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Ramón de Aguilar

HERVIDERO

Presentación de presentadores

Presentación de presentadores

Se supone que en la presentación de un libro el autor es el último en hablar, el último en tomar la palabra. Sin embargo, en la que hicimos en Casas Ibáñez de mi última publicación (Algunos relatos casi policiacos), pedí que fuera al revés y que me dejasen hacerlo a mí primero. Quería ser yo mismo el “presentador de mis presentadores”; explicar quiénes y por qué me acompañaban en la mesa: Cuatro amigos entrañables, cuatro grandes lectores, cuatro buenos comunicadores que hoy quiero que conozcáis los seguidores del blog:

De Noelia, por empezar por la persona más joven de la mesa (y más alta de la foto), podría decir que la conozco desde siempre, puesto que a su madre, Ramona Cabezas, la conocía ya cuando ambos éramos niños (ella más que yo); pero lo cierto es que el primer recuerdo que conservo de Noelia es el de su intervención en una sesión de cuenta-cuentos, en la biblioteca de Casas Ibáñez; luego participó activamente en el taller literario que durante varios años, aunque de manera bastante informal, mantuvimos a la sombra de la Universidad Popular, junto a Manolo Picó, David y Jesús Zafra, Manolo Calomarde, Irene Castilo y alguno más. Desde entonces, desde que apenas era una adolescente, he permanecido en contacto con ella y he seguido de cerca sus estudios en Valencia, primero, y sus trabajos en Madrid, después, donde sigue trabajando hoy en día como bibliotecaria para el Consejo Superior de Investigaciones Científicas, cantando en un coro y en el grupo “Capitán Sunrise”... haciendo miles de cosas que, sin embargo, siempre le dejan tiempo para la lectura.

A Elena Pérez (de quien ya he dicho alguna vez que tiene nombre de hada y apellido de ratón), no la conocí con un cuento en los labios sino con un libro de poemas en la mano. Las circunstancias de aquel encuentro casual y la persona que lo provocó, Rafael García, a quienes los dos queríamos y admirábamos tanto, hicieron que desde entonces Elena fuera una persona muy especial para mí, una persona a la que nunca he dejado de admirar por la sensibilidad con la que vive y con la que escribe, por la profesionalidad con la que durante años dirigió Radio Requena y con la que hasta la actualidad mantiene viva una “oenegé” tan importante como Proyecto Avalon, “iniciativa para una cultura de paz”… Una persona a la que nunca he dejado de admirar por la intensidad con la que sabe disfrutar de todo cuanto la vida ofrece.

A Pedro Uris, a nivel personal, lo conozco menos. Apenas nos habíamos visto tres o cuatro veces en persona (a las que ahora tengo que añadir una más) y, sin embargo, hace años que aprecio su amistad. De él no puedo hablar con el corazón, al menos no puedo hacerlo con la misma emotividad y, sin embargo, si estaba allí esa mañana, si lo había invitado a presentar mi libro, no era sólo por sus competencias profesionales, no era sólo porque lo admire como escritor, como guionista y crítico de cine, como gestor cultural… Era porque, además de todo eso y del afecto que siempre me ha mostrado cuando hemos coincidido en algún lugar, Pedro Uris es el autor de una de las novelas que más me impactaron cuando hace años fui editor: Cita con la eternidad. Una obra que resultó finalista en nuestro premio de novela (por mí hubiera sido la ganadora, pero en nuestros certámenes siempre era el jurado el que decidía). Fue la última que intentamos publicar, aunque se quedó en la imprenta (por cierto que la portada la hizo una diseñadora de Casas Ibáñez, Flor Navarro, de Serradiel). A Pedro, pues, lo vi por primera vez en Villatoya, cuando vino a la entrega de premios el año que fue finalista (luego volvió alguna vez más, como jurado y como invitado). De Cita con la eternidad, la novela, que a mí me había impactado por la habilidad con la que mezcla la ficción con la realidad, por el juego constante entre la vida y la literatura, tomé prestado un personaje (sin pedirle permiso al autor), para que protagonizara uno de los relatos que componen mi libro… Era una razón más, una razón más que sobrada para invitarlo a que viniera a Casas Ibáñez y él, generosamente, lo hizo. Espero que se llevara un buen recuerdo.

Por último, de Carmen Navalón, la alcaldesa a quienes la mayoría de los presentes conocían mejor que yo, no puedo contar cómo o cuándo fue la primera vez que la vi. En realidad es como si siempre hubiera estado ahí, en el recuerdo, un recuerdo tan lejano que se confunde con el canto de las tablas de multiplicar en el colegio de las monjas, con el patio del recreo y las cajas de “tintes” Alpino, con las calles llenas de barro, aún sin asfaltar y los charcos helados, con las noches de verano jugando al escondite o a “dónde están las llaves”, con los pantalones cortos, las soguillas en el pelo y las sesiones toleradas del domingo por la tarde en el Cine Rex… Es verdad que yo soy mucho mayor y que ella andaría jugando con mi hermana…  pero es de aquel borroso y delicioso pasado de donde nace esa amistad, que se ha ido fortaleciendo con el paso de los años, con la madurez y gracias también, por supuesto, a la afinidad de ideas. Así, si esa mañana de domingo estuvo allí con nosotros, no fue sólo porque, como alcaldesa de Casas Ibáñez, estuviera interviniendo en un acto cultural programado dentro de las fiestas del pueblo… Fue por eso también pero fue, sobre todo, porque la considero mi amiga.

Éstos, tan risueños como podéis verlos en la fotografía, fueron mis cuatro presentadores; pero lo bueno que tuvo estar allí, en Casas Ibáñez, ese sábado por la mañana, fue que, al mirar uno a uno al público que nos acompañaba, me di cuenta de que de cualquiera de ellos, si estuviera acompañándome en la mesa, podría haber hablado con el mismo cariño y con la misma emoción… Me di cuenta de que soy realmente afortunado por haber pasado mi infancia en ese pueblo, por haber vivido en Casas Ibáñez: El lugar al que siempre quiero volver.

Lección de húngaro

Lección de húngaro

      Para mantener vivo el blog, y mientras llega el momento de añadir algo nuevo, rescato una de las primeras entradas que publiqué en el mismo (hace casi seis años); una en la que, precisamente, explicaba cómo nacía éste para no tener que reenviar el mismo mensaje (o parecido), cuando necesitaba contarle algo a mis amigos.

      La evolución del mismo me ha alejado de aquel objetivo inicial pero, después de varios vuelcos, aquí sigue, para todos vosotros. He recortado algunos párrafos, que no venían ya al caso, y he suprimido enlaces (que entonces ponía muchos, en mi afán de compartir con mis lectores todo cuanto me parecía merecer la pena). Conservo la imagen inicial, que ya no es la vista que veo desde mi ventana, pero que es una estampa que no quiero olvidar: 

 

  Una de las preguntas que más veces me han hecho es la de por qué estudié húngaro. Parece que lo normal es aprender inglés y, en todo caso, los que ya están “demodé”, francés; los que quieren hacer de esa segunda lengua una fuente de ingresos, alemán (algunos, con el mismo argumento, ruso o chino); quienes piensan en el futuro, árabe; los “aznaristas”, catalán (para hablarlo en la intimidad); los miembros de la casa real, vasco o vascuence (lo de “euskera” sólo deberían decirlo los que lo estén hablando)… Mejor dejemos a un lado el latín y volvamos al principio: ¿Cómo se me pudo ocurrir, cuando nuestro país aún no estaba en la Unión Europea y el de ellos todavía formaba parte del Pacto de Varsovia? Pues por eso; quizás hoy no se me hubiera pasado por la cabeza, pero a principios de los años ochenta, recién llegado a Castellón, tuve la tentación de conocer algún país, alguna cultura, que fuese muy diferente; me propuse huir de lo tópico: Oriente, la paradisíacas islas del Pacífico, el África negra… y así, repasando el Atlas una y otra vez, con el mismo ahínco que de niño buscaba en los mapas un país que se llamase “Guachilandia” y que nadie conociese (ésa es una historia que tendré que contar otro día); descubrí Hungría que, aún estando en la misma Europa, tiene una lengua que no es ni latina, ni céltica, ni germánica…. en realidad no es indoeuropea y, además, en aquellos tiempos, todavía era un país comunista (una República Popular), no sólo no está junto al Mediterráneo, sino que ni siquiera tiene mar... Todo se me antojaba diferente a lo nuestro y, sin embargo, cuando fui por primera vez, descubrí que los hombres y mujeres sí que, a pesar de todo, eran iguales (qué bonito lo canta Rafael Amor en sus canciones: “siempre quedan iguales en el adiós los pañuelos, y las pupilas borrosas de los que dejamos lejos, los amigos que nos nombran y son iguales los besos y el amor de la que sueña con el día del regreso.”)… Eso fue entonces, ahora, cuando vaya la próxima vez (¿este año por fin?), tendré la sensación de no haber salido de aquí, salvo por los rótulos que señalen la farmacia (gyógyszertan), el cine (filmszínház), la librería (könyvesbolt), la dirección al aeropuerto (repülőtér) la estación de tren (vasútállomás)… Y salvo porque no entenderé a nadie por las calles, ya que, desgraciadamente, lo de estudiar húngaro no ha pasado de ser un deseo durante este cuarto de siglo…

            Que, con tanto hablar, no se me olvide que el motivo de esta carta, de esta nueva circular, es el de quejarme de tu doloroso silencio. Si os escribo así a todos, a la vez, parece que es mentira. Cada uno puede pensar que, si me acordara de él, le escribiría directamente: “ mi querida Princesa”, “recordado Quijano”, “inolvidable Amapola”, “entrañable Lobo”… Y sin embargo, te aseguro que cada mañana, al despertar, cuando pierdo la mirada por las terrazas que se divisan desde la ventana del dormitorio, hay un momento en el que me acuerdo de ti… Voy a tratar de poner esa vista para ilustrar esta carta abierta; puede que no parezca hermosa, si no contempla pensando en ti, pero a mí me atrapa cada mañana, mientras amanece a mis espaldas y el pueblo empieza a despertar.

            Mirar por las ventanas de la nueva casa es una de las cosas que más me relajan. Creo que hay doce y al menos tres de ellas son enormes ventanales que van desde el techo a la pared, el sol entra a raudales por los cuatro puntos cardinales.

            A todo esto, ya me estaba olvidando de que había empezado hablándote de mi interés por el húngaro. Pues resulta que, cuando por fin elegí el país, la lengua y la cultura que iba a estudiar en profundidad, resultó que en España no existía tal posibilidad. Escribí un par de veces a la Embajada de Hungría en Madrid, pero no me contestaron y decidí olvidar el asunto hasta que en 1984 (¿tú ya habías nacido?), estando en Salamanca, en la Facultad de Filología (donde yo era alumno de primero pero, con mi barba y mi calva, todos me confundían con los profesores), hallé el anuncio de un curso de iniciación al húngaro, que iba a impartir la profesora de Budapest, Gergelyi Ágnes, aprovechando su estancia en España… Fui uno de los cuarenta y un decididos que se inscribieron y uno de los siete que lo acabaron (aunque sin que mi oído carpetovetónico fuera capaz de distinguir el sonido de sus catorce vocales). Todavía conservo el libro y los apuntes del curso, el recuerdo de una compañera de La Rioja, que se llamaba Ana, que conocía casi todas las lenguas del mundo y soñaba con formar parte de algún harén árabe y, lo que es más importante, la entrañable amistad de la profesora, que acabó siendo Inés y no sólo me abrió las puertas de su ciudad y de su país, sino que también me hizo un hueco en su casa y en su vida… Aunque eso debería contarlo otro día, porque hoy, como te he dicho antes, no tengo tiempo para escribir y si me he puesto a hablar del húngaro es porque, gracias a todo lo que te he contado, conocí un poema de Ady Endre (Elbocsátó, szép üzenet), que nunca he sido capaz de comprender entero, pero cuyos dos primero versos siempre me han impresionado, porque dicen algo así como: “Cien veces me despedí de ti… ésta no es la vez ciento una, sino la última vez”. Cuando iba a empezar esta breve nota lo recordé porque mi intención es que ésta sea la última “circular”… Aunque no la última vez que te escriba. No quiero que mis mensajes se conviertan en “spam”… La idea no es de hoy, sino de hace tiempo, de tanto tiempo que he tenido el suficiente para encontrar y preparar una alternativa: mi blog, un lugar donde ir escribiendo para que cada uno me lea y me conteste cuando quiera y cuando pueda. Un blog muy personal, dirigido sólo a los amigos y, en todos caso, a los amigos de mis amigos. Antes de decirlo le he dado un poco de consistencia para que, si te decides a entrar, encuentres algo más que un proyecto. Allí iré dejando estas cartas abiertas, cuando me sienta inspirado y comunicativo (ya he colgado las tres o cuatro últimas); pero también lo que escribo en plan literario (ya hay algún poema y algún cuento), y lo que escriben mis amigos (esto en un sentido muy amplio, como verás en las dos primeras muestras); hay otro apartado para los lugares que me gusta frecuentar (De momento ya tiene su rincón la Tetería Luna ), y otro para ir presentando a la gente que más quiero (he empezado con Eliana)... Bueno, yo creo que lo mejor es que me vaya despidiendo y te deje que te des una vuelta por aquí; al fin y al cabo todo lo que vas a encontrar está puesto pensando en ti.

Placi y Sonín: La novela que no escribí

Placi y Sonín: La novela que no escribí

Fui a ver el estreno de Fanny y Alexander al cine Azul. Me impresionó tanto que aún volví a verla un par de veces antes de que la quitaran de la cartelera. No lo sabía, pero podía intuir que cuando casi treinta años después la citara en mi blog, la de Bergman seguiría siendo mi película preferida.

Al último pasa fui con Placi y con Sonín. Ha pasado tanto tiempo desde la última vez que las vi que podría decir que eso es lo único que recuerdo de ellas: que estuvieron sentadas a mi lado en la butaca de un cine que, como tantos otros, ya ha desaparecido… Pero sería mentira. Recuerdo muchos otros momentos y a veces, muy de tarde en tarde, me las encuentro en viejas fotografías. Hoy, además, he hallado el inicio de una novela que iba a escribir sobre ellas. Un folio, un solo folio (eso sí, no DIN A4, sino de los de verdad, y manuscrito por las dos caras; aunque la segunda sin acabar. En eso se quedó el intento). Me hubiera gustado contaros cómo imaginé la historia, cómo pensaba narrarla, cómo fui a una papelería que tenía salida a dos calles y, para no quedarme corto, compré un par de paquetes de folios, porque quinientos me parecían pocos… Pero sería igual de mentira que reducir su recuerdo a una presencia cercana en la oscuridad de un cine. No sé qué pretendía contar con aquella novela a la que apenas le dediqué unos minutos y no tuve que comprar folios (la anécdota de los dos paquetes pertenece a un personaje de otra novela de la que ni siquiera he escrito una hoja).

Ya he dicho que el cine Azul desapareció (parece que devorado por un hotel que tenía al lado), pero no sé qué habrá sido de Placi y de Sonín. Fanny y Alexander (también lo he dicho ya), sigue siendo mi película preferida, y hoy, haciendo limpieza en los cajones de la mente y en los del escritorio, he encontrado el inicio de la novela que nunca llegué a escribir. Os lo dejo todo aquí en el blog: el recuerdo del cine que apagó su pantalla para siempre, el de una película que no me canso de ver, el de una novela que no escribí, el de Placi y de Sonín:

 

Si algo recordaré siempre de aquella casa, será la pequeña estampa del Sagrado Corazón de Jesús colocada en la pared, entre los pósteres más dispares y algunas de sus fotos.

Recordaré siempre la voz de Placi, dictando de un grueso tomo de medicina, los párrafos salteados que Sonín mecanografiaba: Placi le apuntaba cada tilde y Sonín reía. La misma cinta de siempre en el casete, a la que yo acababa de dar la vuelta, y Noé, el perro de trapo, con las orejas caídas y mirándome fijamente.

El día, la semana, el mes y el año estaban acabando. Esa misma mañana había vuelto a llover y, después de tantos años, ese diciembre que moría tenía todo el sabor de los antiguos inviernos, de esos que siempre se recuerdan ligados a la infancia, con las calles llenas de charcos, las ropas húmedas y el humo con olor a leña saliendo de las chimeneas. Se me antoja, después de todo lo que ha ocurrido, que si en aquel momento nos hubiéramos parado a pensar en todas estas cosas, hubiéramos creído, simplemente, que un año se estaba acabando y que la Navidad, una vez más, se acercaba para poner punto final a otra etapa.

Se me antoja también que, seguramente, cualquier sueño o ilusión, cualquier propósito o esperanza los hubiéramos dejado para el año siguiente, porque poco podía caber ya en los días que le quedaban al que vivíamos… Nadie hubiera podido imaginar todo lo que aún había de ocurrir antes de que sonasen las doce de la noche del treinta y uno de diciembre, ni de qué modo nuestras vidas se verían sacudidas por los acontecimientos que nos habrían de marcar para siempre.

Sopa de piedras

Sopa de piedras

            Aún no había caído la tarde cuando, ante la puerta de casa, encendí una pequeña hoguera y puse las trébedes para que sirvieran de base a la olla. Las piedras ya estaban a remojo… Al revés que en la fábula, lo que pedí a quienes quisieron participar en la cena fue que trajeran cantos para hacer la sopa. Ponerlos a remojo, en agua con un poco de legía y después de haberlos lavado bien, fue sólo una excusa para que quedara constancia de que estaban bien limpios y nadie debía sentir aprensión cuando fuéramos a tomar el caldo. La imagen de aquí al lado es la de nuestras piedras, recién lavadas, momentos antes de echarlas en la olla.

            Se me ocurrió que convertir en experiencia real esta vieja fábula podía ser una divertida invitación a usar la imaginación para superar los tiempos de crisis en que vivimos. ¿Se puede hacer una sabrosa sopa con un puñado de piedras, un caldero y unos litros de agua? Como si la respuesta quisiera venir sola, apenas habíamos encendido el fuego, empezó a llover. La olla sirvió de paraguas a las llamas y pudimos pensar que hasta ésta nos caía del cielo: Agua de lluvia, guijarros recogidos en la playa o la ribera del río, fuego con leña seca del monte… Nosotros sólo tuvimos que poner la buena voluntad y, poco después de las diez de la noche (en el horizonte, al oeste, aún quedaba una delgada franja de luz, recordándonos que el verano está de camino), pudimos sentarnos a la mesa, ante los humeantes cuencos en los que habíamos servido la “sopa de piedras” (para unos como consomé y para otros con pasta, según el gusto de cada cual)

            Yo conocía esta fábula gracias a Anthony de Mello, que la incluyó en su Oración de la rana. Existen más versiones; basta con indagar un poco con la ayuda de Internet para enterarse de que, según la tradición portuguesa, los hechos descritos en el cuento ocurrieron en los alrededores de Almeirimn (hoy en día puede encontrarse “sopa de pedra” en todos los restaurante de la localidad), o de que en otros lugares de Europa se conoce como “sopa de clavos” o “sopa de hacha”, porque son éstos o ésta quienes sirven como pretexto para que los aldeanos empiecen a compartir lo poco que tienen, de un modo que ni siquiera habrían considerado sin el catalizador de la sopa que creían estar mejorando… Pero mejor os transcribo la fábula completa, por si algunos de vosotros todavía no la conoce:

 

 

     Cierto día, llegó a un pueblo un hombre y pidió comida por las casas; pero la gente le decía que no tenían nada para darle. Al ver que no conseguía su objetivo, cambió de estrategia y, cuando llamó a la siguiente puerta y se encontró con la misma negativa, dijo:

- "No se preocupe. Tengo una piedra en mi mochila con la que podría hacer una sopa. Si usted me permitiera ponerla en una olla de agua hirviendo, yo haría la mejor sopa del mundo.

 - ¿Con una piedra va a hacer usted una sopa? ¡Me está tomando el pelo!


- En absoluto, señora, se lo prometo. Déjeme un buen puchero y se lo demostraré.

     La mujer buscó el recipiente más grande que tenía y lo puso en mitad de la plaza. El extraño preparó el fuego y colocaron la olla con agua. Cuando ésta empezó a hervir ya estaba todo el vecindario en torno a aquel extraño que, tras dejar caer la piedra en la marmita, probó una cucharada y  exclamó:


- ¡Deliciosa! Lo único que necesita son unas patatas.

     Una mujer se ofreció de inmediato para traerlas de su casa. El hombre probó de nuevo la sopa, que ya sabía mucho mejor, pero echó en falta un poco de carne.

     Otra mujer voluntaria corrió a buscarla. Y con el mismo entusiasmo y curiosidad se repitió la escena al pedir unas verduras y sal. Por fin pidió: "¡Platos para todo el mundo!".

     La gente fue a sus casas a buscarlos y hasta trajeron pan y frutas. Luego se sentaron todos a disfrutar de la espléndida cena, sintiéndose extrañamente felices de compartir, por primera vez, su comida.

     Y aquel hombre extraño desapareció, dejándoles la milagrosa piedra, que podrían usar siempre que quisieran hacer la más deliciosa sopa del mundo.

 

 

            En este cuento que, según he leído en algún lugar, puede considerarse como una especie de Traje nuevo del Emperador a la inversa, (“nada” resulta ser “algo” al final), la piedra inicial es sólo un pretexto para que los aldeanos empiecen a cooperar. Yo sólo quería recordarlo y compartirlo con algunos de mis amigos, en estos momentos en los que la crisis nos obliga a hacernos nuevos planteamientos; por eso lo programé al revés y lo que les pedí que trajeran fueron las piedras y no el pollo, el jamón, los huesos o la verdura… Pero el resultado milagroso se produjo de todos modos: Nadie vino sólo con su guijarro y las ganas de conversar; sino que, aparte de la sopa (que quedó lo suficientemente buena como para que ninguno se dejara nada en el cuenco), la mesa se fue llenando con ensalada, empanadas, tortillas de patata y cebolla, “cocas” de verduras, de jamón, bebidas y deliciosas tartas para el postre: de manzana, rellena de muselina, bizcocho de chocolate, de zanahoria con nueces…

            ¿Será verdad, entonces, que la “sopa de piedras” es un buen catalizador para empezar a compartir? Probad a ver qué tal os sale.

El regreso de los libros

El regreso de los libros

Hace unos meses, no sé ni el cuándo ni el cómo (aunque sí el porqué), unos cuarenta mil libros abandonaron la biblioteca de Requena (la de la avenida del Arrabal), y se fueron a la antigua iglesia de los claretianos, que ahora es el Centro Juvenil.

Ya digo que no recuerdo cuándo fue, ni  cómo se hizo el traslado, pero sí que había un motivo: Se iban a hacer obras de rehabilitación en la biblioteca de toda la vida, la del mercado, la que yo siempre he conocido y que, pese a sus muchas limitaciones, nunca ha dejado de tener cierto encanto. Días antes de que fuera cerrada al público, Isabel trató de explicarme cómo quedaría todo después de la reforma, pero me costaba entenderlo y pensé que, al fin y al cabo, daba igual: Ya lo vería con mis propios ojos cuando llegara el momento, cuando los libros que se iban a marchar (que se marcharon), regresasen a las salas remozadas, a relucientes estanterías, a esa clara luz que habrá de bañarlos desde nuevos ventanales…

Y los libros han vuelto el lunes pasado. El 28 de marzo, a eso de las siete y media de la tarde, regresaron los últimos; uno a uno, de mano en mano, con la ayuda de sus lectores, que trataron de hacer una cadena que uniera la biblioteca provisional con la que ahora es la nueva (sin dejar de ser la de siempre). “Que cada uno escoja un libro que le sea significativo y lo haga llegar hasta su sitio –me explicó Isabel, cuando me invitó a participar–. ¿Cuál te pides tú?

Me quedé pasmado. ¿Qué libro elegir de todos los que han sido importantes para mí, de los que me han gustado, de los que me han marcado, de los que me han hecho reír o llorar, vivir intensamente? Algo así como cuando te preguntan qué te llevarías a una isla desierta, a quién salvarías si sólo una persona más cupiese en un refugio nuclear… Pero no era el caso y la confusión no la sentía por tener que escoger uno sólo de todos los libros que he leído, de todos los que aún querría leer…  “Puede ser alguno tuyo”, me sugirió la bibliotecaria al ver mi desconcierto. Tal vez había dado por hecho que esa sería mi respuesta y estaba suponiendo que no quería pecar de vanidoso. Mas tampoco era ésa la razón de mi indecisión: Ni que no quisiera parecer vanidoso ni que quisiera dar una respuesta que me hiciera parecer juicioso: La Biblia o El Quijote, los Cien años de soledad o el Ulises, el Diccionario de María Moliner o alguna tragedia de Shakespeare… No. Si hubiera surgido la duda habría sido entre alguna de esas obras de las que a veces hablo en el blog y que no tienen tantos lectores: La de alguno de mis amigos que escriben o de un autor que ya nadie lea, incluso alguno de esos libros desconocidos que encuentro abandonados en el Rastro… El problema fue que no surgió la duda: Tan pronto como Isabel me hizo la pregunta, a mi mente vino la respuesta: Las aventuras de Tom Sawyer.

No me atrevía a decirlo. Tenía que pensarlo seriamente; quizás se esperaba de mí una respuesta muy ingeniosa, el título de una de mis obras o la de uno de mis amigos, o un libro muy importante… Pero, por más que lo intenté, la candorosa novela de Mark Twain no se me iba de la cabeza.

Ahora, cuando todo ha pasado, pienso que tal vez fuera ese el primer libro que busqué por iniciativa propia en una biblioteca (la de Casas Ibáñez), bajo el hechizo de los fotogramas de la película de Norman Taurog que había visto el domingo anterior en la sesión de tarde del Cine Rex… Apenas tendría yo los nueve años y para nada me gustaba leer, pero necesitaba seguir bajo el hechizo de esa noche sin luna en la que Tom y Huck acuden al cementerio; disfrutar de los baños en el río y las manzanas comidas al sol; de las casas deshabitadas, las cuevas con tesoros, las islas en las que se puede construir una cabaña y el amor correspondido de una niña pecosa con rubios tirabuzones… Quizás aquellas 192 páginas guardaban ya toda la literatura que habría de leer a lo largo de los años: la amistad y el amor, la risa y el llanto, el miedo y el valor, la nobleza y la traición, el fracaso y el triunfo… la soledad, la muerte, los sueños, el ingenio, la sorpresa…

Esa fue definitivamente mi elección. Hoy he visto la lista completa de los libros que fueron escogidos y he decidido compartir con todos vosotros esta bella experiencia. Como veréis (si echáis un vistazo a la misma), no faltaron ni Dostoievski ni Cervantes, ni otros clásicos como Dante, Don Juan Manuel, Stendhal o Chejov; ni Juan Rulfo, García Márquez o Vargas Llosa; pensadores como Carlos Marx, Savater o Kropotkinni; ni Sandor Marai, Ken Follet, Paul Auster, Eduardo Galeano, Herman Hesse… u otros muchos, entre los que también estaban Blancanieves, Kika Superbruja yTintín, porque cada uno de ellos tenía su sitio reservado en las nuevas estarías de la biblioteca de Requena, recién restaurada…

¿Cuál hubieras llevado tú?

Perdonen las molestias

Perdonen las molestias

Disculpen quienes se asoman a este blog en busca de literatura, de reseñas de libros y escritores, de creación literaria, de poemas y relatos, de comentarios de textos, imaginación o creatividad. Supongo que en más de una ocasión les habré defraudado, pese a mi empeño por conseguirlo… Pero es que hoy ni siquiera lo voy a intentar. Perdonen las molestias, pero hoy esto va por otros derroteros.

Tengo que confesar, sin dolor de corazón ni propósito de enmienda, que siempre me mostré de acuerdo con Rodríguez Zapatero cuando negaba la existencia de la crisis… Personalmente, seguí negándola cuando él ya se dio por vencido y empezó a tomar medidas incomprensibles para atajarla. No tengo ni idea de economía, de hecho me siento un poco en ridículo escribiendo esto en mi blog; pero mientras veía como la gente se quedaba en el paro a mi alrededor, nos bajaban los sueldos a quienes seguimos trabajando, se empezaban a embargar viviendas (sin que la pérdida del hogar significara la cancelación de la deuda que supuso acceder a ese derecho constitucional), se incrementaban de forma abusiva los precios de productos y servicios esenciales como la electricidad, y otros desafueros; veía también ostentosas muestras de enriquecimiento (por ejemplo, en los bancos a los que se “ayudaba” con el dinero de todos), despilfarro (cuando no indicios de malversación y corrupción), en las mismas Administraciones públicas que incrementaban tasas e impuestos, emolumentos desorbitados y prebendas en políticos y altos cargos públicos… ¿Qué os voy a contar que no sepáis mejor que yo, que no hayáis padecido en vuestras propias carnes y visto repetido una y mil veces, con ironía o dramatismo, con seriedad o sentido del humor, en tantos y tantos correos como circulan por la red?

Nada nuevo, desde luego; por eso me voy a limitar a cortar y pegar (junto al chiste de El Roto que ilustra la entrada de hoy), unas cuantas informaciones, breves y escuetas, sobre esas empresas que nos despiden, esos bancos que nos esclavizan y  a los que se ayuda con el dinero de los contribuyentes, esas grandes compañías a las que se les autorizan subidas de precio abusivas… Empiezo con una nota que guardo desde antes de que el año pasado llegara a su fin:

“Telefónica: 8.835 millones de euros de beneficios en los tres primeros trimestres del nefasto 2010, un 65,6% más. Banco Santander: 6.080 millones de euros de beneficios, un 9,8% más. BBVA: 3.668 millones, un 12,2% más. Iberdrola: 2.069 millones, un 2% más. Repsol: 1.786 millones, un 32,5% más. Inditex: 1.179 millones, un 42% más… También las hay que ganan menos, pero el balance global es como para brindar con champán. Todavía falta por contabilizar el último trimestre de 2010, pero hasta septiembre las empresas del Ibex 35 ganaron 38.156 millones de euros, un 16,7% más. A este ritmo, cuando se cierre 2010, los beneficios probablemente rondarán los 50.000 millones de euros”.

“… grandes corporaciones anuncian beneficios de 32.000 millones de dólares en 2010 -como Exxon Mobil- al tiempo que suben el precio del barril para asfixiar a los consumidores, con efectos colaterales, como la subida de los alimentos”

 

Ganó 2.870 millones de euros en 2010, el 1,6% más:

Iberdrola logró en 2010 el mayor beneficio de su historia”

 

El beneficio de Endesa creció un 20% en 2010, hasta 4.129 millones:

 25 Feb 2011 ... La compañía eléctrica obtuvo un beneficio neto de 4.129 millones de euros en 2010, lo que supone un incremento”

 

“BBVA, el segundo banco español, informó que logró en el pasado ejercicio un beneficio atribuido de 4.606 millones de euros, cifra que supone un incremento del 9,4% respecto a 2009”

 

“Los beneficios del banco español Santander, líder en la zona euro por capitalización bursátil alcanzaron los 8.181 millones de euros en 2010, aunque en América Latina subieron un 25%, informó este jueves la entidad.”

 

“Las empresas que cotizan en la Bolsa española han logrado entre enero y junio de 2010 un beneficio neto de 23.166 millones, lo que supone casi un 8% más que en el mismo período del año anterior. Un informe de la consultora Factset señala que las empresas de la bolsa española cerrarán 2010 con un beneficio de 45.000 millones. Las empresas siguen con enormes beneficios en tiempos de crisis, a la vez que reclaman salarios más bajos para los trabajadores”

 

¿Dónde está la crisis? Supongo que es sólo una pregunta retórica, que no necesita mi respuesta.

Y lo dicho: Perdonen las molestias.

Libros, pan y zapatos

Libros, pan y zapatos

(Recordando a Lorca y a Emilio Murcia)

 

Buscando otros textos he ido a toparme con el de un discurso que dio Federico García Lorca cuando lo invitaron a inaugurar la biblioteca de su pueblo (Fuente Vaqueros), en septiembre de 1931. No sé si el título del mismo (“Medio pan y un libro”) se debe al poeta o a quien lo ha recogido en una página de Internet, pero a mí me ha invitado a la lectura y me ha hecho recordar a Emilio Murcia, hombre bueno al que ya he citado en alguna ocasión y que, cosas de la vida, debió morir casi a la misma edad temprana que Lorca, aunque años después y por causas más naturales.

La historia se la he oído contar a Maribel Rubio, su viuda, quien quizás no necesitó escucharla de labios de sus suegros, pues su relación con Emilio se remontaba a la infancia de ambos y, cuando esto ocurrió, él era ya un adolescente que, por falta de recursos, iba “descalzo” al instituto de Requena; entendiendo que, aunque sin zapatos, iría a sus clases de bachillerato calzando las típicas albarcas que usaban todos los hortelanos de Villatoya, su pueblo; buenas para regar y andar por ribazos, pero poco adecuadas para proteger los pies en las frías mañanas de hielo y escarcha. Cuenta Maribel que unas Navidades, con esfuerzo, lograron los padres de Emilio reunir el dinero necesario para que se comprara unos zapatos en Requena… Y de Requena volvió, tan descalzo como se había ido, pero con un puñado de libros con los que enriquecer su incipiente biblioteca.

Maribel lo cuenta mejor que yo; así es que más vale dejarlo aquí y, sin más, pasaros el texto de Lorca que me lo ha hecho recordar:

 

Cuando alguien va al teatro, a un concierto o a una fiesta de cualquier índole que sea, si la fiesta es de su agrado, recuerda inmediatamente y lamenta que las personas que él quiere no se encuentren allí. “Lo que le gustaría esto a mi hermana, a mi padre”, piensa, y no goza ya del espectáculo sino a través de una leve melancolía. Ésta es la melancolía que yo siento, no por la gente de mi casa, que sería pequeño y ruin, sino por todas las criaturas que por falta de medios y por desgracia suya no gozan del supremo bien de la belleza que es vida y es bondad y es serenidad y es pasión.

Por eso no tengo nunca un libro, porque regalo cuantos compro, que son infinitos, y por eso estoy aquí honrado y contento de inaugurar esta biblioteca del pueblo, la primera seguramente en toda la provincia de Granada.

No sólo de pan vive el hombre. Yo, si tuviera hambre y estuviera desvalido en la calle no pediría un pan; sino que pediría medio pan y un libro. Y yo ataco desde aquí violentamente a los que solamente hablan de reivindicaciones económicas sin nombrar jamás las reivindicaciones culturales que es lo que los pueblos piden a gritos. Bien está que todos los hombres coman, pero que todos los hombres sepan. Que gocen todos los frutos del espíritu humano porque lo contrario es convertirlos en máquinas al servicio de Estado, es convertirlos en esclavos de una terrible organización social.

Yo tengo mucha más lástima de un hombre que quiere saber y no puede, que de un hambriento. Porque un hambriento puede calmar su hambre fácilmente con un pedazo de pan o con unas frutas, pero un hombre que tiene ansia de saber y no tiene medios, sufre una terrible agonía porque son libros, libros, muchos libros los que necesita y ¿dónde están esos libros?

¡Libros! ¡Libros! Hace aquí una palabra mágica que equivale a decir: “amor, amor”, y que debían los pueblos pedir como piden pan o como anhelan la lluvia para sus sementeras. Cuando el insigne escritor ruso Fedor Dostoyevsky, padre de la revolución rusa mucho más que Lenin, estaba prisionero en la Siberia, alejado del mundo, entre cuatro paredes y cercado por desoladas llanuras de nieve infinita; y pedía socorro en carta a su lejana familia, sólo decía: “¡Enviadme libros, libros, muchos libros para que mi alma no muera!”. Tenía frío y no pedía fuego, tenía terrible sed y no pedía agua: pedía libros, es decir, horizontes, es decir, escaleras para subir la cumbre del espíritu y del corazón. Porque la agonía física, biológica, natural, de un cuerpo por hambre, sed o frío, dura poco, muy poco, pero la agonía del alma insatisfecha dura toda la vida.

Ya ha dicho el gran Menéndez Pidal, uno de los sabios más verdaderos de Europa, que el lema de la República debe ser: “Cultura”. Cultura porque sólo a través de ella se pueden resolver los problemas en que hoy se debate el pueblo lleno de fe, pero falto de luz.

Enrique y Viajes Altiplano

Enrique y Viajes Altiplano

Cielo Rosalba Villamil nació y creció en Sabana Perdida, a las afueras de Santo Domingo, tiene 31 años, que no aparenta de tan menuda como es, y emigró a España como camarera, aunque hace tiempo que, por circunstancias que no vienen al caso, está trabajando en uno de los clubs de alterne que, desde el camino del cementerio, se asoman a la antigua carretera nacional; allí se hace llamar “Yaquelín”, a secas, sin segundo nombre ni apellidos, dice tener 23 años y haber estudiado técnicas de secretariado. Cielo Rosalba piensa que su verdadero nombre y su verdadera edad, como el hecho de tener tres hijos esperándola en la República Dominicana, es algo que a nadie le importa en este país donde los pocos que no se apartan a su paso y la miran a la cara, lo hacen pasándose la lengua por los labios o llevándose la mano a la bragueta… Pero hay excepciones, claro que hay excepciones, como la de Enrique Ruiz Guillamón, el chico de Viajes Altiplano que, cada vez que ha tenido que viajar a su país, no sólo le ha conseguido los pasajes más baratos, sino que le ha dado todas las facilidades para que pueda pagarlos, atendiéndola con una sonrisa, tratándola con respeto y dándole una confianza que ella misma había olvidado merecer.
Cielo Rosalba llegó por primera vez a la agencia de viajes de la mano de una colombiana, compañera de miserias en el club, que ya había viajado a Bogotá un par de veces con la ayuda de Enrique. Es posible que si no hubiera sido así, nunca lo hubiera hecho, porque el pequeño y destartalado local siempre estaba lleno de gente que esperaba hasta horas para ser atendida; es posible que quien no conociera a Enrique o hubiera oído hablar de los “milagros” que conseguía con su viejo fax y el teléfono permanentemente pegado a la oreja, hubiese buscado otra agencia de las que hay en Requena (que es donde ocurrieron o pudieron haber ocurrido estos hechos), y donde hubieran sido atendidos con mayor rapidez. Enrique siempre trabajó solo, desde la mañana a la noche, atendiendo personalmente a cada uno de los clientes que, cuando volvían por segunda vez, ya lo hacían como amigos. Así se explican aquellas largas colas, el tener que pedir vez para no perder el turno, como antes se hacían en la carnicería o la peluquería, el volver una y otra vez, aunque ya hubiera caído la noche, por si había menos gente: Menos inmigrantes que, gracias a Enrique, podían visitar más fácilmente a sus familias lejanas; menos adolescentes que, gracias a Enrique, conseguían su primera escapada en pandilla a una casa rural asequible a sus paupérrimos bolsillos; menos familias numerosas que, gracias a Enrique, encontraban un apartamento u hotel en el que pasar unos días al lado de una playa; menos estudiantes que, gracias a Enrique, realizarían el viaje de fin de curso que no hubieran podido pagar de otra manera… Quizás por eso, aunque sobre el dintel de la puerta rezara un rótulo con el nombre de “Viajes Altiplano”, todo el mundo decía siempre “la agencia de Enrique” o, simplemente, sin más, “donde Enrique”.
Mientras las revistas de viajes y los folletos de las agencias mayoristas se amontonaban por los rincones, esperando que hubiera tiempo o necesidad de verlas u ordenarlas, en una de las estanterías se iban acumulando los recuerdos que sus clientes le traíamos de nuestros viajes: un gallo de Portugal, un indalo de Mojácar, una chiva de Colombia, una brujita de oro de Sort, una rosa del desierto del Sahara, una virgen de Guadalupe extremeña o mejicana… y postales en las que, desde el rincón más escondido del país o desde cualquier otro remoto lugar del mundo, alguien le enviaba recuerdos o le daba las gracias por haberle ayudado a llegar hasta allí. Cuando Cielo Rosalba tenía que esperar su turno, de pie o sentada en una de las pocas sillas que amueblaban el local, miraba todo eso y miraba a Enrique que, enfrascado en su tarea y sin perder nunca la paciencia, atendía con mimo a su cliente, buscaba una y otra vez, proponía, aconsejaba, telefoneaba, hacía números, escuchaba objeciones y sugerencias, hasta que conseguía encontrar lo que quien quiera que fuese estaba buscando, sin más ayuda que la de la computadora que él, como español, llamaba ordenador, el teléfono y el fax en cuyo rollo de papel térmico iban apareciendo milagrosas ofertas, del mismo modo que de las cestas vacías los santos de película van sacando lo que los mendigos necesitan.
El pasado 21 de octubre, Cielo Rosalba se acercó por última vez a Viajes Altiplano. En vez de los cincuenta euros con los que pensaba dar una señal para reservar su viaje a República Dominicana las próximas Navidades, llevaba un cirio que dejó encendido junto al escaparate que anunciaba las ofertas de última hora y mostraba carteles de un plácido Caribe de arenas blancas y esbeltas palmeras, junto a otros con imágenes de las nevadas cumbres de los Pirineos y los Alpes. No fue la suya la primera vela que una mano anónima depositaba en el lugar donde todos hubieran querido encontrar a Enrique; otras ceras ardían ya y otras se fueron sumando a las flores que empezaban a amontonarse a medida que la noticia de la muerte violenta de Enrique sobrecogía a todos los vecinos. De unos y de otros, durante el día en el pueblo y por la noche en el club, “Yaquelín” a secas, sin segundo nombre ni apellidos, oiría varias versiones y las teorías más dispares acerca de esa muerte que a ella, como a tanta otra gente, había hecho llorar… Al final, sólo de una cosa estaba segura: Enrique, que había pasado unos días en República Dominicana y regresaba a España el día 20 a las once de la mañana, alcanzó a llegar a la terminal, facturó su equipaje y avisó a su familia de la hora de arribada a Barajas; pero las maletas llegaron solas, él apareció muerto en la ciudad de Santiago, a 200 kilómetros del aeropuerto.

Escribo esta historia mientras contemplo las llanuras de la plana que dio nombre a su agencia, a la misma hora que en Camporrobles, el pueblo donde nació hace sólo treinta y siete años, lo están enterrando sus familiares y cientos de acompañantes; a mí también me ayudó a viajar a Hungría, a Colombia, a traerme de allí a mis hijos, a encontrar alojamientos a los amigos que han venido a conocer España desde Chile (Mo, en una ocasión, su hermana Lilian en otra), desde Austria (Hassan y Mónica); a encontrar un hotel asequible para pasar unos días de vacaciones en Mojácar, Playa de Aro, Oropesa del Mar… Aunque en más de una ocasión hablamos de temas personales y, por haber vivido nosotros antes que él la misma situación, de los problemas que conlleva el casarse con una extranjera o traerse a España niños de otro país, no voy a presumir ahora de una gran amistad, porque no fue tal; pero sí de lo agradable que resultó tratar con él, ya fuera al encontrárselo en la calle o al traspasar el umbral de la puerta de su agencia; del cariño que siempre nos profesó a Eliana, a los niños y a mí. Por todo ello y por el vacío que su ausencia deja en nuestro pueblo y en nuestros corazones, he querido rendirle homenaje con esta pequeña semblanza en la que de la mano de Cielo Rosalba, “Yaquelín”, un personaje inventado, pero que podría ser real, he tratado de recrear el lugar donde lo conocí y la entrañable atmósfera que envolvía “Viajes Altiplano”, la agencia de Enrique.