Shlemel? -opinaba Federico, el Pico... de Oro.
Gronan el Buey, presidía el Consejo de Ancianos. Escuchaba con atención a cada uno de ellos, pero no se decidía a opinar. Sin embargo, los nervios abultados de su frente protuberante indicaban que su mente trabajaba ¡a toda máquina! Por fin se decidió a interrogar aShlemel:
– Ven y siéntate ante mí. Mírame a la cara. ¿Me reconoces?
– Claro que te reconozco, -le contestó Shlemel-. Tú te llamas Gronan de nombre y de apodo, el Buey.
– Y en Chelm, el pueblo donde tú vives, ¿existe también un Gronan el Buey?
– Sí, también hay un hombre que se llama Gronan, que se apoda el Buey, y que se parece a ti, como un guisante se parece a otro guisante.
– Bien, -dijo Gronan, limpiándose el sudor que tenía en la frente-. Y ¿no podría ser que tú, cuando ibas camino de Varsovia, dieras la vuelta sobre tus pasos y volvieras a Chelm, sin darte cuenta?
– Imposible, -le contestó Shlemel-. ¿Qué crees que soy, una veleta?
– En tal caso, tú no eres el marido de la señora Shlemel- dijo Gronan.
– Es cierto. Yo no soy su marido.
– Si tú no eres el marido de esta señora, -continuó el Buey-, ello significa que el verdadero marido de la señora Shlemel se marchó precisamente el día en que llegaste tú, ¿no es así?
– Así parece ser, -contestó Shlemel.
– En cuyo caso, es lo más probable que regrese junto a su mujer.
– Probablemente, -dijo Shlemel, para no llevar la contraria.
– Vistas y oídas las declaraciones del acusado, -sentenció el Buey-, yo opino que este Shlemel debe permanecer en Chelm, a la espera de que regrese el verdadero Shlemel,cuyo regreso aclarará definitivamente este caso, -dictaminó Gronam-. ¡Y se quedó tan ancho!
En cambio, la señora Shlemel no pudo ocultar su indignación al oír la sentencia del Consejo de Ancianos:
– Queridos ancianos ¿qué venda os han puesto en los ojos? ¿No os dais cuenta de que no hay que esperar ningún regreso, que Shlemel ya ha regresado, que este es el verdadero Shlemel. ¡Dios mío, yo que me quejaba de tener un marido, y ahora resulta que voy a tener dos!
– Sea cual sea la identidad de este hombre, -perseveró el Buey-, es preciso que, de momento, este hombre y tú, desdichada mujer, no viváis bajo el mismo techo.
– Entonces ¿dónde voy a vivir? -preguntóShlemel.
– Puedes vivir en la Casa de los Pobres, -le dijo Gronan.
– ¿Y qué voy a hacer yo en la Casa de los Pobres? -preguntó Shlemel.
– Pues lo mismo que hacías en tu casa... es decir, nada -sentenció el Buey.
– Y entonces, -protestó la señora Shlemel-. ¿Quién cuidará de mis hijos cuando yo vaya al mercado a vender las verduras? Además... yo necesito un marido... y me conformo con éste, aunque no sea el mío.
– Señora Shlemel, -le conminó Gronan-. El Consejo de Ancianos no tiene la culpa de que su marido la haya abandonado para marcharse a Varsovia. Tenga paciencia y espere a que regrese.
La señora Shlemel rompió a llorar, y los niños lloraban también a moco tendido.
– ¡Qué extraño es todo esto! -se maravillabaShlemel-. Yo recuerdo que mi mujer no hacía más que regañarme, y habría sido incapaz de derramar una sola lágrima por mí. Y estos forasteros, en cambio, me tienen un gran cariño y quieren que viva con ellos. Decididamente ¡el Chelm de abajo es muy superior al Chelm de arriba!
– ¡Alto ahí! -interrumpió Gronan el Buey-. He tenido una idea.
– ¿Y cuál es tu idea, si puede saberse? -le preguntó Aguado el Agudo.
– Si mandamos a Shlemel a vivir a la Casa de los Pobres, tendremos que contratar a alguien para que ayude a la señora Shlemel a cuidar de sus hijos, cuando ella esté en el mercado. Pues bien, se me ocurre que podremos contratar a Shlemel para este trabajo. Es cierto que no es el verdadero señor Shlemel y que, por lo tanto, no es el verdadero padre de las criaturas. Pero se parece tanto al propio señor Shlemel que los niños no le extrañarán en absoluto.
– ¡Qué idea más brillante, -constató Federico el Pico.
– ¡Parece juicio de Salomón! -se admiró otro anciano, Samuel el Lebrel.
– ¡Sólo a los Ancianos de Chelm podría habérseles ocurrido solución tan brillante al problema que tenían planteado! -exclamó Mauricio el Pontificio.
– ¿Cuánto quieres que se te pague, -le preguntó Gronan aS hlemel- para cuidar a los hijos de la señora Shlemel?
Shlemel hubo de pensárselo unos instantes. Después respondió:
– Tres monedas cada día.
– ¡Necio, estúpido! -le increpó su mujer, que estaba muy atenta al diálogo-. Tres monedas es una miseria... ¡has de pedir seis, por lo menos!
Y corriendo hacia él, le dio un pellizco retorcido en el brazo.
– ¡Caramba! -exclamó Shlemel-. ¡Pellizca igualito que mi mujer!
Los ancianos se reunieron de nuevo en consulta. El presupuesto municipal era, desde luego, muy reducido. Finalmente, Gronan anunció:
– Tres monedas parecen poco, pero seis son demasiadas. Hay que llegar a un compromiso. Por tratarse de un forastero, le pagaremos cinco monedas.
– ¿Y hasta cuándo podré tener este empleo? -preguntó Shlemel.
– Pues hasta que el verdadero Shlemel vuelva a su casa, -le contestó Gronan.
La sentencia de Gronan fue muy aplaudida en todo el pueblo. La gente admiraba el juicio y la discreción de su Consejo de Ancianos. Y Shlemel comenzó... ¡su nuevo trabajo! Al principio, Shlemel se guardaba las monedas que el Consejo de Ancianos le pagaba.
– Si yo no soy tu marido, no tengo por qué mantenerte, -le decía a la señoraShlemel.
– En ese caso, -le contestaba la señora-, no esperes que te lave la ropa, que te cosa los botones, que te haga la comida... ¡puesto que yo tampoco soy tu mujer!
Shlemel se avino a razones, y desde entonces entregaba puntualmente su paga a la señora Shlemel.Lo cual era un acontecimiento, porque ésta nunca había recibido ni cinco céntimos del vago de su marido. Se ponía de buen humor y le decía a Shlemel:
– ¡Lástima que no decidieras ir a Varsovia hace diez años! ¡A estas horas, seríamos ricos!
– Y dígame, señora Shlemel-le preguntaba él, cortésmente- ¿no echa usted de menos nunca a su marido?
A lo que doña Shlemel replicaba:
– ¿Y tú, granuja? ¿No echas tú de menos a tu señora Shlemel?
Ni el uno ni el otro decían echar de menos a sus cónyuges, y siguieron viviendo juntos tan campantes.
Pasaron los años y no aparecía ningún otro Shlemel por Chelm. Esto preocupaba al Consejo de Ancianos, y había teorías para todos los gustos. Federico el Pico decía que Shlemel habría cruzado las montañas y se lo habrían comido los caníbales. Mauricio el Pontificio opinaba que lo más probable era que Shlemel hubiera entrado en las cuevas del mismísimo Asmodeo, príncipe de las Tinieblas, y que allí le habrían obligado a matrimoniar con cualquier diabla. Aguado el Agudo estaba convencido de que Shlemel había llegado al fin del mundo, que había seguido andando, y que, por lo tanto, se había caído al precipicio. Había, pues, teorías para todos los gustos. Incluso había quien pensaba que el verdadero Shlemel había sufrido una amnesia, es decir, había perdido la memoria y se había olvidado de quién era. Estas cosas pueden ocurrir hasta en las mejores familias...
Gronan el Buey era hombre liberal. Él tenía sus ideas pero no le gustaba imponerlas sobre los demás. Allá cada cual con su criterio. Sin embargo, él estaba convencido de que el verdadero Shlemel había ido al otro Chelm, y que en el Chelm de Arriba había tenido la misma experiencia que su tocayo en el Chelm de Abajo. Creía firmemente que el Consejo de Ancianos del otro Chelm le había ofrecido el trabajo de cuidar de los niños de la otra señora Shlemel,y que la paga también era de cinco monedas diarias...
En cuanto al propio Shlemel, no sabía qué pensar. Los niños de la señora Shlemel crecían y pronto se valdrían por sí mismos. A veces, Shlemel se preguntaba: ¿Dónde está el otro Shlemel? ¿Cuándo regresará a su hogar? ¿Y mi mujer, qué hace? ¿Me está esperando... o ha encontrado a otro señor Shlemel? Eran preguntas a las que no hallaba respuesta. De vez en cuando a Shlemel le entraba el remusguillo de viajar. Pero ¿para qué? -pensaba-, ¿qué necesidad hay de viajar si los caminos no llevan a ninguna parte... o mejor dicho, si todos los caminos llevan a Chelm? Y así, compuso esta pequeña canción...
"Todos los caminos llevan a Roma
decía el caminante...
mas yo os digo, y soy testigo,
de que nuestro pueblo de Chelm
de todo el mundo es el ombligo".

19 de octubre de 1979: Los pasos perdidos

19 de octubre de 1979: Los pasos perdidos

 Hoy es sábado y estamos en Barcelona. Mañana, cuando nos levantemos, dejaremos el hotel y, después de dar una vuelta por el Mercat de Sant Antoni (donde compraré ¡Vivir!, un libro de Ayn Rand que estoy deseando leer), nos iremos a Martinet, para hacer noche en un hotel que está junto al río Segre y en el que una vez paré con Vicente a tomar un café.

Veníamos de Andorra y yo viajaba de paquete en su moto. Es el único viaje que he hecho en moto. Era invierno y había nieve en algunos tramos de la carretera. Paramos en aquel lugar de casualidad, para quitarnos el frío con algo bien caliente. Me gustó tanto el sitio que pensé que algún día, cuando ya estuviera casado con Chima y tuviéramos nuestro propio coche, volvería con ella y pasaríamos allí la noche.

El “Ciento treinta y tres” lo hemos estrenado hace poco y éste es nuestro primer viaje largo. Casarnos, nos casamos hace un año y ocho meses menos dos días. Aún puedo contarlos. Divorciarnos, nos divorciaremos dentro de cuatro años, una semana y cinco días. Esa cuenta aún no puedo llevarla, pero podré hacerla cuando escriba todo esto y mire hacia atrás preguntándome qué fue de ella; qué fue de Vicente, que también sé casó, tuvo hijas y se divorció; que fue de Agustín, al que dije adiós por última vez desde la ventanilla de un tren que lentamente se alejaba de la estación Termini, en Roma.

Con él, con Agustín, hemos pasado dos días en Barcelona, recordando cuando, apenas hace un par de años, éramos soldados y compartíamos una habitación con un balcón que se asomaba a la calle Diputación, desde el que alcanzábamos a tocar las ramas de los arces; una habitación en la que él tocaba la guitarra; Vicente, que quería ser tahur, hacía solitarios con una baraja, y yo trataba de escribir una novela que nunca fui capaz de acabar.

Esta noche, cuando nos hemos despedido en su casa, después de cenar con él, su madre y sus hermanas, Agustín me ha regalado unos cuantos libros que ya ha leído y que piensa que me pueden gustar. Yo no sería capaz de regalar un libro que me haya gustado. Los conservaré siempre y los llevaré conmigo allá dónde quiera que vaya, allá dónde quiera que la vida me lleve. Entre ellos hay un par de Alejo Carpentier, escritor cubano que morirá en París el año que viene y al que nunca he leído, aunque su nombre lo encuentre siempre relacionado con los autores del “boom” hispanoamericano que tanto me gustan: García Máquez, Cortázar, Vargas Llosa, Felisberto Hernández... Escritores del realismo mágico que tanto tiene que ver con lo “real maravilloso” del cubano.

Esta noche, cuando Chima se acueste después de cenar en el comedor del hotel, yo me voy a sentar en un cómodo sillón, frente al fuego de la chimenea que, como en los clubes ingleses, caldea un sala de estar, y voy a comenzar la lectura de uno de los libros heredados de Agustín, el de Los pasos perdidos, sin sospechar que, cuando la termine, será (ya para siempre), una de mis novelas preferidas, una de las que a veces citaré junto al Quijote o los Cien años de soledad.

Durante las próximas decádas seré consciente de cómo las páginas de esta novela tan barroca han influido en mi manera de pensar y en mi forma de ver la vida o, lo que debe de ser lo mismo, cómo en más de una ocasión, unas veces de manera consciente y otras sin saberlo, he tratado de seguir los pasos (perdidos o no), de su protagonista:

Un musicólogo antillano que reside en Nueva York, casado con una actriz, es enviado a un país sudamericano con el encargo de rescatar y encontrar raros instrumentos. En el viaje lo acompaña una amante francesa, que parece representar la decadencia europea y a la que el musicólogo abandona por una mujer nativa a través de la cual entra en contacto con la vida de una comunidad indígena, de donde es rescatado y llevado de nuevo a una civilizada ciudad a la que no llega jamás a adaptarse, hasta que regresa a la selva. Un relato abstracto e irreal donde se funden los conocimientos y la inteligencia del autor con las imágenes más profundas de su expresión literaria”.

Treinta y tres años después, al releerlo, no sólo confirmaré esa impresión, sino que descubriré nuevas emociones y podré escribir en mi muro de Facebook (algo que aún tiene que inventarse y que ahora sería difícil de explicar):

Si no hubiera leído ya Los pasos perdidos, de Alejo Carpentier, no me habría echado a llorar ayer, al llegar al final de su quinto capítulo”.

Francisco González Ledesma

Francisco González Ledesma

Esta semana me he vuelto a encontrar con Francisco González Ledesma en Requena. Es la segunda vez que coincido aquí con el entrañable escritor barcelonés.

Podría hacer memoria y calcular cuándo fue la primera. Pero escribo de madrugada, mientras Vicente Fernández canta a todo pulmón, apuro un tequila con hielo y a mi alrededor empieza a celebrarse el cumpleaños de Eliana (“a lo mejicano”, que diría Borja)… Así es que no voy a hacer ningún esfuerzo y me voy a limitar a recordar que fue en la Cueva del Cristo, en el corazón de La Villa, donde celebrábamos alguna de las entregas de premios del certamen de cuentos hiperbreves (cuentos “cortos-cortos”, los llamábamos), que convocaba Edisena en sus buenos tiempos. Entre los premiados se encontraba una periodista de Barcelona, Victoria González, que había venido acompañada de sus padres, a quienes me presentó alguna de las veces que me acerqué por su mesa para ver cómo iba todo.

—Mi padre también es escritor—,  me dijo.

Él quiso quitarse importancia. Pero resultó que, sentado entre nosotros, teníamos al autor de una docena de novelas, entre otras Crónica sentimental en rojo, con la que había ganado el premio Planeta en 1984.

En aquellos días que no quiero precisar, pero de los que han pasado más de diez años, a Francisco González Ledesma, pese a los premios y las publicaciones, se le conocía más fuera de España que en nuestro país y sus novelas se editaban antes en francés que en español. Así es que tuvieron que ser él mismo y su hija quienes me dieran una lista de sus títulos y me recomendaran muy especialmente la de Soldados, que me apresuré a leer y me sirvió para empezar a conocer la obra dura y violenta, por un lado, escéptica a la par que comprometida y llena de sentimientos, por otro, de este singular escritor de género negro que, para vivir, había escrito cientos de novelas de kiosco (policiacas, del oeste y de ciencia ficción), publicadas con el pseudónimo de “Silver Kane”, curiosamente más popular y conocido que su verdadero nombre, con el que firmaba obras de argumentos más complejos, en las que personajes afinadamente  trazados adentran al lector por el submundo de la delincuencia más sórdida.

La afabilidad de su trato, la humildad con la que quiso pasar desapercibido entre nosotros, para no quitarle importancia a los escritores más jóvenes que, como su hija, habían ganado aquellos modestos premios, y el hecho de haber sido uno de los autores de “literatura barata”, a la que de alguna manera y por varias razones me sentía vinculado, hicieron que este novelista (que valora más al escritor honrado que al buen escritor), despertara en mí una sincera simpatía que traté de mantener viva a través de un par de cartas que intercambiamos después.

Fui yo quien nunca contestó a la última. Una carta entrañable y conmovedora que guardo como un tesoro porque en ella me calificaba (por mi  trabajo como editor), de “último romántico de la imprenta: Hada Madrina del escritor que empieza, Cruz Roja del escritor que termina”…  Si esto último lo decía por él mismo, porque por aquel entonces le era más fácil publicar en Francia que en España (yo lo hubiera hecho con tanto orgullo como lo había hecho con Rodrigo Rubio o Rosa Romá), se equivocaba: Semanas después, Fernando Sánchez Dragó lo puso en primera plana al dedicarle en televisión dos emisiones seguidas de su programa  “Negro sobre blanco”, que en aquella época pretendía marcar tendencias literarias. Pensé que no era entonces el momento de volver a escribirle, que tendría muchas cartas y llamadas que atender y que, mejor dejar pasar un tiempo…  Nunca llegó el momento: Su obra empezó a ser reivindicada, los reportajes y las entrevistas se sucedieron, llegaron los premios (Dashiell Hammett, Pepe Carvalho, RBA de Novela Negra, Premio Mystère a la mejor novela extranjera editada en Francia, Creu de Sant Jordi, Premio José Luis Sampedro…), y sus nuevos títulos empezaron a encontrar lugar en los escaparates y las góndolas de las librerías: El pecado o algo parecido, Tiempo de venganza, Cinco mujeres y media, Una novela de barrio, No hay que morir dos veces… por citar las que más me han gustado y, en especial, Historia de mis calles, porque no es una novela, sino unas deliciosas memorias, cuya lectura he recomendado muchas veces y que a mí me encantaron por el detalle con el que muestran el entramado del mundo editorial en los años de la dictadura.

Y eso del mundo editorial de los años cincuenta, de los entresijos de la popular editorial Bruguera, en la que Francisco González Ledesma, además de “Silver Kane”, fue abogado, me hace recordar que, como decía al principio, la pasada semana me he vuelto a encontrar con él en Requena. No ha sido esta vez en la Cueva del Cristo, ni siquiera he podido escuchar su voz o estrechar su mano, ha sido en las páginas de un libro en el que él es personaje y no autor: El invierno del dibujante.

Fue Julie Paola quien me recomendó y pasó Arrugas, la novela gráfica de Paco Roca, antes de que fuera película de animación premiada con dos Goyas. Me gustó tanto que me apresuré a buscar más obras del mismo autor y, en la biblioteca de Requena, conseguí  esta otra, El invierno del dibujante, protagonizada por todos esos artistas que hicieron posible algunos de  los tebeos de mi infancia (no digo que todos porque éstos son los de Pulgarcito, Tiovivo, DDT y otras revistas de Bruguera; a ellos habría que sumar los de la Editora Valenciana, como Jaimito o el genuino TBO de Buigas, Estivill y Viña). Pues en medio de todos estos dibujantes: Vázquez, Ibáñez, Segura, Conti, Cifré, Escobar, Peñarroya, Raf, Nené… aparece “Ledesma”, el abogado de la editorial; quizás quien no haya leído Historia de mis calles o no conozca detalles de su biografía no pueda relacionarlo con Francisco González Ledesma, pero yo he vuelto a revivir todos estos recuerdos y el de la lectura de sus novelas, así es que he pensado que era el momento de traerlo hasta el blog (donde el enlace a su página siempre ha estado), y rendirle este pequeño homenaje.

"El diario mágico" de Pilar Bellés

"El diario mágico" de Pilar Bellés

Cuando la conocí, Pilar Bellés Pitarch tenía sólo 19 años; era poco más que una niña, pero ella no lo sabía. Yo no era mucho mayor (aún me parecían lejanos los treinta, aunque no lo estuvieran tanto), pero tampoco lo sabía y me creía un hombre de mundo que ya había vivido en ciudades como Valencia  y Barcelona, que había publicado cuentos de terror y crónicas deportivas, que había estado casado y hasta viajado una vez a África en aeroplano (aun sin cruzar la frontera española). Yo vivía en Castellón capital, ciudad que nunca llegó a cautivarme, en un piso destartalado y oscuro de recién divorciado; ella junto a sus padres, en un hogar que a mí se me antojaba idílico, aunque fuera sólo por estar en una casita de campo, a las afueras de uno de los pueblos del interior de esa provincia tan acogedora y fascinante, tan llena de encantos y sorpresas cuando uno se aleja de sus pedregosas playas para llegar hasta Vall de Uxó, Torre de Embesora, Alfondeguilla, Catí, Chert, Segorbe, Soneja, Culla, Villafamés, Morella, Ares, Vistabella y Adzaneta del Mestrazgo, San Mateo, Olocau del Rey, Altura, Tales, Eslida… por citar sólo algunos de los pueblos que me vienen a la memoria.

Nos unía el amor a las palabras. El mismo amor que me ha unido a mucha de la gente hermosa que he conocido. Ambos queríamos ser escritores y ella partía con la ventaja de tener más vida por delante, de no haber dado todavía algunos pasos que a mí, por ejemplo, ya me encaminaban por sendas y derroteros que me alejarían de la meta… Además, Pilar poseía una virtud de la que yo siempre carecí: La constancia para el trabajo, la voluntad para entregarse durante horas a lo que llevara entre manos (ya fuera la escritura de un relato o el aprendizaje de la gramática inglesa). Así, en cada nuevo encuentro, me sorprendía con nuevas historias (siempre tuvo también una exuberante fantasía creadora), que pacientemente mecanografía a dos columnas, imitando la composición de los incunables impresos en el renacimiento.

No sé si ella recordará cuántas fueron las veces que nos vimos. Me temo que pocas durante el escaso tiempo en el que vivimos cerca,  pese a que sean muchos los recuerdos entrañables que conservo, y no sólo de escritos y lecturas, sino también de breves paseos y largas conversaciones, de un perro que me regaló y al que llamé “Gris”, de un pato que compré en las ramblas de Barcelona (“Antón”), y que, cuando me obligaron a sacarlo del piso destartalado y oscuro en el que vivía, acabó poniendo huevos en el corral de su casa.

Me fui a Salamanca en octubre de 1984 y no he vuelto a verla desde entonces. Es duro y triste tomar consciencia de cuánto tiempo es éste al escribirlo; porque los años han pasado como sin darme cuenta, con la tranquilidad de saber que en cualquier momento podía coger el coche y llegar hasta su casa para llamar a la puerta… Siempre me ha tenido al corriente de sus cambios de domicilio y de los avatares de su vida: la finalización de la carrera, su boda, sus primeros trabajos en la enseñanza, el nacimiento de su hijo, la publicación de sus cuentos didácticos en las tres lenguas en las que escribe (valenciano, castellano e inglés).

Puede que quienes se asoman habitualmente a mi blog ya hayan visitado el suyo en alguna ocasión, pues el enlace siempre ha figurado entre los que aparecen en la columna de la derecha… Pero hoy tengo un motivo muy especial para reavivar todos estos recuerdos: El próximo día 21, además de empezar el verano, Pilar Bellés Pitarch presentará su primera novela en Castellón, esa ciudad que nunca me cautivó pero a la que con tanto gusto voy a tratar de regresar. No he tenido aún ocasión de leer El diario mágico (que así es como se llama), ¡pero con cuánto cariño la voy a tomar entre mis manos y voy a ir pasando sus páginas! Tanto, seguro, como el que ponía en la lectura de aquellos relatos (también mágicos), laboriosamente mecanografiados a dos columnas.

… Si alguno de vosotros puede venir, lo esperamos en la librería Babel de Castellón, a las siete de la tarde, el 21 de junio, el día que comienza el verano.