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Ramón de Aguilar

La biblioteca del verano

La biblioteca del verano

¿Biblioteca de verano? ¿No sería canción del verano? Sí, creo que era “la canción del verano” y recuerdo que la de 1968 fue una de las que me aficionaron a la música pop: “Lola”, de Los Brincos… este verano, cuarenta años después, como quien dice, parece que vuelve a estar de moda, en una versión que oí de pasada en la radio y que no me pareció nada mal, aunque me siga quedando con aquella que escuchaba una y otra vez en un transistor de pilas en el que iba cambiando de emisora, a medida que la radiaban, porque sabía que, en la que acababa de sonar, tardarían un buen rato en volver a pasarla…

            Pero no se trataba de ningún error, de lo que hoy iba a hablar es de bibliotecas, de bibliotecas de verano o, mejor dicho, en verano; puesto que ellas están siempre ahí y soy yo el que llega hasta su puerta un día de vacaciones y busco un libro entre sus anaqueles, mientras otros veraneantes caminan a la playa y buscan un hueco en la arena, donde clavar la sombrilla que les proteja de sol la piel y las cervezas.

            No tengo nada contra el sol ni contra la cerveza, ni siquiera contra la playa, aunque prefiera bañarme en los ríos… pero siempre sentí una especial atracción por las bibliotecas (de hecho creé esta sección dentro del blog, pensando que hablaría de algunas de las que han sido más significativas para mí, como la de Casas Ibáñez, la Histórica de la Universidad de Valencia, la del CIR –Campamento de Instrucción de Reclutas- de San Clemente de Sasebas, la del barrio de San José en Salamanca, la de San Pablo y la Santa Cruz en Barcelona, la de Requena…) Durante mucho tiempo pensé que, cuando tuviera el suficiente dinero como para no tener que trabajar en una oficina, haría un viaje de biblioteca en biblioteca, visitando las de distintos pueblos, hospedándome en viejas pensiones, leyendo al menos un libro en cada una de ellas, escribiendo, enamorándome de algunas de las bibliotecarias… También hubiera sido una buena manera de pasar unas vacaciones, pero siempre tuve otras mil ocupaciones que nunca me dejaron el tiempo suficiente.

            Sin embargo un año, el primero que los niños estaban en España y que, como familia, fuimos juntos de vacaciones a Benidorm, descubrí (justo el último día de las vacaciones y cuando ya estaba cerrada), la biblioteca del Rincón de Loix. No pude entrar pero caí en la cuenta de que también en los lugares de playa puede haber bibliotecas además de chiringuitos en los que beber cubatas y escuchar rancheras, tiendas de todo a cien, kioscos con prensa extranjera, atascos de tráfico, descapotables (o coches con las ventanillas bajadas), que vomitan bacalao, latinos tocando ritmos andinos en sus flautas o vendiendo ropa con la marca falsificada, guiris rubios pidiendo una ayuda a cambio de la música de sus armónicas y guitarras acústicas, “jipis” o quinquilleros ofreciendo artesanía a la luz de una lámpara de gas, “subsaharianos” que ofrecen las últimas novedades musicales sobre una manta, ruidosos puestos de feria, cervecerías, heladerías y restaurantes chinos… por citar lo más típico.

            Al verano siguiente, el del 2005, fuimos a Playa de Aro… pero esta vez ya iba sobre aviso; así es que, nada más llegar, busqué la biblioteca, que resultó ser un lugar encantador, con mucha madera, en medio de un parque… Si la memoria no me falla, para acceder a ella había que hacerlo a través de un rústico puentecito  como los de los cuentos… Quise aprovechar aquellos días para leer a Josep Plá, autor de la zona, pero la verdad es que no me resultó nada cómodo. La actitud de los empleados me resultaba hostil; supongo que el pantalón corto, la camiseta con el eslogan “Rostros de Colombia de todos los colores” y la calva quemada por los primeros días de sol, me convertían en un intruso; recuerdo que, en contra de lo que es habitual en Cataluña, me contestaban en catalán a mis preguntas en castellano. Aunque yo no hable el catalán en la intimidad (como algún gran gran grandísimo estadista de este país), lo leo con frecuencia, lo escucho con agrado y podría hacerme entender en él… pero no ante quien quiera utilizarlo como herramienta excluyente y símbolo de una mal supuesta superioridad.

            Al verano siguiente, 2006, en Mojácar, encontré la biblioteca en un pequeño local, anexo al Ayuntamiento, al que se llegaba por un estrecho corredor que, más que tal, parecía un balcón. Me dio la impresión de que allí les sorprendía la llegada de cualquier lector, fuera o no fuera turista. Tengo que reconocer que nunca había visto una biblioteca tan desordenada; tal vez no sea así habitualmente y el caos se debía a que estaban instalando nuevas estanterías, que falta hacían, porque los libros se amontonaban en pilas por todos los rincones y sobre las mesas de lectura, salvo una, en la que los carpinteros tenían sus herramientas; pese a la simpatía y la buena voluntad de la bibliotecaria, lo único que pude hacer fue ojear los títulos hasta que los carpinteros volvieron de su almuerzo y empezaron a dar martillazos… Quería leer a Francisco Ayala, que cumplía cien años (como creo que conmemoré en estas páginas), pero tuve que salir de nuevo al balcón que me llevaba a la calle y posponer la visita para otro verano; el título de Ayala (Historias de macacos), me lo compré en un puesto de libros de ocasión que, perdido como un náufrago, miraba al mar desde una de las bellas playas (no todo van a ser bocatas y sangría).

            Éste, el del 2007, que aún no ha terminado, volvimos a Cataluña. En esta ocasión a Salou. La biblioteca está en un edificio moderno, funcional y muy acogedor… Pasearse entre sus libros, cuidadosamente ordenados, es un verdadero placer; las salas de lectura son espaciosas y muy luminosas y, por raro que pueda parecer, en su interior había muchos más lectores que “internautas”. Los empleados se mostraban amables y serviciales, pero casi no era necesario recurrir a ellos, porque todo lo tienen perfectamente organizado. Acudí varios días. No encontré ningún autor de la zona que me resultase llamativo (supongo que es mera ignorancia); así es que, mientras David, que me acompañaba cada mañana, hacía esquemas de Ciencias Naturales, yo repasaba los últimos tomos del Summa Artis, que me recordaban al padre Erviti, mi profesor de historia del Arte en bachillerato y que se había programado para leer la enciclopedia completa en lo que le quedaba de vida.

            A la salida de la biblioteca, en una calle recogida (y no mirando al mar como en Mojácar), había también un puesto de libros, pero éstos eran usados. Compré una novela de Faulkner y dos ejemplares de La Codorniz del año 1963, de cuando para mí eran una lectura prohibida… también un ejemplar del Ulises de Joyce para que Noelia se lo lleve a Dublín.

1 comentario

Juana Gallo -

Me encantó eso de hacer viajes bibliotecarios. En cada sitio buscar la biblioteca, leer...

Un abrazo