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Ramón de Aguilar

Ansiedad

Ansiedad

La capilla estaba en el sótano. Como se trataba de un colegio religioso teníamos también una iglesia grande, bellamente decorada, con cúpula coronada por linterna, escalinata para subir al altar, vidrieras de colores que filtraban la luz del sol, un órgano majestuoso al fondo de la nave, coro de niños y bancos de madera noble que olían a mañana de domingo. Sus puertas estaban abiertas a toda la ciudad; no era un templo exclusivo del colegio y a nosotros sólo nos llevaban a la misa de doce de los días festivos, después de un desayuno especial a base de chocolate y picatostes; algunos de mis compañeros formaban parte del coro que entonaba los cantos de entrada, los salmos de alabanza y cánticos de comunión; dos o tres, de los que mejor leían, hacían las lecturas y la mayoría nos limitábamos a acompañarlos desde nuestros bancos, sumando nuestras voces en los estribillos y respondiendo con el “amén” o el “ora pro nobis” que correspondiera, según un ritual que nos sabíamos de memoria. El resto de los días podíamos oír misa en la capilla, antes de desayunar; pero yo no iba y aprovechaba esa media hora para leer novelas que sacaba de la biblioteca, que también estaba en el sótano, junto a la capilla, al almacén de la limpieza, el taller de mantenimiento, las cámaras frigoríficas, la lavandería y el resto de las entrañas de aquel complejo educativo en el que se nos preparaba a medio millar de adolescentes para un día de mañana, que resulto ser el de ayer.

Pese a la ubicación, la capilla estaba cuidada con esmero; en ausencia de imágenes policromadas, un majestuoso Cristo de madera tallada presidía el recinto, detrás de una mesa que, cubierta con un tapete inmaculadamente blanco, hacía las veces de altar; junto a éste, un pedestal soportaba el sagrario y un jarrón de cristal tallado, en el que nunca faltaban las flores frescas mientras, al otro lado del ara de madera, un pequeño armonio esperaba, como la lira del poeta, la mano piadosa que supiera arrancarle unas notas.  La luz de la calle llegaba escasa desde unos tragaluces que, aunque practicados en lo alto de una de las paredes laterales, en el exterior quedaban a ras del suelo; pero, para desvanecer las sombras, siempre hubo velas dispuestas al pie del altar y una lamparilla de aceite, perennemente encendida, junto al sagrario.

Fue Samuel Asián quién por primera vez me llevó a la capilla de noche. Samuel no sólo era compañero de clase, lo era también de habitación, junto a Federico Faraco e Ignacio Zabaleta; no sé si además de eso éramos amigos, aunque lo dudo. Tener que compartir aula y dormitorio durante los nueve meses del curso termina por dar una confianza y establecer unos vínculos que fácilmente pueden confundirse con la amistad; además, Samuel y yo hablábamos con frecuencia y me había llevado en una ocasión a su pueblo, en la provincia de Granada, al pie de Sierra Nevada, adonde fuimos haciendo autoestop y donde conocí a sus padres, a su hermano y a su hermana, a sus amigos y a otros muchachos y muchachas que me desconcertaron con su forma de vivir... En fin que, fuera o no fuera mi amigo, no debió de resultarle muy difícil compartir conmigo el secreto de que algunas noches, en la hora que teníamos libre después de cenar y haber escuchado las palabras que, para desearnos las buenas noches e invitarnos a la reflexión, nos dirigía el director, mientras otros veían la televisión, echaban una partida de ajedrez o de pingpong en la sala de juegos o paseaban por el patio, buscando un rincón oscuro en el que fumar un cigarrillo, él se escabullía hasta a capilla para tocar el armonio. Lo acompañé. Nunca me había dicho que supiera música, tal vez no la sabía y sólo lo hacía de oído; Asián no formaba parte del coro, no destacaba en las clases de solfeo y sin embargo allí estaba, a mi lado, en medio de la oscuridad, sin más luz que la de la mariposa que ardía en el aceite junto al sagrario, y sacando de las teclas del órgano las notas que al llegar a mis oídos se convertían en palabras: mujer, si quieres tu con Dios hablar pregúntale si alguna vez te he dejado de adorar… ansiedad de tenerte en los brazos y en la boca volverte a besar… tal vez estén llorando mis pensamientos… y así pasan los días y yo desesperado y tú, tú contestando quizás, quizás, quizás… y otras canciones que escuchábamos en los tocadiscos de nuestras casas.

El padre Herval nos descubrió al cabo de un tiempo. Hasta entonces tuvimos siempre la impresión de que hacíamos algo prohibido, de que estaba mal tocar al lado del sagrario canciones de Nat King Cole o de Frank Sinatra. Me imagino que el padre Peña o cualquier otro cura nos hubiera echado de allí sin contemplaciones y nos hubiera aplicado algún castigo escarnecedor o, de haber sido de los más progres (algunos, de buena fe, se torturaban a sí mismos y sufrían tratando de disfrazar sus ideas reaccionarias con una imagen moderna y juvenil, que siempre quedaba desfasada), nos hubiera explicado que al Señor le gustaba nuestra música y se alegraba de nuestras visitas, que podríamos hacerlas de manera organizada, invitando a más compañeros y completándolas con algunos minutos de oración… Pero el padre Herval no era así. Nos dijo que siguiéramos, que no nos cortáramos por él, que sólo iba a rezar un momento, y se marchó enseguida. Vino en más ocasiones, cada vez con mayor frecuencia y, aparte de escuchar, empezó a participar, pidiéndole a Samuel alguna canción, como la de Ansiedad, que parecía gustarle especialmente y que quiso aprender a tocar.

El padre Herval era, además, nuestro profesor de Historia del Arte. Sólo nos daba clase una hora a la semana y avanzaba muy despacio en la materia, porque le gustaba explicarlo todo con minuciosidad y detalle. Se decía que aprobaba a todo el mundo y se contaba que un año sorteó una matrícula de honor porque consideraba que todos se la merecían y el sistema sólo le permitía dar una. También tenía fama de ser bastante sobón y, de hecho, siempre andaba rodeado de tres o cuatro muchachos que le hacían reír con facilidad y a los que solía coger del brazo o por los hombros, mientras paseaban arriba y abajo por el recreo; pero lo hacía a la vista de todos, con naturalidad y sin ningún tipo de malicia aparente. Daba la impresión de no caerle bien al resto de los curas, pero tampoco parecía importarle mucho. Creo que a mí me apreciaba desde siempre, tal vez fuera sólo el respeto que le merecía como delegado de curso, tal vez fuera por otra razón, pero el caso es que sólo hablé con él una vez a solas antes de que pasara lo que pasó. Samuel estaba enfermo y yo había bajado solo a la capilla. Traté de recomponer alguna de las piezas que, sin éxito, mi compañero trataba de enseñarme; apenas podía reproducir diez notas, las que pobremente se correspondían con “mu–jer–si–pue–des–tu–con–Dios–ha–blar”… Luego no sabía cómo seguir, así es que pronto me cansé y empecé a improvisar, a tocar lo que se me ocurría, sin importarme que no fuera nada; me sonaba bien en medio de la oscuridad, en medio de la soledad, en medio de una tristeza que tenía más que ver con la edad que con el momento. No lo oí llegar y me sobresaltó su voz:

–        ¿No está Samuel?

–        Está en la enfermería. Parece que tiene la gripe.

Se sentó a mi lado pero, como yo no sabía tocar, me sentí cortado y me dio vergüenza seguir improvisando.

–        Quédate –me propuso él, al darse cuenta–. Yo ya me voy… Si no está Samuel,

que es el maestro…

Rió para terminar la frase, a la vez que se levantaba de mi lado, pero fue una risa breve y nerviosa.

–        No, yo también me voy.

Salimos juntos y subimos al patio. La primavera estaba recién empezada y la noche era todavía un poco fresca; pero el cielo estaba limpio y estrellado, de los pinares y ribazos cercanos parecía llegar el olor a bosque y humedad de las setas y los espárragos. En los rincones más lejanos se vislumbraba algún que otro puntito de luz, delatando a los fumadores precoces, que se creían a salvo en la oscuridad. El padre Herval y yo que, como un profesor y el delegado de curso, habíamos empezado hablando de su clase y de los problemas que tenían algunos compañeros, terminamos deslizando la conversación hacia temas más personales. De pronto me paré y se me ocurrió preguntarle lo que nunca se me hubiera ocurrido inquirir a un clérigo:

–        ¿Usted cree en Dios?

Antes de contestarme, rió de nuevo con la misma risa breve y nerviosa de la capilla.

–        Yo soy cura, ¿no?

–        Si, usted es cura, pero no cree en Dios.

Todavía anduvimos unos pasos en silencio, luego se detuvo y, tomándome del brazo, se decidió a responder:

–        Mira, yo sí creo que hay un Dios… Eso sí lo creo, pero no me preguntes cómo

es, ni por qué hace o deja de hacer las cosas. Y en cuanto a las vírgenes, los santos, las monjas y todo eso que nos llevamos entre manos, ¿qué quieres que te diga?

Antes de que sonase el aviso para retirarnos a los dormitorios, me contó que pertenecía a una familia modesta y que, sin recursos para poder estudiar, no había tenido más remedio que hacerse religioso. Había sido la Orden quien lo había mantenido, quien le había pagado la carrera y quien ahora le permitía vivir con tranquilidad y sin complicaciones, dedicado al estudio.

–           Me estoy leyendo en profundidad el Summa Artis –me explicó–. Tengo programada su lectura, día por día, hasta que cumpla los 77 años, que es cuando pienso morirme… No me tengo que preocupar de comidas, ni de ropas ni de compras; sólo de mis clases y de nuestros rituales religiosos, que son muy llevaderos… Por lo demás, sólo he tenido que renunciar a casarme y formar una familia y, como te habrás dado cuenta (todos se dan cuenta), yo no me hubiera casado… ni siquiera tengo que ir a escondidas a ningún burdel, como decís que hace el padre Peña. Todo lo que necesito está aquí.

A partir de este momento y hasta que pasó lo que pasó, me pareció que el padre Herval evitaba quedarse a solas conmigo. En vez de estrechar el lazo de nuestra amistad, si es que la hubiera habido, sus confidencias parecían haberlo alejado de mí, como si se avergonzara de haberme hablado con tanta franqueza, de haberse confesado con un alumno, con un adolescente que casi pudiera haber sido su hijo. Yo, sin embargo, me sentía más cerca de él y empecé a mirarlo con más ternura y cariño; comprobé que, aunque siempre iba rodeado de muchachos, salvo con Samuel Asián, con quien cada vez era más frecuente verlo, evitaba pasear siempre con los mismos y que, cuando reía con ellos, junto a la alegría del brillo de sus ojos aparecía una sombra de angustia y de inquietud, una sombra de ansiedad que parecía delatar una tortura interior y que se me hizo más evidente una noche en la capilla cuando, sentados ante el armonio, Samuel le tomó la mano para guiarle los dedos ante las teclas y, aprovechó la posición forzada, para apoyar su cabeza en el pecho del hombre al que estaba pegado mientras, titubeantes, las notas del armonio parecían tararear: “an-sie-dad-de-te-ner-te-en-mis-bra-zos,-mu-si-tan-do-pa-la-bras-dea-mor,-an-sie-dad…”

De vuelta al dormitorio recriminé a Samuel que fuera tan cruel.

–        A él le gusta…

–        Él lo pasa mal, porque quiere y no puede.

–        A mí no me molesta… Mientras no se pase demasiado, yo le dejo hacer. Ya

sabes tú cómo es para nosotros.

Con el nosotros no se refería a él y a mí, sino a sus amigos, a su hermano, a otros muchachos de su pueblo a los que había conocido cuando fuimos a su casa. Los fines de semana se iban juntos a la ciudad y buscaban turistas a los que acompañar; conseguían de ellos invitaciones y pequeños regalos como discos, relojes o tabaco, a cambio de seguirles la corriente en ese juego ambiguo, lleno de insinuaciones, en el que todo parecía posible aunque nada lo fuera. Cuando yo, que miraba con ojos golosos a su hermana y sus amigas, le dije que me parecía una estupidez y una pérdida de tiempo, él se rió con esa franqueza que cubría de inocencia todo lo que hacía o decía:

–          Tú estás tonto. Ellas hacen lo mismo. ¿O te crees que alguna estaría dispuesta a pasarse una tarde contigo, hablando de García Lorca con un refresco en la mano?

Nunca nos pusimos de acuerdo. Ya he puesto en duda que Samuel y yo llegáramos a ser amigos de verdad, aunque pudiéramos confundir con amistad aquel afecto que daba el roce diario, la intimidad de compartir dormitorio, el compañerismo del aula… Después de lo que pasó nos distanciamos más todavía y, desde que salí del colegio, al finalizar aquel curso, no he vuelto a saber de él.

El padre Herval se nos acercó una de las últimas noches de mayo, cuando la primavera se acercaba a su fin; de los campos y sembrados cercanos nos llegaba el olor dulzón de las amapolas que crecían en el trigo verde; la noche era tan apacible que no se nos había ocurrido bajar hasta la capilla del sótano, hablábamos con Alberto Tortosa y Miguel Ángel Poveda de lo que haríamos a partir del curso siguiente; soñábamos con un futuro que ya es pasado cuando el cura apareció de entre las sombras; le hicimos sitio en el corro porque su presencia no resultaba molesta, como lo hubiera sido la del padre Peña o algún otro de los religiosos; pero se quedó poco tiempo y enseguida él y Samuel, que habían empezado a hablar entre ellos, se pusieron a caminar por el patio, cerca nuestro al principio, pero cada vez más lejos, hasta que dejamos de verlos. Cuando se apagaron las luces de los dormitorios, Asián aún no estaba en la habitación; tardó mucho en llegar; en medio de la oscuridad y después de haber dormitado en varias ocasiones, no podía saber la hora, pero sí que era muy tarde.

–        ¿Dónde estabas? –le pregunté en un susurro, para no despertar a los otros dos.

–        A ti no te importa… ¿Cómo me preguntas eso?

–        Te pregunto sin más. Si quieres me lo dices y si no, no.

–        Pues ya ves que no quiero.

Traté de ignorarlo y conseguí dormirme enseguida. Por la mañana Samuel se comportó con total normalidad, como si la noche anterior no hubiera pasado nada. Quizás no había pasado nada, pero yo no podía olvidarlo. Estuve leyendo la media hora antes del desayuno, mientras otros oían misa y la mayoría estudiaba para los exámenes cercanos; pese a su proximidad, yo no quería renunciar a ese encuentro diario de treinta minutos con Martín Vigil o Julien Green, que eran los autores más modernos que podían encontrarse en la biblioteca del colegio, una biblioteca en la que escritores como Baroja, Pérez Galdós o Blasco Ibáñez estaban vetados por  anticlericales. La primera clase, después del desayuno, fue de Matemáticas. Es algo que debería haber olvidado después de tantos años, pero que siempre recordaré por todo lo que ocurrió después. La segunda era de Historia del Arte, con el padre Herval, y no vino al aula. A veces fallaba alguno de los profesores, si se ponía enfermo o le pasaba algo en casa; pero era inusual que faltara uno de los curas, que también vivían en el colegio, sin que nadie viniera a sustituirlo o a encomendarme, como delegado de curso, que mantuviera el orden mientras aparecía el profesor, algo realmente difícil a medida que transcurrían los minutos y más a esas alturas del curso. Aún así, en un momento de calma, me salí del aula y, llevado por la única corazonada que he tenido en la vida, bajé a la capilla. Allí, hundido frente al armonio, el padre Herval, con un solo dedo, convertía el aire insuflado por los pies en las únicas notas que había aprendido a tocar:  “an-sie-dad-de-te-ner-te-en-mis-bra-zos,-mu-si-tan-do-pa-la-bras-dea-mor…”

–        ¿Se encuentra bien?

Me respondió sin volverse.

–        Deberías estar en clase.

–        Sólo quería saber si se encuentra bien.

–        Bien. Me encuentro bien. Vuelve al aula. Iré enseguida.

No se volteó en ningún momento. Pensé que lloraba en silencio. Ya iba a salir de la capilla, cuando me habló de nuevo:

–        ¿Te acuerdas cuando me preguntaste si creía en Dios?

–        Sí.

–        Te dije que no sabía cómo es.

–        Nadie puede saberlo.

–        Me gustaría que fuera tan misericordioso como os enseñamos desde el púlpito.

Di la vuelta y salí cerrando cuidadosamente tras de mí.

Oí un disparo.

Yo sabía que los curas no tienen pistolas, pero me puse a temblar. Abrí la puerta asustado y miré hacia el altar. La luz temblorosa de la lamparita seguía titilando, las flores frescas permanecían radiantes junto al sagrario; ante el armonio, el padre Herval volvía a tocar las notas de su canción: “an-sie-dad-de-te-ner-te-en-mis-bra-zos…” Sin dejar de hacerlo, sin volverse hacia mí, me repitió que regresara al aula.

Aún no había terminado de subir la escalera cuando me llegó el alboroto de mis compañeros. Imaginé a alguno de ellos subido sobre el pupitre, esquivando aviones de papel y tizas, a otros en corro jugando a las cartas o a los chinos, a Samuel imitando a un humorista argentino que aquellos días estaba de moda. Antes de que alcanzase a llegar se hizo el silencio más absoluto. El padre Peña lo había hecho antes que yo y echaba fuego por los ojos.

–        ¿Dónde diablos estaba usted?

–        En el baño –mentí.

–        Su obligación es mantener el orden hasta que llegue el profesor. Cuando venga el padre Herval, preséntese en mi despacho.

Salió dando un portazo y yo me fui derecho a la mesa del profesor. El padre Herval no vino. Al acabar la hora llegó Esther, la profesora de francés, y el resto del día transcurrió con total normalidad. Sólo después de cenar, cuando el director vino a desearnos las buenas noches, nos informó de que el padre Herval había tenido un accidente de tráfico con el coche de la comunidad; había chocado con un camión y se encontraba muy grave. Nos invitó a rezar por él.

Murió semanas después, cuando ya habían empezado las vacaciones. Muchos no se enteraron hasta el curso siguiente. Quizás otros nunca lo hayan sabido.

 

           

Clase con Pedro Salinas

Clase con Pedro Salinas

Se acercaba el final de la primavera y, con ella, habría de terminar también el curso; a esas alturas era más fácil mirar por la ventana que a la pizarra. Los alumnos estábamos hartos de criptógamas y rizomas, de funciones exponenciales y medidas de dispersión, de Juan Gris y Le Corbusier… Hartos de los compuestos nitrogenados y el principio de Arquímides; hartos, incluso los que presumíamos de lectores, de la Generación del Veintisiete y del teatro de Buero Vallejo… Los profesores estaban hartos de nosotros, de nuestros padres, del jefe de estudios… Pilar tenía tantas ganas de dar clase como nosotros de recibirla. La apodábamos “Billy”, de Billy el Niño, porque siempre iba con pantalones vaqueros y tenía la costumbre de ponerse en jarras, con los pulgares en las presillas de los costados, como si nos estuviera retando. También ella, de vez en cuando, perdía la mirada por la ventana. ¿Vería lo mismo que nosotros?

Vamos a hacer una cosa –propuso–. Si alguno de vosotros quiere leernos un poema, dejamos la clase para después”.

La miramos desconcertados. ¿Un poema? ¿Servirían los que aparecían en el libro de texto? A mí había un par que me gustaban bastante, uno de Gerardo Diego y otro de Dámaso Alonso. Los dos los tenía copiados en una libreta que guardaba bajo la tapa del pupitre… Y Cano, que de mayor quería ser revolucionario, escondía un libro de la editorial Zero con poemas de Manuel Pacheco, forrado con papel de estraza azul para que nadie viese el nombre del autor ni el título (“Poesía en la tierra”), pues le parecía que debía estar prohibido.

Si nadie se anima… –insistió Pilar, perdiendo la esperanza–, seguiremos con Martín Fierro”.

Saca el cuaderno” –me instó Alfredo Márquez, mi compañero de pupitre, dándome un codazo. Alfredo, al que todos llamaban Márquez, sabía que yo no sólo leía poesía, sino que, además, me copiaba los versos que me gustaban en aquella libreta.

       Le hice caso. Busqué el que era mi preferido en aquel entonces: Un poema de Pedro Salinas que, sin título, comenzaba preguntándose “¿Serás, amor, un largo adiós que no se acaba?”. Levanté la mano a la vez que la profesora abría su carpeta de apuntes. “¡Pilar!, ¡Pilar!”, le urgieron todos para que alzara los ojos y se fijara en mí. Ella lo hizo, me sonrió con complicidad y me invitó a empezar. Yo leí:

 

¿Serás, amor
un largo adiós que no se acaba?
Vivir, desde el principio, es separarse.
En el primer encuentro
con la luz, con los labios,
el corazón percibe la congoja
de tener que estar ciego y solo un día.
Amor es el retraso milagroso
de su término mismo;
es prolongar el hecho mágico
de que uno y uno sean dos, en contra
de la primer condena de la vida.
Con los besos,
con la pena y el pecho se conquistan
en afanosas lides, entre gozos
parecidos a juegos,
días, tierras, espacios fabulosos,
a la gran disyunción que está esperando,
hermana de la muerte o muerte misma.
Cada beso perfecto aparta el tiempo,
le echa hacia atrás, ensancha el mundo breve
donde puede besarse todavía.
Ni en el llegar, ni en el hallazgo
tiene el amor su cima:
es en la resistencia a separarse
en donde se le siente,
desnudo, altísimo, temblando.
Y la separación no es el momento
cuando brazos, o voces,
se despiden con señas materiales:
es de antes, de después.
Si se estrechan las manos, si se abraza,
nunca es para apartarse,
es porque el alma ciegamente siente
que la forma posible de estar juntos
es una despedida larga, clara.
Y que lo más seguro es el adiós.

 

       Acabé con cierta congoja en la voz porque, aunque ahora ya lo he olvidado, entonces no hacía mucho que había descubierto que “cada beso perfecto aparta el tiempo, le echa hacia atrás, ensancha el mundo breve donde puede besarse todavía”.

       “¿Alguno más?” Preguntó Pilar.

       “Pásame la libreta”, me pidió Alfredo.

Se la di abierta en la página en la que tenía escrito el “Nocturno” de Asunción Silva: “Una noche, una noche toda llena de murmullos, de perfumes y de músicas de alas…” Pero antes de que empezara su lectura, Cano ya había levantado la mano e, impaciente, con voz profunda, empezaba a leer: “El hambre tiene forma de pisada sobre la cara del anciano…”

Yo sonreí. Alfredo sonrió. Todos sonreímos, convencidos ya de que ese día no habría clase de Literatura. Pilar sonrió, convencida de que cuando pasaran cuarenta años, algunos seguiríamos recordando aquella clase de final de primavera.

Cine de verano

Cine de verano

 

El pregonero hizo sonar su trompetilla para anunciar que esa noche “echarían” una película.

Aún no estaba tensada la sábana que serviría de pantalla, ni habían sacado de las latas los rollos de celuloide, y ya la plaza se había llenado con quienes esperaban, bocadillo en mano y zarzaparrilla a los pies.

En el centro, como siempre, el cochecito de don Anselmo; junto a él, Amadeo, el que fuera verdugo; don Ramón, el farero; el tacaño de don José (tan parecido a San Dimas); don Benito, el dinamitero; el abuelo de Chencho; el inventor que una vez fue a la radio disfrazado de esquimal… y algún que otro cura socarrón.

Cuando el proyector iluminó la pantalla, el alcalde salió al balcón sin afán de dar ninguna explicación, tan sólo para ver la película y reír, como todos, cuando en los créditos apareciese el nombre de Pepe Isbert.

Mi verdadero nombre

Mi verdadero nombre

Nadie sabe cómo fui.
No me conocen.
Por las calles, ¿quién se acuerda?

                (Rafael Alberti)

 

 

             Mi verdadero nombre es Vicente Pardo, pero todos me conocen como “el amigo de la norteamericana”. Se supone que lo dicen por Gerda, pero ni ella se llama así ni es de Estados Unidos. Es alemana y quizás les extrañe que ande metida en esta guerra con nosotros y no con el bando contrario; aunque ella, la verdad, no lleva ningún arma ni va dando tiros por ahí, como las milicianas, ella sólo hace fotos. Dice que son para la prensa, para revistas de Francia. Será verdad, si no ¿a cuento de qué se iba a jugar la vida hasta perderla?

            Será verdad. Sería verdad. Fue verdad… ¿Cómo decirlo después de que la haya aplastado el tanque el día antes de marcharse a París, una semana antes de cumplir los veintisiete años? Desde que empezó la batalla, y hasta que la dimos por perdida, estuvo a mi lado. Yo la protegía con mi fusil y ella me protegía con su presencia, con su sonrisa… era como tener un ángel al lado.

            Cuando iniciamos la retirada me dijo que le parecía poco leal que siguiéramos vivos después de haber visto morir a tanta gente que conocíamos… No podíamos imaginar que sólo dos días después, la víspera de iniciar su regreso a París, donde ya la esperaba Andre, llevaríamos su cuerpo agonizante a un hospital de campaña en El Goloso, cerca de El Escorial. El cadáver lo recogieron dos amigos suyos, que vinieron de Madrid, Rafael y Teresa, y lo enviaron a Francia donde, según dicen los periódicos, la recibieron como una heroína.

 

             Mi verdadero nombre es Andre Friedman y soy húngaro. Muchos piensan que soy norteamericano y que me llamo Robert Capa. Así pasaré a la historia, como el famoso fotógrafo que captó el instante mismo de la muerte de un miliciano en Cerro Muriano, en la guerra de España: Una instantánea maldita para mí que, sin embargo, muchos consideran la mejor foto de guerra que jamás se ha tomado.

            Pero Robert Capa fue un invento de Gerta, mi compañera. Ella se inventó ese fotógrafo de éxito del que nosotros no éramos más que sus representantes en Europa, aunque fuésemos quienes tomábamos cada uno de sus instantáneas. Más tarde inventó también una colaboradora para él, Gerda Taro, y haciendo su papel entregó la vida en la batalla de Brunete, como yo la entregaré dentro de poco en Indochina. Los dos hemos tratado de llevar a cada rincón de la tierra las imágenes más duras del tiempo que nos ha tocado vivir, las más duras y las más tiernas porque, en medio del miedo y el dolor, siempre hemos encontrado una sonrisa con la que ilustrar la esperanza. Cuando yo muera en el intento, ya no seré el primero, ella me precedió y ahora no puedo olvidarla: Ni el juego, ni las mujeres ni el alcohol son suficientes para ahogar su recuerdo.

 

             Mi verdadero nombre es Gerta Pohorylley y nací en Alemania en 1910. Moriré en España seis días antes de cumplir los veintisiete años. Muy joven. Quizás por eso tengo que vivir intensamente, conocer el mundo y la vida para entenderlos; amarlos los amo, aunque no los entienda. En Francia conoceré a Andre Friedman, un fotógrafo húngaro. Vamos a ser uña y carne, no sólo porque vamos a trabajar juntos, sino también porque nos vamos a amar hasta la muerte y porque, juntos, vamos a ser conocidos en todo el mundo a través de un personaje que yo voy a inventar: Robert Capa, un exitoso reportero americano que recorre los caminos de Europa haciendo reportajes sobre estos años tan duros. Él será famoso; nosotros, Andre y yo, no. Cuando me entierren en París, sobre mi lápida no aparecerá mi nombre, sino el de otro personaje inventado por mí: Gerda Taro. A ella le rendirán honores de héroe, sin darse cuenta de que en todas las guerras, en cualquier bando, abundan las heroínas porque, después de todo, sufrir todas las humillaciones, soportar todos los dolores y perdonar luego para que la paz sea posible es el papel que siempre les toca a las mujeres en todas las guerras… Sólo me diferenciaré de  las demás en ser la primera corresponsal de guerra y la primera en morir desempeñando su trabajo.

  

            Mi verdadero nombre es Rafael Alberti. Así me llaman los demás. Si lo hago yo, me llamo “marinero en tierra” o “fantasma que recorre Europa” o “poeta en la calle”… Porque poeta soy, al fin y al cabo. Mi mujer es María Teresa León. Lo digo porque a los dos nos llamaron para decirnos que en el hospital inglés de El Goloso, en El Escorial, había muerto una mujer que habían llevado moribunda, aplastada por un tanque y sin más documentación que una Leica, una cámara de fotos rusa. Era Gerta Pohorylle, a la que todos conocíamos como Gerda Taro, que así era como firmaba sus fotografías… Cuando digo “todos” me refiero a María Teresa y a mí, que la habíamos conocido en Valencia, pero también a Hemingway, a Dos Passos, a Bergamín y a tantos otros que la apreciában.

No me satisface observar los acontecimientos desde un lugar seguro –nos dijo una vez–. Prefiero vivir las batallas como las viven los soldados. Es la única forma de comprender la situación”. Era una mujer alegre y decidida, que podía despertar la ternura en medio de un bombardeo. Creo que si algún día escribo poemas sobre los ángeles alguno de ellos tendrá que estar inspirado en esta inolvidable mujer.

           

 

"El diario mágico" de Pilar Bellés

"El diario mágico" de Pilar Bellés

Cuando la conocí, Pilar Bellés Pitarch tenía sólo 19 años; era poco más que una niña, pero ella no lo sabía. Yo no era mucho mayor (aún me parecían lejanos los treinta, aunque no lo estuvieran tanto), pero tampoco lo sabía y me creía un hombre de mundo que ya había vivido en ciudades como Valencia  y Barcelona, que había publicado cuentos de terror y crónicas deportivas, que había estado casado y hasta viajado una vez a África en aeroplano (aun sin cruzar la frontera española). Yo vivía en Castellón capital, ciudad que nunca llegó a cautivarme, en un piso destartalado y oscuro de recién divorciado; ella junto a sus padres, en un hogar que a mí se me antojaba idílico, aunque fuera sólo por estar en una casita de campo, a las afueras de uno de los pueblos del interior de esa provincia tan acogedora y fascinante, tan llena de encantos y sorpresas cuando uno se aleja de sus pedregosas playas para llegar hasta Vall de Uxó, Torre de Embesora, Alfondeguilla, Catí, Chert, Segorbe, Soneja, Culla, Villafamés, Morella, Ares, Vistabella y Adzaneta del Mestrazgo, San Mateo, Olocau del Rey, Altura, Tales, Eslida… por citar sólo algunos de los pueblos que me vienen a la memoria.

Nos unía el amor a las palabras. El mismo amor que me ha unido a mucha de la gente hermosa que he conocido. Ambos queríamos ser escritores y ella partía con la ventaja de tener más vida por delante, de no haber dado todavía algunos pasos que a mí, por ejemplo, ya me encaminaban por sendas y derroteros que me alejarían de la meta… Además, Pilar poseía una virtud de la que yo siempre carecí: La constancia para el trabajo, la voluntad para entregarse durante horas a lo que llevara entre manos (ya fuera la escritura de un relato o el aprendizaje de la gramática inglesa). Así, en cada nuevo encuentro, me sorprendía con nuevas historias (siempre tuvo también una exuberante fantasía creadora), que pacientemente mecanografía a dos columnas, imitando la composición de los incunables impresos en el renacimiento.

No sé si ella recordará cuántas fueron las veces que nos vimos. Me temo que pocas durante el escaso tiempo en el que vivimos cerca,  pese a que sean muchos los recuerdos entrañables que conservo, y no sólo de escritos y lecturas, sino también de breves paseos y largas conversaciones, de un perro que me regaló y al que llamé “Gris”, de un pato que compré en las ramblas de Barcelona (“Antón”), y que, cuando me obligaron a sacarlo del piso destartalado y oscuro en el que vivía, acabó poniendo huevos en el corral de su casa.

Me fui a Salamanca en octubre de 1984 y no he vuelto a verla desde entonces. Es duro y triste tomar consciencia de cuánto tiempo es éste al escribirlo; porque los años han pasado como sin darme cuenta, con la tranquilidad de saber que en cualquier momento podía coger el coche y llegar hasta su casa para llamar a la puerta… Siempre me ha tenido al corriente de sus cambios de domicilio y de los avatares de su vida: la finalización de la carrera, su boda, sus primeros trabajos en la enseñanza, el nacimiento de su hijo, la publicación de sus cuentos didácticos en las tres lenguas en las que escribe (valenciano, castellano e inglés).

Puede que quienes se asoman habitualmente a mi blog ya hayan visitado el suyo en alguna ocasión, pues el enlace siempre ha figurado entre los que aparecen en la columna de la derecha… Pero hoy tengo un motivo muy especial para reavivar todos estos recuerdos: El próximo día 21, además de empezar el verano, Pilar Bellés Pitarch presentará su primera novela en Castellón, esa ciudad que nunca me cautivó pero a la que con tanto gusto voy a tratar de regresar. No he tenido aún ocasión de leer El diario mágico (que así es como se llama), ¡pero con cuánto cariño la voy a tomar entre mis manos y voy a ir pasando sus páginas! Tanto, seguro, como el que ponía en la lectura de aquellos relatos (también mágicos), laboriosamente mecanografiados a dos columnas.

… Si alguno de vosotros puede venir, lo esperamos en la librería Babel de Castellón, a las siete de la tarde, el 21 de junio, el día que comienza el verano.

Cordones

Cordones

            No lloré el día que murió papá. No pude llorar, aunque me hubiera gustado hacerlo. Huí de los amigos y familiares que vinieron a acompañarnos y, encerrado en mi cuarto, fui rememorando algunos de los momentos que habíamos vivido juntos; la mayoría en la infancia, cuando me sentaba en sus rodillas para enseñarme a cantar villancicos, para escribir juntos la carta a los Reyes Magos o para leerme pequeñas poesías, como aquella del zapatero remendón: “Tipi tape, tipi tape”… Estaba en una de las últimas páginas de la cartilla. Yo era sólo un niño. “Tipitape, tipitón”. El abecedario se llamaba “Amiguitos” y junto al texto aparecía dibujado un zapatero. No era más que una estrofilla de cuatro versos. “Tipi tape, zapa zapa”. Ahora sé que su autor se llamaba Germán Berdiales pero, durante muchos años, sólo recordaba el dibujo y la voz de papá: “Zapatero remendón”. No me resultó difícil memorizarla porque, aparte del ritmo que marcaban las sílabas onomatopéyicas, el trazado de un hombrecillo con cara de duende, clavando tachas en el tacón de un zapato, me hacía recordar al zapatero de la calle Caídos, al que llevábamos a reparar el calzado de casa. Podría inventar un nombre para él, pero prefiero admitir que no recuerdo cómo se llamaba; quizás para mí nunca tuvo nombre, era, simplemente, “el zapatero”. Para llegar hasta él, una vez dentro de la zapatería en la que su mujer vendía albarcas de tela con la suela de cáñamo y zapatillas de deporte de lonilla azul o roja, con suelas de goma, había que subir a un altillo. También exponían zapatos de los buenos: zapatos con cordones, como los de los ricos, y zapatos de señora, con tacón, como los de las actrices de cine; pero ésos se vendían rara vez; así es que permanecían a la vista de todo el mundo, para calzar nuestros sueños más que nuestros pies.

Cuando tenía que ir allí, me solía acompañar mi amigo Andrés. En realidad, Andrés y yo íbamos juntos a todas partes; éramos uña y carne, pese a tener caracteres muy distintos. Su padre era camionero, pero también sabía componer zapatos. Me lo contó un día que habíamos llevado los míos a reparar. “Yo procuro que mis botas no se rompan –me explicó–. Las cuido todo lo que puedo y cada noche, cuando me las quito, les doy betún para que la piel se conserve bien”. En casa, sin embargo, se quejaban de que nosotros, mis hermanos y yo, destrozábamos el calzado; decían que no poníamos cuidado, y a lo mejor llevaban algo de razón porque, desde luego, nunca se nos ocurría limpiarlos muy a fondo. Eso era algo que hacía papá todas las semanas. El domingo por la mañana, antes de que nos levantáramos, o mientras mamá nos arreglaba para ir a misa, él cepillaba todos nuestros zapatos, a los que primero les había quitado los cordones para hacerlo mejor, y luego les daba betún y les sacaba brillo con un paño para que los lleváramos relucientes a la misa del mediodía… Ya no nos preocupábamos más hasta que él volvía a limpiarlos una semana después, había que llevarlos al zapatero o estaban ya tan mal que no quedaba más remedio que tirarlos; aún entonces, papá los repasaba minuciosamente y les quitaba los cordones, que guardaba en una caja, por si algún día se necesitaban. “Si se me descosen por algún sitio –continuaba explicándome Andrés–, cuando mi padre regresa a casa, él los cose y así nunca están rotos”. Nosotros, ya lo he dicho, si tenían arreglo, los llevábamos al zapatero de la calle Caídos o, si no lo tenían, sólo se salvaban los cordones.

            El mostrador que presidía la planta baja de la zapatería era de madera y toda la tienda olía a cáñamo y lona, a goma recién recauchutada; un olor difícil de describir pero que cualquiera que lo haya encontrado al traspasar una puerta de cristales podrá recordar toda la vida con tan sólo cerrar los ojos. A la izquierda del mostrador arrancaba la escalera de yeso que, sin barandilla en la que apoyarse, subía hasta el taller donde el hombre hacía los arreglos, sentado ante su banco, frente al yunque; protegido con un oscuro mandil trabajaba rodeado de ceras y betunes, hormas, leznas, bramantes, colas y otros útiles que no sé nombrar, pero que me fascinaba mirar cuando tenía que subir hasta allí con algún encargo de la casa. Los zapatos por arreglar se amontonaban a un lado, revueltos en un desorden que sólo era aparente porque él, el zapatero, podía encontrar sin vacilar cualquier par que tuviera que buscar. Los que ya estaban arreglados, y a los que había sacado brillo con una gamuza, después de embetunarlos y cepillarlos, esperaban ser recogidos, cuidadosamente colocados por parejas en unas baldas de madera que estaban frente a él. No había ninguna ventana en el aposento y el olor del betún, junto al de la cola que borboteaba al baño maría sobre la estufa que caldeaba el cuartillo, lo impregnaba todo, provocando un agradable mareo. Nunca lo vi de pie; si el trabajo que iba a recoger estaba terminado, él me señalaba la estantería donde nuestros zapatos esperaban ser recogidos, para que yo mismo los tomara y, si aún no estaban, él los sacaba del montón, sin vacilar, y hacía como que los dejaba aparte para que esos fueran los siguientes en ser arreglados; pero nunca se apartaba del yunque en el que trabajaba, ni se levantaba de su silla con las patas cortadas; por eso siempre pensé que no tenía piernas, algo absurdo, porque hasta aquel altillo sólo se podía llegar por la escalera de yeso que subía desde la planta baja; pero la idea se reafirmó cuando años después, siendo ya adulto, al morir papá, me fui a Colombia y conocí a Nelson en Mariquita, un pueblo del Tolima, en el interior del país, a los pies del Nevado del Ruiz. “Si quieres unos buenos zapatos –me aconsejaron–, no te gastes el dinero tontamente en unos de fábrica”. Me lo dijeron de manera confidencial, para demostrarme que yo no era considerado un turista más o uno de los veraneantes que llegaban de la capital. “Nelson te los puede hacer mejores y por menos dinero”. Unos zapatos hechos a medida y más baratos que los que pudiera comprar en cualquiera de los almacenes que se sucedían a lo largo de la Cuarta, entre bazares de electrodomésticos, colmados de víveres, tiendas de ropa, puestos de rifas o de helados…

            La zapatería de Nelson se encuentra todavía en una pequeña planta baja cerca del mercado, es el taller de un zapatero remendón, como el que yo recuerdo de mi infancia: el mismo banco y el mismo yunque, las mismas herramientas, el betún, la cola borboteando en un pequeño hogar y, junto a él, en un rincón del suelo, un hombre sin piernas, al que cada mañana coloca allí su familia, para que ayude al amo limpiando los zapatos que repara; pero Nelson sí que puede andar, de hecho se levanta para recibirte cordialmente en cuanto te asomas a su puerta, siempre abierta de par en par; te saluda dando gracias a Dios por tu visita y sabe mostrarse servicial, sin caer en el servilismo ni perder su dignidad, sin dejar de mostrarse humilde, pero orgulloso de ser útil con su trabajo. Si te quieres hacer unos zapatos, Nelson te pedirá que deposites el pie descalzo sobre un cartón y dibujará su contorno para que le valga de plantilla; luego te medirá la altura del empeine y tomará otras medidas que le servirán para presentarte una semana después los zapatos ya montados, pero sin acabar; sólo para que te los pruebes y así poder hacer las modificaciones necesarias para que, al final, te queden como un guante. A papá le hubiera gustado hacerse unos zapatos a medida. Seguramente nunca los tuvo, porque aquí las cosas siempre han sido de otra manera, y más en aquel entonces; pero en el taller de Nelson basta con elegir uno de los modelos de su escaso muestrario y adelantarle el importe de la piel que quieras que utilice; él comprará al mayorista la cantidad exacta, porque no puede permitirse tenerla almacenada. Sobre la plantilla de tu pie anotará el importe de la cantidad adelantada y allí mismo te hará la cuenta final cuando, apenas diez días después, retires tu par de zapatos nuevos e impecables; luego te acompañará hasta la puerta, dando de nuevo las gracias a Dios y colmándote de bendiciones por tu compra, mientras su ayudante sin piernas te sonreirá desde el suelo, orgulloso de que un extranjero les haya visitado. Hubo un tiempo en el que aquí también éramos así con quienes venían de otro país y hubiéramos hecho por ellos cuanto estuviera en nuestra mano, simplemente por ser distintos de nosotros, hablar otro idioma o tener otros paisajes en su recuerdo… Simplemente por eso y porque, tal vez, antes que como turistas, los veíamos como seres humanos que se encontraban lejos de su hogar y de su familia. Luego las cosas han ido cambiando. Desapareció la zapatería de la calle Caídos y es posible que Andrés, que ahora es el gerente de su propia flota de camiones, haya dejado de cuidar con tanto esmero sus zapatos. Papá murió hace quince años y mamá la semana pasada.

            Hoy he ido a recoger sus cosas a la residencia. Le dije a la directora que podían quedarse su ropa, si la necesitaban para otras ancianas o para donarla a algún ropero de caridad; aún así, cuando la he cogido para echarla al coche, la maleta con la que llegó hasta allí pesaba como si estuviera llena… Casi lo estaba: álbumes de fotos, unos pocos libros, dibujos de sus nietos, algunos cuadernos de cuando éramos niños, un atado con todas mis cartas (desde las que escribía a casa en el colegio hasta las últimas que le mandé desde Colombia, cuando papá ya había muerto y ella se había quedado sola); en el fondo de todo, un estuche con sus pocas y humildes joyas y una caja: una caja de zapatos que no hubiera necesitado abrir para saber qué tesoro guardaba… Pero la he abierto y las lágrimas que, por primera vez después de tantos años han bañado mis ya arrugadas mejillas, han ido cayendo lentamente sobre los cordones, sobre tantos y tantos cordones guardados para cuando hicieran falta… para hoy.

Iluminada Navarro: Corazón desnudo

Iluminada Navarro: Corazón desnudo

El pasado 6 de mayo, Iluminada Navarro, a quien hace muchos años que aprecio (como luego se verá), presentó el último de sus libros, Desde mi silencio, en la Sede del Colectivo Lambda de Valencia. Pese al empeño que puse, me fue imposible estar entre el público para aplaudir no sólo sus poemas, sino también su valiente testimonio en defensa de los derechos a la igualdad y la libertad de todos los seres humanos.

Tuve la suerte de ser el editor de su primer libro (Lágrimas de otoño), y el prologuista del segundo: Homenaje a Lorca. A estos dos, les han seguido Cuando mi libertad traspase el infinito, Con las uñas al aire (a cuya presentación en Casas Ibáñez corresponde la borrosa foto que acompaña estas palabras), y por último, Desde mi silencio. Motivos todos ellos más que suficientes para (ha mucho tiempo que tendría que haberlo hecho), dedicarle una de las entradas de mi blog. Lo hago ahora y para ello, además de invitaros a visitar su página (http://envueltaentreversos.blogspot.com/), os transcribo el prólogo mencionado:

 

Corazón desnudo

Conocí a Iluminada Navarro Descalzo una lejana y calurosa tarde de agosto, en Villatoya, junto al río Cabriel, ese río nuestro al que llegaban las aguas después de regar las huertas que la vieron nacer, y donde también desembocaban los sueños con los que crecía.

Ella estaba dando a conocer sus primeros poemas y nosotros la habíamos invitado a recitarlos en nuestra primera semana cultural, porque ya nos habían hablado de la ilusión que esta mujer menuda ponía en cuanto hacía, en su afán por transmitir esos sentimientos hondos y comunes a todos los humanos, de una sensibilidad que la desbordaba como persona y, entonces todavía, como poeta. Nos leyó sus primeras rimas en la puerta del Ayuntamiento, al aire libre, mientras la noche caía y nosotros la escuchábamos al abrigo de las moreras.

Pasados todos estos años, ya no recuerdo el tema de aquellas primeras composiciones suyas, pero sí ese momento mágico vivido sin darme cuenta de que ante mí, ante nosotros, se estaba mostrando otra dimensión de la poesía: la poesía que, además de brotar del corazón, necesita del sudor y de las lágrimas, de la voluntad y el tesón, del esfuerzo cotidiano… una poesía que poco le debe a las musas y mucho al trabajo y a los maestros.

Uno, que quizás sea el menos indicado para prologar un libro de poemas, por la sencilla razón de que no ha leído los suficientes, no sólo se asombra de que un puñado de palabras puedan desnudar el corazón del hombre y mostrarlo palpitante, sino de reconocerse a sí mismo en ese corazón desnudo. Por eso uno, que sí ha leído otros géneros y hasta ha tratado de escribirlos, se asombra especialmente de la fluidez de esos versos, de la soltura y facilidad con que parecen haber sido escritos no sólo por Jorge Manrique o Antonio Machado, Gutiérrez de Cetina o Pedro Salinas,  José Asunción Silva o Mario Benedeti, sino también compuestos por otros poetas desconocidos (sirvan de ejemplo Eva Vaz  o nuestro paisano Ángel Moya), como si todos ellos tuvieran un don especial, una varita mágica con la que transformar en poesía lo que sus ojos contemplan o su memoria rescata del olvido.

De ahí que, pasado el tiempo, aquel recital me parezca tan importante y aquel momento especialmente mágico. Si en esa primera noche, bajo el estrellado cielo de agosto, lo único que de verdad me conmovió fueron el entusiasmo y la ilusión de aquella mujer que se esforzaba en transmitirnos sensaciones con palabras que no llegaban a calar en mi corazón; cuando años después, recién echada a andar Edisena, Iluminada me hizo llegar a la editorial el manuscrito de sus Lágrimas de otoño, me impresionó que aquellos versos que leía con deleite fuera obra de la misma mujer menuda, fruto de su inspiración, obra de su pluma. Por eso, a la vez que me volcaba en la edición del que sería nuestro primer libro de poesía (primero publicado por la autora y primero del género en la editorial), fui descubriendo el enorme esfuerzo que Iluminada había hecho para superarse día a día, para perfeccionarse, para aprender, para convertirse en la autora de aquellos versos que entonces, como ahora éstos que hoy presentamos, nos emocionan… A través de su propia familia, de los pocos amigos que siempre la apoyaron, de los maestros que le enseñaron, de sus compañeros de la radio o de la asociación de mujeres con las que monta sus piezas teatrales, me fui enterando con detalle del sudor y las lágrimas citadas al principio de este prólogo, la voluntad y el tesón, el esfuerzo titánico que realizó para llegar a ser dueña de las palabras como, con prosa bella y magistral, resumió Manuel García Cuenca, unos de sus amigos incondicionales, en el prólogo a Lágrimas de otoño:  “… han sido años de lectura y meditación, incesantes. Años en los que se ha nutrido de Lorca, Neruda, León Felipe, Cernuda, Rubén Darío, etc, y diccionarios de obsesión. Abrumada por el delirio de su mente en las noches insomnes, buscando la inspiración y la perfección ha emborronado miles de cuartillas, sin piedad y sin concederse reposo. Escribía, borraba, tachaba, seleccionaba…”

Y ahora, como si quisiera regalarnos un “más-difícil-todavía”, Iluminada nos sorprende planteándose un nuevo reto, el que supone este libro que tienes en tus manos: Homenaje a Lorca, poeta al que siempre ha admirado y a la celebración de cuyo centenario quiere contribuir con su pluma. Para hacerlo, esta mujer sencilla, a la que prefiero llamar poeta antes que poetisa, ha escogido el camino más difícil y arriesgado: recrear el mundo poético del genial granadino, arriesgarse a cantarle con su propio léxico, con las composiciones poéticas que a él le gustaba utilizar… Es un homenaje total porque va más allá del aplauso y la alabanza; los poemas que Iluminada ha recogido en este libro reviven al Lorca más popular y, al resucitarlo para nosotros, reivindica una manera de versificar, el uso de un ritmo y unos juegos fonéticos que son propios de una determinada manera de escribir, aires populares que sólo los grandes poetas se pueden permitir porque, hoy en día, sólo ellos son capaces de desnudar el corazón del hombre con un romance (pongo como ejemplo una de las estrofas especialmente querida y usada por Iluminada), y mostrarlo palpitante, para que cada uno de nosotros pueda reconocerse a sí mismo en ese corazón desnudo.

Levantada ya la niebla

Levantada ya la niebla

            Llegó al pueblo al oscurecer, a la hora en que se recogían los niños cuando él lo era y tenían que guiarse por el sol: los hombres del campo para ponerse a trabajar y para quitarse; los más pequeños, que habían salido con la merienda a la calle, para recogerse a hacer los deberes. Como si el tiempo no hubiera pasado, buscó el hotel que recordaba en la calle Mayor, la que entonces se llamaba de los Caídos. Tres escalones llevaban de la acera a la puerta principal, la que daba paso al zaguán con zócalos de mármol... pero el portón no cedió a su empuje y no había ni timbre ni picaporte a los que llamar, ni ventana a la que asomarse, ni cartel que anunciara que allí seguía estando el hotel de toda la vida. Lo habían cerrado. “Hace ya cinco o seis años” le explicaron gentes que no podía recordar, pero que quizás hubiera conocido en la niñez, y que le aconsejaron regresar a la carretera para hospedarse en el nuevo hostal, recién construido, frío en sus formas y en el trato de la recepcionista, la misma persona que atendía la barra del bar, que le serviría la cena poco después, que lo acompañaría hasta una aséptica habitación del último piso, sin otro encanto que la vista de la ventana: los tejados de las últimas “Casitas de Papel”, el barrio de su infancia, al pie del cerro donde volvían a girar las aspas de los molinos, coronados con un cielo cada vez más oscuro, cada minuto más negro, pero malva y dorado todavía en el lejano horizonte. Era otoño y el día agonizaba ante sus ojos. Desde la plazoleta cercana, la misma en la que años antes él jugara, le llegaron otras voces infantiles y, por un instante, tuvo la sensación de estar allí abajo, todavía con el babero de rayas azules y blancas, con la cartera de plástico bajo el brazo o la merienda entre las manos, mientras el humo de las chimeneas se aviva a medida que los hombres regresaban del campo y removían la lumbre para quitarse de encima el frío que les atería, las mujeres empezaban a preparar la cena y la lejana campana de la ermita tañía como en ese momento, tantos años después, volvió a repicar para sacarlo de su ensimismamiento y devolverlo a las prohibiciones de aparcamiento que habían brotado al pie de la acera, a los tubos de neón que anunciaban una cercana discoteca, al ámbar parpadeante que frenaba a los coches que llegaban al pueblo, a las antenas parabólicas que coronaban los tejados y, aunque no habría de saberlo hasta el día siguiente, cuando lo viera camuflado detrás del altar mayor de la iglesia, el equipo estereofónico que había sustituido al coro de que formara parte siendo niño.

            Después de cenar, guiado por la nostalgia, deambuló por todos aquellos lugares tantas veces recordados: la casa de su infancia, la iglesia, el cine, la escuela...la vieja escuela en la que, siendo niño, aprendió algo más que a leer o a escribir, a multiplicar o conjugar los verbos; y que ahora, bañada por la amarillenta luz de las últimas farolas, se mostraba abandonada y ruinosa a sus ojos. Se asomó a la ventana sin cristales de la que en otro tiempo fuera su aula: Estaba vacía; en las desconchadas paredes aún se adivinaba el antiguo zócalo azul que, por su color, le hacía soñar que un mar que entonces aún no conocía, que nunca había visto fuera de la pantalla del cine; un rayo de luz, como escapado del resplandor que a duras penas iluminaba la calle, se estrellaba contra la cuarteada pizarra negra que, así, parecía bañada por la luna; trató de verse a sí mismo resolviendo una división con la tiza en la mano mientras sus compañeros, temerosos de ser sacados a la tarima, permanecían en silencio, sentados ante los pupitres de madera, con el tintero lleno y un lápiz mordido entre los dedos… Allí había recibido, en forma de cuento, la lección que más lo había marcado en la vida.

            Era el maestro un hombre serio, poco risueño, al que una pertinaz tristeza hacía aparentar más años de los que en realidad tendría. Muchas veces, mientras alguno de los alumnos leía en voz alta la lección, y todos los demás permanecían callados, él perdía la mirada por aquella misma ventana, ahora sin cristales, y se ausentaba de la clase sin salir del aula, como si se hubiera marchado a otro lugar y, pese a la presencia de su cuerpo, ya no estuviera entre ellos… Ni siquiera los más alborotadores, los que se sentaban en la última fila de bancos, se atrevían entonces a decir una sola palabra; todos esperaban a que volviera lentamente la cabeza y, como si despertara de un sueño, indicase con voz muy pausada que podíamos salir al recreo… Una vez, sin embargo, una tarde de invierno en el que los tejados de las casas, las calles del pueblo y todo el campo que se alcanzaba a ver desde detrás de la escuela hasta el cerro de los molinos en ruinas y hasta el horizonte que no ponía fin a la llanura manchega, habían amanecido cubiertos de nieve, cuando el maestro volvió de su ausencia pidió a los niños que se acercan a la estufa con sus sillas e hicieran corro. Les iba a contar un cuento. Ninguno de ellos, por muy mayor que se sintiese, se atrevió a reír y él, mirándolos fijamente, les narró la historia del tío Cosme: un hombre que vivía en su molino, cuando los molinos aún molían, y al que todos tenían por loco porque decía que amaba a la gente, “tanto a los buenos como a los malos –precisaba–, a los niños y a los adultos, a los hombres y a las mujeres, a los pobres y a los ricos”… y así hasta que se cansaba de enumerar. Lo tenían por loco, pero no se reían de él y hasta su molino acudían los enfermos, cuando el médico no conseguía curarlos; los campesinos que necesitaban consejo, cuando la cosecha se torcía; las mujeres que habían olvidado las proporciones justas de las recetas de antaño, ya fuera la de un guiso de gallina, la del jabón de tocador, la de una cataplasma para los salpullidos de la piel o la de un elixir de amor; los niños que discutían por las reglas de los juegos que habían aprendido de sus padres… y hasta los perros abandonados, que a su lado encontraban un pedazo de pan y una caricia sobre el lomo apaleado.

            “Pero ellos, aunque les costase reconocerlo, también lo querían –continuaba contando el maestro, tras hacer una inflexión en la voz, que indicaba que se acercaba el desenlace–. Y, cuando llegaba el invierno y amanecía un día nevado como el de hoy, y las sendas se hacían intransitables, todos se inquietaban pensando cómo estaría el tío Cosme, qué necesitaría, aislado su molino… Así que, tan pronto como podían abrirse paso por entre la nieve, subían a verlo, cargados de leña, de la miel cortada de sus panales, quesos y requesones de sus cabras, mermeladas de ciruelas y de tomate… o todo aquello de lo que cada uno se pudiera desprender”.

            El maestro omitió la moraleja. Pero él, en medio de la noche, en mitad de un silencio que apenas era mordido por los lejanos ladridos de un perro, seguía recordando cada uno de los detalles de aquel relato, las inflexiones en el timbre de voz del narrador, los pensamientos que podían leerse en los ojos de cada uno de sus compañeros de escuela: desde el que quería ser como el tío Cosme, al que querría llevarle su única bufanda un día de nieve o el que, como él, anhelaría ser maestro algún día, para contar esa historia a los niños de otros lugares.

            No lo había sido pero, después de tantos años, la nostalgia de aquellos sentimientos que anidaron en su corazón habían guiado sus pasos, regresándolo al pueblo que abandonara en plena niñez.

            De vuelta al hostal trató de averiguar si aún vivía el maestro.

– Sí –le contestaron–, todavía vive; pero hace muchos años que perdió la cabeza… Se fue a vivir a uno de los molinos del cerro, que ahora están restaurados; dice que se llama Cosme y que fue molinero.

            Lo despertaron los gallos con su canto. Abrir los ojos fue como cerrarlos para sumergirse en un lejano sueño en el que, a través de la ventana del hostal, podía disfrutar de los primeros rayos de sol, abriéndose paso por entre la niebla otoñal, y el lento desperezarse de un pueblo que se ponía en movimiento: tractores que salían al campo; mujeres que dejaban la cama, todavía caliente, para ir a buscar la leche y el pan; niños que se apuraban para ir a la escuela, y un herrero lejano que comenzaba a golpear candentes hierros sobre el yunque.

            Pagó la habitación y guardó el equipaje en el maletero. Compró queso y vino de la tierra en un supermercado que en nada se parecía a las tiendas de su niñez, ni siquiera en el aroma inconfundible que componían la mezcla de olores, entonces destapados y ahora envasados al vacío: el de las legumbres, el bacalao, las galletas de coco, el tonel de las aceitunas, la cuba de las sardinas, la lata de la mortadela, la del bonito en aceite o escabeche y hasta el del mismo papel de estraza que serviría para envolver las pequeñas cantidades compradas de fiado. Luego recogió un folleto en el Ayuntamiento, en el que se le recordaba la historia del pueblo y se le recomendaban algunas rutas a pie. Visitó la iglesia. Hizo fotos y, por último, levantada ya la niebla, encaminó sus pasos hacia las última calle de las “Casitas de Papel”, desde la que salía la senda, ahora convertida en camino, que llevaba a los molinos; ya antes de llegar a la cima, pudo vislumbrar al viejo maestro, sentado en la puerta de su nueva morada, rodeado de perros y con la vista clavada en el punto por la que él aparecía. Un escalofrío le recorrió el cuerpo al reconocer el molino en el que siempre había imaginado al tío Cosme, cuando recordaba su historia; y en tal se había convertido el maestro, con la cara arrugada, el pelo y la barba canos.

            Quiso que su antiguo maestro, por una vez, se sintiera identificado con el nombre por el que lo buscaban:

– Tío Cosme –lo llamó.

            El anciano se volvió hacia él.

– ¿Me conoces?

– Claro que lo conozco. Usted me enseñó a leer.

– ¿Seguro? Yo siempre fui molinero.

– Sí, siempre fue molinero, pero también me enseñó a leer y algo más importante.

El viejo le miró a los ojos, como si tratara de reconocerlo, como si quisiera rescatar su recuerdo de entre los de tantos niños como lo habrían tenido por maestro; pero no dijo nada. El hombre continuó:

– Usted me enseñó también a pensar… y, lo que es más importante, a amar a todos, ya fueran buenos o malos, niños o adultos, hombres o mujeres, pobres o ricos.

            El maestro, que había elegido imaginarse molinero, colocó su mano descarnada y temblorosa sobre la suya.

– Hijo mío –le dijo–, entonces te enseñé cuanto sabía.

            Y los dos quedaron en silencio, cogidos de la mano, al pie del molino y con la vista perdida en un horizonte que no ponía fin a la llanura manchega.