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Ramón de Aguilar

LO QUE LEO Y LO QUE VEO

Iluminada Navarro: Corazón desnudo

Iluminada Navarro: Corazón desnudo

El pasado 6 de mayo, Iluminada Navarro, a quien hace muchos años que aprecio (como luego se verá), presentó el último de sus libros, Desde mi silencio, en la Sede del Colectivo Lambda de Valencia. Pese al empeño que puse, me fue imposible estar entre el público para aplaudir no sólo sus poemas, sino también su valiente testimonio en defensa de los derechos a la igualdad y la libertad de todos los seres humanos.

Tuve la suerte de ser el editor de su primer libro (Lágrimas de otoño), y el prologuista del segundo: Homenaje a Lorca. A estos dos, les han seguido Cuando mi libertad traspase el infinito, Con las uñas al aire (a cuya presentación en Casas Ibáñez corresponde la borrosa foto que acompaña estas palabras), y por último, Desde mi silencio. Motivos todos ellos más que suficientes para (ha mucho tiempo que tendría que haberlo hecho), dedicarle una de las entradas de mi blog. Lo hago ahora y para ello, además de invitaros a visitar su página (http://envueltaentreversos.blogspot.com/), os transcribo el prólogo mencionado:

 

Corazón desnudo

Conocí a Iluminada Navarro Descalzo una lejana y calurosa tarde de agosto, en Villatoya, junto al río Cabriel, ese río nuestro al que llegaban las aguas después de regar las huertas que la vieron nacer, y donde también desembocaban los sueños con los que crecía.

Ella estaba dando a conocer sus primeros poemas y nosotros la habíamos invitado a recitarlos en nuestra primera semana cultural, porque ya nos habían hablado de la ilusión que esta mujer menuda ponía en cuanto hacía, en su afán por transmitir esos sentimientos hondos y comunes a todos los humanos, de una sensibilidad que la desbordaba como persona y, entonces todavía, como poeta. Nos leyó sus primeras rimas en la puerta del Ayuntamiento, al aire libre, mientras la noche caía y nosotros la escuchábamos al abrigo de las moreras.

Pasados todos estos años, ya no recuerdo el tema de aquellas primeras composiciones suyas, pero sí ese momento mágico vivido sin darme cuenta de que ante mí, ante nosotros, se estaba mostrando otra dimensión de la poesía: la poesía que, además de brotar del corazón, necesita del sudor y de las lágrimas, de la voluntad y el tesón, del esfuerzo cotidiano… una poesía que poco le debe a las musas y mucho al trabajo y a los maestros.

Uno, que quizás sea el menos indicado para prologar un libro de poemas, por la sencilla razón de que no ha leído los suficientes, no sólo se asombra de que un puñado de palabras puedan desnudar el corazón del hombre y mostrarlo palpitante, sino de reconocerse a sí mismo en ese corazón desnudo. Por eso uno, que sí ha leído otros géneros y hasta ha tratado de escribirlos, se asombra especialmente de la fluidez de esos versos, de la soltura y facilidad con que parecen haber sido escritos no sólo por Jorge Manrique o Antonio Machado, Gutiérrez de Cetina o Pedro Salinas,  José Asunción Silva o Mario Benedeti, sino también compuestos por otros poetas desconocidos (sirvan de ejemplo Eva Vaz  o nuestro paisano Ángel Moya), como si todos ellos tuvieran un don especial, una varita mágica con la que transformar en poesía lo que sus ojos contemplan o su memoria rescata del olvido.

De ahí que, pasado el tiempo, aquel recital me parezca tan importante y aquel momento especialmente mágico. Si en esa primera noche, bajo el estrellado cielo de agosto, lo único que de verdad me conmovió fueron el entusiasmo y la ilusión de aquella mujer que se esforzaba en transmitirnos sensaciones con palabras que no llegaban a calar en mi corazón; cuando años después, recién echada a andar Edisena, Iluminada me hizo llegar a la editorial el manuscrito de sus Lágrimas de otoño, me impresionó que aquellos versos que leía con deleite fuera obra de la misma mujer menuda, fruto de su inspiración, obra de su pluma. Por eso, a la vez que me volcaba en la edición del que sería nuestro primer libro de poesía (primero publicado por la autora y primero del género en la editorial), fui descubriendo el enorme esfuerzo que Iluminada había hecho para superarse día a día, para perfeccionarse, para aprender, para convertirse en la autora de aquellos versos que entonces, como ahora éstos que hoy presentamos, nos emocionan… A través de su propia familia, de los pocos amigos que siempre la apoyaron, de los maestros que le enseñaron, de sus compañeros de la radio o de la asociación de mujeres con las que monta sus piezas teatrales, me fui enterando con detalle del sudor y las lágrimas citadas al principio de este prólogo, la voluntad y el tesón, el esfuerzo titánico que realizó para llegar a ser dueña de las palabras como, con prosa bella y magistral, resumió Manuel García Cuenca, unos de sus amigos incondicionales, en el prólogo a Lágrimas de otoño:  “… han sido años de lectura y meditación, incesantes. Años en los que se ha nutrido de Lorca, Neruda, León Felipe, Cernuda, Rubén Darío, etc, y diccionarios de obsesión. Abrumada por el delirio de su mente en las noches insomnes, buscando la inspiración y la perfección ha emborronado miles de cuartillas, sin piedad y sin concederse reposo. Escribía, borraba, tachaba, seleccionaba…”

Y ahora, como si quisiera regalarnos un “más-difícil-todavía”, Iluminada nos sorprende planteándose un nuevo reto, el que supone este libro que tienes en tus manos: Homenaje a Lorca, poeta al que siempre ha admirado y a la celebración de cuyo centenario quiere contribuir con su pluma. Para hacerlo, esta mujer sencilla, a la que prefiero llamar poeta antes que poetisa, ha escogido el camino más difícil y arriesgado: recrear el mundo poético del genial granadino, arriesgarse a cantarle con su propio léxico, con las composiciones poéticas que a él le gustaba utilizar… Es un homenaje total porque va más allá del aplauso y la alabanza; los poemas que Iluminada ha recogido en este libro reviven al Lorca más popular y, al resucitarlo para nosotros, reivindica una manera de versificar, el uso de un ritmo y unos juegos fonéticos que son propios de una determinada manera de escribir, aires populares que sólo los grandes poetas se pueden permitir porque, hoy en día, sólo ellos son capaces de desnudar el corazón del hombre con un romance (pongo como ejemplo una de las estrofas especialmente querida y usada por Iluminada), y mostrarlo palpitante, para que cada uno de nosotros pueda reconocerse a sí mismo en ese corazón desnudo.

Cien años de Torrente Ballester

Cien años de Torrente Ballester

            Hoy se cumplen cien años del nacimiento de Gonzalo Torrente Ballester en Los Corrales de Serantes, una aldea gallega cercana a Ferrol que, en algún momento del pasado siglo, se encontraba a dos kilómetros y mil años de distancia de la ciudad. Esto se lo he oído decir al mismo Torrente Ballester en una entrevista que también vosotros podéis ver y escuchar con sólo seguir el atajo de este enlace.

            No es la primera vez que hablo en el blog de este escritor, autor de algunas de mis lecturas preferidas; incluso le dediqué una entrada hace poco más de un año, después de leer sus Cuadernos de La Romana. Es posible que, por lo tanto, ya os haya contado todo lo que os pueda decir sobre él y que, al final, ha de resumirse en el consejo de que lo leáis. Aún así, cien años después de su nacimiento, no puedo dejar de volver a mencionarlo y rendirle un pequeño homenaje recordando algunas de sus obras: La saga/fuga de J.B., La princesa durmiente va a la escuela, Don Juan, Quizá nos lleve el viento al infinito, Filomeno a mi pesar, Crónica del rey pasmado, la trilogía de Los gozos y las sombras, Cuadernos de un vate vago

            Siempre estuve convencido de saber el día exacto en el que por primera vez había oído hablar de Gonzalo Torrente Ballester: el siguiente al que fue nombrado miembro de la Real Academia de la Lengua. Creía haber leído la noticia en el diario “Pueblo” una tarde en la que, como todas cuando sólo tenía trece o catorce años, al salir de instituto me pasé por la oficina de mi padre para leer el periódico del día anterior, que les había llegado con el correo de la mañana. Nunca olvidaré el olor a tinta de sus páginas, los titulares rojos de su cabecera y de la tercera página en la que aparecían sus artículos de opinión que yo me saltaba en busca de los reportajes, de la crónica de sucesos, la programación de televisión y los pasatiempos, la tira de “Lola” dibujada por Iñigo, su página de contactos (“CQ”), el suplemento literario… Ahí creía haber leído la noticia de su ingreso en la RAE, junto a la estufa de leña que, si era invierno, caldeaba la estancia o junto a la ventana abierta de par en par por la que, si era verano, llegaban los trinos de los pájaros que anidaban en las antenas de televisión de los tejados y las canciones de corro de los niños que jugaban en la plaza. Pero ni lo uno ni lo otro: Gonzalo Torrente Ballester ocupó el sillón “E” de la Academia en 1975, cuando yo ya tenía veinte años y vivía en Valencia; además de que, como conté la vez anterior, ya había visto escritos suyos en La Estafeta Literaria (aunque no los recordara),  y él había sido el autor de Aprendiz de hombre, uno de los libros de texto que estudié en bachillerato.

            Lo que sí es cierto es que no fui consciente de lo mucho que me gustaba lo que escribía ese hombre hasta que devoré La saga/fuga de J.B. y pensé que, entre mis preferidos, merecía estar junto a Gabriel García Márquez, Miguel de Cervantes, Julio Cortázar y pocos más. Sin embargo, y pese a lo famoso que se hizo con la serie de televisión que se basó en su trilogía de Los gozos y las sombras (interpretada por una turbadora Charo López que, curiosamente, había sido alumna suya en el instituto de Salamanca), pese al Premio Planeta con Filomeno a mi pesar, pese al Premio Príncipe de Asturias en 1982 y al Premio Cervantes en 1985, pese a todos los éxitos que obtuvo y honores que se le rindieron hasta que falleció el 27 de enero de 1999, sólo he encontrado una persona que hable de él con el mismo entusiasmo que yo puedo hacerlo: José Pablo Bordás, quien casi parece que cuenta un cuento cuando narra cómo leyó el final de Quizá nos lleve el viento al infinito, sentado en una silla en medio del salón de su casa mientras, emocionado, las lágrimas le escurrían por las mejillas y las lentejas se le quemaban en la olvidada cazuela que había puesto a calentar en la cocina.

 

            Hoy, cien años después de que naciera en aquella aldea gallega y medieval, quiero rendirle homenaje una vez más y agradecerle así tantas horas de placer como me han proporcionado la lectura de las páginas que escribió, tantos sentimientos como me despertó, tantas sonrisas que me arrancó y alguna que otra lágrima que, como a José Pablo, se me escapó emocionado con su prosa.

El “taller literario” de Aristóteles

El “taller literario” de Aristóteles

            En cualquier taller literario al que uno se inscribiera en su afán de aprender a escribir con ingenio, gracia y estilo, se podrían encontrar propuestas y consejos del tipo de “la tarea del escritor es describir no lo que ha acontecido, sino lo que podría haber ocurrido”,  “los peores relatos son aquéllos en que los acontecimientos ocurren sin necesidad”, “las acciones deben surgir de la estructura del argumento, de manera que resulten ser la consecuencia, necesaria o probable, de lo que ya había ocurrido”, “no es lo mismo que un hecho ocurra después de algo o causa de ese algo”, “recursos como las metáforas son lo único que un autor no puede tomar de otro y, por lo tanto, una señal de su talento”... En realidad todas estas ideas, aunque ligeramente adaptadas al lenguaje de hoy, están sacadas de la Poética de Aristóteles, autor al que siempre había creído muy lejano; como si sólo a través de su influjo en el pensamiento medieval y renacentista hubiera podido llegar hasta nuestros días como uno de los pilares básicos de la civilización occidental. ¡Qué osada es la ignorancia! Uno es capaz de hacerse ideas sobre alguien o sobre algo (Aristóteles o su obra, en este caso), tan sólo por lo que medio ha entendido de lo que le han explicado o lo que, fragmentado, ha leído en algún texto del bachillerato. Así no es de extrañar que cuando se enfrasque en la lectura de una obra suya (la Poética en esta ocasión), se sorprenda y maraville al encontrarse con un texto asequible, ameno y muy actual (¡pero escrito hace 2.300 años!). Y todo eso pese a que uno, como no tiene ni idea de griego, lo lea traducido, y pese a que ésta no sea una obra que Aristóteles escribiera para ser leída sino (como ocurre con otros textos suyos que han llegado hasta nosotros), como una colección de apuntes y guiones para impartir clase y de los que, por cierto, se ha perdido una segunda parte, dedicada a la comedia (su búsqueda interviene en el argumento de El nombre de la rosa, la novela de Umberto Eco que Jean-Jacques Annaud llevó al cine).

            Así, cuando hoy en día tanto proliferan los talleres literarios, que te enseñan a escribir una buena novela en cuatro semanas o un estupendo poema en un “plis-plas” (aunque tu sensibilidad poética sea tan exigua como la conciencia social del gobierno de Zapatero), no está de más recordar algunos de los consejos que daba Aristóteles y que tan útiles pueden sernos a quienes queremos aprender a escribir o, simplemente, disfrutar más de la lectura. Por ejemplo, aunque no parece que Aristóteles tenga intención de teorizar sobre crítica literaria (concepto que no existía en su época), si que nos deja claramente establecidos cuáles son los criterios que dan validez a una obra: La verosimilitud del argumento (que lo que se cuenta en ella sea creíble o necesario); la preponderancia de la causalidad sobre la casualidad (que los acontecimientos tengan un fundamento y no sean fruto del azar); la importancia de la sorpresa (lo inesperado intensifica los sentimientos, como el miedo o la piedad). Es, precisamente, el de la verosimilitud uno de los temas en que más hincapié hace Aristóteles en su Poética. Lo subrayo por tanto empeño como siempre he puesto en que verosímil parezca lo que escribo (y no quiero decir con ello que lo consiga); del mismo modo que siempre lo he exigido en lo que leo en los libros o veo en el cine o la televisión.

            Hay otros muchos temas de los que trata el autor: el lenguaje, la prosa y el verso, el carácter de los personajes, la unidad de acción… Muchos ejemplos (… usando una palabra rara en lugar de la normal y acostumbrada y así un verso parece hermoso y el otro vulgar. Esquilo escribió: “La úlcera que come las carnes de mi pie”. Y Eurípides, en vez de “come” puso “devora”. Y lo mismo, si alguien dijera, sustituyéndolas, las palabras normales: “me puso un viejo banco y una pequeña mesa” en vez de “me puso un viejo asiento y una diminuta mesa”)… También, claro, hay algunos puntos de la Poética de los que podría discrepar un autor de hoy, pero que no dejan de ofrecernos motivo para la meditación: “Existen tres formas de fábulas que deben evitarse: Un hombre excelente no debe aparecer pasando de la felicidad a la desdicha o un hombre malo de la desdicha a la felicidad… Tampoco debe un hombre malo en extremo deslizarse de la felicidad a la miseria”. Aristóteles no lo dice por decir y da sus razones, que yo os invito a leer en el Capítulo XIII de la obra. Podrá no estarse de acuerdo, pero merece la pena saber el porqué de estas conclusiones a las que ha llegado el filósofo.

            Me hubiera gustado terminar con un texto muy ilustrativo que me ha aparecido entre los apuntes que he ido guardando para redactar esta entrada al blog. Desgraciadamente no tengo la referencia del autor ni recuerdo de dónde lo saqué, por lo que no estaría bien que, sin citar la fuente, os transcribiera el siguiente párrafo:

            “… En 1994 veíamos en Tierra de Penumbra como Anthony Hopkins, en el papel de C.S. Lewis, explicaba la cuestión ante un grupo de alumnos. Si vemos que en primera fila hay un alumno que dormita, y que el llamar su atención se va de la sala, caben dos actitudes: nosotros nos preguntamos automáticamente “¿por qué?”; pero la pregunta del griego, dice Lewis, no hubiera sido ésa sino “¿Qué hará ahora ese chico?” Nosotros nos preguntamos por los motivos y las razones psicológicas; Aristóteles hubiera preferido escuchar la continuación de la historia.”

La zorrita y los pájaros exóticos

La zorrita y los pájaros exóticos

            Como el título de esta novela de Javier Bueno es tan largo como poco acertado, no he podido añadir que esta nueva entrada en el blog pretendía ser la felicitación que cada año cuelgo con motivo del Día del Libro.

            La protagonista de esta historia es un “zorra”, en el mal sentido de un término que entrecomillo porque me resulta desagradable utilizar (quizás sea también ésa la razón por la que el autor usa el diminutivo); la muchacha se llama Claudina Richet, es guapa y buena (aunque un poco ingenua) y, además de algunos otros tópicos, vive en París.

            Es, seguramente, la obra más deliciosa que he leído en mucho tiempo.

            No lo escribo con ironía, sino con el corazón. Nunca dedicaré las páginas de este cuaderno a la crítica corrosiva. Tengo tan poco tiempo y tan poco espacio que, si puedo evitarlo, no lo emplearé en tirar por tierra lo que no me gusta, habiendo, como hay, tanto digno de ser aplaudido y alabado, tanto que merece la pena ser pregonado para que también los demás lo conozcan, empezando por este autor del que ni siquiera se encuentran datos en Internet (donde estamos todos), y del que sólo sé lo que se dice en el envés de la portada de este libro del que os hablo: “Javier Bueno, cuya vida se ha desarrollado principalmente fuera de España, en las oficinas de los organismos internacionales, tiene tras sí una constante y larga labor literaria. En España, antes de 1939, publicó algunas novelas y libros de ensayos. Pero ha sido sobre todo a partir de 1943 cuando se ha entregado a la novela de manera más decidida y apasionada. Domiciliado en Suiza, las primeras ediciones de sus novelas han salido, desde entonces, en francés”. Ojalá que alguno de vosotros lo conozca y pueda añadir algún comentario con más datos, más títulos o algún enlace.

            Claudina es uno de esos personajes que, como Alonso Quijano (Don Quijote) o el príncipe Mischkin (el Idiota), resultan tan auténticos que sólo de tarde en tarde se encuentran en los libros… y nunca en la vida real. Incapaz de ver el mal (que quizás sea lo único que le rodea), inmune al desaliento y la desesperanza, nos ayudará a contemplar con ojos inocentes una Francia feliz en vísperas de la ocupación nazi, que nos recuerda a la de los musicales de Gene Nelly y Leslie Caron o las pinturas de Palmero y que, poco después, será invadida y terminará desangrándose en la guerra mundial; cuando ésta termine, se encontrará sumida en la confusión, el odio, el hambre y la miseria… Mas nada de esto será suficiente para que ella, Claudina, pierda su fe en el hombre o su ilusión por la vida.

            Para mí, que disfruto con la Literatura, la obra tiene un valor añadido: La originalidad de su escritura… Aunque esto es algo que escribo con letra pequeña, consciente de que, las más de las veces, si una lectura me resulta inusual, puede que sea sólo fruto de mi ignorancia, de que yo no conozca nada de lo que ya exista igual o parecido. En cualquier caso, es un deleite que una obra te sorprenda en este sentido después de casi medio siglo de lecturas, y esta novela lo ha hecho: El narrador es un vecino de Claudia que apenas interviene en la trama, aunque siempre está presente en las páginas del libro, porque es a través de sus diálogos con ella como conocemos los hechos y los personajes; sería un monólogo si el discreto narrador no estuviera presente, pues casi nunca “oímos” lo que él dice, aunque podamos adivinarlo por las palabras de ella. Si hubiera sido una novela habitual, escrita en tercera persona y narrada por este personaje, no hubiéramos podido conocer los pensamientos ni los sentimientos más íntimos de Claudia; y si hubiera estado escrita en primera persona, hubiera perdido la frescura, la espontaneidad, la inocencia de quien, muchas veces, no sabe por qué hace o dice las cosas. La solución de Javier Bueno ha sido este encantador diálogo del que sólo escuchamos una voz, sin que por ello se convierta en un monólogo.

            Puede que alguno de vosotros se esté preguntando cómo llegó este libro hasta mis manos. Os aseguro que, sin conocer al autor y con un título tan desafortunado, poca gente sentiría la tentación de comprarlo por su aspecto: Unas tapas completamente en blanco, con un pequeño cuadradito verde en el que, con letra minúscula se leen autor y título. Totalmente anodino y, además, publicado por Ediciones Aguilar en 1963, por lo que también inexistente en los anaqueles de las librerías. Pues bien, este libro me lo encontré tirado y pisado en el rastro de Valencia. Como muchos sabréis, algunos de los vendedores de estos “mercadillos de las pulgas” (por usar otra denominación), cuando se acaba la mañana, si consideran que no les merece la pena llevarse lo que no han vendido, lo abandonan en el sitio aunque, eso sí, destruyéndolo para que nadie lo aproveche: discos partidos con el pie, libros desgarrados, cerámicas estrelladas contra el suelo… y, en medio de tanto escombro y cascote cultural, un montón de desarrapados (entre los que me incluyo, cuando tengo la ocasión), pululando en busca de algo que se haya salvado: una cinta de casete de las que Paco Clavel compraba en las gasolineras, un tebeo que se puede recomponer con un poco de paciencia, una novela del oeste a la que sólo le faltan las tapas, una taza sin asa y, a veces, un libro entero que el chamarilero ha considerado que no merecía la pena hacer el esfuerzo de romper: ¿Quién se va a agachar a coger del suelo La zorrita y los pájaros exóticos?

            Yo lo hice el 21 de febrero de 2010. Me agacho por cualquier libro que vea tirado, sea  el que sea. Rara vez son títulos que me interesen personalmente; así es que, si ya los conozco, los limpio y los guardo para la biblioteca de Villatoya o para ofrecerlos en el mercadillo de Publicaciones Acumán, convirtiéndolos de este modo en ayuda al tercer mundo… Si me son desconocidos, apunto el lugar y la fecha de su hallazgo y los amontono a la espera de poder hojearlos un día, por si acaso. Os aseguro que me he llevado verdaderas sorpresas, aunque esta deliciosa novela de Javier Bueno quizás haya sido la mayor de todas. Por eso he querido compartir su historia con todos vosotros en este día del libro de 2010. Sé que ya es un poco tarde pero es que a mí me pasa como al personaje del chotis que canta Guillermina Motta: “Siempre estoy corriendo y siempre llego tarde”.

Los anónimos de Felisberto Hernández

Los anónimos de Felisberto Hernández

Además de energía, las centrales nucleares pueden generar cuentos y poemas; al menos cuando están en fase de construcción, que es como yo las conozco. Muchos de quienes me leen ignoran que, durante algunos años, trabajé en una de ellas. A quienes (cuando se enteran), se llevan las manos a la cabeza y, rasgándose las vestiduras, prometen no volver a leerme nunca más, los tranquilizo explicándoles que, gracias a mí, la central tardó más en ser construida: sin mí, hubiera estado en funcionamiento mucho antes.

Desempeñaba mi trabajo en un archivo de documentación, donde se reproducían y guardaban los miles y miles de planos que diseñaban en los diversos departamentos: obra civil, montajes eléctricos, programación, garantía de calidad… Allí, en mi oficina, conocí a Felisberto Hernández; pero tanto esto como su nombre no lo supe hasta mucho después de que Alicia recibiera el primer “anónimo” firmado por él:

En un momento dado pienso que en un rincón de mí nacerá una planta (…) no sé cómo hacer germinar la planta, ni cómo favorecer, ni cuidar su crecimiento; sólo presiento o deseo que tenga hojas de poesías; o algo que se transforme en poesía si la miran ciertos ojos”.

Alicia, cuyo nombre he olvidado, pese a que recuerdo con perfecta nitidez el negro intenso de su pelo ondulado, la perezosa caída de sus párpados y la timidez de su sonrisa, trabajaba en otro departamento de mi misma oficina, no en el archivo. Aunque yo nunca pensé que lo fuese, decían que era fea; quizás por eso creyó que aquellas palabras abandonadas sobre su mesa, cuidadosamente caligrafiadas, no eran para ella; quizás por eso se enojó cuando apareció el segundo anónimo:

Después ella fue a sentarse bajo un árbol con el libro de hule; de él se levantaban poemas que se esparcían por el paisaje como si ellos formaran de nuevo las copas de los árboles y movieran, lentamente, las nubes”.

Amenazó con decírselo a su marido, un hombre bello, corpulento y mujeriego, uno de los jóvenes ingenieros que, cuando se acabara la obra, dirigirían la central, y que nunca dejaba de vigilarla, ni en el trabajo ni fuera de él. Aún así, su admirador, quien quiera que fuese, no se amedrantó y envió un tercer mensaje:

Una de las veces que me distraje vi a través de las persianas moverse palomas encima de una estatua. Después vi, en el fondo de la sala, una mujer joven que había recostado la cabeza contra la pared; su melena ondulada estaba muy esparcida y yo pasaba los ojos por ella como si viera una planta que hubiera crecido contra el muro de una casa abandonada”.

Si aquella primavera ya hubiera existido Internet, hubiera sido fácil descubrir que el autor de tan bellos textos era Felisberto Hernández, escritor uruguayo del que nunca se puede leer mucho porque siempre resulta difícil encontrar sus escasos títulos, pese a que (o porque), como dijo Italo Calvino, “es un autor que no se parece a nadie: a ninguno de los europeos y a ninguno de los latinoamericanos”. ¿Era él quién mandaba los “anónimos” a Alicia? Estoy casi convencido de que no, puesto que había muerto en 1964, después de haberse ganando la vida acompañando al piano películas mudas. Su paisano Carlos Vaz Ferreira, filósofo, afirmó sobre él que “posiblemente no haya en el mundo más de diez personas a las cuales les resulte interesante, y yo me considero una de ellas”… Como yo soy otra, sólo queda sitio para ocho de vosotros: No os demoréis en leerlo.

Algunos años después, cuando ya había dejado el oficio de constructor de centrales nucleares para dedicarme a otros menesteres, me crucé con Alicia. Por primera vez iba sola y su sonrisa ya no era tímida, sino franca y abierta. No me reconoció, así es que pude observarla tranquilamente. Parecía feliz y nadie hubiera dicho que no era una mujer hermosa… Cuando regresé a casa, busqué los dos libros que había conseguido de Felisberto Hernández (“La casa inundada” y  Las Hortensias”). Volví a leerlos, preguntándome esta vez si Alicia y él no se habrían encontrado en la vida real, lejos del archivo donde yo los conocí.

Sócrates

Sócrates

            Es imposible saber cuándo supo uno de Sócrates por primera vez; parece que esté ahí desde siempre, en nuestra memoria, junto a otros personajes históricos como Salomón, César, Napoleón o (quizás sólo en nuestro caso, el de los españoles), Séneca y Viriato. Cuándo escuché o repetí por primera vez, lo de “sólo sé que no sé nada”, pensando que era un mero juego de palabras (una ingeniosa manera de reconocer lo mucho que nos queda por aprender), y no la razón por la que el oráculo de Delfos había señalado a Sócrates como el más sabio de los hombres de su tiempo.

            Es imposible saber cuándo supo uno de Sócrates por primera vez; pero sí que guardo, con detalle, dos recuerdos a él relacionados: la compra de un libro en Casas Ibáñez y el visionado de una película en Salamanca. Ésta, la película, era de Rossellini y la vi con Tina, cuando éramos compañeros en la facultad, en el restaurante "La Luna", donde al mediodía se podía comer un  menú para estudiantes (que incluía copa de vino y flan para postre), y por la noche asistir a una sesión de cineclub. Ni entonces ni después la película me ha parecido buena; si acaso un film a caballo entre la recreación y el documental, sin mayor interés que el de escuchar las sentencias del filósofo ateniense… sin embargo éstas (y en especial las palabras con las que se defiende ante el jurado que acabará condenándolo a muerte), nunca he podido olvidarlas.

            El libro, curiosamente, se publicó el mismo año en el que se hizo la película, 1971, y yo lo compré recién editado en la popular y ya desaparecida imprenta “Lahiguera”, de Casas Ibáñez, que hacía también (como la otra imprenta del pueblo, la de Jesús), funciones de librería. No es que lo estuviera esperando o que me captara por el título, sino que pertenecía a una colección que Salvat había empezado a publicar, con periodicidad semanal, después del éxito de su biblioteca RTV, con el mismo formato, misma encuadernación e igual de barata; yo compraba el libro de cada semana a medias con mi madre (aunque casi siempre los pagaba ella); ya habían aparecido títulos como La familia de Pascual Duarte, de Cela, El romancero gitano y Yerma, de García Lorca, una Antología de poemas de Rosalía de Castro, Cinco horas con Mario, de Miguel Delibes, Novela teatral, de Bilgákov y así hasta los dieciocho que habían precedido a éste, el número diecinueve que, como todos habréis supuesto, no era de Sócrates porque, del mismo modo que otros filósofos que le antecedieron, el sabio ateniense, no escribió nada. Ya se usaba la escritura y ya habían llevado los fenicios su alfabeto a Grecia, pero no estaba tan bien vista: se consideraba como una petrificación del pensamiento y una rémora para la memoria que, con ella, dejaba de ejercitarse… Fueron sus discípulos quienes recogieron por escrito sus palabras. El libro que compré aquella mañana con las treinta pesetas (dieciocho céntimos de euro),  que me dio mi madre fue Recuerdos de Sócrates,  de Jenofonte.

            No se me ocurrió leerlo entonces. No lo he leído hasta ahora. Durante casi y treinta  nueve años el libro ha permanecido a la espera, ocupando pacientemente su lugar en el estante que le correspondía, acompañándome en cada traslado: de Casas Ibáñez a Valencia, de Valencia a Barcelona, de Barcelona a Ayora, de Ayora a Tabernes de Valldigna, de Tabernes a Castellón, de Castellón a Salamanca, de Salamanca a Villatoya, de Villatoya a Toledo, de Toledo a Requena… siempre con la incertidumbre de si llegaría el día en el que me decidiría a abrirlo: “…ni está cierto para el que ha sembrado debidamente un campo quién habrá de cosecharlo, ni cierto para el que debidamente ha construido una casa quién habrá de morar en ella, ni cierto para el que sabe mandar ejércitos si será para bien mandarlos, ni cierto para el que sabe gobernar si será bien ponerse al frente del estado, ni para el que casa con mujer hermosa por gozarse en ella cierto está si no tendrá por ella duelos, ni para aquél que en la ciudad formó un partido de hombres poderosos cierto está si no tendrá por ellos que salir de la ciudad para el destierro” son, curiosamente casi las primeras palabras que esta obra que podría haberse quedado otros cuarenta años sin ser leída.

            Que se haya cumplido (como podría no haber ocurrido), la posibilidad que durante décadas he tenido de leer esta obra, me hace pensar en esos “pasados no consumidos” de los que habla María Teresa Oñate en sus libros y seminarios y que tanto me fascinan. Es cierto que ella, filósofa postmoderna, utiliza el concepto cuando habla de “postmetafísica”, a un nivel mucho más profundo, que a mí tal vez se me escapa, pero que parece abrir nuevas dimensiones a mi pensamiento: “el pasado nunca se agota en alguna de sus interpretaciones, sino que alberga lo posible de otros futuros”.

            Yo, como al escribir de otros autores en otras ocasiones, os voy a recomendar la lectura completa de estos Recuerdos de Sócrates o (quien lo prefiera), cualquiera de los primeros diálogos platónicos, en los que se recoge su pensamiento, especialmente la “Apología de Sócrates”, que viene a coincidir con el final de este libro de Jenofonte del que os estoy hablando. De aquí, de estas últimas páginas, de su Apología o defensa ante el jurado, os transcribo algunos fragmentos que me han emocionado:

            Ante el miedo que en sus amigos produce el que pueda ser condenado a muerte, pregunta a uno de sus seguidores: “¿No sabes que hasta el presente a ningún hombre tengo yo  que consentirle la pretensión de haber vivido mejor que yo?... Pero ahora, si todavía avanza más la edad, sé que será forzoso pagar los tributos de la vejez, ver peor, oír menos y ser más incapaz de aprender y de las cosas que he aprendido más olvidadizo… ¿Cómo podría seguir viviendo ya con gusto?” En el mismo tono, cuando sus compañeros trataron de ayudarle a huir o fue invitado por los jueces a escoger una pena alternativa a la de la muerte, “ni quiso el fijarla ni les permitió hacerlo a los amigos, sino que aún decía que el fijar la pena era propio de quien reconociera su culpabilidad; en segundo lugar, al querer sus camaradas sacarlo de la prisión furtivamente, no se prestó a ello, sino que aun tuvo a bien burlarse de ellos preguntándoles si es que acaso conocían algún lugar fuera del Ática donde no hubiera que llegar al término de la muerte… ¿Ahora se os ocurre poneros a llorar? ¿Es que no sabíais ya de tiempo atrás que desde el punto que nací me estaba impuesta la condena a muerte?

            Aunque el pensamiento de Sócrates no ha perdido actualidad con el paso de los siglos, plantearse algunas de sus preguntas en estos momentos sería muy oportuno, cómo cuando relaciona la aceptación de regalos con la falta de libertad (“¿Cuál de los hombres veis más libre que yo, que no recibo de nadie regalos ni soldadas… que de nada de las cosas ajenas necesita?”), o como cuando defiende la necesidad de que la educación quede en mano de los educadores y no de la familia: “tocante a la salud, más hace caso la gente a los médicos que no a los padres; y lo que es en las asambleas, todos, más o menos, los atenienses más hacen caso a los que lúcidamente hablan que no a sus parientes o allegados; pues, en fin, ¿no elegís también para generales, con preferencia sobre los padres y los hermanos y aún, a fe mía, sobre vosotros mismos, a aquellos que estimáis que son los más entendidos en los asuntos de la guerra?”, algo que no se hace de igual modo en el asunto de la educación, que es, para Sócrates, el mayor de todos los bienes.

            No puedo dejaros, como al hablar de otros autores, un enlace a la página o el blog de Sócrates, pero como en Internet (esa biblioteca circular que soñara Borges), está todo, sí que os invito a ver esta adaptación que el doctor Juan Abelardo Hernández Franco, profesor de Filosofía del Derecho en la Universidad Panamericana Ciudad de México, hace de los últimos momentos del sabio griego. (Éste es el primero de los cinco vídeos en que se encuentra la adaptación y desde él podréis enlazar a los siguientes). Por mi parte, termino con las mismas palabras de Sócrates que ponen punto final a la obra citada de Platón: “No tengo nada más que decir. Ya es hora de partir: yo a morir, vosotros a vivir. ¿Quién va a hacer mejor negocio, vosotros o yo? Cosa oscura es para todos, salvo, si acaso, para el dios”.

Cuento de Navidad, de Eduardo Galeano

Cuento de Navidad, de Eduardo Galeano

            Conocí a Eduardo Galeano en Simat un día que no era de Navidad. Más de uno pensará que el escritor uruguayo nunca estuvo en la Valldigna y que, además, casi nunca es Navidad; pero lo cierto es que fue allí donde por primera vez escuché a Ivana contar un cuento que me conmovió, y que debió de ser en primavera o en otoño, porque el tiempo era apacible y la noche tardaba en llegar. Habíamos coincidido en una excursión que mis amigos de “Flor de Cactus” habían organizado al monasterio, aún en ruinas por aquel entonces, y recuerdo que caminábamos por entre naranjos, al lado de una acequia por la que el agua corría para ir a nuestro paso.

            Quiso la vida, durante algunos años, regalarme con la amistad de Ivana, así es que le oí contar muchas y deliciosas historias escritas no sólo por Galenao, sino también por Mario Benedetti, por García Márquez, por Borges, por Saint-Exupéry… Entre otros entrañables recuerdos que guardo de ella, conservo también presentes como un “atrapasueños” y un ejemplar de “Amares”, en el que me escribió una bella dedicatoria: “Volar no es tan difícil. Aún con los pies en la tierra, mi espalda rompe en alas y vuelo sin moverme. Volar con lo que soy, sin ser un pájaro”. Esto fue hace diez años. No sé si Ivana todavía cuenta cuentos y, al contarlos, los convierte en suyos hasta el punto de hacer brotar las lágrimas en los ojos de quienes la miran y la escuchan… pero si sé que vuela; y el que no me crea, que visite su página.

            Si hoy, último día del año, en el ecuador de esta Navidad del 2009, me he acordado de todo esto que os narro es porque, para felicitaros, he escogido un cuento de Eduardo Galiano, a quien ya conoce todo el mundo porque Hugo Chávez le regaló a Barack Obama un ejemplar de “Las venas abiertas de América Latina”. Mi hermano Amador piensa que es una historia demasiado triste, pero yo creo que refleja muy bien parte del espíritu de estas fiestas navideñas. Espero que a vosotros también os guste:

 

 

          ¨Fernando Silva dirige el hospital de niños, en Managua.

          En vísperas de Navidad, se quedó trabajando hasta muy tarde. Ya estaban sonando los cohetes, y empezaban los fuegos artificiales a iluminar el cielo, cuando Fernando decidió marcharse. En casa lo esperaban para festejar.

          Hizo una última recorrida por las salas, viendo si todo quedaba en orden y en eso estaba cuando sintió que unos pasos lo seguían. Unos pasos de algodón: se volvió y descubrió que uno de los enfermitos la andaba atrás. En la penumbra, lo reconoció. Era un niño que estaba solo. Fernando reconoció su cara ya marcada por la muerte y esos ojos que pedían disculpas o quizás pedían permiso.

          Fernando se acercó y el niño lo rozó con la mano:

          - Decile a ...- susurró el niño-. Decile a alguien, que yo estoy aquí

                                                                                      Eduardo Galeano 

Sol Mestizo, Certamen Literario

Sol Mestizo, Certamen Literario

En España se convocan cada año más de tres mil certámenes literarios. El dato es de hace algún tiempo, pero no creo que haya variado mucho; es posible que en estos momentos sean más. También resulta fácil suponer que entre tantas convocatorias las haya de todo tipo: desde las más serias a las más informales, desde las más honestas a los meros chanchullos, desde las que premian con generosidad a los autores a las que quieren hacer negocio con ellos, desde las que dan prestigio a quienes las ganan hasta las que tratan de realzarse con el nombre de los premiados… Es más, seguramente, una y otra vez se repiten parecidos esquemas (por lo que no es tan de extrañar que sean los mismos autores, y en ocasiones con la misma obra, quienes ganen la mayoría de las veces). Resulta muy difícil ser original si cada día se anuncian las bases de diez nuevos certámenes.

            Estoy convencido de que el Grupo Local de Amnistía Internacional de Albacete no trataba de ser original cuando se decidió a convocar un certamen literario, dentro de su tradicional festival “Sol Mestizo”… Pero también estoy convencido de que el suyo es un certamen realmente diferente, que merece ser reseñado de una manera especial.

            Conocí el proyecto a través de Manel, el que fue su coordinador en la primera convocatoria. A este terrícola (como a él mismo le gusta considerarse), lo trajo Irene a nuestro informal taller literario de Casas Ibáñez, una noche de la primavera del año pasado, para que nos contara su idea: Convocar un certamen de narrativa breve en el que los relatos girasen en torno a una experiencia real y que culminara reuniendo, en la entrega de premios, al protagonista de la historia con quienes hubieran escrito los trabajos premiados.

            A lo largo de aquella reunión intercambiamos ideas, pusimos pegas, buscamos la manera de salvar los obstáculos que aparecían y me comprometí a facilitarles las bases del Certamen Literario Emilio Murcia, de Villatoya, que tomaron como modelo, y unas cuantas direcciones de páginas en las que podían dar a conocer su proyecto… Y echaron a andar. Convocaron el certamen, lo dieron a conocer, recibieron una calurosa respuesta y en agosto de ese mismo año, durante la celebración del X Festival “Sol Mestizo”, reunieron en la entrega de premios a los primeros ganadores: Olga Huerta Jubia (Un mar de libertad), Liliana Savoia Amaranta (Yejida), José Jesús Moreno Meneses (Cuando la luz se apaga), Carmen Frontera Quiroga (Las mamás lloran como lloran las mamás) y Dionisio López García (La barranca del ahorcado), junto con el verdadero protagonista de las historias que ellos habían escrito: Alejandro González Raga, quien había sido detenido y encarcelado en Cuba, junto a otras 59 personas, por recoger firmas para el “Proyecto Valera”, iniciativa pacífica que solicitaba a las autoridades cubanas: libertad de asociación, de expresión, elecciones libres y otros derechos humanos; después de cuatro años en la cárcel, por su delicado estado de salud, fue expulsado de su país y deportado a España… 55 de sus compañeros todavía permanecen en prisión.

            Los cinco trabajos premiados, junto a otros diez seleccionados por el Jurado, fueron publicados en un libro entrañable, que se abre con unas palabras del propio Alejandro, el protagonista de todos los relatos: “Vayamos a Cuba con todas las armas del afecto, con todas las herramientas del cariño, que son las únicas posibles para expulsar para siempre del alma generosa del cubano el odio por tanto tiempo exacerbado”.

            Ahora acaba de hacerse pública la segunda convocatoria. Las bases completas pueden consultarse en este enlace y el protagonista de este año es Mohammed Salah Talib; este es su testimonio, el texto en el que han de inspirarse los relatos que se presenten:

            “Los soldados israelíes llegaron con tanques y bulldozer y sacaron de la casa a toda la familia: a mí, a mi esposa y a nuestros hijos y nietos. Después destruyeron la casa y dañaron el depósito de agua. Desde entonces vivo en una cueva cercana, y algunos de mis hijos se han visto obligados a mudarse a otra localidad. Pero es aquí donde está nuestra tierra, así que ahora estamos reconstruyendo nuestra casa. Yo nací aquí. Vivíamos en una cueva, como tantos otros campesinos en aquellos tiempos, pero el mundo ha cambiado desde entonces. He trabajado con denuedo toda mi vida para mis hijos; ahora están casados y tienen hijos, así que necesitan sus propias viviendas. No deberían verse obligados a marchase de aquí.” Su hijo Akram dijo:” Cuando destruyeron nuestro hogar mis hijos eran pequeños: el menor tenía sólo seis años; mi hija pequeña nació después. Nuestro mundo se derrumbó. Fue muy difícil. Tuvimos que alquilar un apartamento en otra localidad, mientras que mis padres se quedaron aquí. Ha costado un gran esfuerzo reconstruir nuestra casa. No está totalmente terminada todavía, pero nos las arreglamos. No quiero perder nuestra casa de nuevo ni quiero marcharme.”

            Sé que muchos de los que me leéis también escribís, así es que os invito a participar. Merece la pena… Como la merecerá acudir a la entrega de premios durante el XI festival Sol Mestizo para escuchar los relatos premiados en la voz de sus autores y el testimonio real en la de Mohammed Salah Talib… Yo haré todo lo posible por no perdérmelo.