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Ramón de Aguilar

HERVIDERO

Continuará...

Continuará...

            Hace días que no escribo… Y no es que no tenga nada que contar. Cuando navego me encuentro con muchos blogs que se quedaron inmóviles en un momento dado. Aquí mismo, entre los que yo recomiendo, están el de Andrés Aberasturi, el de Francisca Gata o el de Trini Rodríguez. Y no será que sus autores no tienen ya nada que añadir. Algunos han puesto punto final dando alguna que otra explicación; otros se han quedado parados sin más como si, al cabo de los años, pudieran arrancar de nuevo y volverse a echar a andar. Qué asombroso este mundo virtual en el que todo permanece vivo, en el que lo subido hace años al ciberespacio puede encontrarse hoy junto a lo más actual; donde podemos seguir manteniendo como contacto en las redes sociales a amigos que ya han muerto; donde, con un poco de maña, podemos rescatar una foto, una confesión, un poema que su autor ya borró.

            Además de que desde hace meses tengo la intención de reproducir aquí uno de mis relatos: Levantada ya la niebla, para que todo el mundo pueda leerlo sin necesidad de comprar el libro en el que la Asociación de Amigos de los Molinos de Mota del Cuervo lo han publicado sin mi consentimiento; en estas últimas semanas me hubiera gustado también pasaros alguno de mis poemas favoritos (de Pedro Salinas, de León Felipe, de Manuel Pacheco, de mi amigo Leandro Arenas…); cualquiera de los cuentos educativos de mi amiga Pilar Bellés Pitarch, o de los de Manuel Merenciano, tan llenos de acción en sus tramas y tan sorprendentes en sus finales. Alguna de las entradas que preparaba se ha quedado pergeñada, como mero borrador, en una carpeta de mi ordenador. Una de ellas (¡Malditos funcionarios!), denostando de ese empeño que tenemos los empleados públicos (maestros, policías, médicos, enfermeros, celadores, barrenderos, asistentes sociales, educadores, conserjes y bedeles, bibliotecarios, peones camineros, guardas forestales y demás “chusma”), de llegar a ganar los mil euros mensuales.  Intenté hablar también de Afganistán, a raíz de una película iraní que recomendé a mis amigos de Facebook (Buda explotó por vergüenza), y de la lectura de una novela que me regaló mi prima Carmina: Mil soles espléndidos, de Khaled Hosseini (autor también de Cometas en el cielo, en la que basó un film del mismo nombre que ya he citado alguna vez); pero, sobre todo, recordando una comida afgana que, hace más de treinta años, nos preparó en Barcelona una muchacha de aquel país, compañera en la Universidad, y cuyos ojos llenos de vida y alegría me cuesta imaginar tras la rejilla de un “burka”… Hubiera querido hablaros también de Fuentealbilla, un pueblo cercano al mío y famoso por sus salinas, al que llegó desde Barcelona un hombre llamado Andrés; lo conocí en una fonda que había en la plaza y donde, a la sombra de una parra, durante las horas de calor de la siesta, él me contaba maravillas de su lejana ciudad y de unas gentes cuyas costumbres más que escandalizarme (como él pretendía), me fascinaban… De Torrente, un policía que era cura y escribía libros de devoción mariana… Y así podría seguir añadiendo temas que van quedando pendientes de un día para otro: Escritores de novelas de kiosco a los que he conocido personalmente: G. H. White (Pascual Enguídanos Usach), que en los años cincuenta y sesenta escribía novelas de ciencia-ficción en las que el planeta Tierra estaba unido baja una sola bandera y era gobernado por unos españoles que se apellidaban Aznar; o el famoso Silver Kane, que resultó ser el no menos famoso Francisco González Ledesma a quien, perseguido por sus ideas, la censura franquista sólo le permitía publicar novelas del oeste y similares. Escritores que quizás sólo yo conozca, como Joaquina Pomareda de Haro, o de quienes me gustaría mostrar una cara diferente (la verdadera Corín Tellado, María del Socorro Tellado López, que escribió más de cuatro mil novelas de amor, en la vida real jamás dijo “te amo”)… Mucho más de lo que cabe en este blog, mucho más de lo que mi tiempo me puede permitir.

            En vista de mi incapacidad para transformar en palabras tantas ideas, había pensado que, aprovechando la llegada de las altas temperaturas, podía bajar la persiana y poner el cartel de “Cerrado por vacaciones”; aunque, como le ocurre a muchas empresas, sin tener muy claro hasta cuándo. Además, tengo una buena razón: La mudanza. Nos estamos trasladando de casa y, lo quiera o no, el tiempo se esfuma empaquetando libros, desmontando muebles, haciendo viajes, mirando por la ventana para despedirme de los tejados por los que mi mirada ha vagado durante los últimos años… Cada vez es más difícil tener una tarde libre para escribir un par de folios, cada vez es más difícil encontrar algo que se busca y no se encuentra porque vete a saber en qué caja lo guardaste… Tal vez las vacaciones tendrían que durar hasta que haya acondicionado un rincón en la nueva casa, hasta que haya montado mi mesa, instalado el ordenador y sacado de los baúles el “María Moliner” y la Nueva Gramática de la Lengua Española… Y todo eso sin considerar que también podía dedicar un tiempo a otros menesteres: A escribir una novela (como todo el mundo se propone en situaciones como ésta), a estudiar, a hacer deporte hasta recuperar la figura de hace veinte años…

            Pensé hacer un último esfuerzo para despedirme por el momento y, entre las que tengo archivadas para futuras entregas,  me puse a buscar alguna foto con la que ilustrarlo… Y no supe cual escoger. Como si fueran esos personajes que se aparecen a sus autores para exigirles vida, ahí estaban todos éstos a los que acabo de nombrar y muchos más: Cantantes como Eartha Kitt, actores como Fernando Delgado o Paloma Valdés, otros poetas como Rabindranath Tagore, las películas de Frank Capra, los dibujos de Arantza Sestayo, los cuentos que cuenta Maricuela u otros de los que yo he escrito, como Galad y Sera; mi primera máquina de escribir o lugares que últimamente me han dejado un grato recuerdo (Pálmaces de Jadraque, hostales de carretera, el restaurante “La Lola” de Casas Ibáñez)…

            Está claro que ninguno de ellos me necesita pero, evidentemente, yo a ellos sí. Así es que no me ha quedado más remedio que cambiar el título de “Cerrador por vacaciones” por este otro de “Continuará…”

Barátom Gyuri (Mi amigo Gyuri)

Barátom Gyuri (Mi amigo Gyuri)

Este niño que así de abiertamente sonríe a la cámara con una mirada tan limpia e ilusionada era nuestro amigo Gyuri. La foto es de 1959, cuando él apenas tenía once ó doce años, y supongo que está tomada en Budapest; esto no lo puedo asegurar, pero sí que fue en Hungría, en un Magyarország para mí difícil de imaginar porque, tan sólo tres años después de la aplastada revolución de 1956, debía de ser un país celosamente cerrado. Cuando yo los conocí (al país primero y después a él), ni el uno ni el otro eran ya los mismos y, sin embargo, os aseguro que si uno alcanzaba a mirar fijamente sus ojos limpios y expresivos podía seguir encontrando esa misma mirada del niño de la fotografía, del niño que siempre fue.

En la distancia trato de recordar cuándo Inés me habló por primera vez de quien acabaría siendo su marido, cuándo por primera vez nos vimos cara a cara, me estrechó la mano o me abrazó efusivamente; porque Gyuri (también en eso como muchos niños), era cariñoso y afectuoso. Es difícil recordar aquellos detalles porque la memoria es caprichosa (o tiene razones que nosotros ignoramos), así es que al final, uno se pone a buscar entre sus recovecos y el recuerdo más lejano que encuentra es el de nuestra primera despedida, cuando (antes de llevarme con su coche a Ferihegy, el aeropuerto de la ciudad), con el mismo alborozo infantil que mostraba ante un truco de magia o las peripecias de los personajes en su serie de televisión favorita, me entregó los regalos que con mucha ilusión había comprado para mis hermanos pequeños, explicándome con detalle la utilidad de cada objeto y, esforzándose por salvar los obstáculos que el idioma nos ponía, haciendo chistes para que cada uno de ellos viajara a España acompañado de una sonrisa. Junto a los obsequios, me entregó un disco que era suyo y que yo le había pedido varias veces que pusiera, un cedé con música de órgano electrónico que, seguramente, ni será húngaro ni nadie conocerá: “The magical wurlitzer” de Raymond Wallbank, pero que a mí me traía el recuerdo de plácidas tardes de domingo en nuestra casa de cuando éramos pequeños y, mientras burlábamos el frío con el calor de un brasero bajo las faldas de la mesa camilla, dejábamos pasar la tarde escuchando en el tocadiscos los vinilos que mis padres ponían y entre los que había uno con música muy parecida a ésta.

Aún conservo el que me regaló Gyuri y lo escucho, una vez más, mientras voy pergeñando estos recuerdos. Porque a éste más antiguo, siguen otros muchos que, como si de los fotogramas de una película se trataran, van pasando por mi mente:

… cocinando algún plato típico, del que luego me pasaría la receta, escrita en húngaro de su puño y letra, de tal modo que me sirviera para ejercitar tanto el idioma como los fogones. (Nunca me salen igual que a él porque seguro que, como todo buen cocinero, se guardaba sin darse cuenta algún ingrediente secreto, algún detalle en el que no se cae porque quizás sea sólo, por ejemplo, la voluntad de agradar).

… celebrando uno de mis cumpleaños junto a Inés y toda su familia.

… probando la sauna que él mismo había construido y en la que se esforzaba en explicarme el funcionamiento, el origen de las maderas que había utilizado o cómo se mantenía la humedad echando agua sobre los guijarros calientes.

… como guía y taxista muchas veces: al aeropuerto, al Palacio Godollo (el de Sissi, emperatriz de Austria y reina de Hungría), a visitar a las hijas de Inés en Göd y en Sződliget… La última vez, al hermoso jardín botánico de Martonvásár y al Parque de las Estatuas (Szoborpark), en el que me fotografió junto al monumento a los combatientes en las Brigadas Internacionales.

… e, invariablemente, con su incombustible sentido del humor y con la nobleza propia de quienes, por más golpes que les haya dado la vida, no han sabido o no han querido dejar de ser niños.

El idioma siempre nos mantuvo separados y, sin embargo, su esfuerzo por entenderme y hacerse entender, ahora que no está, se convierte en la prueba más evidente de su afán por agradarme, por hacerme placentera cada una de mis estancias en Budapest… Qué triste que uno no sepa valorar estas silenciosas muestras de afecto hasta que la otra persona ya no está, hasta que uno ya no puede corresponder con un abrazo caluroso y cordial: Gyuri murió el pasado 11 de febrero. Apenas tenía 62 años y había pasado poco más de uno desde que nos viéramos por última vez, sin que pudiéramos sospechar que el cáncer ya estaba socavando por dentro su robusta constitución. Hoy, 11 de mayo, tres meses después, su familia y sus amigos se han reunido en el Nuevo Cementerio Público de Budapest para decirle adiós con un homenaje, al que yo me quiero sumar con estos entrañables recuerdos porque, aunque la distancia no me haya permitido acompañarlos, soy uno más de quienes lloran su ausencia.

El abrazo de los Santos

El abrazo de los Santos

            Yo creo que aún no había amanecido cuando, cada Viernes Santo, nos despertaban para ir a la Procesión del Encuentro. Ni el madrugón ni el frío de la aurora nos importaban. Merecía la pena llegar a la iglesia cuando aún era de noche y encontrarla llena de luz, iluminada por cientos de velas que alumbraban a otros tantos vecinos que también estaban esperando a que los pasos se echaran a andar: Jesucristo, cargando con la cruz donde horas después sería crucificado; San Juan, el discípulo amado, que hacía de guía de la Virgen de los Dolores y, por último, la Verónica que, al final, habría de participar en el drama que tendría lugar en la placetilla de la Cruz Verde.

            Para nosotros, los niños, era el momento más importante de todas las vacaciones de Pascua… Al menos así fue hasta que permitieron proyectar películas en el cine, se pudo escuchar música no religiosa en la radio e, incluso, se abrieron las discotecas… Al menos de esa manera lo recuerdo, aunque también es posible que me engañe la memoria.

            La magia de aquella procesión, que nunca salía en el Nodo (como las de Zamora, Sevilla o Cartagena), no estaba sólo en que lentamente se fuera haciendo de día a los ojos de quienes las seguíamos, o en que el camino hacia el Calvario atravesase calles de Casas Ibáñez; para mí el encanto estaba en ver cómo las imágenes, una vez llegaban a la placetilla, a hombros de unos cuantos costaleros, se movían representando una función en la que se encontraban unos con otros, se abrazaban y, milagrosamente, todos los años, la cara de Cristo se quedaba grabada en el paño con el que la Verónica le limpiaba el rostro; mientras una voz cascada y rota, a la que contestaba un coro de hombres (sólo hombres), lo iba narrando con las estrofas de una “saeta” que ha ido pasando de padres a hijos de Semana Santa en Semana Santa.

            Casi cincuenta años después, algunas cosas han cambiado: Nadie se levanta al amanecer para ir a una procesión, así es que no es hasta las nueve de la mañana que los Santos se deciden a salir de la iglesia de Casas Ibáñez; donde ya no atraviesan la plaza del Caudillo y la calle de José Antonio sino que, para llegar a la de la Amargura, pasan por la plaza de la Constitución y la calle Correos. Los pasos, aún siendo los mismos, son mucho más pequeños que en mi infancia. Las mujeres ya no llevan velo y los hombres no se descubren al paso de las imágenes, quitándose la boina; más bien, unos y otras, nos protegemos del relente con gorros de lana y hemos cambiado los abrigos de fieltro y las chaquetas de pana por prendas de piel y chupas de cuero. El rostro de Cristo ya no se estampa milagrosamente en el paño de la Verónica, sino que éste va oculto en un pliegue que, descaradamente, se deshace a la vista de todo el mundo, tirando de un hilo. La voz que rompe el silencio con el clásico sonsonete de toda la vida ya no es la misma, aunque está igual de cascada y rota; entre los hombres que le responden desde el coro hay algunos que fueron conmigo a la escuela y que ahora llevan a sus nietos de la mano… Y aún así…

            Aún así, cada Viernes Santo, siempre que puedo, me levanto al amanecer y viajo casi una hora para estar presente en el momento en el que los Santos se encuentran y se abrazan. Cuando la procesión se acaba, Ramona y su familia nos abren la puerta de su casa a un puñado de amigos; allí nos esperan, para paliar el frío que nos haya podido aterir, un puchero de chocolate caliente, magdalenas y bizcochos del horno, tortas malhechas y de manteca, fritillas y cañas fritas… Pero ésa ya es historia para otro día.

El día en el que Noelia llegó a Valencia

El día en el que Noelia llegó a Valencia

            Noelia llegó a Valencia el mismo día en el que inauguraron una de sus más importantes y céntricas librerías: Varias plantas repletas de maravillas, más libros de los que cualquiera de nosotros podría leerse en toda su vida, y una coqueta cafetería en la que tomarse un carajillo de ron o beberse una cerveza, rodeado de poemas de Ana Rossetti, Francisca Gata o Ángel González, y viendo desde lo alto a la gente que entra con las manos vacías y sale con los ojos llenos de ilusión y una bolsa en la que carga algunas piezas del tesoro allí guardado: novelas de Luis Leante, Nick Homby o González Ledesma, dramas de Calderón, Buero Vallejo o Bertold Brech, comedias de Plauto, Woody Allen o Jardiel Poncela, poemarios de Keats, Gloria Fuertes o Salinas, obras clásicas de Quevedo, Dickens o Unamuno, relatos de Clarín, Félix Palma o Allan Poe...

            Quizá no fuese aquél, el de la inauguración, su primer día en la ciudad de la Plaza Redonda y la Malvarrosa; pero sí fue la primera vez que Noelia y yo nos vimos fuera del pueblo, lejos de Casas Ibáñez... Aunque lo de lejos sea algo relativo, puesto que Valencia siempre nos ha sido una ciudad cercana y necesaria, acogedora con tantos ibañeses a los que nos ha abierto la posibilidad de estudiar, trabajar, comprar o divertirnos... como aquella tarde, rodeados de libros y periodistas, picando de las bandejas en las que cabales camareros nos ofrecían copas de vino blanco y montaditos, y husmeando entre tanta literatura, esa que siempre nos había unido, desde que ella era bien niña; quizá desde antes, pues ya a su madre, Ramona, la había conocido en la biblioteca del pueblo, cuando Ana Pili era la bibliotecaria y, entonces sí, Ramona y yo niños.

            Quien ahora es bibliotecaria es Noelia, en el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía donde, como becaria, tiene un despacho con un gran ventanal asomado a la estación de Atocha, desde la que salen los trenes que vienen a nuestra tierra (aunque nunca lleguen a nuestro pueblo)…. Pero aquel día en el que una nueva librería abría sus puertas en Valencia, ella acababa de matricularse en la Universidad, en el primer curso de la diplomatura de Biblioteconomía y Documentación. Había terminado el bachillerato con matrícula de honor; aunque eso yo no lo sabía, nunca me lo había dicho... La verdad es que sólo la he oído presumir de los bolsos y cinturones que ella misma diseña y confecciona con tebeos de Mafalda o algún otro de los personajes que le gustan. Aquel día, aquella primera noche en Valencia, la ilusión que hacía brillar sus ojos no era  la de la estudiante ejemplar sino la de la muchacha que, apenas abandonada la adolescencia, quería beberse la vida: La ciudad y sus bares, los cines y teatros, los conciertos, las fiestas de barrio y de estudiantes, las zapaterías... y los libros, claro, los de la carrera y todos los demás.

            Ahora Noelia ha conseguido el tercero de los Premios Nacionales de Fin de Carrera de Educación Universitaria, como licenciada en Documentación… Quizás también hubiera podido ser premiada cuando acabó la diplomatura, y todo esto hubiéramos tenido que escribirlo hace dos años; pero en aquella ocasión no presentó su expediente. Lo que sí hizo fue seguir estudiando, sin olvidarse de vivir, y acabar la licenciatura con la nota media que le ha merecido el premio: 9,48... Y no soy yo el único que se siente orgullo de ello, pues si, a lo largo de estos años,  algo ha hecho Noelia mejor que estudiar, ha sido ser amiga de sus amigos, grupo en el que también se cuentan Amparo, Ramona y Antonio (no todo el mundo se da el lujo de tener como amigos a los padres y hermanos).

            Desde que la conozco, Noelia ha hecho teatro en Casas Ibáñez, ha contado cuentos en público, ha ganado premios de fotografía; ha colaborado con un programa de radio en Valencia; ha presentado las entregas de premios en el Certamen Emilio Murcia de Villatoya; ha escrito los únicos haikus que han conseguido llegarme al corazón… Ahora, que vive en Madrid, forma parte del Coro Gaudeamus y, además, está políticamente comprometida con la sociedad y con el desarrollo de su pueblo... Son detalles que, posiblemente, nunca mencionará en su currículo y que, sin embargo, nos muestran la auténtica dimensión de su personalidad; la que de verdad nos interesa a quienes apreciamos más los valores humanos que los títulos universitarios.

            Noelia estuvo hace dos veranos en Dublín y, aunque no encontró tiempo para leerse el “Ulises” de Joyce, no sólo mejoró su inglés sino que hizo buenos amigos y se dejó allí un pedacito del corazón; este último verano (becada como el anterior), viajó a Toronto y, aunque no encontró tiempo para escribirnos a los que nos quedamos aquí, no sólo mejoró su inglés y se tomó la foto que os muestro, sino que hizo buenos amigos y se dejó allí un pedacito del corazón… como le pasó en Valencia o en Villamalea, como le ocurriría en Madrid, si algún día tuviera que marcharse, para seguir creciendo... No me extrañaría que ocurriera; después de todo, el primer día que Noelia y yo nos vimos en Valencia y, junto con Eliana, fuimos a la inauguración de una nueva librería, cuando, pisando la alfombra roja que habían extendido ante su puerta, entramos a la fiesta y un camarero nos recibió con una bandeja de motaditos y copas de vino blanco, en realidad fue como si la ciudad le estuviera dando la bienvenida, como si el mundo estuviera celebrando su llegada.

¡Si yo supiera escribir!

¡Si yo supiera escribir!

            No sé si será por la influencia de la prensa y la televisión o por alguna otra razón, pero hace días que ando meditabundo, pensando en todo lo que he descubierto a lo largo del último año; no podría decir con exactitud si lo he aprendido o me lo han enseñado; por si alguien piensa que viene a ser lo mismo, explicaré que lo segundo resulta más doloroso… Y lo segundo debe de ser, puesto que lo aprendido no me ha hecho más sabio, sino más triste.

         Que algunos de los países más importantes del mundo (aunque no los más felices), tardaran sólo unos días en reunirse para buscar juntos la salvación del sistema financiero que ha hecho del nuestro un mundo injusto e insolidario; solucionando las dificultades económicas de los bancos y otras entidades financieras, con el dinero de todos los contribuyentes (incluido el de las víctimas del sistema), fue un jarro de agua fría para quienes llevábamos años esperando que se reunieran para ver cómo conseguir los 30.000 millones de dólares (sólo un pequeño porcentaje de lo ofrecido a la banca en unos días), para acabar con el hambre de mil millones de seres humanos.

         Es decir, para que nadie tuviera que morir de hambre (lo hace un niño cada cinco minutos, más de cinco millones de niños al año), bastaría con sólo el 40% de lo que el Banco Central Europeo dedicó en un solo día (el 29 de septiembre pasado), a salvaguardar los beneficios del sistema que provoca esa injusticia, manteniendo así la situación que permite que esto ocurra.

         Pero como, dicho de esta manera, lo que escribo tiene tintes de panfleto y sólo puede llegar al corazón de quienes ya piensen como yo, a la vez que le daba vueltas y vueltas a estos datos en mi cabeza, me venían a la mente los divertidos relatos de Wenceslao Fernández Flórez (que denunciaba injusticias haciendo sonreír), chistes del “Hermano Lobo” o “Por favor” (que hasta hacían reír: “dispara al aire para disolver una manifestación y le da a un enano”), o las canciones de algunos cantautores, como Rafael Amor (de quien hablaré el próximo día), que hacen la misma labor, sin renunciar a la ternura ni a la poesía.

         ¡Si yo supiera escribir! De cuánto podría hablar sin cansaros, y sin necesidad de alejarme de lo que nos es próximo o cotidiano… porque éste que he mencionando, aún pareciéndome el más grave, no ha sido el único jarro de agua fría que me ha caído a lo largo del año recién acabado… Ir pediendo, día a día, la fe en la Justicia: el caso Mari Luz o la condena a cárcel de una madre a la que se separa de su hijo por algo, tal vez discutible, pero ocurrido hace dos años, son dos ejemplos que dan que pensar, sin salir de España, y a los que se pueden sumar otros aún más cercanos, casos personalmente conocidos, vividos en carne propia y en la de amigos como Camilo Maranchón o Miguel Ángel Carcelén, en los que se ven atropellados los derechos más elementales por los privilegios y prebendas que ante la Justicia tienen las Administraciones Públicas (por muy arbitrariamente que actúen), o la potestad que da el dinero para dilatar y encarecer los procesos, alejando la justicia de quienes no lo tienen... Actuación torpe y a veces caprichosa de Consulados, Juzgados, Ayuntamientos tan cercanos a nosotros, tan nuestros; abusos de multinacionales y grandes (o no tan grandes) compañías petroleras, eléctricas, de telecomunicaciones, turísticas, bancarias…  Quien no haya sido pisado, maltratado, humillado, despreciado por alguno de los que cito, que tire la primera piedra, que levante la mano, que me corrija.

         ¡Si yo supiera escribir! Os haría sonreír con cualquiera de estas historias, despojándola de todo matiz personal para que fuera universal, haciéndola tan pequeña que a todos les llegara, convirtiendo sus lágrimas en canción, en versos los reveses, en charadas el dolor… y transformando cada decepcionante fin de año en una puerta abierta a doce nuevos meses de esperanza.

Como cuando los “Christmas” se llamaban Tarjetas de Navidad

Como cuando los “Christmas” se llamaban Tarjetas de Navidad

             La Navidad no se ve llegar desde la ventana, salvo que ésta se asome a una de las calles iluminadas por el Ayuntamiento o con escaparates decorados al uso… No es el caso; la mía da a cientos de tejados que se pierden en la distancia y se confunden con las montañas tras las que se esconde el mar… Aún así, me he enterado de que ya se acercan las deseadas y denostadas fiestas: lo dicen en televisión; en el salón de casa, Eliana ha colocado el árbol y el belén; los niños han dejado de ir al instituto; en los supermercados venden turrón y mazapán; en todos los conciertos se incluyen temas navideños; mis compañeros se han ido de vacaciones, dejándome solo en la oficina; en el colegio de al lado se oyen cantar villancicos en la hora del recreo y, por Internet, han empezado a llegarme archivos con felicitaciones de Navidad de todos los pelajes (humorísticas, humanitarias, emotivas, eróticas, tradicionales…); también María y Ramona, como cada año, me han enviado un “christma” hecho a mano, con tiempo y con amor.

            Queriendo añadir mi gotita de agua a este torrente de buenos deseos, he recordado que durante una época, cuando todas las felicitaciones las traía el cartero, mantuve la buena costumbre de guardar cada año las tarjetas que recibía y, cortándoles la parte escrita, enviarlas yo en la siguiente Navidad; no era tanto por ahorrar unas pesetas como por no tirar algo que me parecía bello y reutilizable (quizás sea por esa misma razón por lo que me gusta más comprar libros usados que nuevos; o por lo que, cuando era niño y coleccionaba sellos, sólo valoraba aquéllos que ya se hubieran utilizado, que ya hubiesen viajado de un lugar a otro, franqueando el camino a una carta de amor o de duelo, a las noticias de un soldado o de un pariente emigrado, al oficio que concedía una pensión de viudedad o que denegaba una beca, a una felicitación de cumpleaños… o de Navidad).

            Este año, aunque adaptándome a las nuevas costumbres, voy a hacer lo mismo que en aquel entonces (cuando los “christmas” se llamaban “Tarjetas de Navidad”) y, aprovechando una felicitación recibida por Internet hace dos años, os deseo todo lo bueno que se pueda desear con el dibujo que para Fernando Lalana hizo en diciembre de 2006 su amigo y colaborador José María Almárcegui… Yo sólo he tenido que poner el beso y todo el cariño que cada uno de vosotros se merece.

Tampoco valen las flores

Tampoco valen las flores

Describiré mi llegada a aquella oficina, cómo subí las escaleras, entré en el despacho casi vacío y la vi a ella frente a la máquina de escribir, junto a un mostrador de madera en el que hacía guardia un ventilador polvoriento, inútil en el invierno toledano... Quizás no fue así. La verdad es que sólo la recuerdo a ella y eso ya está muy repetido... Además, no quiero empezar por el principio. El lector tiene que saber que hubo un antes que tendrá que averiguar a medida que avance la historia. En vez de describir el despacho, recrearé la calle por la que anduvimos camino de un bar; le pregunté qué le habían traído los Reyes y me enseñó el reloj que se había comprado ella misma... Pero eso sería igual que ponerla a limpiar escaleras para pagarse la academia donde preparaba la oposición; son detalles que conmueven a quien los vivió, tal vez a quien los escucha, pero no al que los lee en una novela... Mejor lo de la caña con la que nos despedimos en una tasca de Toledo; parece un final y apenas era el principio; puedo describir el sol que entraba por los cristales, el sabor amargo y fresco de la cerveza, el murmullo de los parroquianos, un coche que pasaba por la calle, su sonrisa... Nadie podría sospechar lo que iba a ocurrir a partir de ese momento... Aunque se pueda imaginar que si está al principio será porque todo tiene que llegar... Es tan previsible que se puede convertir en un cuento rosa y ésta no es sólo una historia de amor... Por la misma razón, tampoco valen las flores; ya ni siquiera a mí se me ocurriría enviarlas; aunque el ramo sería  lo de menos, sólo una excusa para contar cómo amanecía en las calles de Jaén, cómo se despertaba la ciudad mientras yo, borracho de sueño, buscaba una floristería y repetía su nombre para mis adentros... ¿Y por qué no empezar por el final, por la última vez que, sin venir a cuento, me acordé de ella, después de años sin vernos y meses sin llamarnos?... Encontré un cuaderno gastado por el uso, un bloc de tapas verdes en el que se conservaba el borrador de la primera carta que le escribí, recién llegado a casa, antes de saber si había recibido las flores, si nos volveríamos a ver, si algún día sería yo quien le comprara los reyes, si cuando cumpliese mis cincuenta años estaría a mi lado, entre las personas más queridas… Por un lado fue como viajar en el tiempo y volver a ver mi letra de entonces, presurosamente escrita con la emoción del momento; mas por otro resultó penoso: La carta, leída así en la distancia, ni emociona ni conmueve; no transmite la fiebre con que la escribí, no refleja ni lo que sentí ni lo que quise expresar; sólo yo puedo entenderla, y no por lo que leo sino por lo que me recuerda... es más, me pregunto si a ella le pudo transmitir algo; podría servir para cualquier otra persona, no dice nada, nada que no haya podido decir o pensar cualquiera después de una primera noche de amor...Y a pesar de todo Blanca sigue aquí. Eso es lo asombroso: Que ella sí supiese leer lo que yo no había sabido escribir.

Budapest

Budapest

He vuelto a Budapest, después de más de siete años de ausencia… No voy a decir que he encontrado otra ciudad; era la misma, por supuesto, pero renovada, más elegante y moderna, mucho más vital… Se me ocurre compararla con un ser humano porque alguna vez, en algún lugar, leí que cada siete años se ha regenerado todo nuestro cuerpo y, aún siendo los mismos, no conservamos ni una sola de las células en las que antes consistíamos. No sé si esto será verdad, aunque yo me inclino a creer que sí, me gusta pensar que sí: el espejo, al levantarnos siete años después, nos devuelve la imagen del mismo rostro adormilado, un poco más viejo y arrugado, con menos pelo y más manchas en la piel; pero no dejamos de ser nosotros y, sin embargo, ninguna de las células que nos conforman estuvo antes allí… La diferencia es que algunas ciudades, como Budapest, se renuevan constantemente, sin dejar de ser ellas mismas, y rejuvenecen en vez de envejecer.

            Es posible que Buda siga siendo la de siempre. Quizás en eso consistan su esencia y su encanto: en permanecer a lo largo de los años y los siglos; en retener el aire de otra época para que los hombres de hoy, paseando por sus calles, podamos sentirnos transportados al pasado. Esta foto es del viaje anterior; si la hubiera tomado en éste, todo sería idéntico, salvo mi imagen... Permanecen también los puentes que tanto le gustan a Beatriz y que, salvando el Danubio, unen Buda con Pest… Permanece el majestuoso e impresionante Parlamento, reflejado en las aguas del río… Sin embargo cada vez que lo veíamos, yo le preguntaba a Ágnes si era el mismo Duna; “claro que sí”, me respondió en la primera ocasión; “pero no es la misma agua”, le señalé, recordando a Heráclito… A partir de entonces siempre me respondía que era el mismo río aunque no fuera la misma agua. (Ágnes no se cansa de que yo repita siempre los mismos chistes o los mismos dichos, porque sabe que es mi forma de practicar las palabras húngaras que voy aprendiendo).

            Permanecen también las pastelerías con encanto; unas más escondidas, como si fueran pequeñas “chardas” o tabernas en las que refugiarse un día de lluvia, para reconfortarse con un capuchino y un “Somlói galuska” bien cargado de ron; otras suntuosas, como acogedores salones de lujosas mansiones, con suelos enmoquetados, paredes forradas de madera, majestuosas arañas colgando del techo y relucientes vitrinas en las que se exponen los dulces más deliciosos: mazapanes, pasteles, sopas de frutas, crepes, albóndigas de requesón, tortitas y todo tipo de tartas (Dobo, Eszterházy, Rétes…), para que uno escoja cual de ellos quiere saborear, sentado en una butaca tapizada y ante un velador de mármol, como si estuviera en el palacio de la mismísima Sissi… Permanecen las flores en los parques y en las macetas de los balcones; muchas flores, aunque ya sea otoño, e interminables praderas de mullido césped en la ciudad; especialmente en ese jardín inmenso y sosegado que es la Isla Margarita, en medio de las aguas del Danubio… Permanecen sus baños termales, de aire decadente pero llenos de vida…Y permanecen los mendigos que leen; algo que no he visto en ningún otro lugar del mundo: un anciano de barba abundante y greñas enmarañadas; una mujer harapienta, con la cabeza tocada; un joven con “rastas” apelmazadas colgándole sobre los hombros y un par de perros sumisos a su lado; y cualquiera de ellos, leyendo un libro, mientras espera que alguna moneda caiga en el platillo o el sombrero que ha tendido ante sí… Y que no vaya a pensarse nadie que Budapest es una ciudad con mendigos; se ven pocos, pero algunos de ellos están leyendo, algo realmente conmovedor.

            Y mientras todo esto permanece, los bulevares y las avenidas recobran el esplendor que debieron lucir en siglos pasados y que había palidecido durante los años grises y tristes de la dictadura; las fachadas recuperan sus colores a la par que las gentes vuelven a subir las escaleras del metro con una sonrisa en los labios; la aceras de la plaza de Liszt Ferenc se llena de terrazas iluminadas por cientos de velitas y la calle Nagymezö de teatros, como el Broadway neoyorquino o la Gran Vía madrileña… Los majestuosos y colosales monumentos de la época comunista se han ido al “Parque de las Estatuas”, en las afueras de la ciudad (se puede visitar comprando una entrada. “¿Quién os habría dicho a los húngaros –le pregunto a mis amigos–, que algún día pagaríais por ver estas esculturas a las que les tirabais huevos y botes de pintura?”). Su lugar ha sido ocupado por figuras casi humanas, bellamente esculpidas en bronce o forjadas en hierro, que en vez de intimidarnos desde un pedestal, toman el sol sentadas en el banco de un parque, atraviesan sobre un puente un estanque lleno de nenúfares, descansan con los pies descalzos, caminan vencidas por el peso de una maleta en la que parecen cargar todas las fatigas de la vida o, como la “Pequeña Princesa”, cual adolescente traviesa, desenfadadamente encaramada a una barandilla, miran con una pícara  sonrisa a los transeúntes que pasean por la ribera del río (no hay turista que se resista a la tentación de hacerse una foto a su lado).

            Podía seguir hablando de la Budapest que conocí hace más de veinte años, de la ciudad que dejé tras mi última visita, hace siete; de la que he encontrado ahora. Podría hablar de rincones, de olores, de detalles, de sensaciones, de las comidas húngaras con las que me deleito (sopas y ensaladas aderezadas con crema agria o una pizca de páprika muy picante, verduras y carnes rebozadas, pasta con requesón y tocino frito, pescados de río o, mi preferida, “galuska”: pasta fresca con cualquier tipo de guarnición… por citar sólo algunas que no son tan conocidas como el “gulash”); y, por supuesto, podría loar todo lo que destacan las guías de turismo y que todavía no he mencionado: la zona peatonal de la calle Váci, el Bastión de los Pescadores, la Basílica de San Esteban, la iglesia del Rey Matías, la gran Sinagoga (el templo judío más grande de toda Europa), el Palacio Real, la Ópera, el Mercado Central, el espectacular Teatro Nacional de Hungría (denostado por muchos y que a mí me encantó)… Pero hay algo mucho mejor, algo más importante que todo cuanto he citado hasta ahora: mi familia húngara: Ágnes, sus hijas (Klára y Kati) y sus nietos (Frichi, Nándi, Marci, Julcsi y Gerus); también toda la gente que he conocido a través de ella: su marido (Gyuri), compañeros de trabajo, amigos, familiares… Abrazarlos, hablar con ellos, sentarnos juntos ante la misma mesa, ir al mercado a comprar la comida de cada día, viajar en un tren de cercanías, preguntarles “cómo se dice en húngaro”… Compartir, en suma, su vida cotidiana o hacer todos juntos algo tan extraordinario (o tan poco extraordinario), como una pequeña excursión, es lo que me hace realmente feliz y por lo que siento este cariño tan especial por Hungría y por Budapest.