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Ramón de Aguilar

Con Manuel Merenciano, en la Feria del Libro

Con Manuel Merenciano, en la Feria del Libro

Hace tiempo que perdí la cuenta del que ha transcurrido desde la última vez que vi a Manuel Merenciano. Hoy, cuando camino de Valencia pensaba que lo vería en la Feria del Libro, firmando ejemplares de su última novela ("El dulce aroma de la madreselva"), he llegado a pensar que tal vez sólo lo había visto una vez en la vida: Durante el fin de semana que estuvo en Villatoya, con su mujer y sus hijos, en la entrega de premios del X Certamen Literario Emilio Murcia… Pero de esto han pasado tres años y, sin embargo, la sensación era la de habernos visto hace poco tiempo, la de haber estado en permanente contacto.
Cuando llego a los Viveros, la mañana está gris y algo húmeda, pero no desapacible. La feria acaba de abrir sus puertas y ya hay gente paseando ante las casetas. Algunos hacen cola para que el autor de turno les firme su ejemplar; en la de Manuel Merenciano casi tantos como en la de Rosa Montero, que parece que va a ser la protagonista de la mañana. Tengo que esperar a que firme algunos antes de que se dé cuenta de mi presencia y salga a abrazarme. Le cuento la duda que me ha surgido en el camino y me confirma que, efectivamente, sólo llegamos a vernos en aquel abril de 2008; nunca hemos podido volver a coincidir, aunque él me ha tenido al corriente de sus publicaciones, de los éxitos de sus deliciosos microrrelatos; me ha invitado a cada una de las presentaciones de sus libros (me viene a la cabeza la de "Relatos turbios"), a la de la revista "El Problema de Yorick"… Nunca he podido asistir pero, con esto de Internet: el mutuo seguimientos de nuestros blogs, el contacto permanente a través de Facebook, los amigos comunes (Puri Novella, Pedro Uris, Eloy M. Cebrián…), parece que nos estemos viendo con frecuencia.
Desde que leí "Ventanas" (el relato que se le premió en Villatoya), y conocí a Manuel Merenciano, he tenido la intención de colocar alguno de sus cuentos en el blog, para compartir el hallazgo con todos vosotros. Es más, desde que lo leí, le pedí permiso para pasaros el que se titula "Solaz". Pese a su brevedad, es un buen ejemplo de lo que este autor escribe, de esa habilidad que tiene no sólo para mostrar la violencia como un elemento más de lo cotidiano, sino para conseguir que el lector “huela” la violencia incluso antes de que ésta se haga presente. Algo que, por ejemplo, engancha desde la primera página de esta novela, "El dulce aroma de la madreselva", que esta mañana me ha regalado con su firma y que he empezado a leer allí mismo, en los Viveros, tomando una taza de café, y cuya lectura quiero continuar ahora mismo, tomando una infusión, antes de acostarme.
Por eso os dejo aquí con su relato. Si os sabe a poco, no dejéis de visitar su página (tenéis el enlace en la columna de la derecha); en ella vais a encontrar otros muchos igual de buenos.

SOLAZ

Rodeo el chaflán y aminoro el paso. Me deshago del palo de béisbol. Por fin he dado esquinazo al coche patrulla. No sé de dónde narices surgió tras propinarle la tunda al jodido negro. Elevo las solapas de la trinchera y cobijo mis manos en los bolsillos. Deambulo sin rumbo aparente. La noche es hermética, confusa, tensa. Una puta se aproxima. «¿Pistola o navaja?», me cuestiono con ironía. Acaricio la tersura del arma blanca mientras una ingrávida sacudida agita mi espinazo. Sudo profusamente. «Treinta euros por una mamada», dice, oteando inquieta en rededor. Insinúo con una mueca la hondura del callejón. Titubea recelosa y asiente. Nos disipamos traspasando una bruma imprecisa y se postra ante mí. Hurga en mi bragueta con sus dedos nervudos, toscos. Luego aplica la lengua traviesa, los labios pulposos... Cuando vacía el énfasis de mis latidos, alza su mirada encogida esperando inútilmente un mohín de aquiescencia. Aprieto entonces los dientes y hundo la navaja en su garganta. Una..., dos..., tres veces. Se orina. Sus lamentos desconsolados me obligan a cegarle la boca hasta que se desmorona sobre un lodazal de sangre. Convulsiona. Le arrebato el gabán y ella exhibe su patética desnudez. Nauseabundo; luce un trasero carnoso, sucio y rosado como el culo de un cerdo. Vuelvo a escuchar la sirena. ¡Mierda!, nunca adivino por qué flanco aparecerán. Es inútil tratar de escapar; el pasaje carece de salida. Los faros se detienen, me alumbran. Permanezco inerte. Se apea un madero y camina pausadamente hacia mí, sorteando el puto cadáver. Porta un arma en su mano derecha. Ríe con semblante cruel, mostrando una boca mellada que acentúa la inclemencia en sus ojos de ofidio. Me aferra los huevos. «¡Escoria!», vocifera. Con el cañón relame mi rostro. No puedo darle ninguna ventaja: le disparo en el vientre a bocajarro. Su cuerpo se derrumba sobre los muslos de la ramera. Lo remato con un tiro entre las cejas. Ahora soy yo quien sonríe, aunque no puedo bajar la guardia. Las luces del vehículo resplandecen, me ciegan. Una turba de ratas de cloaca bulle atropelladamente a mis pies. Supuestamente no tenemos compañía, sólo una luna turbia, dos fiambres y yo. Y el silencio de los muertos. Mas la vida juega malas pasadas, así que me arrimo al coche prevenido, aguardando una pronta detonación que me horade las entrañas. Está vacío. Monto y arranco. Las cabriolas del auto resultan fascinantes. Maniobro embistiendo muros, soslayando en vano contenedores que desparraman sus inmundicias. Rebaso la travesía a toda prisa. Los chaperos del parque me contemplan insolentes. «¡Hatajo de maricones!», farfullo encorajinado. Doblo el volante y arremeto contra ellos. Corren despavoridos hasta resguardarse entre las impenetrables sombras de la arboleda. El más canijo se rezaga; evidencia una ridícula deformidad. Pierde su muleta y cae. Se pliega como un gusano sobre el asfalto. Gimotea atemorizado implorando compasión. Excitado, acelero y advierto el rechinar de la osamenta bajo los neumáticos que prensan su cabeza.
—¿Nos vamos ya o qué? —La voz de mamá, siempre inoportuna, me sobresalta—. Van a cerrar enseguida el centro comercial.
—¡Jo, mami! Un ratito más, por favor. Me encanta este videojuego.
—Vale..., me acerco a la peluquería para coger hora y regreso ahora mismo. Sigue portándote así de bien, cariño —susurra suavemente junto a mi mejilla—. Y no hables con desconocidos.
Aparto la cara rehuyendo el aire de ternura que le corrompe el aliento. Es estúpida y no se siente aludida; me besa. Se da media vuelta empujando un carrito atiborrado hasta los topes. Me abstraigo en las curvas grotescas de su ingente trasero. Lo imagino carnoso, sucio y rosado, como el culo de un cerdo. Pulso new game.

El regreso de los libros

El regreso de los libros

Hace unos meses, no sé ni el cuándo ni el cómo (aunque sí el porqué), unos cuarenta mil libros abandonaron la biblioteca de Requena (la de la avenida del Arrabal), y se fueron a la antigua iglesia de los claretianos, que ahora es el Centro Juvenil.

Ya digo que no recuerdo cuándo fue, ni  cómo se hizo el traslado, pero sí que había un motivo: Se iban a hacer obras de rehabilitación en la biblioteca de toda la vida, la del mercado, la que yo siempre he conocido y que, pese a sus muchas limitaciones, nunca ha dejado de tener cierto encanto. Días antes de que fuera cerrada al público, Isabel trató de explicarme cómo quedaría todo después de la reforma, pero me costaba entenderlo y pensé que, al fin y al cabo, daba igual: Ya lo vería con mis propios ojos cuando llegara el momento, cuando los libros que se iban a marchar (que se marcharon), regresasen a las salas remozadas, a relucientes estanterías, a esa clara luz que habrá de bañarlos desde nuevos ventanales…

Y los libros han vuelto el lunes pasado. El 28 de marzo, a eso de las siete y media de la tarde, regresaron los últimos; uno a uno, de mano en mano, con la ayuda de sus lectores, que trataron de hacer una cadena que uniera la biblioteca provisional con la que ahora es la nueva (sin dejar de ser la de siempre). “Que cada uno escoja un libro que le sea significativo y lo haga llegar hasta su sitio –me explicó Isabel, cuando me invitó a participar–. ¿Cuál te pides tú?

Me quedé pasmado. ¿Qué libro elegir de todos los que han sido importantes para mí, de los que me han gustado, de los que me han marcado, de los que me han hecho reír o llorar, vivir intensamente? Algo así como cuando te preguntan qué te llevarías a una isla desierta, a quién salvarías si sólo una persona más cupiese en un refugio nuclear… Pero no era el caso y la confusión no la sentía por tener que escoger uno sólo de todos los libros que he leído, de todos los que aún querría leer…  “Puede ser alguno tuyo”, me sugirió la bibliotecaria al ver mi desconcierto. Tal vez había dado por hecho que esa sería mi respuesta y estaba suponiendo que no quería pecar de vanidoso. Mas tampoco era ésa la razón de mi indecisión: Ni que no quisiera parecer vanidoso ni que quisiera dar una respuesta que me hiciera parecer juicioso: La Biblia o El Quijote, los Cien años de soledad o el Ulises, el Diccionario de María Moliner o alguna tragedia de Shakespeare… No. Si hubiera surgido la duda habría sido entre alguna de esas obras de las que a veces hablo en el blog y que no tienen tantos lectores: La de alguno de mis amigos que escriben o de un autor que ya nadie lea, incluso alguno de esos libros desconocidos que encuentro abandonados en el Rastro… El problema fue que no surgió la duda: Tan pronto como Isabel me hizo la pregunta, a mi mente vino la respuesta: Las aventuras de Tom Sawyer.

No me atrevía a decirlo. Tenía que pensarlo seriamente; quizás se esperaba de mí una respuesta muy ingeniosa, el título de una de mis obras o la de uno de mis amigos, o un libro muy importante… Pero, por más que lo intenté, la candorosa novela de Mark Twain no se me iba de la cabeza.

Ahora, cuando todo ha pasado, pienso que tal vez fuera ese el primer libro que busqué por iniciativa propia en una biblioteca (la de Casas Ibáñez), bajo el hechizo de los fotogramas de la película de Norman Taurog que había visto el domingo anterior en la sesión de tarde del Cine Rex… Apenas tendría yo los nueve años y para nada me gustaba leer, pero necesitaba seguir bajo el hechizo de esa noche sin luna en la que Tom y Huck acuden al cementerio; disfrutar de los baños en el río y las manzanas comidas al sol; de las casas deshabitadas, las cuevas con tesoros, las islas en las que se puede construir una cabaña y el amor correspondido de una niña pecosa con rubios tirabuzones… Quizás aquellas 192 páginas guardaban ya toda la literatura que habría de leer a lo largo de los años: la amistad y el amor, la risa y el llanto, el miedo y el valor, la nobleza y la traición, el fracaso y el triunfo… la soledad, la muerte, los sueños, el ingenio, la sorpresa…

Esa fue definitivamente mi elección. Hoy he visto la lista completa de los libros que fueron escogidos y he decidido compartir con todos vosotros esta bella experiencia. Como veréis (si echáis un vistazo a la misma), no faltaron ni Dostoievski ni Cervantes, ni otros clásicos como Dante, Don Juan Manuel, Stendhal o Chejov; ni Juan Rulfo, García Márquez o Vargas Llosa; pensadores como Carlos Marx, Savater o Kropotkinni; ni Sandor Marai, Ken Follet, Paul Auster, Eduardo Galeano, Herman Hesse… u otros muchos, entre los que también estaban Blancanieves, Kika Superbruja yTintín, porque cada uno de ellos tenía su sitio reservado en las nuevas estarías de la biblioteca de Requena, recién restaurada…

¿Cuál hubieras llevado tú?

Perdonen las molestias

Perdonen las molestias

Disculpen quienes se asoman a este blog en busca de literatura, de reseñas de libros y escritores, de creación literaria, de poemas y relatos, de comentarios de textos, imaginación o creatividad. Supongo que en más de una ocasión les habré defraudado, pese a mi empeño por conseguirlo… Pero es que hoy ni siquiera lo voy a intentar. Perdonen las molestias, pero hoy esto va por otros derroteros.

Tengo que confesar, sin dolor de corazón ni propósito de enmienda, que siempre me mostré de acuerdo con Rodríguez Zapatero cuando negaba la existencia de la crisis… Personalmente, seguí negándola cuando él ya se dio por vencido y empezó a tomar medidas incomprensibles para atajarla. No tengo ni idea de economía, de hecho me siento un poco en ridículo escribiendo esto en mi blog; pero mientras veía como la gente se quedaba en el paro a mi alrededor, nos bajaban los sueldos a quienes seguimos trabajando, se empezaban a embargar viviendas (sin que la pérdida del hogar significara la cancelación de la deuda que supuso acceder a ese derecho constitucional), se incrementaban de forma abusiva los precios de productos y servicios esenciales como la electricidad, y otros desafueros; veía también ostentosas muestras de enriquecimiento (por ejemplo, en los bancos a los que se “ayudaba” con el dinero de todos), despilfarro (cuando no indicios de malversación y corrupción), en las mismas Administraciones públicas que incrementaban tasas e impuestos, emolumentos desorbitados y prebendas en políticos y altos cargos públicos… ¿Qué os voy a contar que no sepáis mejor que yo, que no hayáis padecido en vuestras propias carnes y visto repetido una y mil veces, con ironía o dramatismo, con seriedad o sentido del humor, en tantos y tantos correos como circulan por la red?

Nada nuevo, desde luego; por eso me voy a limitar a cortar y pegar (junto al chiste de El Roto que ilustra la entrada de hoy), unas cuantas informaciones, breves y escuetas, sobre esas empresas que nos despiden, esos bancos que nos esclavizan y  a los que se ayuda con el dinero de los contribuyentes, esas grandes compañías a las que se les autorizan subidas de precio abusivas… Empiezo con una nota que guardo desde antes de que el año pasado llegara a su fin:

“Telefónica: 8.835 millones de euros de beneficios en los tres primeros trimestres del nefasto 2010, un 65,6% más. Banco Santander: 6.080 millones de euros de beneficios, un 9,8% más. BBVA: 3.668 millones, un 12,2% más. Iberdrola: 2.069 millones, un 2% más. Repsol: 1.786 millones, un 32,5% más. Inditex: 1.179 millones, un 42% más… También las hay que ganan menos, pero el balance global es como para brindar con champán. Todavía falta por contabilizar el último trimestre de 2010, pero hasta septiembre las empresas del Ibex 35 ganaron 38.156 millones de euros, un 16,7% más. A este ritmo, cuando se cierre 2010, los beneficios probablemente rondarán los 50.000 millones de euros”.

“… grandes corporaciones anuncian beneficios de 32.000 millones de dólares en 2010 -como Exxon Mobil- al tiempo que suben el precio del barril para asfixiar a los consumidores, con efectos colaterales, como la subida de los alimentos”

 

Ganó 2.870 millones de euros en 2010, el 1,6% más:

Iberdrola logró en 2010 el mayor beneficio de su historia”

 

El beneficio de Endesa creció un 20% en 2010, hasta 4.129 millones:

 25 Feb 2011 ... La compañía eléctrica obtuvo un beneficio neto de 4.129 millones de euros en 2010, lo que supone un incremento”

 

“BBVA, el segundo banco español, informó que logró en el pasado ejercicio un beneficio atribuido de 4.606 millones de euros, cifra que supone un incremento del 9,4% respecto a 2009”

 

“Los beneficios del banco español Santander, líder en la zona euro por capitalización bursátil alcanzaron los 8.181 millones de euros en 2010, aunque en América Latina subieron un 25%, informó este jueves la entidad.”

 

“Las empresas que cotizan en la Bolsa española han logrado entre enero y junio de 2010 un beneficio neto de 23.166 millones, lo que supone casi un 8% más que en el mismo período del año anterior. Un informe de la consultora Factset señala que las empresas de la bolsa española cerrarán 2010 con un beneficio de 45.000 millones. Las empresas siguen con enormes beneficios en tiempos de crisis, a la vez que reclaman salarios más bajos para los trabajadores”

 

¿Dónde está la crisis? Supongo que es sólo una pregunta retórica, que no necesita mi respuesta.

Y lo dicho: Perdonen las molestias.

No leas poesía

No leas poesía

(Parodiando un escrito de Marco Antonio de la Parra, leído hace muchos años en el desaparecido periódico “El Sol”, y al que pertenecen las bellas frases entrecomilladas)

 

Ten cuidado, mucho cuidado: No leas poesía porque, si lo haces, se romperá tu rutina y en tu vida, “amaestrada por los hábitos y la existencia programada, entrará el aliento quemante del poema”.

La poesía cambia nuestras vidas, da color a los días grises, amplía el horizonte, ilumina las miradas y nos abre el corazón... Si la lees terminarán por “preguntarte en el trabajo qué te pasa, qué te ha sucedido”. Si no quieres ser más bueno o  más sabio o más tú, no leas poesía o “notarás sus devastadores efectos: la esponjosidad del pensamiento, la tendencia al desvarío, el profundo paladeo del lenguaje, los ojos que miran de otro modo lo que antes parecía opaco, mudo, indiferente...”

Que no te engañen. La poesía es para los niños y los locos, para los enamorados de la vida, los románticos melancólicos, los eufóricos visionarios... La poesía es para los insatisfechos e inconformistas, para los rebeldes comprometidos, para los soñadores... No la leas o “desaparecerá lo obvio de tu vida... Se convertirá tu existencia en un huerto de destellos... Amanecerá”

Los lectores son una especie en extinción y tú tienes toda la vida por delante: el progreso, el triunfo y la conquista... Que nadie te confunda con un “ser imaginario, elfo, enano o dinosaurio”.

“Los poemas son como mariposas, epifanías, instantáneas del alma, conjuro de una mirada hecha verbo, sonido, imagen, cristalización que crea adictos, que deja marcado para siempre, que exige generosidad, poros abiertos, riesgo de vida o muerte en su lectura”. No digas que no te lo advertí, que no te he prevenido: No leas ni un poema, ni un verso, ni una sílaba, “quédate fuera de un universo explosivo, de un territorio donde no existen los límites, de una catarata de visiones, de una constante profecía”

Te lo repito por última vez: No leas poesía; ni un poema, ni un verso, ni una sílaba... Si caes en la tentación, estás perdido, serás otro, se te cambiará la vida, se iluminarán tus días grises y tu sonrisa:

El horizonte y el corazón se te han de abrir si lees poesía.

Viene la poesía y nos salva (José Ángel Losada Gahete)

Viene la poesía y nos salva (José Ángel Losada Gahete)

Poemas de los Cudriales es un libro de poesía que todavía no podéis leer, que todavía no está publicado. Su autor es José Ángel Losada Gahete, ese hombre de mirar risueño que aparece junto a Francisca Gata y junto a mí en la imagen. La foto hace semanas que anda por la Red y me servirá, dentro de unos días, para hablar también de otro poemario: Desterrados (éste de ella. De los tres, el único que no es poeta, el único que no es extremeño, el único que no ha ganado el premio de poesía “Ciega de Manzanares” soy yo).

A Gata hace años que la conozco y que la admiro; ya la he mencionado más de una vez en este blog. A José Ángel lo conocí el pasado 22 de octubre, cuando nos entregaron los premios de Manzanares, a él el de poesía y a mí el de relatos. Las palabras con las que él agradeció el suyo me impresionaron tanto que me apresuré a pedírselas para reproducirlas en el blog y compartirlas con todos vosotros. Antes de hacerlo, me he leído todo lo que de él he conseguido: algún que otro poema suelto que anda por la Red y tres libros que él mismo me ha facilitado: Anexos (premio de poesía “Villa de Alón”), Avisos a Náufragos (premio “Porticus”), y Cuadernillo de Plegarias, el más emotivo de los tres, publicado en el 2009… Después de leerlos (y a la espera de que se publiquen sus Poemas de los Cudriales), lo que más me ha gustado de él es lo que le escuché decir en Manzanares, donde no sólo sus palabras eran poesía, sino también el timbre de su voz, el brillo de su mirada, la intensidad de la emoción que nos transmitía a quienes le escuchábamos… Quizás no sea lo mismo leerlo, pero aquí tenéis un fragmento de lo que nos dijo:

«Los Cudriales» es un terreno pizarroso y calizo, al cierzo de la villa de Burguillos del Cerro, de la provincia de Badajoz, de escaso suelo vegetal, razón por la que se presta muy poco para la siembra de cereales, y por ello dice el vecindario que es tierra muy floja, y le aplica el siguiente adagio: “La tierra del Cudrial, no aguanta ni seca ni mojá”. Por ello es destinada a pastos para el ganado. Y brotan seis buenas fuentes y han descubiertos aras romanas…

 El nombre: Poemas de los Cudriales son una metáfora de la misma existencia que tantas veces se convierte en geografía viva donde se alternan llanos y escarpados, lluvias, tormentas y calmas…tierras de labor y eriales.

 Los Poemas de los Cudriales son un canto a lo perdido, un canto a la muerte que nos arranca a seres a los que queremos e intentamos desde el canto recuperar, La poesía lucha siempre contra la ausencia, contra lo perdido y abre caminos en la niebla. Pretenden ser una patada al olvido que está ahí amenazándonos, pasando hojas en el calendario, envolviéndonos en rutinas, adormeciéndonos y acallando desasosiegos imprescindibles.

 Inicio el poemario con esta cita de Pablo García Baena:

 …y ya veo

al fondo del dolor la aurora del olvido.

Ven, que quiero morir esta tarde en el campo.

 Desde Rilke diríamos: y lo admiramos en la medida en que indiferente rehúsa destruirnos.

 Tiene nombre este poemario, José, el niño (como le llamábamos cariñosamente en Cáritas después que sor Ángela lo adoptara ), nació en el campo, en el sufrió y gozó, en él amó y aprendió a contemplar el mundo y las cosas, y a beber vino, a pastorear cabras, a coger espárragos, cuidar la huerta, cantar flamenco… y beber vino.

 Después viene el tiempo, con la pobreza con su deshilachada lengua, la soledad, los desengaños, la desconfianza… después viene la segunda parte (que casi siempre es peor que la primera)… ah, nuestra infancia, desde la inocencia siempre, desde la afanosa recuperación porque nos crece en los adentros mientras crecemos.

 Necesidades profundas le marcan, necesidad de escucha y compañía, de cariño que es lo que realmente alimenta, y nos ayuda a vivir, ¿no?

Después de ser trasladado de Burguillos a Zafra vino varias veces a verme y en Diciembre lo encuentro en el Hospital agonizante… y tras su muerte empieza la aventura de estos poemas.

 Muchos de ellos están escritos en la planta sexta del hospital Perpetuo Socorro, en oncología, en la sala de quimioterapia donde acudíamos con mi padre, todavía si hago un poco de silencio consigo sentir la delicadeza de las enfermeras y sus sonrisas prontas, ver la esperanza gateando por los ojos, las manos, el corazón… por aquellos sillones, sueros, maquinitas que regulaban la salida de los medicamentos y sus pitios cuando se acababan o obstruían.

 Repasábamos la vida cada quince días, y escuchábamos a Sabina en el viaje de ida, coloreábamos mandalas, hablábamos de lo humano y lo divino y días hubo en que solo el silencio y alguna lágrima cubrió  ausencias.

 Acaba el poemario con esta cita de José Antonio Muñoz Rojas:

 “a mí me ha sucedido muchas veces

buscarme inútilmente, no encontrarme

aunque estaba citado en la esperanza”.

 Porque cuando muere un hermano todos morimos un poco y lo recobramos en la medida en que lo hacemos presente, y la esperanza erre que erre y a la vuelta de la hoja, o del momento, al ras de la lluvia, del llanto, de la misma vida, viene la poesía y nos salva.

Libros, pan y zapatos

Libros, pan y zapatos

(Recordando a Lorca y a Emilio Murcia)

 

Buscando otros textos he ido a toparme con el de un discurso que dio Federico García Lorca cuando lo invitaron a inaugurar la biblioteca de su pueblo (Fuente Vaqueros), en septiembre de 1931. No sé si el título del mismo (“Medio pan y un libro”) se debe al poeta o a quien lo ha recogido en una página de Internet, pero a mí me ha invitado a la lectura y me ha hecho recordar a Emilio Murcia, hombre bueno al que ya he citado en alguna ocasión y que, cosas de la vida, debió morir casi a la misma edad temprana que Lorca, aunque años después y por causas más naturales.

La historia se la he oído contar a Maribel Rubio, su viuda, quien quizás no necesitó escucharla de labios de sus suegros, pues su relación con Emilio se remontaba a la infancia de ambos y, cuando esto ocurrió, él era ya un adolescente que, por falta de recursos, iba “descalzo” al instituto de Requena; entendiendo que, aunque sin zapatos, iría a sus clases de bachillerato calzando las típicas albarcas que usaban todos los hortelanos de Villatoya, su pueblo; buenas para regar y andar por ribazos, pero poco adecuadas para proteger los pies en las frías mañanas de hielo y escarcha. Cuenta Maribel que unas Navidades, con esfuerzo, lograron los padres de Emilio reunir el dinero necesario para que se comprara unos zapatos en Requena… Y de Requena volvió, tan descalzo como se había ido, pero con un puñado de libros con los que enriquecer su incipiente biblioteca.

Maribel lo cuenta mejor que yo; así es que más vale dejarlo aquí y, sin más, pasaros el texto de Lorca que me lo ha hecho recordar:

 

Cuando alguien va al teatro, a un concierto o a una fiesta de cualquier índole que sea, si la fiesta es de su agrado, recuerda inmediatamente y lamenta que las personas que él quiere no se encuentren allí. “Lo que le gustaría esto a mi hermana, a mi padre”, piensa, y no goza ya del espectáculo sino a través de una leve melancolía. Ésta es la melancolía que yo siento, no por la gente de mi casa, que sería pequeño y ruin, sino por todas las criaturas que por falta de medios y por desgracia suya no gozan del supremo bien de la belleza que es vida y es bondad y es serenidad y es pasión.

Por eso no tengo nunca un libro, porque regalo cuantos compro, que son infinitos, y por eso estoy aquí honrado y contento de inaugurar esta biblioteca del pueblo, la primera seguramente en toda la provincia de Granada.

No sólo de pan vive el hombre. Yo, si tuviera hambre y estuviera desvalido en la calle no pediría un pan; sino que pediría medio pan y un libro. Y yo ataco desde aquí violentamente a los que solamente hablan de reivindicaciones económicas sin nombrar jamás las reivindicaciones culturales que es lo que los pueblos piden a gritos. Bien está que todos los hombres coman, pero que todos los hombres sepan. Que gocen todos los frutos del espíritu humano porque lo contrario es convertirlos en máquinas al servicio de Estado, es convertirlos en esclavos de una terrible organización social.

Yo tengo mucha más lástima de un hombre que quiere saber y no puede, que de un hambriento. Porque un hambriento puede calmar su hambre fácilmente con un pedazo de pan o con unas frutas, pero un hombre que tiene ansia de saber y no tiene medios, sufre una terrible agonía porque son libros, libros, muchos libros los que necesita y ¿dónde están esos libros?

¡Libros! ¡Libros! Hace aquí una palabra mágica que equivale a decir: “amor, amor”, y que debían los pueblos pedir como piden pan o como anhelan la lluvia para sus sementeras. Cuando el insigne escritor ruso Fedor Dostoyevsky, padre de la revolución rusa mucho más que Lenin, estaba prisionero en la Siberia, alejado del mundo, entre cuatro paredes y cercado por desoladas llanuras de nieve infinita; y pedía socorro en carta a su lejana familia, sólo decía: “¡Enviadme libros, libros, muchos libros para que mi alma no muera!”. Tenía frío y no pedía fuego, tenía terrible sed y no pedía agua: pedía libros, es decir, horizontes, es decir, escaleras para subir la cumbre del espíritu y del corazón. Porque la agonía física, biológica, natural, de un cuerpo por hambre, sed o frío, dura poco, muy poco, pero la agonía del alma insatisfecha dura toda la vida.

Ya ha dicho el gran Menéndez Pidal, uno de los sabios más verdaderos de Europa, que el lema de la República debe ser: “Cultura”. Cultura porque sólo a través de ella se pueden resolver los problemas en que hoy se debate el pueblo lleno de fe, pero falto de luz.

Vencidos (León Felipe)

Vencidos (León Felipe)

Por la manchega llanura
se vuelve a ver la figura
de Don Quijote pasar.

Y ahora ociosa y abollada va en el rucio la armadura,
y va ocioso el caballero, sin peto y sin espaldar,
va cargado de amargura,
que allá encontró sepultura
su amoroso batallar.
Va cargado de amargura,
que allá «quedó su ventura»
en la playa de Barcino, frente al mar.

Por la manchega llanura
se vuelve a ver la figura
de Don Quijote pasar.
Va cargado de amargura,
va, vencido, el caballero de retorno a su lugar.

¡Cuántas veces, Don Quijote, por esa misma llanura,
en horas de desaliento así te miro pasar!
¡Y cuántas veces te grito: Hazme un sitio en tu montura
y llévame a tu lugar;
hazme un sitio en tu montura,
caballero derrotado, hazme un sitio en tu montura
que yo también voy cargado
de amargura
y no puedo batallar!

Ponme a la grupa contigo,
caballero del honor,
ponme a la grupa contigo,
y llévame a ser contigo
pastor.

Por la manchega llanura
se vuelve a ver la figura
de Don Quijote pasar…

 

        Cuando apenas tendría yo catorce o quince años y creía que la poesía eran las rimas de Bécquer o los romances del Duque de Rivas, escuché en Madrid la voz de León Felipe grabada en un magnetofón. El poeta, desde su exilio en México, hablaba con añoranza de España y recitaba alguno de sus poemas más emotivos: “Romero solo”, “Como tú”, “Sé todos los cuentos”… Aunque los he vuelto a leer en más de una ocasión y se los he escuchado cantar a Serrat, Paco Ibáñez y otros cantautores, nunca he podido olvidar la impresión que me causaron estos versos aquella primera vez. Desde entonces no ha habido revista, fanzine, programa de radio o recital poético en el que, si he participado, no haya incluido alguno de sus poemas, por lo general éste de “Vencidos”, sentido muchas veces como propio, musitado muchas veces como si fuera una oración.

Ocho minutos de Navidad

Ocho minutos de Navidad

   "Esta noche es Nochebuena y mañana Navidad, saca la bota María que me voy a emborrachar..." Álvarez, al volante de su coche, cantaba villancicos, aunque no pensaba celebrar la Navidad. Era el veinticuatro de diciembre del año en el que sucedieron estos hechos y algo se le había pegado del ambiente, de las luces navideñas que, a la altura del frontón, daban la bienvenida al pueblo a los valencianos, o sea, a aquellos que un día lejano se fueron a trabajar a Valencia y mantuvieron su casa para seguir regresando al pueblo; o a los hijos de estos; o a los amigos de unos y de otros que vinieron un día por las fiestas, o por la Virgen o en otras Navidades más lejanas y, desde entonces, se hicieron también un poco de aquí… como empezaba a pasarle a este hombre, que llevaba ya varios meses viviendo en el hostal, sin que nadie supiera muy bien de qué.

   Cuando días después, acodado como otras veces en la barra del bar y con su tercera cerveza a medias, me contó lo que le había ocurrido aquella noche del veinticuatro de diciembre, Álvarez trató de excusarse a sí mismo alegando que cuando sucedió estaba bebido.

   — La embriaguez —le alegué yo en plan moralista—, debería ser un agravante en vez de un atenuante de los delitos, porque el que bebe se pone voluntariamente en estado...

   —Déjese de rollos y permítame acabar la historia -me cortó él, con la misma amabilidad que en otras veces me había dicho pesado, pedante o piropos
similares.

   El caso es que el hombre, en ocasiones, se sentía solo y, pese a los amigos que iba haciendo por el pueblo, a veces sentía nostalgia de esa familia que debió de tener en la niñez, o de alguna pareja de la que nunca nos habría hablado, o de los conocidos que dejó en su tierra natal... Y el vacío u otras carencias le empujaban, de tarde en tarde, a buscar la compañía de alguna...

   — ¿Puta?... ¿se dice "puta"? — me preguntó casi desafiante, como si la culpa de lo que le pasó fuera mía o fuese yo el responsable de las palabras que se usan en esta historia.

   — O meretriz, o ramera, o prostituta, o chica de alterne, si así le suena más suave.

   — ¿Y si son sólo niñas empujadas por el hambre o por el miedo, que lo último que querrían hacer en esta vida es lo que están haciendo?

   Me puse serio. Los ojos de Álvarez se habían humedecido y, aunque no llegarían a derramar ninguna lágrima, comprendí que su tristeza venía de más allá de las cervezas que lo había puesto nostálgico y locuaz.

   — Diga simplemente que necesitaba la compañía de una mujer... Cualquiera puede entenderlo.

   — De una muchacha... Y le juro que no es sólo por echar un polvo. Son las ganas de hablar y ser escuchado de otra manera, de que unos ojos se beban tus palabras, de sentirte deseado, admirado, importante... Las ganas de que una mujer bonita te coja la mano, te acaricie la nuca y te diga unas frases al oído, aunque tú sepas que no son sentidas y que toda la magia se esfumará en cuanto aceptes su propuesta y os quedéis a solas, desnuda ella, desnudo tú y desnudo el cuarto desangelado, donde ya lo único que desea de ti, lo único que le interesa, lo único que pretende es que acabes cuanto antes... quizás porque siente asco y quiere pasar el mal rato rápidamente, como el niño que se traga la medicina que le repugna o el recluta que limpia las hediondas letrinas.

   Álvarez había oído cantar villancicos toda la tarde. Sonaban en la emisora local que tenían sintonizada en los comercios, en los programas de televisión que ambientaban los bares, los cantaban los niños que pedían el aguinaldo por las calles... Había cenado solo en el hostal, en su mesa de siempre, y luego, cuando salió con la intención de tomarse una copa con alguien, se encontró con que todo estaba cerrado. Las familias se reunían en las casas o cenaban con los amigos. A eso de las doce vio a la gente acudir a la iglesia para la Misa del Gallo. No era él hombre de misa, pero se asomó y, en medio de la algarabía, se sintió aún más solo. Decidió regresar al hostal y encerrarse en su cuarto a ver la televisión en compañía de una botella de güisqui. No tenía sueño y la programación navideña, regada con el alcohol, terminó por hundirlo en la melancolía que, a eso de las dos de la mañana, lo devolvió a la calle y le hizo coger la carretera.

   Aunque no asiduo, en el club ya era hombre conocido. Últimamente repartía sus visitas entre dos hermanas dominicanas, Cecilia y Leonor.

   — Es por el morbo, ¿sabe? Como son hermanas... Por lo demás lo mismo da una que otra; ni siquiera sé cuál de las dos es la mayor o la más joven, porque ninguna debe llegar a los veinticinco. Ya le he dicho que lo importante es la espera, mientras te haces de rogar y te dejas querer. Luego, cuando salgo del reservado, aún me quedo allí en la barra hasta que cierran, tomando otra copa, haciendo tiempo y, si no hay gente, pues hablando con ellas que ya no pretenden nada y, aunque de otra manera, siguen siendo una compañía agradable.

   Eran ya las cuatro de la mañana, era ya 25 de diciembre cuando empezaron a apagar luces y Alvarez se dispuso a salir.

   — Espera un momento —lo llamó la muchacha con la que había estado aquella noche-. ¿Nos puedes hacer un favor?

   Él se ofreció, con una caballerosidad etílicamente acentuada.

   — Acércanos a la cabina del pueblo, para llamar por teléfono.

   — ¿A estas horas?

   — En Santo Domingo son todavía las once de la noche, aún no ha nacido el Niño Dios.

   Las esperó en el coche, aunque ellas le dijeron que podían volver andando. A través del cristal las vio pegarse al teléfono, cara contra cara para alcanzar las dos al audífono, cuerpo contra cuerpo para arrebujarse del frío. Vio a la una marcar el número de la tarjeta que la otra le leía, luego el que se sabían de memoria y, en medio de aquel silencio de helada madrugada de diciembre, le pareció incluso escuchar los tonos que marcaban la llamada.

   — Mamá...

   — …

   —No podemos hablar mucho, sólo nos quedan ocho minutos en la tarjeta.

   Ocho minutos para decir "Feliz Navidad", para escuchar las voces queridas tan cercanas como si los seres amados estuvieran ahí mismo, como si cerrando los ojos y estirando el brazo pudiera acariciarse la cara de la madre, el pelo de la hermana pequeña o alzar en brazos al hijo que se quedó esperando el regreso.

   — Sí, papito, claro que sí, te llevaré un camión grande... sí, de bomberos... sí, con una escalera que llegue al cielo.

   Ocho minutos para decir que todo va bien, que el trabajo es bueno, que la ciudad es bonita, que los jefes las estiman, que comen mucho, que no pasan frío, que no se preocupen.

   Al otro lado todos se pelean por pasarse el teléfono, todos quieren decir "feliz Navidad"... Pero el tiempo vuela. Ya sólo un par de minutos para preguntar si llegó el último dinero enviado.

   — Es para la cuota, que no se pase el plazo —suplican más que recuerdan—, y para los regalos del Niño Dios. Cómprenle a Nicolás Alberto el camión y paguen la cuenta del almacén. La semana que viene mandaremos para lo del tejado, pero que lo arreglen.

   — …

   — Adiós mamá, se va a acabar... adiós... adiós... adiós...

   Hasta Álvarez llega ahora el tono repetido de la comunicación cortada.
   Las dos hermanas se vuelven hacia el coche. Está a solo dos pasos, pero ellas siguen abrazadas. Leonor rompe a llorar tan pronto como se han sentado. ¿O será Cecilia quien se sorbe las lágrimas? Álvarez no lo sabe porque no se atreve a mirarlas, ni siquiera cuando se bajan, de nuevo le dan las gracias y juntas, muy juntas, vuelven al club, ya con la puerta cerrada y las luces apagadas hasta el día siguiente.