Los pelícanos ven el norte, de Pablo de Aguilar González
Me gustaría que la imagen que ilustra esta nueva entrada al blog fuera la de la portada de un libro, la tapa de una novela que se llama Los pelícanos ven el norte y que ha escrito Pablo de Aguilar González. Por el apellido, muchos podrán suponer (y no se equivocarán), que Pablo es primo mío y, porque sea su foto la que aparece junto a estas palabras (y no la portada del libro), imaginarán que aún no ha sido publicada. Así es; aunque yo he tenido la suerte de leer el manuscrito y acompañar a Hércules, su personaje principal, desde las llanuras manchegas hasta los inconmensurables territorios norteamericanos, vastos pero no salvajes, porque la acción nos es contemporánea y éstos, La Mancha y los Estados Unidos de América, son sus escenarios.
Esto es sólo a manera de introducción; luego habría que señalar algunos detalles y hacer puntualizaciones sobre lo dicho… Pero lo primero era dejar constancia de que la novela existe, de que su autor me es cercano y entrañable, y constancia de que la lectura de estas páginas merece la pena: son amenas, originales y, por encima de todo, están escritas con muchísima corrección (como podréis apreciar en los fragmentos que pongo en cursiva), lo que es muy de agradecer en la obra de alguien que puede considerarse “novel”, aunque sea entre comillas, porque ya se han publicado algunos de sus relatos, y buena muestra de lo que escribe hay en su blog, (al que hace mucho se puede acceder desde éste).
La primera aclaración que tendría que añadir a lo dicho como introducción es que la novela, realmente, transcurre en los Estados Unidos, donde el protagonista ha llegado, buscando su norte (no voy a dar detalles de cómo ni por qué, lo que quiero es que la leáis); La Mancha aparece en los recuerdos y es un constante punto de referencia, que yo he querido subrayar porque la historia que va a conocer el lector, cuando llegue al final del libro, será una historia que empieza mucho antes que éste, y que va desde el Albacete de 1973 al de nuestros días. (“Yo observo el paisaje por la ventanilla: casas desperdigadas, árboles que despliegan la policromía del otoño; y agua en lagos, agua en arroyos, agua en cascadas… Mucha, muchísima agua para alguien que está acostumbrado a la aridez manchega”)
Segunda aclaración: La portada del libro que aún no existe reproduce (y no sé si esto lo sabe el autor), alguno de los cuadros de Edgard Hopper; nadie pintó como él lo que Pablo de Aguilar escribiría casi cincuenta años después… Y no son sólo los paisajes, los moteles, las calles vacías, las ventanas abiertas, las gasolineras, las iglesias evangélicas pintadas de blanco, los cruces de caminos; sino también la soledad que se lee en el rostro de sus personajes: mujeres solitarias que esperan en silencio ante la puerta de una casa o en la mesa de un bar; ancianos anclados a un sueño que tal vez sólo sea el recuerdo de un sueño; viajeros sin rumbo que, aunque crean dirigirse al norte, son zarandeados como matorrales arrastrados por el viento. (“La maleta espera a mis pies. Enciendo un último pitillo y contemplo el paisaje que me rodea. El otoño ha dejado de ser benévolo; es una mañana gris, la bruma difumina los colores ocres del bosque del fondo; huele a hojas mojadas, a lluvia, a nostalgia. El recuerdo de un Bloody Mary recorre mi paladar y no tarda en convertirse en un regusto amargo. Aun así, todo sigue siendo bello… La humedad fresca acompaña el humo a través de mi garganta en dirección a los pulmones…”)
El protagonista nos llevará de la mano a lo largo de un viaje físico por los Estados Unidos de América, de norte a sur por la I-35, que a la vez es un viaje desde la infancia a la madurez, en un Albacete donde los niños todavía van al colegio con uniforme, pasean por el parque, compran merengues en las confiterías de toda la vida y acuden a la consulta de un psicólogo que (eso sí que no ha cambiado), ya era argentino… Y todo esto sin olvidar que el protagonista se llama Hércules: Seguro que quienes conozcan la mitología encontrarán más de un paralelismo entre los legendarios viajes del héroe griego y las también trabajosas peripecias del nuestro.
A lo largo de estas páginas uno se encuentra de vez en cuando con pinceladas literarias que, como las especies en la cocina, realzan el gusto de la lectura sin distraernos de la historia. Se entenderá mejor con un par de ejemplos (que son tres): “Ambos miramos al suelo, miramos al techo, miramos tras los cristales de las ventanas. A todos lados menos a los ojos del otro”... “Al sur, algún matorral del Rincón del Diablo se habrá alimentado de mi sangre descompuesta y, ahora, ya formo parte de aquel lugar, como la formo de un burdel en Willow River, de una pensión japonesa en Minesota, del entrañable hogar de Yael en Kansas. Yo, que sólo fui un despojo en un piso vacío de Albacete, he estallado y me he desperdigado de norte a sur en el nuevo mundo”... “Extrañé tu presencia silenciosa, sentado en tu sillón; tu comprensión sin palabras. Entendí tus ojos extraviados en lo que parecían infinitos inabarcables y que no eran más que pasados dementes, cicatrices dolorosas, ilusiones perdidas; tu despiste que nunca fue confusión”… Y, para poner punto final, quiero señalar ese juego (tan literario, por otra parte), que supone la misma esencia de la novela: Que alguien busque su norte viajando hacia el sur. No es la única paradoja, ya que no deja de serlo el hecho de que la parte urbana de la historia transcurra en La Mancha (en Albacete), y la rural en Estados Unidos, en pueblecitos que rara vez llegan a los mil habitantes. No son éstas las únicas sorpresas que encontrará el lector que se adentre en las páginas de Los pelícanos ven el norte; así es que, ojalá y pronto esté al alcance de todos el leerla (seguro que con la reproducción de un cuadro de Hopper en la portada).
3 comentarios
Ramón -
Pablo -
Un abrazo grande.
Pablo.
Puri Novella -
Un abrazo para todos.