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Ramón de Aguilar

Ansiedad

Ansiedad

La capilla estaba en el sótano. Como se trataba de un colegio religioso teníamos también una iglesia grande, bellamente decorada, con cúpula coronada por linterna, escalinata para subir al altar, vidrieras de colores que filtraban la luz del sol, un órgano majestuoso al fondo de la nave, coro de niños y bancos de madera noble que olían a mañana de domingo. Sus puertas estaban abiertas a toda la ciudad; no era un templo exclusivo del colegio y a nosotros sólo nos llevaban a la misa de doce de los días festivos, después de un desayuno especial a base de chocolate y picatostes; algunos de mis compañeros formaban parte del coro que entonaba los cantos de entrada, los salmos de alabanza y cánticos de comunión; dos o tres, de los que mejor leían, hacían las lecturas y la mayoría nos limitábamos a acompañarlos desde nuestros bancos, sumando nuestras voces en los estribillos y respondiendo con el “amén” o el “ora pro nobis” que correspondiera, según un ritual que nos sabíamos de memoria. El resto de los días podíamos oír misa en la capilla, antes de desayunar; pero yo no iba y aprovechaba esa media hora para leer novelas que sacaba de la biblioteca, que también estaba en el sótano, junto a la capilla, al almacén de la limpieza, el taller de mantenimiento, las cámaras frigoríficas, la lavandería y el resto de las entrañas de aquel complejo educativo en el que se nos preparaba a medio millar de adolescentes para un día de mañana, que resulto ser el de ayer.

Pese a la ubicación, la capilla estaba cuidada con esmero; en ausencia de imágenes policromadas, un majestuoso Cristo de madera tallada presidía el recinto, detrás de una mesa que, cubierta con un tapete inmaculadamente blanco, hacía las veces de altar; junto a éste, un pedestal soportaba el sagrario y un jarrón de cristal tallado, en el que nunca faltaban las flores frescas mientras, al otro lado del ara de madera, un pequeño armonio esperaba, como la lira del poeta, la mano piadosa que supiera arrancarle unas notas.  La luz de la calle llegaba escasa desde unos tragaluces que, aunque practicados en lo alto de una de las paredes laterales, en el exterior quedaban a ras del suelo; pero, para desvanecer las sombras, siempre hubo velas dispuestas al pie del altar y una lamparilla de aceite, perennemente encendida, junto al sagrario.

Fue Samuel Asián quién por primera vez me llevó a la capilla de noche. Samuel no sólo era compañero de clase, lo era también de habitación, junto a Federico Faraco e Ignacio Zabaleta; no sé si además de eso éramos amigos, aunque lo dudo. Tener que compartir aula y dormitorio durante los nueve meses del curso termina por dar una confianza y establecer unos vínculos que fácilmente pueden confundirse con la amistad; además, Samuel y yo hablábamos con frecuencia y me había llevado en una ocasión a su pueblo, en la provincia de Granada, al pie de Sierra Nevada, adonde fuimos haciendo autoestop y donde conocí a sus padres, a su hermano y a su hermana, a sus amigos y a otros muchachos y muchachas que me desconcertaron con su forma de vivir... En fin que, fuera o no fuera mi amigo, no debió de resultarle muy difícil compartir conmigo el secreto de que algunas noches, en la hora que teníamos libre después de cenar y haber escuchado las palabras que, para desearnos las buenas noches e invitarnos a la reflexión, nos dirigía el director, mientras otros veían la televisión, echaban una partida de ajedrez o de pingpong en la sala de juegos o paseaban por el patio, buscando un rincón oscuro en el que fumar un cigarrillo, él se escabullía hasta a capilla para tocar el armonio. Lo acompañé. Nunca me había dicho que supiera música, tal vez no la sabía y sólo lo hacía de oído; Asián no formaba parte del coro, no destacaba en las clases de solfeo y sin embargo allí estaba, a mi lado, en medio de la oscuridad, sin más luz que la de la mariposa que ardía en el aceite junto al sagrario, y sacando de las teclas del órgano las notas que al llegar a mis oídos se convertían en palabras: mujer, si quieres tu con Dios hablar pregúntale si alguna vez te he dejado de adorar… ansiedad de tenerte en los brazos y en la boca volverte a besar… tal vez estén llorando mis pensamientos… y así pasan los días y yo desesperado y tú, tú contestando quizás, quizás, quizás… y otras canciones que escuchábamos en los tocadiscos de nuestras casas.

El padre Herval nos descubrió al cabo de un tiempo. Hasta entonces tuvimos siempre la impresión de que hacíamos algo prohibido, de que estaba mal tocar al lado del sagrario canciones de Nat King Cole o de Frank Sinatra. Me imagino que el padre Peña o cualquier otro cura nos hubiera echado de allí sin contemplaciones y nos hubiera aplicado algún castigo escarnecedor o, de haber sido de los más progres (algunos, de buena fe, se torturaban a sí mismos y sufrían tratando de disfrazar sus ideas reaccionarias con una imagen moderna y juvenil, que siempre quedaba desfasada), nos hubiera explicado que al Señor le gustaba nuestra música y se alegraba de nuestras visitas, que podríamos hacerlas de manera organizada, invitando a más compañeros y completándolas con algunos minutos de oración… Pero el padre Herval no era así. Nos dijo que siguiéramos, que no nos cortáramos por él, que sólo iba a rezar un momento, y se marchó enseguida. Vino en más ocasiones, cada vez con mayor frecuencia y, aparte de escuchar, empezó a participar, pidiéndole a Samuel alguna canción, como la de Ansiedad, que parecía gustarle especialmente y que quiso aprender a tocar.

El padre Herval era, además, nuestro profesor de Historia del Arte. Sólo nos daba clase una hora a la semana y avanzaba muy despacio en la materia, porque le gustaba explicarlo todo con minuciosidad y detalle. Se decía que aprobaba a todo el mundo y se contaba que un año sorteó una matrícula de honor porque consideraba que todos se la merecían y el sistema sólo le permitía dar una. También tenía fama de ser bastante sobón y, de hecho, siempre andaba rodeado de tres o cuatro muchachos que le hacían reír con facilidad y a los que solía coger del brazo o por los hombros, mientras paseaban arriba y abajo por el recreo; pero lo hacía a la vista de todos, con naturalidad y sin ningún tipo de malicia aparente. Daba la impresión de no caerle bien al resto de los curas, pero tampoco parecía importarle mucho. Creo que a mí me apreciaba desde siempre, tal vez fuera sólo el respeto que le merecía como delegado de curso, tal vez fuera por otra razón, pero el caso es que sólo hablé con él una vez a solas antes de que pasara lo que pasó. Samuel estaba enfermo y yo había bajado solo a la capilla. Traté de recomponer alguna de las piezas que, sin éxito, mi compañero trataba de enseñarme; apenas podía reproducir diez notas, las que pobremente se correspondían con “mu–jer–si–pue–des–tu–con–Dios–ha–blar”… Luego no sabía cómo seguir, así es que pronto me cansé y empecé a improvisar, a tocar lo que se me ocurría, sin importarme que no fuera nada; me sonaba bien en medio de la oscuridad, en medio de la soledad, en medio de una tristeza que tenía más que ver con la edad que con el momento. No lo oí llegar y me sobresaltó su voz:

–        ¿No está Samuel?

–        Está en la enfermería. Parece que tiene la gripe.

Se sentó a mi lado pero, como yo no sabía tocar, me sentí cortado y me dio vergüenza seguir improvisando.

–        Quédate –me propuso él, al darse cuenta–. Yo ya me voy… Si no está Samuel,

que es el maestro…

Rió para terminar la frase, a la vez que se levantaba de mi lado, pero fue una risa breve y nerviosa.

–        No, yo también me voy.

Salimos juntos y subimos al patio. La primavera estaba recién empezada y la noche era todavía un poco fresca; pero el cielo estaba limpio y estrellado, de los pinares y ribazos cercanos parecía llegar el olor a bosque y humedad de las setas y los espárragos. En los rincones más lejanos se vislumbraba algún que otro puntito de luz, delatando a los fumadores precoces, que se creían a salvo en la oscuridad. El padre Herval y yo que, como un profesor y el delegado de curso, habíamos empezado hablando de su clase y de los problemas que tenían algunos compañeros, terminamos deslizando la conversación hacia temas más personales. De pronto me paré y se me ocurrió preguntarle lo que nunca se me hubiera ocurrido inquirir a un clérigo:

–        ¿Usted cree en Dios?

Antes de contestarme, rió de nuevo con la misma risa breve y nerviosa de la capilla.

–        Yo soy cura, ¿no?

–        Si, usted es cura, pero no cree en Dios.

Todavía anduvimos unos pasos en silencio, luego se detuvo y, tomándome del brazo, se decidió a responder:

–        Mira, yo sí creo que hay un Dios… Eso sí lo creo, pero no me preguntes cómo

es, ni por qué hace o deja de hacer las cosas. Y en cuanto a las vírgenes, los santos, las monjas y todo eso que nos llevamos entre manos, ¿qué quieres que te diga?

Antes de que sonase el aviso para retirarnos a los dormitorios, me contó que pertenecía a una familia modesta y que, sin recursos para poder estudiar, no había tenido más remedio que hacerse religioso. Había sido la Orden quien lo había mantenido, quien le había pagado la carrera y quien ahora le permitía vivir con tranquilidad y sin complicaciones, dedicado al estudio.

–           Me estoy leyendo en profundidad el Summa Artis –me explicó–. Tengo programada su lectura, día por día, hasta que cumpla los 77 años, que es cuando pienso morirme… No me tengo que preocupar de comidas, ni de ropas ni de compras; sólo de mis clases y de nuestros rituales religiosos, que son muy llevaderos… Por lo demás, sólo he tenido que renunciar a casarme y formar una familia y, como te habrás dado cuenta (todos se dan cuenta), yo no me hubiera casado… ni siquiera tengo que ir a escondidas a ningún burdel, como decís que hace el padre Peña. Todo lo que necesito está aquí.

A partir de este momento y hasta que pasó lo que pasó, me pareció que el padre Herval evitaba quedarse a solas conmigo. En vez de estrechar el lazo de nuestra amistad, si es que la hubiera habido, sus confidencias parecían haberlo alejado de mí, como si se avergonzara de haberme hablado con tanta franqueza, de haberse confesado con un alumno, con un adolescente que casi pudiera haber sido su hijo. Yo, sin embargo, me sentía más cerca de él y empecé a mirarlo con más ternura y cariño; comprobé que, aunque siempre iba rodeado de muchachos, salvo con Samuel Asián, con quien cada vez era más frecuente verlo, evitaba pasear siempre con los mismos y que, cuando reía con ellos, junto a la alegría del brillo de sus ojos aparecía una sombra de angustia y de inquietud, una sombra de ansiedad que parecía delatar una tortura interior y que se me hizo más evidente una noche en la capilla cuando, sentados ante el armonio, Samuel le tomó la mano para guiarle los dedos ante las teclas y, aprovechó la posición forzada, para apoyar su cabeza en el pecho del hombre al que estaba pegado mientras, titubeantes, las notas del armonio parecían tararear: “an-sie-dad-de-te-ner-te-en-mis-bra-zos,-mu-si-tan-do-pa-la-bras-dea-mor,-an-sie-dad…”

De vuelta al dormitorio recriminé a Samuel que fuera tan cruel.

–        A él le gusta…

–        Él lo pasa mal, porque quiere y no puede.

–        A mí no me molesta… Mientras no se pase demasiado, yo le dejo hacer. Ya

sabes tú cómo es para nosotros.

Con el nosotros no se refería a él y a mí, sino a sus amigos, a su hermano, a otros muchachos de su pueblo a los que había conocido cuando fuimos a su casa. Los fines de semana se iban juntos a la ciudad y buscaban turistas a los que acompañar; conseguían de ellos invitaciones y pequeños regalos como discos, relojes o tabaco, a cambio de seguirles la corriente en ese juego ambiguo, lleno de insinuaciones, en el que todo parecía posible aunque nada lo fuera. Cuando yo, que miraba con ojos golosos a su hermana y sus amigas, le dije que me parecía una estupidez y una pérdida de tiempo, él se rió con esa franqueza que cubría de inocencia todo lo que hacía o decía:

–          Tú estás tonto. Ellas hacen lo mismo. ¿O te crees que alguna estaría dispuesta a pasarse una tarde contigo, hablando de García Lorca con un refresco en la mano?

Nunca nos pusimos de acuerdo. Ya he puesto en duda que Samuel y yo llegáramos a ser amigos de verdad, aunque pudiéramos confundir con amistad aquel afecto que daba el roce diario, la intimidad de compartir dormitorio, el compañerismo del aula… Después de lo que pasó nos distanciamos más todavía y, desde que salí del colegio, al finalizar aquel curso, no he vuelto a saber de él.

El padre Herval se nos acercó una de las últimas noches de mayo, cuando la primavera se acercaba a su fin; de los campos y sembrados cercanos nos llegaba el olor dulzón de las amapolas que crecían en el trigo verde; la noche era tan apacible que no se nos había ocurrido bajar hasta la capilla del sótano, hablábamos con Alberto Tortosa y Miguel Ángel Poveda de lo que haríamos a partir del curso siguiente; soñábamos con un futuro que ya es pasado cuando el cura apareció de entre las sombras; le hicimos sitio en el corro porque su presencia no resultaba molesta, como lo hubiera sido la del padre Peña o algún otro de los religiosos; pero se quedó poco tiempo y enseguida él y Samuel, que habían empezado a hablar entre ellos, se pusieron a caminar por el patio, cerca nuestro al principio, pero cada vez más lejos, hasta que dejamos de verlos. Cuando se apagaron las luces de los dormitorios, Asián aún no estaba en la habitación; tardó mucho en llegar; en medio de la oscuridad y después de haber dormitado en varias ocasiones, no podía saber la hora, pero sí que era muy tarde.

–        ¿Dónde estabas? –le pregunté en un susurro, para no despertar a los otros dos.

–        A ti no te importa… ¿Cómo me preguntas eso?

–        Te pregunto sin más. Si quieres me lo dices y si no, no.

–        Pues ya ves que no quiero.

Traté de ignorarlo y conseguí dormirme enseguida. Por la mañana Samuel se comportó con total normalidad, como si la noche anterior no hubiera pasado nada. Quizás no había pasado nada, pero yo no podía olvidarlo. Estuve leyendo la media hora antes del desayuno, mientras otros oían misa y la mayoría estudiaba para los exámenes cercanos; pese a su proximidad, yo no quería renunciar a ese encuentro diario de treinta minutos con Martín Vigil o Julien Green, que eran los autores más modernos que podían encontrarse en la biblioteca del colegio, una biblioteca en la que escritores como Baroja, Pérez Galdós o Blasco Ibáñez estaban vetados por  anticlericales. La primera clase, después del desayuno, fue de Matemáticas. Es algo que debería haber olvidado después de tantos años, pero que siempre recordaré por todo lo que ocurrió después. La segunda era de Historia del Arte, con el padre Herval, y no vino al aula. A veces fallaba alguno de los profesores, si se ponía enfermo o le pasaba algo en casa; pero era inusual que faltara uno de los curas, que también vivían en el colegio, sin que nadie viniera a sustituirlo o a encomendarme, como delegado de curso, que mantuviera el orden mientras aparecía el profesor, algo realmente difícil a medida que transcurrían los minutos y más a esas alturas del curso. Aún así, en un momento de calma, me salí del aula y, llevado por la única corazonada que he tenido en la vida, bajé a la capilla. Allí, hundido frente al armonio, el padre Herval, con un solo dedo, convertía el aire insuflado por los pies en las únicas notas que había aprendido a tocar:  “an-sie-dad-de-te-ner-te-en-mis-bra-zos,-mu-si-tan-do-pa-la-bras-dea-mor…”

–        ¿Se encuentra bien?

Me respondió sin volverse.

–        Deberías estar en clase.

–        Sólo quería saber si se encuentra bien.

–        Bien. Me encuentro bien. Vuelve al aula. Iré enseguida.

No se volteó en ningún momento. Pensé que lloraba en silencio. Ya iba a salir de la capilla, cuando me habló de nuevo:

–        ¿Te acuerdas cuando me preguntaste si creía en Dios?

–        Sí.

–        Te dije que no sabía cómo es.

–        Nadie puede saberlo.

–        Me gustaría que fuera tan misericordioso como os enseñamos desde el púlpito.

Di la vuelta y salí cerrando cuidadosamente tras de mí.

Oí un disparo.

Yo sabía que los curas no tienen pistolas, pero me puse a temblar. Abrí la puerta asustado y miré hacia el altar. La luz temblorosa de la lamparita seguía titilando, las flores frescas permanecían radiantes junto al sagrario; ante el armonio, el padre Herval volvía a tocar las notas de su canción: “an-sie-dad-de-te-ner-te-en-mis-bra-zos…” Sin dejar de hacerlo, sin volverse hacia mí, me repitió que regresara al aula.

Aún no había terminado de subir la escalera cuando me llegó el alboroto de mis compañeros. Imaginé a alguno de ellos subido sobre el pupitre, esquivando aviones de papel y tizas, a otros en corro jugando a las cartas o a los chinos, a Samuel imitando a un humorista argentino que aquellos días estaba de moda. Antes de que alcanzase a llegar se hizo el silencio más absoluto. El padre Peña lo había hecho antes que yo y echaba fuego por los ojos.

–        ¿Dónde diablos estaba usted?

–        En el baño –mentí.

–        Su obligación es mantener el orden hasta que llegue el profesor. Cuando venga el padre Herval, preséntese en mi despacho.

Salió dando un portazo y yo me fui derecho a la mesa del profesor. El padre Herval no vino. Al acabar la hora llegó Esther, la profesora de francés, y el resto del día transcurrió con total normalidad. Sólo después de cenar, cuando el director vino a desearnos las buenas noches, nos informó de que el padre Herval había tenido un accidente de tráfico con el coche de la comunidad; había chocado con un camión y se encontraba muy grave. Nos invitó a rezar por él.

Murió semanas después, cuando ya habían empezado las vacaciones. Muchos no se enteraron hasta el curso siguiente. Quizás otros nunca lo hayan sabido.

 

           

2 comentarios

Elena -

Jo, Ramón. ¡Qué pasada! Cuánta ternura y qué bonito. Me ha encantado, muchas gracias.

Florián -

Hola Ramón. Enhorabuena por tu relato. Acabo de leerlo. Un placer. Ya me haré del libro y algún día hasta me lo firmarás. Un fuerte abrazo.
florián recio