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Ramón de Aguilar

Placi y Sonín: La novela que no escribí

Placi y Sonín: La novela que no escribí

Fui a ver el estreno de Fanny y Alexander al cine Azul. Me impresionó tanto que aún volví a verla un par de veces antes de que la quitaran de la cartelera. No lo sabía, pero podía intuir que cuando casi treinta años después la citara en mi blog, la de Bergman seguiría siendo mi película preferida.

Al último pasa fui con Placi y con Sonín. Ha pasado tanto tiempo desde la última vez que las vi que podría decir que eso es lo único que recuerdo de ellas: que estuvieron sentadas a mi lado en la butaca de un cine que, como tantos otros, ya ha desaparecido… Pero sería mentira. Recuerdo muchos otros momentos y a veces, muy de tarde en tarde, me las encuentro en viejas fotografías. Hoy, además, he hallado el inicio de una novela que iba a escribir sobre ellas. Un folio, un solo folio (eso sí, no DIN A4, sino de los de verdad, y manuscrito por las dos caras; aunque la segunda sin acabar. En eso se quedó el intento). Me hubiera gustado contaros cómo imaginé la historia, cómo pensaba narrarla, cómo fui a una papelería que tenía salida a dos calles y, para no quedarme corto, compré un par de paquetes de folios, porque quinientos me parecían pocos… Pero sería igual de mentira que reducir su recuerdo a una presencia cercana en la oscuridad de un cine. No sé qué pretendía contar con aquella novela a la que apenas le dediqué unos minutos y no tuve que comprar folios (la anécdota de los dos paquetes pertenece a un personaje de otra novela de la que ni siquiera he escrito una hoja).

Ya he dicho que el cine Azul desapareció (parece que devorado por un hotel que tenía al lado), pero no sé qué habrá sido de Placi y de Sonín. Fanny y Alexander (también lo he dicho ya), sigue siendo mi película preferida, y hoy, haciendo limpieza en los cajones de la mente y en los del escritorio, he encontrado el inicio de la novela que nunca llegué a escribir. Os lo dejo todo aquí en el blog: el recuerdo del cine que apagó su pantalla para siempre, el de una película que no me canso de ver, el de una novela que no escribí, el de Placi y de Sonín:

 

Si algo recordaré siempre de aquella casa, será la pequeña estampa del Sagrado Corazón de Jesús colocada en la pared, entre los pósteres más dispares y algunas de sus fotos.

Recordaré siempre la voz de Placi, dictando de un grueso tomo de medicina, los párrafos salteados que Sonín mecanografiaba: Placi le apuntaba cada tilde y Sonín reía. La misma cinta de siempre en el casete, a la que yo acababa de dar la vuelta, y Noé, el perro de trapo, con las orejas caídas y mirándome fijamente.

El día, la semana, el mes y el año estaban acabando. Esa misma mañana había vuelto a llover y, después de tantos años, ese diciembre que moría tenía todo el sabor de los antiguos inviernos, de esos que siempre se recuerdan ligados a la infancia, con las calles llenas de charcos, las ropas húmedas y el humo con olor a leña saliendo de las chimeneas. Se me antoja, después de todo lo que ha ocurrido, que si en aquel momento nos hubiéramos parado a pensar en todas estas cosas, hubiéramos creído, simplemente, que un año se estaba acabando y que la Navidad, una vez más, se acercaba para poner punto final a otra etapa.

Se me antoja también que, seguramente, cualquier sueño o ilusión, cualquier propósito o esperanza los hubiéramos dejado para el año siguiente, porque poco podía caber ya en los días que le quedaban al que vivíamos… Nadie hubiera podido imaginar todo lo que aún había de ocurrir antes de que sonasen las doce de la noche del treinta y uno de diciembre, ni de qué modo nuestras vidas se verían sacudidas por los acontecimientos que nos habrían de marcar para siempre.

Dos viejos poemas de Eva Vaz

Dos viejos poemas de Eva Vaz

Todo lo que yo pudiera decir de Eva Vaz, sin documentarme previamente, estaría  desfasado: Hace años, muchos años, que no sé nada de ella; tan sólo un correo que intercambiamos hace bastantes meses, cuando le pedí permiso para reproducir aquí alguno de sus poemas y, poco después, la lectura de su libro Frágil (Antología 2001-2009). Antes de eso, sólo la había visto una vez y fue hace tantos años (en Punta Umbría), que aunque recordara su rostro (que no lo recuerdo), quizás ya no se parecería a la que hoy pudierais encontraros… Y sin embargo hay algunos poemas suyos que, después de quince años de leídos, sigo recordando casi verso a verso.

Pero Eva Vaz no es desconocida. A quien quiera saber de ella le bastará con teclear su nombre en un buscador para encontrar sus últimos poemas, los libros publicados, lo que de ella dicen quienes la admiran; incluso alguna foto que le ayude a hacerse una idea de cómo es, físicamente, esta mujer que escribe de manera tan directa, tan desgarrada y poética a la vez.  Los lectores de este blog tienen desde siempre un enlace con su nombre en la columna de la derecha.

Es posible, casi seguro y natural, que su estilo haya evolucionando, transformándose al ritmo que le hayan ido marcando sus vivencias. Es posible también, casi seguro y natural, que hubieran sido otros los poemas que ella hubiese elegido para esta ocasión… Pero yo he querido hacerlo rindiendo homenaje al recuerdo que guardo y a la época en que la leí por primera vez. Os invito a buscar otros escritos suyos, a seguirla en la red y a través de sus libros pero, de momento, quiero compartir con todos mis amigos dos poemas que en su día me emocionaron y hoy lo siguen haciendo:

 

Disculpas

                   Necesitas un cargamento de fe para seguir adelante.

                                                                            Lou Reed

 

Porque me hice mujer

antes de aceptarlo

-y todavía no me acostumbro-.

 

Porque perdí la fe

antes que la virginidad

-y ya pasan los diez años-.

 

Porque aprendí a sobrevivir

antes que a vivir

-y se me va olvidando-.

 

Porque de mi identidad

sólo queda el número

-y es el de un muerto-.

 

Porque empecé a drogarme

demasiado pronto

-gracias a la seguridad social-.

 

Porque el ego se me fue

des-pe-da-zan-do

-con una precocidad imparable-.

 

Porque la poesía

era mi mejor ansiolítico

-y ahora me hace nudos en las venas-.

 

Porque necesito disculparme

por haberlo hecho tan mal

-y no poder corregirlo-.

 

Porque el amor

no me arregló la vida

-y tampoco era para tanto-.

 

 

Auto de fe

 

Puedo contar cómo

y cuánto he jodido.

A cuántos me he follado

sin hacer el amor.

 

Puedo contar cuánto me he

metido en el cuerpo,

en cualquier orificio de entrada.

 

Puedo contar que entre

la sociedad y yo

hay un odio recíproco,

y que me importa

un carajo.

 

Pero es MENTIRA.

 

No me interesa ser

una máquina de follar,

ni destrozarme el hígado,

que es único.

Ni quiero vivir en

perpetua soledad y dejadez.

Ya lo viví,

y casi me muero

de ASCO.

 

Ahora no,

ahora me gusta hacerle el amor

al que respira mi respiración todas las noches,

en la gloriosa cama

regalo de mis suegros.

Y retirarme despacio y paciente

mis drogas legales.

Y sacarme las oposiciones

para enseñar Filosofía

a unos adolescentes que

vivirán el mismo proceso.

 

Ahora prefiero soñar con mis hijos

en vez de soñar con mi muerte.

 

YO NO QUIERO SER MALDITA.

Señores de la Justicia y de la Ley

Señores de la Justicia y de la Ley

Ilustrísimos señores:
            Hemos recibido su resolución denegatoria de la petición de exención de visado para la permanencia en España de mi mujer, Klára Gárdonyi, así como la orden de expulsión para ella y amenazas de sanción para mí, todo ello en base a que, por nuestra diferencia de edad y su situación de inmigrante ilegal, les hace suponer que el nuestro es un matrimonio de conveniencia celebrado sin amor.

            No voy a invocar el derecho a la presunción de inocencia que sistemáticamente (y no sólo en nuestro caso), están vulnerando... Es más, les voy a reconocer que Klára y yo no estamos enamorados, no lo hemos estado ni probablemente lo estaremos nunca. Es muy poco probable que una muchacha de veintidós años y un jubilado de sesenta y siete se enamoren ciegamente... pero están muy equivocados cuando suponen en mí algún tipo de debilidad y en ella aviesas intenciones. Es cierto que Klára y yo no estamos tan apasionadamente enamorados como lo está el resto de los matrimonios de este país, pero le aseguro que nos queremos tanto como el que más.

            A Klára me la trajo un día mi hermana para que arreglara la casa que, desde que murió mi mujer, estaba muy abandonada. Les aseguro, señorías, que no soy un inútil para las tareas domésticas y que, como cualquier otro español, me sobro para llevar adelante un hogar sin la ayuda de una mujer. Pero la muerte de Elena, mi esposa durante más de treinta años, me había quitado la ilusión por las pequeñas cosas hasta el punto de convertir mi vida en mero sobrevivir. La presencia de Klára, una tarde a la semana, aunque mejoró el aspecto del hogar, no cambió mi estado de animó y la única variación que supuso fue que, cuando llegaba la hora de la merienda, le pedía que interrumpiera su tarea para ofrecerle un café con leche y algunas pastas.

            Un día que me distraje, cuando ya había pasado un buen rato de la hora habitual, fue ella la que me buscó. “Tengo hambre” me dijo con los ojos empañados en lágrimas. Sólo dijo eso: “tengo hambre”; todo lo demás: la angustia, el dolor, el miedo, la vergüenza lo leí en su mirada. Supe entonces que en días como aquél mi merienda era su única comida y, con el tiempo, conocí otras muchas miserias que, desde que su madre muriera cuando ella sólo tenía diez años, había padecido hasta llegar a nuestro país.

            La historia sería larga de contar y difícil de entender para quienes como ustedes se casan realmente enamorados, después de haberse prometido formalmente, haber pedido la mano, bordado el ajuar, comprado un piso, celebrado un banquete y recibido regalos de amigos y familiares... Yo, señorías, me limité a abrirle las puertas de mi casa, que ahora es “nuestra” casa, y con ella regresaron la luz y la alegría. Un aire fresco llenó de vida hasta los últimos rincones, alejó el espectro de la soledad, desterró la angustia... Pronto la quise y aprecié que me quería de verdad, que su cariño no era mero agradecimiento. Klára se cuida de mí y del hogar, yo me preocupo de su bienestar y de su futuro; comemos juntos, juntos vemos la televisión, hablamos, vamos al cine, compramos los viernes en el mercado, viajamos algunos fines de semana... Nunca hemos compartido cama. Ni soy el hombre al que una muchacha llega a desear ni puedo olvidar a la que siempre fue mi mujer.

            Si algún día se enamora y se va, no me sentiré estafado... me alegraré de verla feliz y la seguiré queriendo como ella me querrá a mí. Pero de momento son ustedes, señorías, quienes la alejan de mi lado, quienes la condenan a volver a la miseria de la que salió y a mí me devuelven a las sombras en las que me consumía. El delito es no estar tan enamorados como ustedes lo seguirán estando de sus mujeres, no sentir esa abrasadora pasión que consume a todas las parejas de este país, donde sólo el verdadero amor da derecho al matrimonio...


            Pero yo la quiero y ella me quiere, señorías, y esa es la única alegación que puedo hacerles para que ustedes, dueños de la justicia y de la ley, nos permitan seguir queriéndonos juntos.

Sopa de piedras

Sopa de piedras

            Aún no había caído la tarde cuando, ante la puerta de casa, encendí una pequeña hoguera y puse las trébedes para que sirvieran de base a la olla. Las piedras ya estaban a remojo… Al revés que en la fábula, lo que pedí a quienes quisieron participar en la cena fue que trajeran cantos para hacer la sopa. Ponerlos a remojo, en agua con un poco de legía y después de haberlos lavado bien, fue sólo una excusa para que quedara constancia de que estaban bien limpios y nadie debía sentir aprensión cuando fuéramos a tomar el caldo. La imagen de aquí al lado es la de nuestras piedras, recién lavadas, momentos antes de echarlas en la olla.

            Se me ocurrió que convertir en experiencia real esta vieja fábula podía ser una divertida invitación a usar la imaginación para superar los tiempos de crisis en que vivimos. ¿Se puede hacer una sabrosa sopa con un puñado de piedras, un caldero y unos litros de agua? Como si la respuesta quisiera venir sola, apenas habíamos encendido el fuego, empezó a llover. La olla sirvió de paraguas a las llamas y pudimos pensar que hasta ésta nos caía del cielo: Agua de lluvia, guijarros recogidos en la playa o la ribera del río, fuego con leña seca del monte… Nosotros sólo tuvimos que poner la buena voluntad y, poco después de las diez de la noche (en el horizonte, al oeste, aún quedaba una delgada franja de luz, recordándonos que el verano está de camino), pudimos sentarnos a la mesa, ante los humeantes cuencos en los que habíamos servido la “sopa de piedras” (para unos como consomé y para otros con pasta, según el gusto de cada cual)

            Yo conocía esta fábula gracias a Anthony de Mello, que la incluyó en su Oración de la rana. Existen más versiones; basta con indagar un poco con la ayuda de Internet para enterarse de que, según la tradición portuguesa, los hechos descritos en el cuento ocurrieron en los alrededores de Almeirimn (hoy en día puede encontrarse “sopa de pedra” en todos los restaurante de la localidad), o de que en otros lugares de Europa se conoce como “sopa de clavos” o “sopa de hacha”, porque son éstos o ésta quienes sirven como pretexto para que los aldeanos empiecen a compartir lo poco que tienen, de un modo que ni siquiera habrían considerado sin el catalizador de la sopa que creían estar mejorando… Pero mejor os transcribo la fábula completa, por si algunos de vosotros todavía no la conoce:

 

 

     Cierto día, llegó a un pueblo un hombre y pidió comida por las casas; pero la gente le decía que no tenían nada para darle. Al ver que no conseguía su objetivo, cambió de estrategia y, cuando llamó a la siguiente puerta y se encontró con la misma negativa, dijo:

- "No se preocupe. Tengo una piedra en mi mochila con la que podría hacer una sopa. Si usted me permitiera ponerla en una olla de agua hirviendo, yo haría la mejor sopa del mundo.

 - ¿Con una piedra va a hacer usted una sopa? ¡Me está tomando el pelo!


- En absoluto, señora, se lo prometo. Déjeme un buen puchero y se lo demostraré.

     La mujer buscó el recipiente más grande que tenía y lo puso en mitad de la plaza. El extraño preparó el fuego y colocaron la olla con agua. Cuando ésta empezó a hervir ya estaba todo el vecindario en torno a aquel extraño que, tras dejar caer la piedra en la marmita, probó una cucharada y  exclamó:


- ¡Deliciosa! Lo único que necesita son unas patatas.

     Una mujer se ofreció de inmediato para traerlas de su casa. El hombre probó de nuevo la sopa, que ya sabía mucho mejor, pero echó en falta un poco de carne.

     Otra mujer voluntaria corrió a buscarla. Y con el mismo entusiasmo y curiosidad se repitió la escena al pedir unas verduras y sal. Por fin pidió: "¡Platos para todo el mundo!".

     La gente fue a sus casas a buscarlos y hasta trajeron pan y frutas. Luego se sentaron todos a disfrutar de la espléndida cena, sintiéndose extrañamente felices de compartir, por primera vez, su comida.

     Y aquel hombre extraño desapareció, dejándoles la milagrosa piedra, que podrían usar siempre que quisieran hacer la más deliciosa sopa del mundo.

 

 

            En este cuento que, según he leído en algún lugar, puede considerarse como una especie de Traje nuevo del Emperador a la inversa, (“nada” resulta ser “algo” al final), la piedra inicial es sólo un pretexto para que los aldeanos empiecen a cooperar. Yo sólo quería recordarlo y compartirlo con algunos de mis amigos, en estos momentos en los que la crisis nos obliga a hacernos nuevos planteamientos; por eso lo programé al revés y lo que les pedí que trajeran fueron las piedras y no el pollo, el jamón, los huesos o la verdura… Pero el resultado milagroso se produjo de todos modos: Nadie vino sólo con su guijarro y las ganas de conversar; sino que, aparte de la sopa (que quedó lo suficientemente buena como para que ninguno se dejara nada en el cuenco), la mesa se fue llenando con ensalada, empanadas, tortillas de patata y cebolla, “cocas” de verduras, de jamón, bebidas y deliciosas tartas para el postre: de manzana, rellena de muselina, bizcocho de chocolate, de zanahoria con nueces…

            ¿Será verdad, entonces, que la “sopa de piedras” es un buen catalizador para empezar a compartir? Probad a ver qué tal os sale.

Próximamente

Próximamente

He apagado la lámpara, que ya había encendido, para gozar de la hermosa luz del atardecer…

            He abandonado lo que estaba haciendo, para escribirte en este momento mágico, que no puedo apresar, ni soy capaz de pintar con palabras, porque la calidez de sus colores antes sólo la había visto en sueños…

            He abierto la venta de par en par para que, además de de la tarde que muere, entre también el olor de los  tejados mojados, de la tierra empapada, de los árboles regados por la lluvia...

            Te escribo sin mirar al teclado, sin apartar los ojos del paisaje, sin importarme que la página en blanco que simula la pantalla se vaya llenando con trazos rojos que señalan las faltas en las que incurren mis dedos… No importa, luego, cuando la noche caiga del todo, corregiré; pondré tildes donde no las haya, consonantes donde falten, espacios donde sean menester… Lo importante es que, cuando relea lo escrito, volverá a alumbrarme esta luz y volveré a sentir este aroma que creía olvidado.

            La otra mañana, el día que se casó Mercedes, me ocurrió algo parecido… Pero era el amanecer y yo, como ahora que se pone, estaba de espaldas al sol que salía. Al abrir la ventana y dejar vagar la mirada por entre las sombras que se desvanecían, llegó hasta mí el aroma del pan recién cocido, que subía desde la panadería que está debajo de casa.

            Ahora maúlla un gato, está más oscuro y el aire viene frío. Alguien llama al timbre, pero a mí me da pereza levantarme. Suena el teléfono, pero no me apetece cogerlo. Prefiero seguir pensando en el pan, en las panaderías que calentaban el horno quemando leña de pino y tan bueno era el olor de las leña amontonada a la entrada como el de las hogazas recién sacadas del horno, cuando todavía era de noche… Prefiero seguir mirando hacia un horizonte cada vez más difuminado, a las pequeñas ventanas que se van encendiendo en los edificios de enfrente, dando testimonio de que entre sus paredes hay vida: niños que hacen los deberes del primer día de clase, hombres y mujeres que se disponen a preparar la cena, que esperan una llamada de teléfono o a que comience el programa de televisión que les hará olvidar sus penas por un momento… quizás alguien lea un libro o escriba una carta o escuche la radio con la luz apagada.

           

            Han pasado dos días desde que escribí el párrafo anterior. La inspiración se ha esfumado y no puedo seguir con el mismo tono… Hay temas que se quedan en el tintero para la próxima vez: la citada boda de Mercedes, el nacimiento de Pedrito (como aún no tengo ninguna foto de él, había pensado ilustrar la noticia con una de Tina, su madre, de cuando era pequeña, muy pequeña); el comienzo del curso para los niños; que Natalia quedó la primera en las pruebas de acceso para el conservatorio (pronto tendremos una clarinetista en casa… aunque ella se molesta cuando le digo que algún día podrá tocar junto a Woody Allen).

            Las ideas corren más veloces por la mente que mis dedos sobre el teclado del ordenador. 

 

 

            “Cuando éramos pequeños, en el pueblo, había cine casi todos los días. Los lunes, miércoles y viernes, en sesión de noche; y el sábado y domingo, por la tarde y después de cenar. Eran películas para adultos, incluso algunas (como La mujer marcada), de las calificadas por la iglesia como 3R… Tarde años en saber que existían incluso las que habían obtenido un 4, pues ésas, como eran moralmente peligrosas para todos, no llegaron nunca a Casas Ibáñez.

            Pero lo importante, para quiénes éramos niños, era la sesión que para nosotros se hacía cada domingo por la tarde: pocas películas infantiles, pero todas toleradas; la mayoría, todavía en blanco y negro (como la vida), aunque la tendencia se fue invirtiendo con el paso de los años y acabando siendo todas en color (como los sueños). El lejano oeste americano, las enmarañadas selvas africanas, las profundidades marinas, los dibujos animados, los enredos de los cantantes de la época, los niños prodigio, los valientes espadachines, el más difícil todavía del mundo del circo, las vidas de los santos… y un largo etcétera que empezaba a alimentar nuestros sueños desde el lunes anterior, cuando a través de los cristales del ambigú se mostraban a la calle los “cuadros”, ocho o diez fotogramas que incitaban a adivinar qué iba a ocurrir en la película, del mismo modo que los traílers que se proyectaban o los carteles que las anunciaban y que, desde mucho antes, ya estaba colocado en alguna de las paredes del cine, casi siempre con la leyenda de “PRÓXIMAMENTE”.

Francisco González Ledesma

Francisco González Ledesma

Esta semana me he vuelto a encontrar con Francisco González Ledesma en Requena. Es la segunda vez que coincido aquí con el entrañable escritor barcelonés.

Podría hacer memoria y calcular cuándo fue la primera. Pero escribo de madrugada, mientras Vicente Fernández canta a todo pulmón, apuro un tequila con hielo y a mi alrededor empieza a celebrarse el cumpleaños de Eliana (“a lo mejicano”, que diría Borja)… Así es que no voy a hacer ningún esfuerzo y me voy a limitar a recordar que fue en la Cueva del Cristo, en el corazón de La Villa, donde celebrábamos alguna de las entregas de premios del certamen de cuentos hiperbreves (cuentos “cortos-cortos”, los llamábamos), que convocaba Edisena en sus buenos tiempos. Entre los premiados se encontraba una periodista de Barcelona, Victoria González, que había venido acompañada de sus padres, a quienes me presentó alguna de las veces que me acerqué por su mesa para ver cómo iba todo.

—Mi padre también es escritor—,  me dijo.

Él quiso quitarse importancia. Pero resultó que, sentado entre nosotros, teníamos al autor de una docena de novelas, entre otras Crónica sentimental en rojo, con la que había ganado el premio Planeta en 1984.

En aquellos días que no quiero precisar, pero de los que han pasado más de diez años, a Francisco González Ledesma, pese a los premios y las publicaciones, se le conocía más fuera de España que en nuestro país y sus novelas se editaban antes en francés que en español. Así es que tuvieron que ser él mismo y su hija quienes me dieran una lista de sus títulos y me recomendaran muy especialmente la de Soldados, que me apresuré a leer y me sirvió para empezar a conocer la obra dura y violenta, por un lado, escéptica a la par que comprometida y llena de sentimientos, por otro, de este singular escritor de género negro que, para vivir, había escrito cientos de novelas de kiosco (policiacas, del oeste y de ciencia ficción), publicadas con el pseudónimo de “Silver Kane”, curiosamente más popular y conocido que su verdadero nombre, con el que firmaba obras de argumentos más complejos, en las que personajes afinadamente  trazados adentran al lector por el submundo de la delincuencia más sórdida.

La afabilidad de su trato, la humildad con la que quiso pasar desapercibido entre nosotros, para no quitarle importancia a los escritores más jóvenes que, como su hija, habían ganado aquellos modestos premios, y el hecho de haber sido uno de los autores de “literatura barata”, a la que de alguna manera y por varias razones me sentía vinculado, hicieron que este novelista (que valora más al escritor honrado que al buen escritor), despertara en mí una sincera simpatía que traté de mantener viva a través de un par de cartas que intercambiamos después.

Fui yo quien nunca contestó a la última. Una carta entrañable y conmovedora que guardo como un tesoro porque en ella me calificaba (por mi  trabajo como editor), de “último romántico de la imprenta: Hada Madrina del escritor que empieza, Cruz Roja del escritor que termina”…  Si esto último lo decía por él mismo, porque por aquel entonces le era más fácil publicar en Francia que en España (yo lo hubiera hecho con tanto orgullo como lo había hecho con Rodrigo Rubio o Rosa Romá), se equivocaba: Semanas después, Fernando Sánchez Dragó lo puso en primera plana al dedicarle en televisión dos emisiones seguidas de su programa  “Negro sobre blanco”, que en aquella época pretendía marcar tendencias literarias. Pensé que no era entonces el momento de volver a escribirle, que tendría muchas cartas y llamadas que atender y que, mejor dejar pasar un tiempo…  Nunca llegó el momento: Su obra empezó a ser reivindicada, los reportajes y las entrevistas se sucedieron, llegaron los premios (Dashiell Hammett, Pepe Carvalho, RBA de Novela Negra, Premio Mystère a la mejor novela extranjera editada en Francia, Creu de Sant Jordi, Premio José Luis Sampedro…), y sus nuevos títulos empezaron a encontrar lugar en los escaparates y las góndolas de las librerías: El pecado o algo parecido, Tiempo de venganza, Cinco mujeres y media, Una novela de barrio, No hay que morir dos veces… por citar las que más me han gustado y, en especial, Historia de mis calles, porque no es una novela, sino unas deliciosas memorias, cuya lectura he recomendado muchas veces y que a mí me encantaron por el detalle con el que muestran el entramado del mundo editorial en los años de la dictadura.

Y eso del mundo editorial de los años cincuenta, de los entresijos de la popular editorial Bruguera, en la que Francisco González Ledesma, además de “Silver Kane”, fue abogado, me hace recordar que, como decía al principio, la pasada semana me he vuelto a encontrar con él en Requena. No ha sido esta vez en la Cueva del Cristo, ni siquiera he podido escuchar su voz o estrechar su mano, ha sido en las páginas de un libro en el que él es personaje y no autor: El invierno del dibujante.

Fue Julie Paola quien me recomendó y pasó Arrugas, la novela gráfica de Paco Roca, antes de que fuera película de animación premiada con dos Goyas. Me gustó tanto que me apresuré a buscar más obras del mismo autor y, en la biblioteca de Requena, conseguí  esta otra, El invierno del dibujante, protagonizada por todos esos artistas que hicieron posible algunos de  los tebeos de mi infancia (no digo que todos porque éstos son los de Pulgarcito, Tiovivo, DDT y otras revistas de Bruguera; a ellos habría que sumar los de la Editora Valenciana, como Jaimito o el genuino TBO de Buigas, Estivill y Viña). Pues en medio de todos estos dibujantes: Vázquez, Ibáñez, Segura, Conti, Cifré, Escobar, Peñarroya, Raf, Nené… aparece “Ledesma”, el abogado de la editorial; quizás quien no haya leído Historia de mis calles o no conozca detalles de su biografía no pueda relacionarlo con Francisco González Ledesma, pero yo he vuelto a revivir todos estos recuerdos y el de la lectura de sus novelas, así es que he pensado que era el momento de traerlo hasta el blog (donde el enlace a su página siempre ha estado), y rendirle este pequeño homenaje.

El verde de tus pupilas

El verde de tus pupilas

 

 

Está lloviendo en la Glorieta. La Glorieta está desierta. Se ha adelantado el otoño y las hojas, caídas en el suelo, se empapan con la lluvia que mansamente baja del cielo. Un hombre espera sentado en un banco. Quien lo viera diría que es primavera, que asombrado contempla los tiernos brotes verdes de los árboles, las yemas nuevas que luego serán rama y darán hojas que harán sombra cuando llegue el verano, y volverán a caer cuando el otoño regrese. El hombre no siente la lluvia que moja su cabeza, que cala su camisa y empapa el vello oscuro de su cuerpo. El agua escurre hasta sus zapatos y, en la tierra, se hace charco. Quizás el hombre, que parece calentarse con los rayos de un sol que no brilla, se crea en el verano y se imagine a sí mismo paseando descalzo por la playa, o vadeando un río. El hombre oye una voz. Escucha su nombre y se levanta del banco. Busca con los ojos hasta encontrarte a ti, que caminas despacio bajo la lluvia. El agua ha empapado tus cabellos, ha mojado tu vestido y ha calado hasta tu cuerpo hermoso para desvestirlo con descaro: ciñe la ropa sobre tus senos perfectos de pezones puntiagudos, tus caderas sinuosas, tu pubis de seda... sobre las piernas que te acercan al hombre que te espera. Ninguno de los dos siente la lluvia que sigue cayendo. O no os importa. Cuando llegas a su lado os quedáis frente a frente, callados, sin decir nada. Tú sonríes. Él sonríe y vuestras sonrisas se juntan en un beso. Al separaros, el hombre te mira a los ojos. El verde de tus pupilas le devuelve la imagen de mi rostro... Entonces te beso de nuevo y pienso que no me quiero despertar.

Unos brotes verdes, minúsculos, de hierba

Unos brotes verdes, minúsculos, de hierba

      

 

 

       Ayer, diecinueve de noviembre, día de vísperas, después de varios años, volví a uno de los “piscolabis” literarios que organiza la CAT, encuentros de amigos a los que les gusta el teatro, la literatura, la poesía, la tertulia, el vino y que, de tarde en tarde, se reúnen con un bocadillo bajo el brazo (en esta ocasión la cena no fue de sobaquillo sino que se asaron chuletas en las ascuas que habían dejado unas cepas al arder), y un texto que leer sobre el tema elegido previamente en la reunión anterior. El texto puede ser más o menos original, bueno o malo, largo o corto, en prosa o en verso, dramático o cómico, escrito a mano, en ordenador o en una vieja máquina de escribir… es sólo el salvoconducto para entrar, participar y tener derecho a la bebida con que se riega la cena y a las aceitunas que, generosamente, aporta Gregorio,  el “Olivarero”.

       En esta ocasión la reunión se celebraba en un entorno muy especial, un lugar lleno de encantos que bien se merecerá que algún día le ofrezca toda la atención de este blog: El Museo de Sisternas, dedicado al mundo rural… El tema propuesto era “Los brotes verdes” y Miguel Ángel, en el correo que me mandó para invitarme, señalaba que “al margen de la política”. No hubiera hecho falta la observación puesto que, tan pronto como conocí el tema, me acordé de una bella historia que vi (eran dibujos, con muy poco texto), hace muchos muchos muchos años, en una revista de mi abuelo. Nunca la he olvidado, pero tampoco he vuelto a encontrarla, ni siquiera ahora con la ayuda de Internet; así es que decidí contarla a mi manera, con algunos cambios que posiblemente le quitan parte del encanto, pero la hacen más mía.

       He querido aprovecharla para volver a publicar en el blog y compartirla con todos vosotros en un día como del de hoy… porque creo que también en días como éste tenemos derecho a la esperanza:

 Unos brotes verdes, minúsculos, de hierba

             Ahora no os voy a contar la historia de este mundo en el que vivimos, del cómo ni el porqué surgió en medio de la nada y las tinieblas, de cómo en él se separaron las aguas y la tierra, crecieron las plantas, aparecieron los peces primero, las aves después y, luego, el resto de los animales y el hombre que, a lo largo de siglos, sería el encargado de ponerle punto y final.

            Quienes entienden de estos temas nos explicaron lo del calentamiento global, las causas de la contaminación y del hambre, del efecto invernadero, la violencia, la sobreexplotación de los recursos naturales… La gente más sencilla, pero más sabia que los que saben, intuyó que eran la guerra y la codicia, el odio, la incultura y la ambición quienes, año tras año, fueron devastando el planeta, quienes hicieron el aire irrespirable; los mares, meras… cloacas; los campos, estériles; la tierra un erial: Nada sobrevivió sobre su faz, condenada fue a la nada y las tinieblas. Ni un sólo vestigio de vida quedó en toda la Tierra.

            Ni un sólo vestigio de vida… Salvo un niño, una niña y unos brotes verdes, minúsculos, de hierba.

            Ellos cuidaron de aquellas briznas hasta que tomaron fuerza, crecieron, se extendieron, se hicieron pasto y fueron prado en el que nacieron flores, arbustos, árboles sobre los que volvieron a anidar los pájaros. Tuvieron hijos y, risueños, poblaron la tierra, donde fueron felices hasta que, poco a poco, regresaron los políticos, los militares, los sacerdotes, los banqueros… y trajeron la ciencia y el progreso, la industria, la riqueza, la avaricia, el odio, la ambición, la guerra y, de nuevo, la sobreexplotación de los recursos naturales, la contaminación, el hambre, el calentamiento global, el efecto invernadero.

            Quienes entienden de estos temas lo explicaron muy bien, pero eso no impidió que el aire se volviera irrespirable; los mares, cloacas; los campos un erial. Y esta vez sí que ya nada quedó sobre la faz de la tierra, condenada para siempre a la nada y las tinieblas: Ni un solo vestigio de vida en todo el planeta.

            … Salvo un niño, una niña y unos brotes verdes, minúsculos, de hierba.