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Ramón de Aguilar

El canto del agua

El canto del agua

            ¿Alguno de vosotros ha oído hablar de  Enrique Trogal o de Robert A. Heinlein; de Edgar Wallace o de Evan Hunter…? ¿Alguno de vosotros los ha leído?

            Todos ellos, como Nelly Rosario, Malba Tahan y Joaquina Pomareda de Haro son escritores o, por lo menos, cada uno de ellos ha escrito algún libro que probablemente yo nunca hubiera comprado en una librería, pero que, por cosas del azar, llegó hasta mis manos, fue leído (algo probabilísticamente más difícil que lo anterior), y me dejó tan “buen sabor de boca” como para que hoy os hable de ellos.

            Este primer párrafo lo escribí hace tiempo, el mismo día en el que leí  Desangrándose en la acera, el tercero de los relatos de Evan Hunter que conforman su libro Feliz año nuevo, Herbie. No me termina de gustar ese “buen sabor de boca” que entrecomillé por gastado, pese a que soy de los que sí creen que un libro se paladea, como un vino; reconozco que también puede disfrutarse con el tacto, cuando deslizamos la yema de los dedos por la gastada tela de sus tapas; con el olfato que reconoce la vieja piel de su encuadernación, la humedad y el polvo que lo envejecieron; y, por supuesto, con la vista que se recrea en las imágenes que lo adornan, en la composición de las letras, la blancura resplandeciente de sus páginas, vírgenes de miradas, o amarillentas por el paso de los años… Si me apuráis, hasta con el oído, y sin necesidad de que nos lo lean: basta con que escuchemos pasar sus hojas a medida que avanzamos en su lectura una calurosa tarde de verano, en las fresca sala de una biblioteca de altos techos (la de la Histórica de la Universidad de Valencia, la de San Pablo y la Santa Cruz en Barcelona…), o junto a una lumbre en una noche de invierno, cuando el crujido de las hojas se confunda con el crepitar de los leños que arden en el hogar.

            Decía que todo esto lo empecé a escribirlo después de leer los primeros cuentos de Feliz año nuevo, Herbie... Sin embargo, la imagen con que lo voy a ilustrar la tengo “escaneada” desde mucho antes, desde el día de mi último cumpleaños, que es cuando acabé la lectura de El canto del agua, novela de Nelly Rosario a cuya cubierta pertenece ese bello desnudo, fotografiado por Bettmann y Corbis (según rezan los títulos de crédito). Ya entonces pensé que algún día hablaría sobre estas lecturas a las que llego de forma casual, estos tesoros que me encuentro sin buscar, puesto que nadie me ha hablado de ellos, ni han aparecido en las páginas literarias de los periódicos, ni en los programas culturales de televisión, ni en los escaparates de las librerías, ni han llegado a mí por el socorrido boca a boca con el que trata de explicarse los éxitos de las obras que no han sido promocionadas…

            Tal vez, pienso releyendo lo que llevo escrito hasta ahora, estoy dejando al descubierto mi ignorancia, y los autores que menciono aquí como ignotos o raros son sobradamente conocidos por cualquiera que esté leyendo esta página (me pareció ridículo que en “El País”, al anunciar que Luis Leante había ganado el Premio de Novela Alfaguara, lo calificaran de “desconocido”, cuando hace años que yo lo conozco y lo leo… pronto hablaremos de él y de su magnífica novela, Mira si yo te querré) Pero en este caso, el de Malba Tahan, Evan Hunter, Edgar Wallance, Robert A. Heinlein, Enrique Trogal o Nelly Rosario, no importa tanto el que sean mucho o poco conocidos como el que para mí hayan sido un descubrimiento casual; ni nadie ni en ningún lugar me habían hablado de ellos, sólo la fortuna los puso en mi camino: El canto del agua, de Nelly Rosario, joven autora dominicana, formaba parte de un lote de libros que me regalaron al comprar una enciclopedia; la mayoría de ellos muy vistosos, lujosamente encuadernados, pero con escaso interés para la lectura. He olvidado, sin embargo, cómo llegó a mis manos Il Caravaggio, obra teatral de Enrique Trogal; aunque me empeño en relacionar su hallazgo con Cuenca, hace 20 años que la leí y sigo recordando la fascinación que sentí desde sus primeras líneas; cada vez que me tropiezo con el libro me sorprende que su autor no sea famoso y que esta obra no se haya representado en todos los teatros. Rebelión en el espacio, de Robert A. Heinlein, sí recuerdo haberlo comprado en Valencia, mediados los años setenta, cuando, cada vez que pillaba algún dinero, me iba al “París-Valencia” de la calle Pelayo a comprar libros a duro (es ésta una de esas librerías de las que algún tengo que hablar en el blog), con especial interés por las novelas de ciencia-ficción, de las que me hablaba Vicente Roca, uno de mis jefes en Sercoval, al que yo consideraba un sabio mal ubicado; la novela permaneció a mi lado durante décadas sin que encontrara el momento de leerla y, convencido de que ya nunca lo haría, pensé deshacerme de ella en el último traslado… pero se me ocurrió indagar antes en Internet quién era este autor y descubrí la importancia que tiene en su género, así es que me di la oportunidad de leerlo y, como en el resto de los casos que estoy contado, pese a ser una novela juvenil, no me defraudó. El hombre que calculaba, de Malba Tahan, lo encontré en Colombia, maltratado y sin tapas, ya hablé de él en el blog, recién terminada su lectura; si lo vuelvo a mencionar es porque se trata de uno de esos libros que, pese a su aspecto destartalado, con mayor mimo conservo en mi biblioteca, por el placer que su lectura me proporcionó y que me sigue ofreciendo. El mencionado Feliz año nuevo, Herbie, de Evan Hunter, ha sido el último de los leídos; me lo encontré tirado en el Rastro (el vendedor que lo abandonó ni siquiera consideró que merecía la pena romperlo, como hizo con otros, para que nadie se lo llevara sin haber pagado 50 ó 60 céntimos por él); por Internet supe que autor había sido el guionista de Los pájaros de Hitchock y el autor de La jungla del asfalto, que también fue llevada al cine… eso bastó para picar mi curiosidad y que no quedara relegado al olvido; ahora busco otras obras suyas, para seguir leyéndolo. Por último, le toca el turno a Las hijas de la noche, de Edgar Wallace, también encontrado en el Rastro de Valencia, en circunstancias parecidas al anterior (aunque hace ya un par de años), y del que no me he deshecho porque descubrí en Internet que de este autor fue el argumento de King Kong, película a la que le tengo especial cariño por dos motivos: porque mi amiga Inés fue su traductora al húngaro y porque me conmovió que, viéndola un día en Madrid, mi prima Maribel llorara por la muerte del monstruo.

            A todos éstos títulos tendría que añadir los dos libritos de Joaquina Pomareda de Haro, que conservo firmados por la autora, fallecida ya hace muchos años, Las chispas del duende y El actor y sus personajes… Sé de al menos otros dos que publicó y que tal vez todavía puedan encontrarse en la biblioteca de Casas Ibáñez, donde yo los descubrí siendo un niño… pero ésa es otra historia que me voy a guardar para otro día.

2 comentarios

Ramón -

Gracias, Luis... Es agradable descubrir que alguien lee lo que escribí con tanto cariño.

luis -

exselente