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Ramón de Aguilar

Las palabras y los poemas de Juan Vicente Piqueras

Las palabras y los poemas de Juan Vicente Piqueras

 

El título que acabo de escribir para esta entrada es un pareado. De ésos que a uno le salen sin querer y que el buen escritor se apresura a corregir con la ayuda de los sinónimos o el ingenio. Yo no lo voy a hacer: Escribo bien, pero no soy un buen escritor. Además, como no soy poeta (como Juan Vicente Piqueras), me puedo permitir esos ripios. Y, por si éstas fueran pocas razones, aún tengo otra más poderosa: Dar esta explicación me sirve para introducir la invitación que quiero haceros a leer a este autor, nacido en el pueblo en el que yo vivo y que, según confiesa en la solapa de unos de sus libros, vive donde yo quise nacer: en no sabe dónde.

Recomendar la lectura de un poeta no parece muy complicado. Bastaría con decir que uno lo ha leído y que le ha gustado. A veces (yo lo he hecho en este mismo blog), sería suficiente con reproducir alguno de sus poemas y compartirlo así con todos vosotros. Por lo general, en estos casos las palabras sobran y, como éste es uno de ellos, hubiera bastado con transcribiros los versos con que cerraré la entrada; los de “Bendición”, del poemario “La palabra cuando”, y los de “Un hombre cualquiera un día cualquiera”, de su delicioso “manual de gramática y poesía”, al que ha titulado “Yo que tú”.

Si alguno de vosotros quiere, puede irse directamente a los poemas y obviar todo lo que yo escriba. Pero a quien se quede leyendo le contaré que la primera vez que me hablaron de Juan Vicente Piqueras, recién llegado yo a Requena, fue muy lejos de aquí, en Roma, donde él trabajaba en el Instituto Cervantes, como mi amigo Agustín. No sé si ya escribía versos, aunque supongo que sí; a mí no me interesa mucho la poesía (aunque pueda parecerle lo contrario a quien ojee este blog); pero el hecho de estar viviendo yo en su pueblo, aunque él siempre habitara lejos (Italia, Grecia, Argelia…), nos llevó a coincidir más veces, aunque no recuerdo ninguna en la que hayamos hablado cara a cara (sí una en la que los dos coincidimos en un programa de radio Requena, él a través del teléfono y yo en el estudio).

En fin, motivos suficientes como para que alguna vez me haya parado a leer alguno de sus libros, entre los que me gustó especialmente el de “Aldea”. Pero ha sido al escucharlo hablar de poesía, apenas hace unos días, cuando realmente he descubierto la grandeza de este poeta que gana los premios más prestigiosos y publica en las mejores colecciones de poesía, manteniéndose al margen de los círculos oficiales u oficiosos. Han sido sus palabras (las que dice y como las dice), las que me han empujado a volver a leerlo y disfrutarlo más que nunca. Os aseguro que la de su poemario “Yo que tú” ha sido una de las lecturas que me han resultado más deliciosas en los últimos meses… No sólo por sus poemas (que para muestra, los que os dejo a continuación), sino también por el preámbulo: “Poesía y gramática”, que os recomiendo tan encarecidamente como cada uno de sus poemas.

 

 

Bendición

 

benditos los que sólo lloran solos

         los que hablan lenguas muertas

         los que creen en dioses aún no aparecidos

         y se quedan dormidos sobre el atlas

         (los labios en Ceylán      la nariz en Angola)

 

benditos los que huyen

         los que dicen que no y se van silbando

         los tontos      los inútiles      los otros

         los que no opinan nada sobre nada

         los que sufren por no saber mentir

 

benditos los que aman y están solos

         los que no tienen prisa ni lugar

         los que no dicen nada

         los que se van sin más explicaciones

 

(de “La palabra cuando”)





Un hombre cualquiera un día cualquiera

 

Se levanta, se lava, se peina, se afeita,

se viste, se va de su casa al trabajo,

se sienta, se pone ante el ordenador,

se pasa ocho horas moviendo los dedos,

se cansa, se aburre, se toma un café,

se irrita, se agota, se vuelve a su casa,

se mira al espejo, se mira al espejo,

se pregunta en silencio si vale la pena

y no se responde, se mira las manos,

se quita la ropa, se pone el pijama,

se acuesta, se duerme, se sueña feliz.

 

 

(de “Tú que yo”)

Los padres de Irene

Los padres de Irene

        Puri Novella escribió un bello relato que se llamó (que se llama), “Las hijas de Irene”, cuya lectura siempre recomiendo y con él ganó el premio “Villatoya” de cuentos en la última edición que se celebró del Certamen Literario Emilio Murcia… Es algo que he mencionado más de una vez en las páginas de este blog. Lo que muchos no sabían es que, unos años antes, yo había escrito sobre “los padres de Irene”.

 

            En julio de 2009 rescaté para todos vosotros aquel breve texto. No era más que el primer párrafo, el inicio de una historia que estaba y sigue estando por escribir.

 

            Lo colgué en el blog con mucho cariño, pero nunca llegó a gustarme… Nunca me gustó porque la foto que elegí para ilustrarlo, y en la que aparecían Quique y Guadalupe, los verdaderos padres de Irene, era un torpe montaje que, por falta de gusto, resultaba burdo y grotesco.

 

            Hace algún tiempo, la noche en la que celebramos la “cena del pan duro” (conmemorando la “sopa de piedras”, en la que ellos también estuvieron), les pedí una foto con la que sustituir aquella ilustración. Y, además, Irene les acompañó ante la cámara.

 

            Hoy, por fin, la he cambiado y así, de este modo, aprovecho para rescatar el texto y ofrecéroslo de nuevo:

 

Quique se quedó jugando al fútbol; era lo suyo aunque, hay que reconocerlo, no fuera lo único. Yo caminé hasta la casa de Guadalupe y la encontré leyendo. Nos sentamos en el suelo y ella sacó una botella de vino. Rafael Amor, cuya desgarrada voz sólo nosotros dos parecíamos conocer, cantaba a los extranjeros, a los perros cojos, a una muchacha llamada Violeta. El tiempo parecía haber dado un salto hacia atrás y por un momento me sentí de nuevo en Córdoba, el ático de la plaza de los Carrillos, bebiendo el mismo vino y escuchando la misma música, aunque fuera en la voz de Cafrune. Guadalupe, que me miraba con los ojos de leer, parecía sacada de Rayuela, un personaje de Cortázar... Se oyó la puerta. Quique volvía a casa y la cara de Guadalupe se iluminó; él la regresaba al mundo de lo real, le devolvía su condición de mujer tangible: ojos brillantes, labios húmedos, pezones erguidos, olor a jazmín... y, cuando ya en la sala, la figura de ambos abrazados se recortaba sobre una red colmada de postales, la estampa quedaba completa y yo argüía cualquier excusa para despedirme, porque aquélla era otra historia.

Cinco minutos en la vida de Elena Rodríguez (Florián Recio)

Cinco minutos en la vida de Elena Rodríguez (Florián Recio)

            A Florián Recio lo conocí cuando ganó el I Certamen Literario “Emilio Murcia”, con este relato que ahora os traigo al blog.

            Cómo llegó este cuento al certamen, cómo pasó a la final y cómo consiguió el premio serían otras tantas historias, casi tan literarias como la de estos cinco minutos en la vida de Elena Rodríguez… y tendrían su continuación en una quinta y última, con final feliz: La de cómo el autor vino hasta Villatoya a recoger el premio y las palabras que dijo al recibirlo… pero esto es ya parte de su vida privada y no puedo contarlo en el blog, aunque sí lo he hecho más de una vez, cuando el vino me desata la lengua y se me da por hablar de todo lo maravilloso que les pasa a quienes escriben y leen.

            Y es que me da la impresión de que Florián Recio, más que tabernero, es una especie de rey midas que convierte en literatura todo lo que toca. Por eso me gusta tanto lo que escribe, lo que dice y cómo lo dice.

            Ahora, que anda de estreno teatral (su versión de “Los Gemelos”, de Plauto, va a cerrar el Festival Internacional de Teatro Clásico de Mérida), y que tiene nuevo libro recién editado (“Teoría del fracaso”), es un buen momento para recomendaros a todos su lectura y a presumir de que a él me unen, además de la amistad, la admiración por los clásicos y por autores como Álvaro Cunqueiro o cantautores como Amancio Prada.

 

 

 

Cinco minutos en la vida de Elena Rodríguez

 

            En el pueblo ya todos conocen la noticia. En plena fiesta, la hermosa acompañante del príncipe desapareció, dejando al heredero con dos palmos de narices y un pequeño zapato de cristal entre las manos. Dicen que tan hermosa era que las demás princesas estallaban, rojas de envidia.

            - No será para tanto.

            - Ya lo creo que será. De rostro tan blanco y tan hermoso, de pies tan delicados, que al bailar se deslizaba por entre las gentes y entre la música como un cisne.

            - ¡Joder, qué frase tan lograda! : " se deslizaba por entre las gentes y entre la música...” esa la suelto yo en cuanto se tercie.

            Quien así pensaba era un enjuto estudiante de Económicas con pretensiones literarias, siempre al acecho de un aperitivo ingenioso. En el viejo café del viejo pueblo olía a aceitunas con sabor a anchoas, a detergente barato, a cerveza fermentada. A pensamiento añejo.

            - Elenita, hija, otra jarra de cerveza.

            - Que sean dos.

            Y Elenita abandona sobre el mostrador su libro de bolsillo y emprende la tarea.

            Elena es una joven muy guapa, morena de pelo, azul de ojos, generosa de carnes y con la fantasía como una pluma. Quiero decir que volaba su imaginación, sin norte. Pero sabe llevar como nadie las jarras de cerveza, meneando la contraportada con una gracia que es la delicia de la parroquia.

            - ¿Qué lees, criatura?

            - "Vida y fugas de Fanto Fantini"

            - ¿Y eso de qué va?

            - De un enamorado que consigue siempre evadirse de las cárceles más increíbles en las que le meten sus enemigos, envidiosos de su valor y su belleza.

            - ¡Hija mía!, hablas que pareces un libro.

            Y a la niña Elena se le ruborizan hasta los párpados cuando se deja llevar por la poesía. No le gusta mostrar que es enamoradiza y frágil. Quisiera ser como esas tigresas de las películas, que seducen a golpe de nalga y que saben caer las pestañas como quien echa los cierres de un atardecer.

            Elena no sabría explicar por qué, pero, a pesar de todos los pesares, le gusta su tristeza y se relame como un gato en su melancolía.

            - ¡Pues vaya la que se ha organizado con el dichoso zapatito! Al príncipe le ha dado por encapricharse con la tal Cenicienta y ahora anda por el pueblo mirando como un obseso los pies de todas las mozas.

            Elena regresó a sus lecturas, pero ni Cunqueiro conseguía atar su imaginación desbocada, empeñada la muy curiosa en adivinar el número de calzado de la Cenicienta, el tono de sus pies, la textura de su piel, la dimensión del puente, si habría o no juanete, callosidad o imperfección podológica tan horrorosa que provocase la estampida de la princesa.

            Sobre el mostrador, los boquerones en vinagre se convierten en dedos de plata apuntando al corazón inquieto de la niña.

            - Lo que más me asombra es que nadie sepa nada de la tal Cenicienta.

            - ¡Quién lo diría!, en un pueblo tan pequeño.

            - Y siendo ella tan hermosa como dicen, la conoceríamos todos.

            - Será extranjera

            - Hiperbórea diría yo

            - Sin faltar, que a lo mejor la muchacha es muy decente.

            - Pues ya hay quien afirma que es un travestido, que eso en la capital se lleva mucho

            - O una casada con disfraz, que el aburrimiento y el hastío afinan el ingenio.

            - ¡Y tú qué sabrás de esas cosas, niña! Atiende a tus lecturas, que lo que aquí se dilucida es tema para sesos maduros.

            - La cuestión es que el príncipe, que es un poco pardillo, se ha enamorado como un colegial y se pasa el día entre suspiros, gemidos, hipos, moquitos y otras lindezas, que traen a su padre en un malvivir.

            - ¡Pero si ha mandado cincelar un zapatito de cristal en el escudo de su casa, que ya somos la vergüenza de la región!

            - ¿Y qué me decís del Bando?

            - ¿Del republicano?- preguntó un despistado, de los que en todas partes hay.

            - No, hombre, del Real. De ése por el cual están todas las mozas revueltas y que dice algo así como que el príncipe saldrá, de incógnito, a probar el zapatito en el pie de todas las chicas del pueblo y, con aquélla a la que calce, casará.

            - Pues ya hemos avanzado algo, porque su padre, en mi época, primero las calzaba y después, con suerte, unos duros. 

            Elena, la niña guapa, la generosa de carnes, hacía ya rato que no pasaba página, anclada en ese pasaje tan tierno que dice: "…te recordaré siempre. Te mandaré desde Venecia un traje de fiesta, que allá se hacen con muchos encajes, y sortijas, y dos agujas con perlas para el pelo. Y te puedo jurar que despertaré muchas veces muchas noches porque dos mariposas verdes acuden a posarse en mi corazón"

            Elena, adolescente tierna, niña perdida en la profunda soledad de una barra de pueblo, soñadora de caricias, inventora de palabras obscenas, criatura condenada a llevar de por vida en la raíz del pelo olor a aceitunas con sabor a anchoas, con dos surcos en la cara que ponen como entre paréntesis a su sonrisa élfica, Elena, digo, soñaba con el momento en que el príncipe vendría a su bar, acompañado de sus pajes, portando en una cajita de nácar el zapato de cristal.

            Es obvio que ella sabe que no es Cenicienta; sabe incluso que posee unos pies casi deformes, que les quedaron contrahechos tras una operación de tobillos de hace tiempo. Pero, por qué no soñar. Odia a muerte a cada uno de los clientes de su prisión; agujas, que no dedos, son ahora los boquerones en vinagre; pulpa roja, corazones sangrantes los tomates que la miran desconsolados desde el fondo del mostrador.

            Y un zapato puede rescatarla de una vida sin esperanzas. Un zapato que significa una huida. Huir, no por fausto ni por vanidad, tan sólo por volar hacia un paraje repleto de palabras amables, al otro lado del dinero y lo ordinario, lejos de lo ruin, del tiempo y del olvido.

            - Goytisolo, aparta de mí este trago- pensaba mi pobre niña, influenciada por sus lecturas amorosas.

            - Ramón, dile a la zagala que atienda, que te hunde el negocio.

            Y Ramón, padre de la soñadora, dueño del bar, mira al cliente, entorna los ojos y suspira con resignación, como diciendo para sí ¡qué habré hecho yo! Se consuela, mientras tanto, con gintonic de arte mayor donde una media luna de limón se despeña entre poliedros de nieve. Entonces, cuando la rutina se enseñoreaba de las almas, de los cuerpos, de las cosas, de los olores y sabían a rutina el gintonic, la cerveza, el aire, todo, entonces fue, entonces digo, cuando se abrió la puerta y sonó, maleducada, indiferente, con el mismo chirriar plebeyo de siempre, como si en vez del príncipe y su séquito hubiese entrado el cartero o el fresador.

            - Buenas.

            - Venga su majestad de usted con Dios.

            - Venimos por lo del zapato.

            - Ya, ya.

            - Lo que Su Excelencia quiere decir es que hemos sabido que vive aquí una moza en edad no inferior a quince años ni superior a veinte, y venimos a proceder con el cumplimiento del bando.

            - ¡Mi Elenita!

            - Procedan, procedan.

            - Vamos, niña, deja el libro y sal del mostrador.

            - ¡Oh, un libro! ¿Qué lees, pequeña?- preguntó el mayor de los pajes.

            - Fuga de Funti Funtini...Fanti Funini...Fu...

            El príncipe contemplaba absorto, con los ojos de un hombre envenenado de ausencia. Por un instante se miraron y no se conocieron, lo cual es decir un amor imposible. Buscaba a la protagonista de otro cuento, el ideal, la perfección, y Elena es una joven hermosa, pero muy lejos de ser perfecta, condenada al tiempo, a las mordeduras de las varices, al desbocarse de la celulitis, en guerra con el sarro, en lucha a muerte con la muerte. Total, la mujer de mi vida, y ella soñando con príncipes, ¡con lo que ellos son!, siempre buscando imposibles.

            Elena sintió un poco de vergüenza cuando el fámulo la descalzó y puso al descubierto su piececito, un tanto deforme, como antes dije. La mano fría y servil retiró rápido el zapato.

            - Imposible.

            - Nos vamos. Ustedes disculpen.

            - No hay de qué. Si les apetece un vermú a sus señorías.

            Ramón no entiende de protocolos y lo mismo nombra de señoría a pajes que a príncipes. La puerta volvió a rechinar y durante unos segundos fue como un silencio de piedras, despertar lentamente, volver al principio.

            - Ramón, lo del vermú ha estado muy feo. A un príncipe se le invita a martini, por lo menos.

            - Hombre, lo primero que se me ocurrió.

            Elena, mi niña, recogió su librito y lentamente, como si nada, entró en la cocina y, a solas, quemó sus manos con unas cálidas y silenciosas lágrimas que eran su infancia, que eran su destino, que eran su vida.

Un tintico con el Comandante

Un tintico con el Comandante

No viajé hasta Colombia sólo como turista y, si llegué hasta el interior del Tolima, no fue sólo porque allí me había ofrecido alojamiento mi paisana Inés, profesora de Política Económica en la Universidad de Ibagué y casada con otro profesor de la misma facultad, Gregorio López, colombiano… No fue sólo por eso, aunque nunca lo expliqué.

Inés y Gregorio me llevaron a conocer la universidad en la que ambos trabajaban y me presentaron como su amigo español. Me pasearon por la ciudad, considerada la capital musical de Colombia y hermanada con Vitoria, a lo que Inés, como vasca, le daba mucha importancia. Organizaron una excursión para que recorriéramos el Eje Cafetero durante todo un fin de semana y, aunque ellos no podrían acompañarme, yo me empeñé en hacer otra en barca por el río Magdalena, hasta cuya orilla me llevó un taxista que, además del vehículo, puso los chistes y la banda sonara, a base de vallenatos de Diomedes Díaz y pasillos de Julio Jaramillo.

En Ambalema, después de casi una hora de coche, la carretera moría frente al caudaloso Magdalena. El taxista se quedó a la sombra de unas nogueras y yo contraté una barca que, río abajo, me llevaría hasta Beltrán, una pequeña población de la otra orilla… Fue justamente en ese momento cuando apareció en mi vida el padre Eladio, que estaba esperando que llegara algún otro viajero para que no le saliera tan caro el pasaje para ir a decir su misa al otro lado del río.

El cura era hablador y no se cansaba de hacer preguntas. Se mostró encantado al saber que yo era español. Él había estudiado un año en Roma y, de regreso para América, se había quedado unos meses ayudando en la diócesis de Segorbe-Castellón. Guardaba muchos recuerdos de esa época de su vida y quería saber cómo habían ido las cosas desde que él se viniera. Una vez en Beltrán, que parecía desierto a media mañana, me preguntó si podría esperarlo una hora, para aprovechar también el viaje de vuelta. Así quedamos y, como yo acabé mucho antes de recorrer las pocas calles del pueblo, regresé al río y me senté en un tronco caído para contemplar en silencio la inmensa masa de agua que bajaba en dirección al lejano mar Caribe. Desde donde estaban no alcanzaban a ver la otra orilla: Era como estar contemplando un mar que se deslizara mansamente ante mis ojos.

Cuando el padre Eladio llegó una hora después, tal y como había calculado, me di cuenta de que el barquero había desaparecido.

– Estará por ahí –lo justificó el cura, a la vez que se sentaba a mi lado–. Se dice que tiene un “partidito” por el cementerio.

– No ha tardado mucho en decir su misa.

– Lo justo… –pareció dudar antes de seguir hablando–. Por lo general me demoro más; me quedo hablando con unos y con otros, pero ahora estoy enfadado con el comandante y sus muchachos.

Sentí un ligero estremecimiento.

– ¿Quiere decir que hay guerrilleros por la zona?

– Yo no he dicho eso. Sólo he dicho “el comandante y sus muchachos”. Yo soy pastor de todos y no pregunto nada a nadie. Digo misas, bautizo, confieso… y hasta los entierro, porque para mí todos son hijos de Dios. Pero a veces discrepamos. Sobre todo en su manera de hacer justicia. Hace poco decidieron ajusticiar a uno de los suyos… Tenían sus motivos: Había violado y matado a una chiquilla; yo lo conocía, era sólo loco, un deficiente psíquico. Lo que hizo fue horrible pero, cuando me enteré, intercedí por él; quería que me lo dieran para entregarlo a la justicia, para que tuviese un juicio justo y, en vez de una muerte vil, un tratamiento psiquiátrico… ¿Sabe que me dijeron? Que ellos son la ley y que a mí ya me llamarían para que fuera a enterrarlo.

– No sé qué decir –confesé, nervioso y extrañado de que el barquero siguiera sin aparecer–. ¿No correremos ningún peligro?

– ¡Qué va! Ni el más mínimo –me tranquilizó el cura, con una sonrisa–. Me necesitan, son muy católicos y no pueden vivir sin su misa, sus comuniones y sus entierros. Ellos me respetan y yo les respeto… Pero a partir de ahora y hasta que se me pase el enfado, lo justo.

 – ¿Sabe una cosa? Ya que estoy por aquí, me hubiera gustado conocerlos.

Me miró serio e incrédulo.

– Me había parecido un poco asustado.

­– Un poco impresionado… Pero le voy a hacer una confesión: Si he venido hasta aquí es porque hace años, hace unos veinte años, en España hice amistad con un colombiano, Héctor Samuel Vela… Y lo último que supe de él es que regresó a Colombia para apoyar a los que luchaban por un mundo mejor… Así lo decía él. La última carta que me envió estaba sellada en Fresno.

– No estamos muy lejos… Hasta allí no llega mi misión, pero si cerca; si algún día quiere acompañarme, aunque sea como “monaguillo”, sólo tiene que dejarme un teléfono y yo le aviso cuando tenga que ir a hacer algún servicio religioso… Probablemente esta misma semana.

– ¿No habría ningún problema?

–Conmigo, ninguno… Yo no voy a sus campamentos sino a las veredas que hay en la montaña; pequeñas aldeas de difícil acceso en las que viven hombres y mujeres, ancianos y niños… Campesinos, junto a los que ellos escuchan la misa o se toman un tintico o su guarapo.

 

El padre Eladio cumplió con su palabra. No habían pasado más de dos días desde que nos separáramos en Ambalema cuando me llamó por teléfono para preguntarme si podría acompañarlo.

– Lo necesitaré todo el jueves como “sacristán”, así es que no haga otros planes.

Me recogió con un coche de tracción en las cuatro ruedas. Desentonaba por las calles de Ibagué, pero estaba preparado para circular por cualquier terreno. No hubiéramos podido llegar hasta donde llegamos con ningún otro vehículo.

Salimos por la misma carretera que el día de la excursión e hicimos una primera parada en la puerta de una panadería de Alvarado.

– En el camino nos detendremos a visitar a una familia muy pobre. Les llevaremos algunos panes –me informó el padre Eladio, que no me permitió pagar ninguno de los bollos que compró y a los que la dependienta, que nos había saludado con cordialidad, añadió unos dulces para que los lleváramos de su parte.

Antes de llegar al cruce de la carretera de Ambalema, giramos a la izquierda y nos dirigimos hacia el oeste, alejándonos del río y adentrándonos en unos terrenos cada vez más abruptos y escarpados. La vía enseguida dejó de estar pavimentada; se hizo de tierra y, a medida que se adentraba en parajes cada vez más solitarios, la vegetación también se hacía más exuberante. En dos ocasiones nos encontramos con que el camino estaba cortado y tuvimos que dejarlo, buscando cómo salvar los obstáculos campo a través. El cura se reía, francamente divertido, como si estuviéramos jugando. Yo, pese a lo que pudiera parecer, disfrutaba de todo lo que veían mis ojos y de los gritos de las aves que nos llegaban desde lo alto de los árboles.

Después de más de una hora de marcha, y apartándonos un poco de la ruta que llevábamos, llegamos a un pequeño caserío. Estaba en alto y desde la misma explanada en la que dejamos el coche, se contemplaban cientos de montañas, cubiertas por un espeso manto vegetal, que las hacía parecer un inmenso mar verde, en el que no alcanzaba a verse ninguna huella del ser humano: ni humo ni construcciones, ni asfalto ni coches, ni cables ni ningún sonido que no pudiera calificarse como canto de la naturaleza.

– Aquí es donde vamos a dejar los panes –me informó el padre Eladio, a la vez que se bajaba del todoterreno, con el motor ya apagado.

Una mujer muy anciana había salido a recibirnos y nos saludó escuetamente, sin dar las gracias, al coger la bolsa de la panadería.

– Es un amigo español –informó el cura a modo de presentación–. Y Carmen, la panadera, ha añadido unos dulces.

La mujer nos invitó a pasar, apartando una cortina de tela. No había más puerta. Un gran ventanal, sin cristales, completamente diáfano, permitía disfrutar de una panorámica casi tan amplia como la que se contemplaba desde fuera.

– ¿Y los muchachos?

– Todos bien. En el monte –me pareció entender.

Imaginé que se refería al marido y los hijos, mientras me preguntaba si no les daría miedo vivir tan apartados de la civilización y tan cerca de grupos guerrilleros. La mujer hablaba muy bajo, entre dientes, sin abrir apenas los labios. Pareció que nos ofrecía algo, pero fue el padre quien tuvo que preguntármelo para que lo entendiera:

– ¿Un tintico?

Yo no dejaba de pensar en el vino cada vez que me ofrecían un tinto, pero ya sabía que se referían a un café; un café de puchero, sin leche y por lo general endulzado con panela.

– No, gracias.

El cura me sonrió e ignoró mi respuesta.

– Mejor sí nos lo tomamos. Así hacemos tiempo.

Lo hicimos durante un buen rato y casi en silencio. El padre Eladio no se apartaba de la ventana y la mujer, como yo, permanecía sentada en una silla, sin mostrar ningún interés. La conversación que se manteníamos era a base de monosílabos. Por fin, el cura pareció decidirse:

– Voy al aseo y nos vamos.

Salió de la casa y aún tardo algún tiempo en volver, pero cuando regresó fue ya para despedirse de la mujer. Subimos al coche y regresamos al camino, que no mejoró en todo el día y en el que yo seguí disfrutando del sol que se filtraba por entre las ramas de los árboles, del canto de los pájaros y el chillido de las rapaces.

– A estas alturas –me informó el padre antes de que llegáramos a la primera de las aldeas que íbamos a visitar–, el comandante ya sabe que estamos en camino… Aunque tú no veas a nadie, a nosotros nos están viendo todo el tiempo, saben quiénes somos y por dónde nos movemos.

– Tiene que ser fácil camuflarse en estas espesuras.

– Te lo digo para que estés tranquilo… Es posible que en alguna de las veredas los veas cerca de la iglesia, o incluso que entren y se queden al final del todo. No te asustes aunque los veas armados, no los mires con curiosidad, haz como si no estuvieran, que es lo que ellos van a hacer contigo.

La segunda parada la hicimos ante un grupo de casas que, sin formar calles, estaban diseminadas en torno a una especie de placita presidida por la iglesia (una pequeña ermita), y lo que parecía una cantina, aunque nada lo indicara, salvo una chapa que anunciaba un refresco de cola, pegada con yeso en la pared, y algunas cajas de madera con botellas de gaseosa vacías, abandonadas junto a la puerta de entrada. Un grupo de cinco o seis niños y dos o tres perros alborotados rodearon enseguida el coche. Se acercaron también algunas mujeres y tres hombres, que hablaban en la puerta del bar, saludaron sin palabras, con un gesto de la mano. Ninguno llevaba armas.

En la puerta de la iglesia nos esperaba Ramón, un muchacho joven que parecía el encargado de organizar las actividades religiosas. Tenía el altar de la pequeña capilla preparado, adornado con flores. Se veía todo recién aseado y la puerta de entrada estaba abierta de par en par; frente a ella se extendía una pequeña acera de cemento.

– Esto lo arregló el comandante… –me explicó el padre–. Él no es muy creyente, pero se preocupa por las cosas de la iglesia.

Ramón se sentó en una silla al lado del altar. Sobre ella descansaba una lira colombiana que el joven empezó a tocar tan pronto como la gente de la calle entró en el recinto. Un coro improvisado rompió a cantar, apagando con sus voces la melodía del instrumento. El padre Eladio los acompañó y yo me quedé sentado en uno de los últimos bancos.

No había sacristía. El cura se había puesto el alba, el cíngulo y la estola delante de todo el mundo. Al terminar el ritual, se desvistió con la ayuda de Ramón y dejó las ropas plegadas sobre una esquina del altar.

– Mi mujer ha preparado el almuerzo y nos estará esperando –nos invitó el joven.

La gente había hecho corros a la salida de la iglesia y saludaban sonrientes; casi detrás de la misma, por una estrecha senda llegamos al porche de una casa. Allí mismo, al aire libre y pese a que empezaban a asomar algunas nubes, nos habían preparado la mesa y dos sillas.

– Primero le serviremos al padre –informó la mujer, a la vez que le acercaba un humeante plato de caldo.

Sobre la mesa había una fuente con patacones. Cuando el padre Eladio terminó la sopa, mientras empezaba a saborear los maduros fritos, la mujer se apresuró a lavar el plato y la cuchara usados y me sirvió a mí. Mientras comíamos, dos niños nos miraban, sentados en un saco, esperando su turno; la mujer permanecía atenta, de pie junto a la puerta que daba a la casa, y Ramón, risueño, sentado en una baranda de madera que separaba el porche del campo, tan pronto preguntaba por la vida en España como comentaba con el cura los temas de la iglesia.

De allí regresamos al coche y continuamos el camino. En la vereda siguiente, de características muy similares a la que acabábamos de dejar, la iglesia había sido adornada con banderitas y una niña vestida de blanco esperaba, rodeada del resto de los niños, la llegada del cura, que la apartó de los demás y, en un rincón de la iglesia, la escuchó en confesión antes de darle la primera comunión.

 Esta vez todo el mundo entró a la misa. Se notaba que para ellos era una fiesta especial. Los hombres se habían quedado al final pero, pese a lo que yo temía o deseaba, ninguno de ellos llevaba armas a la vista. También eché en falta una figura como la de Ramón, más risueña y que pusiera un poco de animación entre tantos rostros adustos. Aún así, cuando la misa terminó, el hombre que parecía ser el padre de la niña que había comulgado por primera vez, se me acercó para invitarme a la celebración que iban a hacer en su casa.

Vivían en la misma placeta que estaba la iglesia, así es que no tuvimos que andar mucho. Casi todo el pueblo, más de los que habían asistido a la misa, se encontraba allí dentro. Era una estancia de una sola habitación, amueblada con una gran cama de matrimonio, una mesa de comedor, cuatro o cinco sillas, que se habían arrimado a las paredes, y un poyo de obra, sobre el que descansaba una pequeña cocina de gas. En medio de la mesa habían colocado un pastel que iban repartiendo en platitos de plástico entre los presentes, mientras el padre de la niña servía “cocacola” en vasitos de aguardiente.

Cuando salimos de esta segunda vereda, las nubes que tapaban el cielo ya eran más que considerables y aún nos faltaban dos aldeas por visitar.

– Esperemos que no se agarre a llover, porque la iglesia a la que ahora vamos no tiene techo.

Así era en realidad. Habían construido una iglesia enorme, mayor que las dos que ya habíamos visto, pero estaba sin terminar. Sólo habían levantado las paredes con bloques, aún sin enlucir, y echado el suelo de cemento. El tejado, la puerta de entrada y las ventanas laterales estaban esperando a que hubiera madera suficiente. Aquí era una sacristana la que había preparado la mesa que serviría de altar en la ceremonia, quien había ordenado en filas las sillas que cada uno había llevado de su casa y quien ayudó a vestirse y desvestirse al cura con las prendas litúrgicas. La mujer, que presumía de tener nombre español, porque se llamaba Dolores, de mediana edad, baja de estatura y algo rechoncha, mostró todo el tiempo mucho sentido del humor. Bromeaba con el cura y se dejaba regañar porque no estaba casada con el hombre con el que, al parecer, llevaba viviendo toda la vida.

– Esta es la única mujer que no he conseguido casar. Siempre metida en la iglesia y nunca se le ha ocurrido venir vestida de novia.

– Ni se me ocurrirá –lo retaba ella, muerta de risa.

– Bueno, por lo menos a ver si convences al comandante de que eche una mano en lo del tejado –le pidió a Dolores antes de despedirse–. Ya tengo la madera. Sólo necesitamos una mula para acarrearla y unos cuántos hombres para ponerla.

No hubo nuevo almuerzo, aunque ella nos ofreció un tintico, que no aceptamos porque estaba a punto de arreciar la lluvia y porque, según el cálculo del padre Eladio, ya llevábamos mucho retraso.

Cuando llegamos a la última vereda ya había caído la noche y llovía con intensidad. No había iglesia y era en la escuela, que ya no se usaba como tal, donde se celebraría la misa.  Había mucha más afluencia que en ningún otro lugar. Quizás fuera que, por la lluvia o por la hora, la gente ya había vuelto del monte o de las fincas en las que trabajaran. Tuve la sensación de pasar más desapercibido. Nadie me dirigió la palabra ni me prestó especial atención. Permanecí sólo en un rincón, atento a todo lo que ocurría a mi alrededor, hasta que casi todo el mundo se había marchado y el padre Eladio hablaba con sus últimos fieles. Uno de ellos lo acompañó hasta la salida.

– Como llueve tanto, vamos a llevar a Julio hasta su casa –anunció el cura–, y de paso comemos allí, para no tener que parar ya en el camino.

El aludido me estrechó la mano efusivamente.

– Es usted español, ¿verdad?

– Sí, vasco.

– Yo también he vivido allí. Estuve trabajando tres años en Madrid.

Ése fue el tema de la conversación: La vida en España, su trabajo en una empresa de transportes, las causas que le llevaron a regresar a Colombia y dejar su piso en Madrid por una cabaña en medio del campo, sin luz eléctrica, sin agua corriente y sin ninguna comodidad. Una vez más, nos encontrábamos en una vivienda que consistía en una única estancia que cobijaba la cama del matrimonio, el hogar donde se cocinaba, la mesa en la que se comía, un armario, cuatro sillas… No podía entender el cambio, pero el hombre se mostraba contento y, aunque con cariño, hablaba de España sin nostalgia. La mujer, Andrea Guzmán, también cenó con nosotros y, aunque sin dejar de atender la mesa, se integró en la conversación.

– ¿Les apetece una copita de vino?

Lo acepté con alegría, después de mucho tiempo sin beberlo. No era lo que me esperaba. Estaba destilado de cerezas y resultaba demasiado dulzón, pero nos sirvió para brindar, antes de que los hombres cogieran una linterna y salieran de la casa, diciendo que volverían enseguida.

Cuando ellos se hubieron perdido en la oscuridad de la noche, tras la tupida cortina de lluvia, la mujer se me acercó para ofrecerme otra copa de aquella bebida.

– No, gracias –rehusé, tratando que no se me notase la decepción que había sentido al probarla–. La verdad es que no bebo nunca alcohol; lo he tomado sólo por la lluvia y por acompañarles.

– Se ve que es usted un buen hombre.

– ¿Porque no tomo?

– Le ha caído usted bien al comandante… Y al comandante no suelen gustarle los extranjeros.

– ¿El comandante? ¿Es su marido el comandante?

– No, claro que no… Y aunque lo fuera, tampoco se lo diría. Pero no es él. El comandante ha estado hoy con usted y ha dado el visto bueno para que le demos la información que busca.

– ¿El paradero de Héctor Samuel?

– Siento lo que le voy a decir, pero Héctor Samuel Vela murió hace tiempo.

– ¿Eso es verdad?

– Pensará que para saber eso no hubiera hecho falta venir hasta aquí… Pero su amigo no murió con ese nombre y hay cosas que no deben saberse todavía. Murió en un accidente de avión, hace cinco años; fue el quince de mayo de 1993 y regresaba de Panamá con otro compañero, de unas negociaciones secretas con el gobierno de Gaviria, para tratar de reanudar los diálogos de paz de Tlaxcala. Evidentemente, ninguno de los dos viajaba con su identidad verdadera, por eso no encontrará nunca su pista. Para nosotros es un héroe y un ejemplo a seguir. Si usted fue su amigo, puede sentirse orgulloso de él, porque dio su vida por un mundo mejor, no sólo por la libertad de los colombianos, sino por la de todos los oprimidos de la tierra.

La decepción o el miedo debieron de reflejarse en mi rostro. Quizás fuera mentira y sólo quisieran que me alejara de una vez por todas. Mientras trataba de mostrarme sereno se me ocurrió preguntarme quién, de cuántos se habían acercado a mí durante ese día, era el comandante. ¿Podría ser el mismo padre Eladio, dirigiendo una facción de la guerrilla desde su parroquia? ¿El sacristán que tocaba la lira colombiana y cantaba y dirigía un coro de campesinos? ¿El padre de la niña que había tomado la primera comunión? ¿La simpática Dolores? ¿El mismo Julio, por más que su mujer lo negara? … No me parecía posible que alguno de aquellos pobres diablos pudiera serlo.

– No sé qué decirle.

– No tiene que decir nada… Y yo tampoco tendría que decirle nada más, pero no sólo el comandante ha creído que usted es un buen hombre, yo también lo creo.

Miré a mi alrededor y, viendo tanta pobreza, me pregunté si podría ayudar de alguna manera a aquella gente junto a la que al parecer había vivido mi amigo.

– ¿Cómo puedo pagárselo?

Andrea Guzmán sonrió.

– Me lo ha pagado por adelantado: Si alguien es capaz de llegar hasta aquí, desde tan lejos, buscando a un amigo que perdió hace veinte años, me devuelve la fe en el ser humano.

– La verdad es que no sé hasta qué punto lo he hecho así, como dice, o no ha sido sólo una forma de hacer turismo, de vivir una aventura fuera de las páginas de un libro, o incluso alguna otra mezquindad propia de un ser egoísta…  No quiero engañarla.

– Le voy a confesar algo: Yo me he criado en la selva y en manos de los guerrilleros. Me pusieron un fusil en la mano cuando tenía que estar jugando con muñecas. Tuve que empezar a satisfacer a los hombres cuando aún no había tenido mi primera regla. Tuve que matar antes de parir y tuve que parir cuando mi cuerpo aún no había acabado de formarse.

Entonces la mujer, que había hablado sin mostrar ninguna emoción en el rostro ni en la voz, extendió la mano y la puso sobre la mía. Las yemas de los dedos que me rozaron eran ásperas, de piel rugosa.

– Yo sólo sé lo que veo –continuó–. Un hombre sale de su país, de su casa, una de esas casas que tienen cristales en las ventanas, cuarto de baño al final del pasillo, agua caliente, una nevera llena de alimentos que aquí ni siquiera conocemos… Y se viene aquí, al rabo del mundo, a donde nadie se atreve a llegar, buscando a alguien que dejó de escribirle hace veinte años… Eso me emociona. Por eso le he dicho que a mí me también me parece usted un buen hombre y me he permitido quejarme por primera vez desde que recuerdo… Éstas que le he dicho hace un momento son las únicas palabras que, en toda mi vida, he pronunciado sin obedecer órdenes.

Conmovido, puse también mi mano sobre la suya.

– ¿Seguro que no puedo hacer nada por usted?

– Tal vez… –pareció dudar.

Al otro lado de la cortina de agua, que seguía cayendo en medio de la oscuridad, vislumbramos el resplandor de la linterna.

– Ya están ahí –alentó la mujer, levantándose de la silla y cogiendo la botella de vino para devolverla al estante--… Tal vez sí pudiera hacer algo por mí: Cuéntele a alguien que yo existo.

Otra vez Jiménez Lozano

Otra vez Jiménez Lozano

         Tengo muchos amigos que escriben y que me  gustaría presentaros en el blog. También hay muchos autores que leo y que me gustaría compartir con quienes me leen… Por eso, salvo un par de veces que he escrito sobre Francisca Gata (y aún escribiré alguna más), si un autor ha aparecido más de una vez (como Torrente Ballester o Wenceslao Fernández Flórez), ha sido sólo en referencias. Tengo guardados para vosotros textos de Pepe Monteserín, de Ivana Michlig, de Marío Vargas Llosa, de Rafael Pombo, de Pablo de Aguilar, de Manuel Pacheco, de Eloisa Sudón, de David Melar, de Rabindranath Tagore, de Marc García, de Josep Pla, de Juan Cánovas, de Trini Rodríguez… Y sin embargo, os traigo de nuevo un cuento de Jiménez Lozano, de quien ya colgué apenas hace unos meses el de “La purificación”.

         Pero es que a veces la vida nos sorprende con un pequeño detalle, se dan determinadas circunstancias, sobrevienen coincidencias y al que escribe le entran ganas de contárselo a todo el mundo:

         Íbamos un día Amador y yo a comprar naranjas. Pero no cuando éramos niños (que quizá también), sino hace poco, esta misma primavera, en Albacete, caminando despacito por la acera en la que daba el sol, como si fuéramos viejos (que quizá también), porque él camina despacio y yo tengo la barba blanca, porque los dos hemos perdido el pelo y porque ya tenemos tantos años como los viejos de verdad… Sólo que a mí a veces aún me quedan ganas de correr. Le propuse que echáramos una carrera, como cuando éramos niños, como cuando nos compraban algunos zapatos nuevos que corrieran más que los viejos que veníamos usando. No quiso y seguimos caminando por el sol y compramos las naranjas y, cuando regresábamos a casa, vimos un hombre que buscaba comida en el interior de un contenedor de basura.

         A lo mejor no buscaba comida y buscaba otra cosa; pero como a lo mejor sí, me acordé de lo que había leído esa misma semana en el periódico y le pregunté a mi hermano si se había enterado de que en algunos pueblos de Valencia, como la Pobla de Vallbona, van a poner multas de 600 euros a quienes pasen hambre.

         Él no me creyó del todo y, como yo le insistiera en que era cierto, me dijo algo así como “Sí, será verdad, pero cuéntamelo como es”.

         Amador quería decir que no se lo contara con los ojos del que  escribe, sino con los ojos del lector de diarios; que le dijera qué es lo que decía exactamente el titular del periódico donde leí la noticia. Lo que el “Levante” del 28 de mayo pasado decía exactamente era: “La Pobla de Vallbona multará con 600 € a los que cojan comida de los contenedores”

         Pero digo yo que si alguien busca comida en un contenedor de basura será porque tiene hambre, ¿no? ¿O es que habrá quien se piense que lo hace sólo por molestar al alcalde o fastidiar al resto de la Corporación? Si yo fuera alcalde y tuviera un pueblo para mí solo, lo que me molestaría no sería que la gente buscara comida en la basura, sino que la gente tuviera hambre, que tuviera que buscar comida en la basura.

         Y qué casualidad que, cuando llegamos a casa de mi madre y me salí a la terraza a leer un libro muy bonito de José Jiménez Lozano, que tiene negras las cubiertas y un pequeño recuadro con un rostro, que parece de una niña con una vela en la mano, pero que  también podría ser el Niño Jesús que ve a su padre trabajar en la carpintería, pues va y me encuentro con este cuento que viene a cuento y por eso os cuento:

 

 

LOS POBRES DE PEDIR

 

            Muchas veces cuando ya habíamos jugado a todo, jugábamos al final a los pobres que era lo más difícil, porque a lo mejor nos entraba de repente la compasión.
            Nos poníamos unas ropas viejas y cogíamos un saco para echárnosle a los hombros y salíamos a pedir. Hacíamos como que llegábamos a la puerta de una casa, y decíamos:
            – ¡Una limosna por amor de Dios!
            Y entonces a veces nos decían:
            – ¡Dios le ampare, hermano! –y no nos daban nada.
            Pero en otras casas nos daban un botón o unas recortaduras de patatas, o unas ortigas, que eran como si fueran berzas, y las mondajas como si fueran recortaduras de tocino. Y entonces decíamos:
            – Dios se lo pague.
            Y, cuando ya teníamos unos cuantos botones y muchas ortigas o mondas de patatas, íbamos a la posada y preguntábamos si podíamos acostarnos allí. Y decía la posadera:
            – Vale dos duros.
            Y la dábamos dos botones. Y luego preguntábamos:
            – ¿Y podría usted guisarnos estas viandas que traemos?
            Pero la posadera decía:
            – Ésas son porquerías para los cerdos.
            Y nos las cogía y las tiraba. Así que entonces sacábamos otro botón para pagar la cena, y la posadera nos ponía un plato en una mesa y comíamos al pozo. Y ella decía:
            – Antes de comer, se reza.
            – Sí, señora –decíamos nosotros.
            Y nos poníamos a rezar. Pero cuando ya estábamos rezando, se presentaban los guardias y decían:
            – Quedan ustedes detenidos.
            – ¿Qué hemos hecho? –decía unos de nosotros.
            Y respondía un guardia:
            –Porque son ustedes pobres, y resultan peligrosos.
            Entonces intentábamos escaparnos, pero decía la posadera:
            – Eso no vale. Os tenéis que dejar llevar a la cárcel como los pobres de verdad, que es como es el juego.
            De manera que los guardias sacaban del bolsillo una cuerda y nos ataban las manos, y así nos llevaban a interrogarnos que es lo más bonito porque contábamos la vida de pobre que teníamos y el hambre que pasábamos, y de dónde éramos, y el frío de los inviernos sin un techo donde guarecernos y sin tener a nadie en este mundo que nos amparase. Pero a veces, ya digo, nos entraba a lo mejor entonces, la compasión, y los mismos guardias decían:
            – ¡Bueno, bueno! ¡Que no se vuelva a repetir, y a ver si dejan ustedes de ser pobres!
            Y nosotros contestábamos:
            – ¡Sí, señor! ¡A ver! 

Un paseo por España, de la mano de Leandro Arenas

Un paseo por España, de la mano de Leandro Arenas

He viajado por la historia y las tierras de nuestro maltratado país leyendo los poemas que Leandro Arenas ha recogido en su nuevo libro: “España en verso”. A caballo de estos versos que le dan título he recorrido, una a una, las provincias de nuestra geografía; recordando hechos de otros tiempos, parajes y lugares en los que viví o por los que pasé, aprendiendo algo más de otros de los que nunca supe o en los que nunca he estado. Pasar cada una de sus páginas ha sido como abrir los ojos a un nuevo paisaje, a una nueva época, a una nueva luz.

Me contaba mi padre que él había aprendido de forma parecida la geografía y la historia de España, en un libro en el que, con letra manuscrita, un niño como él contaba en sus cartas cómo eran los pueblos por los que pasaba, los ríos que cruzaba, las montañas que le cerraban el horizonte o los mares en los que su mirada no encontraba el fin. Es posible que si Leandro hubiera ido más a la escuela hubiera tenido un libro como aquél en su infancia, puesto que la época de la que hablo debió de ser la misma, o muy cercana; aunque mi padre la viviera por la sierra del Segura y mi entrañable amigo en la vega del río Magro. A ambas, sierra y vega, las sentiré siempre unidas a la poesía: a los romances que mi padre me recitaba de niño, la primera; a los poemas con los que Leandro me hizo ver su paraíso perdido, la segunda.

Historia y poesía, poesía y geografía… Acontecimientos y topónimos buscando la rima que los convierta en verso: Leandro Arenas ha dado una vuelta más a la tuerca y ha convertido en poemas aquellas manuscritas lecciones escritas en forma de carta (tal vez el poema sea siempre una carta más o menos encubierta).

Yo, que no fui capaz de aprender estas lecciones hasta que viajé por España, al pasar las páginas de este libro he ido recordado mis viajes y con ellos, verso a verso, mi vida; desde las idas a los colegios, en Zamora, primero (Santa María la Nueva, la puerta de la Traición, el lago de Sanabria…), y en Córdoba, después, (Medina Zahara, la Mezquita, el puente romano…), el Duero y el Guadalquivir, viñedos y campos de mies, mares de olivos, plantaciones de algodón y los pueblos que, camino del colegio, se iban quedando a los lados de las carreteras: Medina del Campo, Tordesillas, Benavente… Linares, Andújar, Bailén… Choperas y pinares, sauces asomados a las orillas de un río: el Balazote antes de entrar a Andalucía, el Manzanares (“su pequeño río”), al pasar por Madrid… Nombres y palabras que se hacen verso en la pluma de Leandro  y recuerdo en mi memoria.

Cojo este libro entre mis manos, hojeo sus páginas y me pregunto qué se dirá en ellas de otros lugares que he conocido. Cómo se contará La Coruña: el viento que azota El Ferrol y mueve los molinos de la Estaca de Vares, los “bosques tenebrosos” que me recuerdan la fraga de “El Bosque Animado”, la Ría de Arosa... La Barcelona en la que viví: la de las Ramblas y la Sagrada Familia, el barrio gótico y el parque Güell… Mi Albacete natal donde “la amistad se compromete / con un apretón de manos, / ese gesto tan humano / que nos une de por vida,  / compartiendo la comida / como si fueras hermano”.

Cualquier lector de estos poemas puede vivir la misma experiencia, recordar su propia geografía a la vez que aprende la que no conoce, la que se sabe sólo como recuerdo de una lección en la escuela, una lección cantada en la niñez con el sonsonete de las tablas de multiplicar, pero que a la par que los nombres de los pueblos de Valencia (Alcira, Gandía, Requena, Játiva, Alboraya, Cullera), o de las Islas Canarias (La Gomera, Gran Canaria, Hierro, Fuerteventura, Santa Cruz de la Palma…), nos trae a la memoria el olor de la goma de borrar, del plumier de madera, de los lápices de colores recién afilados…

Me ha contado Leandro alguna vez que él no fue a la escuela en la niñez, o no fue tanto como para poder guardar estos recuerdos que a mí me traen la lectura de sus versos. Por eso tiene más mérito que él haya escrito este libro, en el que los nombres de los reyes riman tan acertadamente con los de los sabios, los de los ríos con los de los pueblos, los de los montes con las costumbres de cada lugar. Tiene más valor que todo lo haya hecho sin la muleta de esos otros recuerdos más íntimos y sea sólo su amor a España y a la  poesía (que esos sí me constan), quienes le han llevado a enfrascarse en esta obra para la que yo imagino que se necesita mucha constancia, mucho trabajo con los textos, mucha lucha con el idioma en busca de una rima que no siempre es fácil y de una mesura en la medida de las sílabas que le dé alas a las palabras y, lejos de encorsetar el lenguaje, lo haga vuelo y arte.

Las cartas de nuestra vida

Las cartas de nuestra vida

                Cuando se me invitó a participar en las jornadas sobre literatura epistolar que se están celebrando en Calamocha, pensé enseguida, más que en los grandes autores que han escrito este tipo de literatura y que son muchos, en las cartas que se escribían de forma cotidiana y que, hasta no hace tantos años, formaban parte de nuestra vida.

                Recordé los tiempos en los que se abría el buzón con la esperanza de que hubiera llegado un sobre escrito a mano, con noticia de la familia y los amigos, y no con el temor de encontrar los de los bancos, con un extracto en el que al final se nos indica la cantidad en la que estamos en números rojos; un recibo de la luz que no podemos pagar, o el requerimiento para el pago de una multa de tráfico o más tasas municipales de las que podríamos enumerar en el poco tiempo del que disponemos.

                Escribía Amelia Castilla en “La intimidad al descubierto”, que “en cinco milenios de historia se escribe más que nunca, pero el rito de escribir a mano, doblar el papel, guardarlo en el sobre, pegar el sello y depositarlo en el buzón, se extingue. Apenas un cinco por ciento de las que cartas que se envían por correo actualmente tratan de asuntos personales”.

                Todavía recuerdo aquella época en la que sólo con ver nuestro nombre escrito en el sobre, ya sabíamos de quién era la carta que nos esperaba en el buzón; pues reconocíamos fácilmente la letra de nuestros padres o hermanos, de una prima  que nos gustaba, de la novia o de un amigo que nos escribía desde la mili. Ver su letra era como ver su cara, nos servía para reconocerlos y, aunque de una época un poco más lejana, aún alcancé a oler cartas en las que las mujeres ponían unas gotas de su perfume para que uno, al leerlas, también notara su presencia. Mientras que en otras, un marco negro en el sobre nos anunciaba una muerte de la que sabríamos al abrirlo, o un marco con los colores de la bandera de Francia (rojo, azul y blanco), era el anuncio de que la carta venía del extranjero.

                Las cartas, hasta no hace tanto, marcaban nuestra vida: Desde las primeras, escritas a los Reyes Magos, tal vez con la mano guiada por alguno de nuestros padres, porque todavía no sabíamos escribir, a las cartas con las que los viudos buscaban pareja por correspondencia, cuando todavía no existía la Red y a ello se brindaban las páginas de los periódicos (ahora es frecuente que la gente se conozca por Internet, pero antes, cuando no lo había, esta función la prestaba el correo y conocerse por carta, y aún enamorarse, no era tan extraño; ejemplo de esto también encontramos en la literatura: es el caso de “Cartas de amor de un sexagenario voluptuoso”, novela en la que Miguel Delibes no sólo usa el género epistolar, sino que lo convierte en argumento). Añadamos las cartas escritas y recibidas en el colegio y en la mili, las postales enviadas a la familia durante el viaje de novios, las cartas pidiendo un empleo o una recomendación… Toda una vida podría seguirse a través de correspondencia emitida, a través del correo recibido. Toda una vida en cuartillas dobladas y ensobradas, en sobres franqueados: Desde la que anunciara nuestro nacimiento a los abuelos hasta una triste y real que nunca olvido y que encontré en un libro (“El actor y sus personajes”), que me había regalado y dedicado su autora, Joaquina Pomareda de Haro , anciana ya, y entre cuyas páginas encontré olvidado el borrador de la carta en la que pedía plaza de caridad en un asilo.

                Los estudiosos de la literatura epistolar, que haberlos hay los, dicen que estas cartas no son literatura. Personalmente, discrepo y mi criterio es casi todo lo contrario: el de que todo lo que está escrito, en el fondo, es una carta, puesto que para alguien se escribe, puesto que a alguien se dirige.

Un poema de Luis Antonio de Villena en la Posada del Potro

Un poema de Luis Antonio de Villena en la Posada del Potro

            Ser, sería verano.

            Lo pienso porque, aunque era muy tarde, la noche no se había cerrado; porque las golondrinas volaban bajas y numerosas; porque paseábamos cogidos de la mano, sin otro rumbo que el de perdernos por las callejuelas de la Judería cordobesa, buscando la sorpresa de un surtidor en mitad de un patio empedrado y con las portadas abiertas de par en par, de un balcón de madera y repleto de macetas cuajadas de flores, del sonido de una guitarra que se escapara por entre las rejas de una ventana abierta y se elevara al cielo en busca del tañido de una campana… Parecen tópicos, pero es verdad que todo esto aún podía ocurrir en aquella Córdoba a la que volvimos en 1983. Tal vez pueda ocurrir hoy todavía, aunque nosotros ya no podamos regresar.

            Nuestros pasos sin rumbo nos llevaron a la plaza del Potro. Qué bellas las plazas de Córdoba: la de la Corredera, la del Cristo de los Faroles, la de los Carrillos, la de Samuel Leví, incluso la de las Tendillas… En ésta del Potro se abre la entrada a la Casa Museo de Julio Romero de Torres, ese pintor que tanto me fascinaba cuando era niño, y que aún me llena de inquietud si clavo mi mirada en los cielos plomizos de sus cuadros, que siempre amenazan tormenta, o en los ojos de esas mujeres, tan melancólicas y tan bellas, que siempre nos miran y nunca nos ven.

            Frente a la puerta del Museo, que a aquellas horas ya estaba cerrado, se abren las de la posada que, como la plaza, lleva el nombre del Potro. De par en par estaban éstas, porque en su patio se iba a recitar poesía. Entramos ella y yo. Nos sentamos en dos de tantas sillas que permanecían vacías, entre los geranios y los claveles, bajo las golondrinas que planeaban sobre nuestras cabezas y parecían volar sobre aquellos sueños nuestros que nunca serían realidad. El poeta que salió a recitar se llamaba Luis Antonio de Villena y, según se explicaba en el díptico que nos dieron a la entrada, con tres o cuatro de sus poemas, era un poeta importante, aunque ni ella ni yo hubiéramos oído nunca hablar de él.

            No me gustó tanto lo que oí como todo lo que viví, todo lo que sentí en aquel momento que, como mágico, celosamente he guardado durante tantos años. De Luis Antonio de Villena tuve ocasión de seguir sabiendo, de leerlo con más calma, de escucharlo en entrevistas y verlo en televisión… Nunca terminó de gustarme; ni él ni el resto de los “novísimos”, el movimiento en el que a veces se le integra. Pero el otro día, casi treinta años después de aquella tarde mágica, me encontré un poema suyo que, además de gustarme, me trajo todos estos recuerdos…

            … y pensé que merecía la pena compartirlos (recuerdos y poema), con todos vosotros:

 

 

Un cuento en azul

Seguramente estaba sola.
Llevaba los ojos muy cercados de negro.
Era mayor, vieja, con ropas gastadas.
Por la noche -más aún en invierno-
se acercaba a los jardines del convento o del parque
con su bolsa de plástico
llena de despojos para gatos.
Junto a las verjas, entre las plantas, por las aceras nocturnas,
la vieja dama de los ojos negros,
más sola que el más solo de la tierra,
buscaba a los gatos.
Bonito ven. Ven, mi rey. Para ti también, mimosa.
Toma, linda. Ay, qué bueno, tesoro...
y los gatos callejeros, los gatos atigrados del jardín,
la iban rodeando zalameros, altivos, dulces,
formando una Piedad extraña
de una madre y sus hijos, en el fin de los tiempos.
Mira a la gatera (oí decir otra noche
a unos que pasaban) vaya vieja loca...
Pero la vieja dama de los ojos negros,
con su bolsita de plástico y despojos,
ya no oía. Nunca oía. Porque el mundo
-desde hacía mucho tiempo-
no era afortunadamente real para ella.
Por ello nos sorprendió saber
que una noche de aquellas,
un hermoso muchacho con uniforme azul
se acercase a la dama y le dijese:
Soy el Rey de los Gatos, madame.
Y se cruzaron sus miradas.
Y el muchacho de los ojos gatunos la besó en la boca.
Los gatos se restregaban en sus piernas.
Y tomó de la mano a la dama.
Y se fueron hacia un mundo perfecto,
un maravilloso mundo de luz
que un benévolo dios creó para las viejas locas,
donde los gatos son chicos
y los chicos son gatos
que tienen siete almas, y no envejecen nunca,
como quiso aquel Rey
del Día Primero del Antiguo Mundo Bien Hecho.

Luis Antonio de Villena