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Ramón de Aguilar

LO QUE ESCRIBO

19 de noviembre de 1969: ¿Ves como no dolía?

19 de noviembre de 1969: ¿Ves como no dolía?

            Hoy, mientras paseábamos por el Valorio, el Apolo XII ha alunizado en el Océano de las Tormentas. Apenas hace unas semanas que papá vino a traerme a Zamora. Nuestro viaje fue mucho más corto: Llegamos en tren desde Madrid. El primo Santos, que tiene una tienda cerca de Atocha, nos acompañó a la estación y me ofreció un “bisonte”, que no me atreví a coger delante de mi padre. Llegamos al atardecer y buscamos una pensión en la que dormir; por la mañana me trajo hasta el colegio y se marchó. Dentro de unos años me confesará que estuvo a punto de volverse a por mí y llevarme con él de regreso a casa. Pero aquí estoy, y no me quejo. De los curas no sé qué pensar; no parecen mala gente, pero me inspiran poca confianza… por el momento. Los profesores no están mal; el que menos me gusta es el de Política, parece que siempre mira por encima del hombro; los de Dibujo y de las otras “marías” (la Gimnasia y la Religión), son religiosos, pero no tan peculiares como el de Latín, un cura pequeñito con los ojos rasgados, que parece japonés; sin embargo, el libro que usamos me gusta mucho; el profesor de Matemáticas tiene toda la pinta de un sabio chiflado, con el pelo siempre alborotado, pero explica bien y nunca me pregunta (todos los días mira la lista y elige al azar dos alumnos para que salgan a la pizarra; pero siempre saca a los mismos, por lo que los demás estamos bastante tranquilos: Nos han dicho los de otros años que será así durante todo el curso); el de Ciencias Naturales es muy serio, pero es un gran profesor, ahora, a principio del curso, ni él ni nosotros sabemos que el último día de clase, cuando vaya a salir del aula, irrumpiremos en un aplauso espontáneo y él se volverá emocionado desde la puerta para darnos la gracia… Es algo que no volverá a ocurrirme nunca en la vida, ni en el bachillerato ni en la universidad. La profesora de Francés es joven, pero algo estrambótica, cada día viene con un sombrero diferente; es una asignatura a la que le tenía bastante miedo, porque en Casas Ibáñez me iba muy mal; pero creo que aquí la sigo bien y que no soy de los que tienen peor nivel; de todos modos la asignatura a la que más le temía es la Literatura, nunca la he estudiado (hasta ahora solo Lengua Española), y me preocupa suspenderla porque yo voy a ser escritor. Esto sólo se lo he contado a mis dos primeros amigos: Arcusa y Agustín. Aquí acostumbran a llamarnos por el apellido, pero como Agustín se apellida Andrés, ha sembrado cierta confusión y ha terminado por ser reconocido por su nombre. Al resto de los compañeros todavía no los conozco mucho; me caen muy bien los vascos: Acebo, Arraibi y Bagueneta; los que peor, Lorente, mi único paisano de Albacete (de Hellín para más señas), porque dice que es de Murcia; y Aura, de Alcoy, que terminará siendo mi mejor amigo y que también tiene los ojos algo rasgados, como los filipinos de Los Brincos (Junior y Ricky), y parece un poco chulito, como si fuera de guapo. Arcusa es de Alpuente, un pueblo de Valencia del que nunca había oído hablar (la verdad es que sólo conozco Requena, porque está cerca de Casas Ibáñez; Sagunto, porque sale dibujado en las lecciones de Historia de la enciclopedia Álvarez, y Torrente, porque allí fue a cantar Karina este verano; también Serra, el pueblo de mi amigo Emilio, el Yesero, aunque ahora vive en Villatoya y con quien voy a formar un conjunto que se llamará "Soles Dorados", cuando aprendamos a tocar la guitarra). Arcusa dice que su pueblo no es muy conocido porque es pequeño y que la gente de allí es muy bruta, tan bruta que matan los cerdos a besos; a mí me parece un chiste tan malo que nunca lo voy a contar hasta que, muchos años después, cuando sea un señor calvo y con barba blanca, en los Candilejas de Albacete vea una película alemana: “La suerte de Emma”, de Sven Taddicken, en la que una joven campesina da muerte a sus cerdos entre besos y susurros, con caricias y tiernas palabras, contándoles al oído bellas historias que siempre terminan de la misma manera: “¿Ves como no dolía?” Lo recordaré en septiembre de 2009 cuando, al ir a Pálmaces de Jadraque, en Guadalajara, para participar en la entrega de premios de su primer certamen literario, conozca a Trini Rodríguez, la ganadora, que también será de Alpuente, como Arcusa; le preguntaré si era eso lo que quería explicar mi amigo y a mí me parecía un chiste, y ella, con la sonrisa que lucirá todo el fin de semana, me dirá que no, que ni lo uno ni lo otro… Claro que ella es muy joven y aún no ha nacido cuando el Apolo XII aluniza en el Océano de las Tormentas y nosotros tres (Arcusa, Agustín y yo), paseamos por el Valorio esta tarde de domingo, contándonos sueños para el futuro y recordando cosas de nuestros pueblos o nuestras familias para mitigar un poco la nostalgia; como lo de estas dulces matanzas, lo de los yacimientos de petróleo que están a punto de descubrir unos franceses en Casas Ibáñez, o las lecturas que del Quijote hacía en voz alta Agustín junto a su abuelo, turnándose el uno y el otro a medida que iban pasando las páginas del libro, junto a la chimenea que les alumbraba y daba calor en su pueblo, Torrecilla del Pinar.

23 de abril de 2003: Amira

23 de abril de 2003: Amira

            Hoy es el día del libro. Me hubiera gustado volver a Barcelona, a Las Ramblas; esta vez con Eliana, que ya es mi mujer (la semana que viene vamos a cumplir cinco meses de casados), pero es día laborable y los dos hemos tenido que trabajar. Imposible viajar tan lejos. Celebraremos el día del libro aquí; saldremos esta noche, aunque sea miércoles, e iremos a tomar algo a la tetería Luna (refugio de “seres singulares, exóticos, soñadores, cálidos, locos, idealistas, bohemios, libres, errantes, imaginativos…”), donde Pepa, como cada año, junto al té o el café, nos traerá un libro de regalo, un libro y una rosa, como si hubiéramos ido a Barcelona. Yo fui una vez con Ana, cuando nuestra editorial estaba empezando a funcionar; nos dieron permiso para poner un tenderete en Las Ramblas y nos adjudicaron tres o cuatro metros lineales casi al final del todo, donde ya nadie llegaba o, si llegaba, ya venía cargado de libros; junto al nuestro, estaban los puestos de los independentistas, de los ácratas, de los falangistas, de los movimientos de liberación de todas las tendencias sexuales… pero fue un buen día, un día que había empezado de madrugada, cuando iniciamos el viaje con el coche cargado de libros, y que terminamos cenando en un restaurante italiano con Laura Plana, una escritora que íbamos a editar; además, ese día, allí en Las Ramblas, se vendió el primer ejemplar de mi primera novela; lo compró una colombiana que acababa de llegar de Bogotá; sólo tenía dólares y tuvimos que esperar a que fuera al banco a cambiarlos. ¿Qué le empujaría a gastar su primer dinero en un libro del que ni siquiera habría oído hablar? ¿Sería una señal que anunciaba los vínculos que me unirían, a mí y a mis relatos, con la tierra de los Nevados y el Magdalena? Ahora se lo cuento a Eliana y ella no sabe qué decirme. Así es que, como calla, le sigo contando que, cuando era niño, me pasaba toda una tarde como ésta copiando el texto que, para conmemorar el día del libro, aparecía en mi Enciclopedia del colegio; si alcanzaba a terminarlo, podía adornar mi trabajo con un dibujo de Cervantes o de Don Quijote, que nunca me daba tiempo a colorear. Como en la tetería no hay televisión y no escucharemos las noticias, no podremos enterarnos de que, hoy mismo, los soldados israelíes  han llegado con tanques y excavadoras hasta la casa de Mohammed Salah Talib, en Aqaba, una pequeña localidad del nordeste de Cisjordania, en la zona ocupada por Israel; Mohammed tiene setenta y dos años, mujer, doce hijos y varios nietos que vivían con él en esa casa, de la que lo han sacado para derrumbarla ante sus ojos; luego han destrozado el depósito del agua y se han marchado; desde esta noche dormirán en una cueva cercana, pero yo tardaré mucho en enterarme; durante años oiré hablar una y otra vez de las demoliciones que los soldados israelíes llevan a cabo en la Zona C de los Territorios Ocupados, pero esos seres que se quedan sin casa y sin pozo no tendrán un rostro, un nombre, una esposa, unos hijos y unos nietos hasta que Amnistía Internacional de Albacete me invite a formar parte del Jurado que fallará el II Certamen Literario "Sol Mestizo", dando un premio al mejor relato inspirado en esta historia; fallaremos una tormentosa tarde de agosto, después de haber leído todas las narraciones y comentado una a una las finalistas; la velada terminará con una deliciosa cena, preparada por nuestro anfitrión, José Gil… Faltan más de seis años para que esto ocurra; para entonces, Eliana y yo tendremos ya tres hijos, Laura Plana, dos (y habrá dejado de escribir para dedicarse a ellos, como Rosa Regás hiciera en su día), la tetería Luna llevará años desaparecida (aunque Pepa Utiel seguirá regalando libros, cada 23 de abril, en su nuevo local de Valencia: “Alquimia”), Ana se dedicará a restaurar muebles y antigüedades… Tal vez alguno de vosotros se esté preguntando cual será el relato ganador, a quién (a nuestro juicio), habrá inspirado mejor la historia de Mohammed Salah Talib y la demolición de la casa en la que vivía con su familia. Bien, no os voy a dejar seis años con la duda. El premio va a ser  para Javier Díaz Carmona por su relato “Amira” y, por si alguien quiere leerlo, aquí va:

 

 

AMIRA

 

            Amira despertó sedienta. El sol golpeaba sobre el techo, agrietados plásticos negros que filtraban la lluvia y acrecentaban el calor. Jadeante, arrastró la sequedad de su garganta más allá de la puerta simulada con tablones, buscando los restos de un charco de aguas verdeadas por la rutina. Bebió despacio, disfrutando el frescor de aquel caldo maloliente, y alzó la cabeza en busca de Ibrahim. Esas horas ardientes, cuando la gente se recogía al supuesto cobijo de sus hogares, remedos de vivienda alzados con retales robados del basurero o mendigados a una ONG, eran las escogidas por Ibrahim para recorrer en silencio, la cabeza vencida sobre el pecho, las manos cruzadas a la espalda, el camino de sus recuerdos. Cada mediodía, recostada contra la pared de sacos y telares, esperaba con ansiedad que la silueta pensativa de su dueño se recortara en la calima del desierto. Entonces, azotando el viento con su rabo, acosaba al hombre con un repetido rosario de saltos y carantoñas. Ibrahim acariciaba su pelaje reseco, murmuraba unas palabras, siempre las mismas, y retomaba el hilo dibujado sobre la arena por la paciencia de sus pasos.

Amira trotaba a su lado, olfateando a ratos el sendero, pendiente de las moscas que buscaban la humedad de sus ojos. Tras ellos, el horizonte asemejaba una línea difusa, temblorosa allí donde el cielo blanco de mediodía y la arena gris confluían hasta fundirse. A Amira le gustaba volver la mirada, palpar con su hocico los conocidos aromas a guisos y ropa limpia diluidos en la distancia. Era una forma de olvidar al monstruo, a la gigantesca culebra de acero y hormigón que, flanqueando el camino con el desdeño de su altura, se tragaba el aire y los olores, devoraba esperanzas, futuros, hasta la noción misma de existencia. Amira lo sabía bien. Era una perra, sí, pero sabía diferenciar la vida de la muerte, sabía distinguir entre la sonrisa diáfana del firmamento y el ceño fruncido de un muro cosido de alambradas. Agachó las orejas, dejó escapar un gruñido sordo, inaudible y se pegó al flanco de su amo.

Casi una hora de paseo más tarde, subidas y bajadas paralelas a la barrera de odio y cemento, llegaron a un lugar idéntico a cualquier otro. Un erial despoblado, flanqueado de nada y vacío, cercado por la sombra de la muralla. No muy lejos, a poco más de quinientos metros, un cíclope metálico barría el horizonte con la sombra de sus ametralladoras. Como siempre, como cada mediodía en el último año, Amira sintió erizarse el vello sobre su espina dorsal. A lo largo del lomo, una cresta espigada trazó la línea de su rabia. Frente a ellos, el único ojo de la bestia apuntaba sin pudor. Como siempre.

Con la dulzura de sus muchos años, con la rudeza de sus dedos callosos, Ibrahim palmeó la cabeza del animal. La arena correteaba en diminutos copos cobrizos, jugando a filtrarse por sus sandalias. El sol golpeaba sus hombros inclinados contra el suelo, arrancaba destellos de advertencia en la torreta de vigilancia. Pero el anciano no parecía apercibirse de las latentes amenazas del ejército, del sudor que rotulaba cercos en la ropa, de la inmensa soledad de aquel páramo desolado. Reclinado sobre sí mismo, Ibrahim rezaba en silencio.

            El silencio, desde aquel día, formaba parte de ellos. Tumbada sobre un costillar demasiado visible, la saliva espesándose en la boca, Amira aguardó con la paciencia del más fiel de los amigos el final de las oraciones. Las risas, los juegos y las carreras regresaron, una vez más, a sus breves recuerdos. A la puerta de la casa, bajo la sombra de dos higueras plenas de frutos almibarados, una nerviosa Amira perseguía inútilmente la pelota sustraída de sus fauces por los pequeños Fátima y Kalil. Entonces, la tierra se cubría de verde en primavera; del mar, invisible pero cercano, llegaba una brisa que refrescaba las pieles requemadas de calima; los vecinos saludaban y sonreían al pasar, “Salam aleikum” “Aleikum salam”, y las palabras, deseos de paz siempre presentes, flotaban en el aire como aroma a pan recién horneado. Ahora, un mutismo de muerte se adueña de los campos y del espíritu de Ibrahim. Ahora, el fuego que desciende del firmamento, el fuego con que, desde su altivo parapeto, amenazan los soldados, enmarca una realidad imposible de asimilar. Pero Amira sabe, recuerda perfectamente, que sobre ese solar hueco estuvo su hogar. Su pueblo.

Una hora dura el encuentro de Ibrahim con el creador. Una hora de callado respeto, de tensa inmovilidad. A veces, desde la torre, un reflejo imprevisto recuerda que siguen ahí, estudiándoles con aburrimiento, apuntando con el arma. Nada importa. Ya no. Cuando, sintiendo crujir los huesos envejecidos por la pena, Ibrahim consigue incorporarse, Amira acaricia con la lengua el gesto derrotado de su mano antes de emprender el lento regreso a las barracas donde, hacinados, malviven con el resto de vecinos. Y, como siempre, la última mirada de sus ojos enrojecidos regresa al recuerdo del joven amo, a un monolito insignificante, a una placa sucia de tiempo y abandono. “Kalil, hijo de Ibrahim, aplastado por los tanques israelíes cuando defendía la casa de su padre”.

18 de agosto de 2009: Cumpleaños de Tina

18 de agosto de 2009: Cumpleaños de Tina

     Hemos venido a Zamora de vacaciones. Mis amigos dicen que esto es una extravagancia, una manera más de llamar la atención o de querer marcar la distancia con la gente del montón; ese montón al que no voy a dejar de pertenecer por muy largo que me deje el pelo que me queda o muy estrambótico que sea el estampado de la camisa que me ponga. Lo más que conseguirás –me dicen–, será parecerte a Chiquito de la Calzada. Y esa gente, de la que formo parte, va de vacaciones a un apartamento de la playa o a un camping junto al río; en el peor de los casos, si la crisis no les deja otra salida, se va a la casa del pueblo. Como nuestros "niños" ya pasan de vacaciones con los "papás", y prefieren quedarse en Requena con los amigos a venirse a Salou y bañarse en la piscina del hotel o hacerse una foto con el Pájaro Loco en Port Aventura, he convencido a Eliana para que este año viniéramos a Zamora, para llegarnos hasta Villamor de la Ladre, en el Reino de Sayago, que linda con el de Portugal. Lo de que Sayago sea un reino se lo dije para motivarla a acompañarme; no le pareció imposible, puesto que sabe que dentro de España hay principados como el de Asturias, Condados como el de Barcelona y otros reinos como el de Valencia o el de Murcia… No intenté engañarla diciéndole que éste tuviera mar, como los otros dos, porque con ella ya he estado una vez por Sanabria y siempre recuerda el lago con ganas de volver. Sabía a dónde venía y sabía que Villamor de la Ladre es el pueblo de Tina, que tiene las calles empedradas con las mismas piedras con las que se construyen las casas y con las que se marcan las lindes de los “buertos”, y con las que éstos se separan de los caminos; ya le había contado que a los campos cercados por aquí se les llaman "cortinos", que a las ovejas "mecas", y que la iglesia no está coronada por una torre, como en los pueblos que ella conoce de Valencia o de La Mancha, sino por una espadaña. Anoche llegamos a Zamora, capital. Me emocionó volver a pasar por delante del colegio en el que hice el bachillerato y recordé aquellas otras llegadas a la ciudad, no tan gratas, en las que, desde la distancia, divisábamos el que entonces era el edificio más alto de ciudad, con las luces de todas las ventanas encendidas para darnos la bienvenida. No era tan agradable vivirlo como ahora lo es el recordarlo. Como siempre que vengo, fui derecho a buscar posada en una pensión que ya no existe de la calle de la Feria; como siempre que vengo (y como la pensión no existe), no pudimos quedarnos en ella… Pero sí que existía en el otoño de 1968 y en ella pasé mi primera noche en Zamora, cuando mi padre me trajo al colegio. Vinimos desde Madrid en tren, caminamos un buen trecho hasta un hostal que nos habían recomendado en la estación; él llevaba mi maleta, recién comprada en la tienda de López, al final de la calle Caídos en Casas Ibáñez, y yo la bolsa de deportes en la que venían su muda, su maquinilla de afeitar y los restos de la comida que mi madre nos había preparado el día anterior. El sitio resultó ser demasiado caro para nosotros, así es que salimos de nuevo a la calle y seguimos buscando dónde alojarnos, mientras se cerraba la noche y mi padre me iba señalando con entusiasmo todo cuanto veíamos, para que yo me ilusionase con la que iba a ser mi nueva vida. Diecisiete años después, viviendo en Salamanca, me llevó Tina a conocer su pueblo, Villamor de la Ladre; y hoy, martes 18 de agosto, que es su cumpleaños, Eliana y yo hemos salido por la carretera de Fermoselles, en dirección a Bermillo. Para ambientar el camino me he traído una cinta con los éxitos de 1985, para escuchar las mismas canciones que iríamos escuchando en la radio durante aquel primer viaje: "Amante bandido", de Miguel Bosé; "Esta cobardía", de Chiquetete; "Samaritanas del amor", de José Luis Perales; "La fiesta terminó", de Paloma San Basilio y alguna que otra impronunciable para mí, como "I just called to say I love you" de Stevie Wonder; "Blue jean" de David Bowie; o "Dance me to the end of love", de Leonard Cohen, que con el tiempo sería la que más me gustaría de todas. Me ha encantado volver a pisar las calles del pueblo y he lamentado no haberme apuntado el teléfono de Tina, haber confiado en la suerte, haber imaginado que me encontraría con ella en cualquier esquina (aún sabiendo que está en Madrid), que reconocería la casa de sus padres y podría llamar a la puerta para preguntar por ella y dejarle el libro que le he traído como regalo de cumpleaños, un ejemplar de Cita con la eternidad, esa novela de Pedro Uris que siempre me ha gustado tanto; pero hemos tenido que conformarnos con dar una vuelta y hacer algunas fotos. A Eliana le ha encantado todo lo que ha visto y yo he aprovechado para contarle algunas historias que me iban viniendo a la cabeza y que tenían que ver con Tina: La tarde que la acompañé a carear las ovejas y yo la veía como una de esas bellas y tiernas pastoras que aparecen en los poemas bucólicos o en las novelas pastoriles; he adornado un poco el relato añadiéndole que se nos escaparon dos y, después de recoger a las demás, tuvimos que buscarlas hasta bien entrada la noche, cuando las encontramos cerca de los Arribes del Duero, poco antes de ser cercadas por una manada de lobos hambrientos; el viaje que hicimos a Candelario, con Lauren y Arantxa, para ver una película de Robert de Niro, El corazón del ángel, en un cine de verano; o  la romería al pueblo de su madre, abandonado bajo las aguas de un pantano y del que, emergiendo en medio del lago, sólo se ve la espadaña de la iglesia algunos días de verano, y se escuchan tañer las campanas en las frías noches de invierno; fuimos con Laura y con Ágnes; a ellas las fotografié junto a la patrona, parada sobre sus andas; era cuando yo quería ser fotógrafo y mandé la foto a un concurso de imágenes religiosas que hacen en Cuenca, la titulé "Las tres vírgenes", pero no ganó ningún premio (o, si lo ganó, no me enteré). También le he hablado de la biblioteca que había en el barrio donde Tina vivía en Salamanca, cuando era estudiante y compartía el piso con Ana de Pedro, que era de Bermillo y muy guapa, por cierto; una biblioteca donde yo conseguía los libros de Wenceslao Fernández Flórez, ese autor que todo el mundo se resistía a conocer y que a mí ya me encantaba entonces; tardé años en encontrar a alguien que también lo leyera y resultó ser una adolescente, Anichuí, a la que su madre había llevado a una de las fiesta de cumpleaños de  Pilar Ochando, en Requena; se aburría entre tanta gente mayor empeñada en cantar canciones de Simon & Garfunkel, pasarse un porro como cuando eran jóvenes, defender a muerte a los socialistas, lo hicieran bien o mal… Como ni fumo ni sé cantar, hablé con ella. Anichuí me contó que veía las películas de Frank Capra, en blanco y negro, y que encontraba los libros de Fernández Flórez en la biblioteca de su padre, novelas como Las siete columnas o La familia Gomar, que Quintana, un personaje de Vázquez Montalbán en El pianista (esa trágica novela de guerra en la que no se dispara ni un solo tiro, esa bella novela de amor en la que no se dice ni un sólo te quiero), compra a escondidas en Barcelona a un librero de Ataraznas… ¿Y en su cumpleaños? –me ha cambiado de tema Eliana–. ¿Nunca has estado en su cumpleaños? Una vez –le he contestado–. Sólo una vez, que vino a Villatoya y lo celebramos juntos, con mis amigos, y acabó untándome la cara con la tarta… Pero parece que Eliana quería regresar a la ciudad y ya no sé si se ha enterado muy bien de lo de cuando Tina me llevaba de zambra a las fiestas de Muga, de Villar de Buey, de Luelmo y de otros pueblos de Sayago, en los que a ella le gustaba bailar en las verbenas, aunque conmigo nunca lo hiciese, porque siempre andaba enamorada de algún “alipende” que se llamase Faustino o Manolo. Mañana, antes de que nos vayamos de la ciudad, además de dar un paseo por las calles peatonales del centro y asomarnos al bosque de Valorio, donde me recordaré paseando con Jordi y el resto de los compañeros de curso cualquier tarde de domingo, mientras en el transistor de don Matías se suceden los goles en el carrusel deportivo, sin que ni Jordi ni yo les pongamos cuidado, la llevaré a ver la calle en la que Jack Nicholson se compró una casa, cuando se casó con una amiga de Tina; estuvimos allí los dos, viendo las fotos de la boda y comiendo con ellos, con Jack y su mujer, que no me acuerdo cómo se llamaba; él no hablaba mucho, quizás para que no se le notara el acento norteamericano, pues me dio la impresión de que no quería que la gente de la ciudad lo reconociera; pero, por más que lo disimulara y por muy afectuoso que tratara de mostrarse, detrás de su tímida sonrisa yo no podía dejar de ver aquella otra de loco que tanto me impresionó en El resplandor. De todos modos, preferí seguirle la corriente y hacer como que no lo reconocía, para no ponerlo en un apuro. Creo que ya no vive allí, y es posible que ya no esté casado con la amiga de Tina; de todos modos, creo que no podría encontrar la casa; era un piso pequeño que pasaba desapercibido; pero la calle no la he olvidado porque está sumamente empinada y, al principio de la cuesta, había un bar que se llamaba “Oro” y en el que, cuando yo estaba en el colegio, hacían unos bocadillos de calamares deliciosos; alguna vez fui con Jordi: un bocadillo y un quito del Águila costaban quince pesetas (9 céntimos de euro… Sé que es más difícil de creer que lo de Jack Nicholson, pero es igual de cierto). Volví años después y no recuerdo lo que me cobraron, pero sí que el pan estaba reseco y duro, y los calamares mal descongelados. La última vez que vine a Zamora, había desaparecido, del mismo modo como desaparecieron la pensión de la calle de la Feria y el aroma a galletas con el que la fábrica de Reglero impregnaba toda la ciudad; del mismo modo como desaparecían las pistas de las muertes de los personajes de Cita con la eternidad, la novela de Pedro Uris que le traía a Tina para su cumpleaños y que no he podido dejarle en casa de sus padres esta mañana, en Villamor de la Ladre, porque no he sido capaz de preguntarle a nadie dónde vivían.

La rebelión de los personajes

La rebelión de los personajes

            Era sábado y trece. Mal día para los franceses, como se dice una y otra vez en El baterista del Plata, uno de mis relatos que, precisamente, se llamó Sábado y trece antes de ser publicado. Además era el día de San Antonio. Hay santos y fechas que no se pueden olvidar. A veces el motivo que los deja atados para siempre a nuestra memoria es bien nimio: Yo sólo tenía doce años cuando hice primero de bachillerato elemental, el primer curso que estos estudios pudieron seguirse de manera semioficial en mi pueblo; hasta entonces sólo podían cursarse con la ayuda de una academia sin nombre, que presentaba a sus alumnos en el Instituto de Requena. En el otoño de 1966 empezó a funcionar el que acabaría siendo el primer Instituto de Casas Ibáñez (pero que de momento sólo era un “colegio libre adoptado”), y los estudios pudieron hacerse allí de forma normal, sólo que quienes nos daban o negaban el aprobado no eran nuestros profesores, sino los catedráticos que venían a examinarnos desde el Instituto de Albacete. Todas las pruebas en un solo día. Aquel primer año fue el trece de junio… martes. Recuerdo que los más osados protestamos ante la directora por esa circunstancia, y ella nos acalló con una sola frase: “Sí, pero también es San Antonio”. Llevaba razón: era trece y martes, pero también era San Antonio. Parece que este santo, aparte de de tener buena mano para proporcionar pareja, también da notables y sobresalientes. Amador y yo, que íbamos al mismo curso, las aprobamos todas. Quizás por eso sigo recordando esta onomástica, aunque haya olvidado el nombre de aquella profesora que, además, nos daba clase de una deliciosa asignatura que ella misma había inventado y que no puntuaba para pasar de curso: “Observación de la Naturaleza”. Consistía en salir al campo y mirar, para luego escribir y dibujar en un cuaderno sobre lo que se había visto: una planta, un insecto, las nubes, las espigas de trigo verde mecidas por el viento… Han pasado más de cuarenta años y, como digo, he olvidado el nombre de aquella maestra, que tanto me enseñó sin dictarme ninguna lección; pero todavía puedo recordar el cuaderno apaisado en el que escribía con destartalada caligrafía y coloreaba dibujos (un cristal de cuarzo, una mariquita roja con pintas negras, el Arco Iris…), que algunas veces sustituía por muestras verdaderas: una hoja de chopo, una amapola, una rosa de azafrán…

            Era sábado y trece de junio, san Antonio. Serían ya las ocho de la tarde cuando llegué a la biblioteca. Había apurado hasta el último minuto junto a la única caseta de la Feria del Libro en la que se vendía mi novela; por si alguien quería que se la firmara y porque con los puntos de la operación recién quitados, me encontraba más cómodo de pie que sentado. La avenida del Arrabal se mostraba animada y bulliciosa, llena de gente que se paseaba por entre los puestos de los libros o se paraba a contemplar un grupo de mujeres que, allí mismo, encajaba bolillos a la vista de todo el mundo; mientras unos gigantescos payasos tocaban saxofones y acordeones, subidos a unos zancos y seguidos por una recua de alborotados chiquillos. La tarde era una fiesta.

            (Como estoy leyendo a  Cabrera Infante, iba a escribir “La tarde era una fiesta después de la siesta”… Pero bastante me estoy liando ya. Mejor sigo con mi crónica)

            Serían ya las ocho de la tarde cuando llegué a la biblioteca. No había mucha gente todavía, aunque acabó por llenarse de público y aún algunos se tuvieron que quedar de pie. Con un año de retraso íbamos a presentar Mariscada de sardinas y, para hacerlo, me iban a acompañar, como otras veces, Marisol Romero y Roberto García. Los dos son amigos. Ella, además, profesora en un Instituto de Requena (en el IES número1, aquél al que traía a sus alumnos la academia sin nombre de Casas Ibáñez, antes de que allí hubiera Instituto… ya conocéis la historia). Él, además de amigo, es Concejal en el Ayuntamiento de Requena. Y junto a nosotros, junto a ellos y junto a mí, se encontraba Jorge Enrique Navarro quien, partiendo de su experiencia personal y periodística en Radio Lumbí, iba a hablar del Hogar Niña María (al que se destinan los ingresos generados por la venta de este libro), del origen y la problemática de las niñas que en él se acogen… pero también de los encantos de Mariquita, capital de la fruta en Colombia (cuando vayáis por allí no dejéis de probar el delicioso mangostino o de tomar alguno de sus jugos, en agua o en leche pero bien fresquitos, de anón, lulo, maracuyá, tamarindo, badea, naranja, curuba, mora, piña, níspero, arazá, durazno…)

            Hubiéramos creído que la presentación había finalizado cuando el último de nosotros terminó de hablar, si no hubiera sido porque desde el principio, en cuanto estuvo llena la sala, un grupo de estrambóticos personajes, portando sombrillas, nevera, toallas y sillitas de playa, vestidos con bañador, se había aposentado entre el público, que los recibió con carcajadas. Yo los había reconocido: Eran los personajes de mi novela, del libro que íbamos a presentar: Allí estaban Julio, Paulina, doña Mercedes y Merche, por un lado; Lucio con Geles, por otro. Algo tendrían que decir puesto que, por más que se empeñaran en tomarlo, allí dentro no lucía ningún sol.

            (Como estoy leyendo a  Cabrera Infante, y además es verdad que también estaba presente la autora del dibujo de la portada, iba a escribir “sólo lucía Lucía”… Pero continúo)

            No era la primera vez que el grupo “Oleana Teatro” daba vida a alguno de mis personajes (como en su día hizo también con los de Puri Novella), para ilustrar una presentación con la dramatización de un relato… Pero esta vez los personajes no se iban a ceñir a mi texto, esta vez habían cobrado vida y vivos estaban fuera de las páginas del libro, manteniendo el carácter que yo les había conferido, pero enfrentándose a mí hasta el punto de cuestionar alguno de ellos su participación en la novela: “… pienso que estos señores deberían saber que los personajes de su novela no estamos nada contentos…” me reprochó Julio, que más tarde aclararía: “Se mete usted en nuestra casa, en nuestra cama, en nuestro pasado, en nuestros recuerdos más personales…”. Sería Paulina, su mujer, quien lo sintetizase: “… nos hace compartir nuestro sueño con gente indeseable y desalmada. Nos ofrece el mejor de los sueños para luego convertirlo en una pesadilla”.

            Los textos los escribió (y dirigió el montaje, con el acierto de siempre), Ángel Sánchez Cárdenas. Quizás, si a él no le parece mal, podría colgarlo entero en este blog, como algo de lo que escriben mis amigos y a mí me gusta compartir. Sería más adelante; de momento, para finalizar, me quedo con un fragmento que me emocionó sinceramente, porque me mostró que, al menos alguien, ha podido entender en lo que escribí lo que yo estaba diciendo sin palabras que es, al fin y al cabo, lo que a mí me gusta de la literatura: lo que se descubre en lo que se está leyendo, sin que esté expresamente escrito. Fueron las palabras de Merche y con ellas termino: “… aunque se enfaden mis padres, quiero decirle que me gustó mucho lo que ha escrito de mí. Me ha hecho olvidarme de la niña que era antes de estas vacaciones. Me ha hecho descubrir lo más hermoso y lo más triste de esta vida.

            Me ha enseñado a odiar a aquellos que desprecian a los demás por ser de otro color, de otra raza. Por hablar otra lengua o rezar a otro Dios.

            Me ha enseñado a rebelarme ante la injusticia y lamentar que la cobardía de los seres humanos les haga mirar hacia otro lado, mientras se pisotea la dignidad y el derecho de aquellos que sólo buscan una vida mejor.

            Y sobre todo me ha permitido encontrar el futuro que para mí guardaban las estrellas… me ha regalado un presente que cualquier chica de mi edad soñaría alcanzar”.

Huyendo (Un relato de Damián Trésel)

Huyendo (Un relato de Damián Trésel)

        Algún día contaré como, cuando sólo tenía 19 años, se me brindó la oportunidad de escribir guiones y relatos para un cómic de terror (“SOS”, de la Editorial Valenciana). Como lo que yo quería era ser un buen escritor (de esos que, cuando se mueren, aparecen en los libros de texto), no quise que se publicaran con mi nombre, sino que me busqué un pseudónimo. Más de una vez me he arrepentido. No porque lo que escribí fuese tan bueno, sino porque, al fin y al cabo, obra mía era… También es verdad que más interesante que cualquiera de aquellos cuentos de terror (los guiones prefiero ni nombrarlos), sería el relato de cómo los pergeñé, de cómo llegaron a publicarse, de cómo empleé las pesetas que por ellos me pagaron y toda la gente que conocí en la recepción de la Editorial mientras esperaba que, a través de una ventanilla, un contable con visera me diera el sobre con mi dinero.

        Como homenaje a aquella etapa de mi vida (y mientras llega el momento de recrearme escribiendo esa historia), he rescatado uno de ellos y lo transcribo (con algunas correcciones), ilustrándolo con un recorte de la publicación original.

HUYENDO

 

            Al salir a la calle se subió el cuello del abrigo, luego se metió las manos en los bolsillos. El edificio que había abandonado tenía cinco pisos, era viejo y sus paredes estaban grises... Era un hombre alto, algo grueso, joven; llevaba los cabellos cortos y despeinados. Vestía un traje de color mostaza, sobre el que llevaba puesto un abrigo.

Vivía en el extremo contrario de la ciudad, en un barrio de las afueras; en realidad se encontraba bastante apartado del centro, en un lugar muy siniestro en el que las chabolas y las fábricas se mezclaban. Las calles eran de tierra y, a veces, entre los edificios se extendían grandes descampados o largas paredes de almacenes que, con la falta de luz, daban al paraje un aspecto siniestro.

            Aunque el autobús que estaba esperando le dejaba cerca de casa, no le apetecía en absoluto andar por allí a esas horas de la noche, en las que no se apreciaba más vida que la música que salía de alguna barra americana y la sospechada presencia de los hampones que se refugiaban en las sombras: prostitutas, carteristas, homosexuales... Si su trabajo no estuviese en ese mismo barrio, se habría quedado a dormir en casa de su novia.

            El autobús fue puntual. Cuando lo vio aparecer, como una caja metálica que con suave “run-run” rompía el silencio de la noche, dio un suspiro de alivio; había temido tener que esperar durante media hora o más, como solía ocurrir otras veces. El interior estaba casi vacío. Una luz amarillenta y débil iluminaba tenuemente el ambiente, cargado de  humo y vaho; los cristales estaban empañados y el vaivén de la marcha le había invitado a entornar los ojos. Tras limpiar el vidrio de una ventanilla con la palma de la mano, se fijó en la calle, aún más silenciosa y vacía conforme se alejaba del centro; las luces de las tiendas y los faroles pasaban entre la niebla dejando un difuminado rastro luminoso... Un par de hombres hablaban en voz baja en el otro extremo del autobús; aunque él sólo se había fijado en las sensuales piernas de la chica que tenía sentada en el asiento de enfrente.

            Cuando algunas paradas más tarde el coche se quedó vacío, él también tuvo que bajar. Tenía que andar un rato y no le hacía ninguna gracia la idea. La niebla se estaba cerrando y aquél no era el lugar más apropiado para pasear a esas horas de la noche.

Hacía frío y,  quizás por eso, ni siquiera se veían deambular a los colgados de siempre. Los descampados, las tapias grises de las fábricas y los siniestros edificios de rojo ladrillo lo inquietaban; en alguna esquina se veía un farol que torpemente iluminaba un pequeño espacio a su alrededor, haciendo más evidente la intensidad de la niebla. El silencio era molesto y pesado...

            Un perro se oyó aullar a lo lejos y una sensación de angustia le invadió el cuerpo. Trató de animarse silbando por lo bajo una canción. Un coche le hizo cortar su tarareo, a la vez que le obligaba a saltar a la acera para evitar ser atropellado...

“Es un loco –supuso--. Sólo a un loco se le puede ocurrir circular a esa velocidad a estas horas de la noche y con esta niebla...”

            Luego se le ocurrió pensar que el coche parecía huir... “¿Pero huir de qué? –se preguntó--.  ¿De un robo, de un asesinato, de una violación…?” La sospecha se transformó en miedo. La niebla lo inquietaba. Aceleró el paso. El reloj de un campanario cercano había dado las horas. Presentía algo anómalo en el ambiente; aunque bien pudieran ser sólo escrúpulos; quizás sólo se estaba sugestionado y, a la mañana siguiente, se sonreiría de todas esas infantiles tonterías.

            Pero no, no eran tales bobadas. Detuvo en seco sus pasos porque delante de él, escasamente iluminado por uno de los faroles, había un bulto que parecía un cuerpo humano. Se alarmó y sus manos comenzaron a temblar, mientras un sudor frío bañaba todo su cuerpo y la sangre se le helaba en las venas.

            Trató de localizar a alguien con la mirada, pero entre la niebla sólo se divisaban las paredes de un almacén y las de una fábrica. Entre ambas formaban la calle. Un poco más adelante había un pequeño edificio con dos ventanas iluminadas.

            Al acercarse junto al bulto pudo darse cuenta de que se trataba de una mujer. De buena gana hubiera pasado de largo, pero se detuvo. “Puede que necesite algo –pensó--. Tengo que vencer el miedo y acercarme a ayudarle... Con el frío que hace estará helada... Tal vez esté drogada y necesite un médico”. Deseaba echar a correr, huir... Pero una chispa de humanidad que permanecía viva en su corazón helado, se lo impidió.

Se trataba de una muchacha alta, estaba volcada boca abajo y vestía una trenca clara, sobre la que caía su melena rubia y desordenada. “No es lógico que una borracha cualquiera tenga este aspecto... O, ¿quién sabe?, ahora hay putas callejeras que tienen aspecto de marquesas... Me precipito al juzgar, no tiene por qué estar bebida o drogada, puede haber sufrido un mareo, quizás la hayan golpeado para robarle... ¿No estará muerta?”. Tomándola por un hombro, le dio la vuelta.

            De la garganta de la chica surgía un hilillo rojo, era muy pequeño, pero el corte del que manaba era profundo y por él la sangre había estado escurriendo hasta formar un charco negruzco en la tierra.

            Soltó el cuerpo. Quiso gritar y el mismo miedo se lo impidió. ¿Seguiría el asesino por allí cerca? Quizás incluso lo estuviera viendo.

            A sus espaldas le pareció oír unos pasos... Alguien se acercaba. Le pediría ayuda... Pero, ¿y si era el homicida? Esta idea lo paralizó en el sitio. Las piernas le temblaban. Sintió que iba a perder el conocimiento pero, de pronto e instintivamente, comenzó a correr. Ya no pensaba, ya no le importaba el cadáver de la chica; lo importante era correr... Se paró ante el portal del edificio cuyas ventanas había visto iluminadas. La puerta estaba cerrada. La golpeó con furia, pero sin resultado; hasta él sólo llegaba la voz de un televisor puesto a todo volumen y el sonido de unos pasos presurosos, que se oían al fondo de la calle... El miedo le impidió seguir allí parado, esperando a que alguien le oyera y abriese. Volvió a correr.

            Su nueva meta era la fábrica, una fábrica textil que funcionaba toda la noche. Seguramente habría un portero. Dobló la esquina. El terror le hizo sentir cómo se le erizaban los pelos: confundido por la niebla, se había metido en un callejón sin salida. Acababa de tropezar con una pared y la oscuridad lo envolvía; no sabía qué hacer, le era imposible pensar, creyó que el corazón se le iba a salir del pecho. Volvió sobre sus pasos y empezó a correr para seguir rodeando la fábrica, en busca de la entrada.

            Al salir le pareció verlo al principio de la calle, unos metros más atrás...

            Alcanzó a llegar, pero la puerta estaba cerrada. La golpeó con fuerza. Dentro tenía que haber alguien. Pero sólo escuchaba sus golpes y unos pasos fuertes y secos que, rítmica e inexorablemente, se le acercaban.

            Alcanzó a oír un disparo a sus espaldas. Sintió que todo le daba vueltas y que algo le quemaba las entrañas. Dejó de ver...

            Entonces se abrió la puerta. El guardián llegó con el tiempo justo de evitar que su cadáver cayese al suelo.

Fábrica de sueños

Fábrica de sueños

         Soñarás que paseas por una ciudad llena de luz. No hay tráfico por las calles, casi todas las casas son blancas, luminosas, encaladas... Pero los rótulos de las tiendas están llenos de color y vida, cada escaparate es un mundo mágico. En las aceras crecen árboles frutales y en las ventanas macetas con todo tipo de flores.

Al fondo de la calle por la que andas vislumbras una torre con una cúpula de cristal. Caminas ilusionada hacia ella y, a uno de sus lados, descubres una chimenea alta y de ladrillos. Te asustas pensando que en cualquier momento pueda salir una bocanada de humo que manche el cielo tan azul, que marchite el olor de las flores y apague el canto de los pájaros... Pero no, a medida que te acercas a la nave,  percibes que de su interior te llega una música de flautas cristalinas, acuática... De pronto y sin aviso de la chimenea sale una bocanada de mariposas de vivos colores, que se dispersan por el cielo moviendo sus alas en todas las direcciones.

         Sólo entonces, sobre una puerta partida en dos por una columna de caramelo, descubrirás una placa que reza: “Fábrica de Sueños”.

Sin Bruno ni Cecilia

Sin Bruno ni Cecilia

A lo que más temía era a las trompetas del Juicio. Y eso que, a sus sesenta y tres años, ya no podía considerarse un niño ni tampoco, después de haber pasado prácticamente toda su vida durmiendo en la calle, se le podía calificar de cobarde... Pero resultaba inevitable: cuando se encontraba mal (lo mismo daba que hubiera conseguido cama en el albergue o que, como aquella fría noche de abril, se dispusiera a dormir en las escaleras del metro, arrebujado en cartones), no había manera de poder quitarse de la cabeza el cartel policromado que viera de niño, cuando todavía iba a la escuela; una

lámina en la que, en medio de una terrible tormenta, siete ángeles tocaban otras tantas trompetas anunciando el Juicio Final.

Presumía de no creer en papanaterías… o no quería creerlas; si no "¿a cuento de qué ese miedo?" Se preguntaba a si mismo. Y no sabía qué responderse. Se acurrucaba un poco más entre los trapos y los cartones con los que se había hecho la cama, y trataba de pensar en otra cosa. A veces lo conseguía y se dormía recordando el mar que sólo había visto una vez, siendo niño todavía. "Mañana mismo me voy para allá", se decía, ya medio dormido. "¿Qué más dará andar vagabundeando en un sitio o en otro? También allí habrá algún albergue donde me den un plato de sopa, cada dos o tres días, y me dejen dormir si hace frío; no me ha de faltar dónde encontrar un paquete de cigarrillos y una botella de vino" Veía entonces romper las olas sobre la playa y creía reconocer sus propias huellas de niño, marcadas en la arena. Otras veces recordaba a Bruno, el perro que un día se le llevaron a la perrera, los tres años de mili, la última película que hubiera visto en el cine, o a su amigo Juancho que, como sabía leer y escribir, siempre se las ingeniaba para dormir a cubierto; sólo si había bebido un poco de más y no podía controlarse, pensaba también en Cecilia. No le gustaba acordarse de ella, porque sólo hacía unos meses que había muerto; eso le había dicho Juancho: "Se la encontraron en el portal donde dormía, tiesa de frío. Se la llevaron al depósito sin saber quién era y allí ha estado más de un mes, hasta que han podido enterrarla".

Si pensaba en la muerte, enseguida se acordaba de las trompetas del juicio y se imaginaba que los ángeles lo llamaban a trompetazos desde una nube blanca, bajo un cielo plomizo y sin sol; y él, ¿cómo había de saber lo que tendría que hacer o decir?, ¿con quién podría acudir a la llamada? Si al menos Cecilia lo hubiera esperado para morir y se hubieran ido juntos; pero, claro, se habían enfadado y ya no había vuelto a verla. Habían pasado juntos casi dos años, riñendo los mas de los días y marchándose cada uno por su lado, pero volviendo a encontrarse poco después para compartir el vino, el pan y un camastro en una mal llamada pensión; luego montaban la trifulca y “si te

he visto, no me acuerdo”… Pero estaba bien porque, a pesar de los enfados, siempre volvían a buscarse con la certeza de que, antes o después, se encontrarían... Hasta que la llamaron las trompetas, y tuvo que irse sola, sin poder decirle adiós.

Si al llegar a este punto aún estaba despierto, se secaba una lágrima con el envés de la mano y trataba de pensar en otra cosa. Pero lo más seguro es que se hubiera dormido antes, a mitad de alguna de las aventuras que juntos habían vivido a lo largo de aquel tiempo que, visto con un poco de distancia, al abrigo de los cartones y del calor que por la boca del metro subía desde el centro de la tierra, se le antojaba tan hermoso como la propia niñez, como el mismísimo mar, como las películas de color.

Lo peor era cuando el traqueteo del último tren de la madrugada, o el primero de la mañana, lo despertaba sobresaltado y le hacía pensar en el Juicio Final. En medio de la oscuridad y de los indescifrables ruidos de la noche, la estampa bíblica adquiría todo el esplendor de una película en la que las imágenes, tomando vida, se ponían en movimiento, en la que se oía el toque de las trompetas, las alabanzas y los gemidos de quienes a su alrededor encaminaban los pasos hacia el Tribunal… y él, en medio de todos, sin saber qué hacer ni qué decir, completamente perdido y solo entre la multitud. En tan angustioso momento, lo único que hubiera deseado hubiera sido encontrar una mano de la que asirse, alguien querido que caminara a su lado, a quien coger por el hombro, a quien decir o que le dijera; "¡Vamos!"... Tenía miedo de llegar solo ante el Juez; tan solo como se encontraba al abrigo de sus cartones, tan solo como habría llegado Cecilia.

Ésa era la conclusión que sacó el día que pensó que lo mataban, la explicación que de su miedo se dio a sí mismo. Había sido antes de conocerla. Eran tres y lo habían despertado a patadas para pedirle un dinero que no tenía; le habían pinchado primero las piernas y luego, ante lo que ellos creían resistencia y no era más que miseria, le dieron dos navajazos más certeros que lo dejaron sin sentido en medio de un charco de sangre. ¡Si al menos hubiera estado Bruno para enseñarles los dientes!... Pero no, estaba solo: al perro se lo habían llevado los guardias en el camión de la perrera, estirándole del cuello con un lazo que ahogaba sus últimos ladridos. Cuando despertó en el hospital, pensando que iba a morir, recordó las trompetas del Juicio y tuvo miedo. “Aunque fuera Bruno", se decía para sí, sin encontrar a nadie más que pudiera  acompañarle.

Fueron buenos aquellos días en el sanatorio: pijama limpio, comida caliente y muchos enfermos que le contaban sus penas y le preguntaban por sus heridas. Lo peor era el ahogo de verse todo el día encerrado entre cuatro paredes; pero volvería a gusto de vez en cuando, si no fuera preciso sentir de nuevo el pinchazo del acero, la humillación de ser despertado a patadas... Por si acaso, desde entonces siempre guardaba un billete bien doblado en el bolsillo.

Aquella fría noche de abril, ya con los ojos cerrados, buscó entre sus harapos el papel moneda y lo apretó fuertemente como si se tratara de un talismán. Tenía miedo y se encontraba mal, pero finalmente se durmió. Lo despertó la húmeda caricia de un beso y, al abrir los ojos, se encontró a Bruno cara a cara. "¡Te escapaste, granuja!", le dijo alborozado, abrazándose a su cuello, mientras el perro no dejaba de mover la cola. "¿Pero dónde te has metido todo este tiempo?" Un trueno le hizo levantar la vista hacia un cielo plomizo, sin luna ni estrellas, pero con la misma luz del cuadro de su escuela.

"Estoy soñando", pensó antes de escuchar una voz que lo llamaba: "¡Vamos!" Era Cecilia quien le tendía su mano y quien, con una sonrisa que nunca le había conocido, le ayudaba a levantarse. "Estoy soñando", se repitió, mientras la abrazaba con miedo a que de verdad sólo fuera un sueño. Echó a andar, con el perro a un lado y la mujer, cogida de su mano, al otro. Oyó entonces las trompetas, pero no quiso despertarse y siguió durmiendo.

Bajo sus viejas botas (Un mar sin barcos ni gaviotas)

Bajo sus viejas botas (Un mar sin barcos ni gaviotas)

Su casa estaba a las afueras del pueblo. Era una vivienda nueva, algo apartada de las viejas y enjalbegadas casonas del lugar. La rodeaba un jardín, en una de cuyas esquinas Mario se había hecho un invernadero; allí, como si se tratara de un minúsculo arsenal, junto al rastrillo y las azadas, los sacos de abono y las macetas de barro, guardaba algunas flámulas y gallardetes, maromas y un bote de brea que se había traído del barco. En el interior de la casa había un salón grande, con un amplio ventanal y una chimenea casi siempre encendida. Desde la cristalera, orientada a poniente, se veían las viñas, los barbechos y, ya rayano al horizonte, un pinar por entre el que cada tarde se escondía el sol. Sobre la repisa de la chimenea descansaban unos cuantos libros, encuadernados en piel gastada por el uso. Eran novelas. Mario, al que en el pueblo llamaban el Marino, las leía junto al calor de la lumbre en invierno y al fresco de una parra en verano. Mientras pasaba las hojas de los libros fumaba en pipa y el humo de las hebras del tabaco se mezclaba con las palabras lentamente murmuradas. Cuando Amparo vivía, ella se sentaba a su lado y él elevaba la voz. Amparo, su mujer, había muerto el año anterior.

            Llegaron a La Mancha buscando un clima más seco. Huían de la humedad del mar, de las densas brumas entre las que se habían conocido siendo todavía niños, cuando todo -menos el mar- les asustaba. Habían dicho los médicos que Amparo podría curarse bajo aquel cielo azul de fríos amaneceres y rojizos horizontes, en aquella tierra parda de dorados rastrojos; y hasta allí llegaron, cuando él ya se había jubilado del barco, pero aún se pasaba las horas asomado al acantilado y rodeado de gaviotas.

-- No. No nos vayamos --le pedía ella cuando lo descubría con la mirada perdida en la lejanía azul.

-- Sí. Nos iremos y te curarás esa tos que no se apaga.

-- Somos viejos. ¿Qué puedo vivir ya en ninguna parte? Sigamos aquí.

            Se marcharon y, aún así, como ella misma intuyera, Amparo había muerto al poco de llegar. Él podía haber regresado entonces junto a la escarpada costa y los arrecifes, pero nunca se habían separado y Mario no supo ya a dónde volver sin ella. Se quedó lejos del mar para poder visitar cada mañana el cercano cementerio de tumbas olvidadas entre cardos e hinojos.

            Nunca encendía la pipa hasta que había regresado del cementerio, con la barra de pan comprada a su paso por el pueblo. Lo hacía muy despacio, con mucho cuidado y la misma concentración que si fuera un sagrado ritual: Picaba las hebras de tabaco entre sus dedos, las metía pausadamente en el hueco de madera quemada y las aplastaba con el índice de su mano derecha. Siempre fumaba tabaco picado. Siempre hebras de fuerte aroma que guardaba en una vieja lata y que a veces se liaba en sedoso papel de librillo. Mientras se fumaba esa primera pipa de cada mañana, se sentaba en la mecedora y se balanceaba sumido en sus recuerdos mientras, a través del ventanal, contemplaba el árido campo, las secas tierras manchegas y la carretera que, como el sol de la tarde, se perdía por el horizonte.

            Desde el amanecer hasta las primeras sombras de la noche, la carretera permanecía prácticamente vacía. El otoño, recién comenzado, se había llevado a vendimiar a las gentes del pueblo. Al oscurecer, cuando él se dispusiera a avivar la lumbre para que las llamas caldearan el salón, los vendimiadores volverían en sus carros. Hombres y mujeres cantarían canciones subidas de tono, beberían el último vino de sus botas y, si a través del ventanal lo veían, lo saludarían desde el camino aunque él sólo pudiera ver el movimiento de las manos y no escuchar su “¡Adiós, Marino!”. Algunos de ellos nunca habían visto el mar.

            Mario conocía ya a todos los hombres de por allí. También a muchas de las mujeres. Cuando, de regreso del cementerio pasaba por el pueblo, se pasaba al horno a recoger el pan y se paraba un rato en la taberna. Se bebía una copa de aguardiente, que le recordaba el orujo de sus despertares junto al mar, y leía el periódico del día anterior. Si había algún parroquiano comentaba con él las noticias o escuchaba los cotilleos del pueblo y luego, cuando aún vivía, se los contaba a Amparo:

-- ¡Hay un mar bajo nosotros!

            Se lo había dicho excitado, con un brillo en los ojos que ella no le había visto desde que llegaran a La Mancha. Pero Amparo no atinaba a comprender.

-- Sí, un mar. Un gigantesco mar de agua dulce bajo estos secos campos, bajo el polvo, bajo el trigo... Un mar sin barcos ni gaviotas, pero un mar, un mar...

-- ¿Cómo lo sabes?

-- Lo dicen los periódicos, lo dicen en el pueblo... La gente quiere sacar ese agua para regar... Yo la quiero para navegar.

            Al decirlo sonreía para sí, aunque dos lagrimones habían asomado a sus ojos. Cogió las manos de su mujer y añadió:

--  Seguimos sobre el mar. Navegamos en esta casa nuestra... Quizás, si pusiéramos mucha atención, oiríamos el batir de las olas.

            Mario nunca pudo escuchar el rumor de ese océano sin nombre pero, cuando llegó la primera primavera y las mieses crecieron, descubrió las olas que el viento formaba al mecer el trigo. Su casa, como él dijera, era un barco navegando en el verde mar que, cuando llegó el verano, se volvió de oro.

            Aquella tarde de aquel otoño, en la que los vendimiadores aún no habían regresado a sus casas cantando canciones subidas de tono, ni él aún había avivado la lumbre, ni ellos aún le habían dicho adiós a través del ventanal, Mario recordaba aquella última ilusión compartida con Amparo. Dejó que su pipa se apagara y se fue confundiendo con la oscuridad que entraba de fuera a medida que anochecía. El lejano y monótono tañer de la campana de la iglesia lo sacó de su ensimismamiento. La melancolía y los recuerdos le habían nublado la vista y lo habían dejado aterido sobre la mecedora, largo rato inmóvil.

            Mario, el Marino, se sentía solo. Estaba solo.

            Antes de levantarse volvió a encender la pipa. Luego se acercó a la chimenea con andar cansado y la espalda encorvada por el frío y el paso de los años. Añadió ramas a las ascuas que quedaban y sopló sobre ellas hasta que la leña crepitó y unas cuantas centellas chisporrotearon por encima de su cabeza. Las llamas iluminaron el salón, calentaron sus manos y devolvieron el color a su rostro, pero en su interior seguía presente la nostalgia de un mar lejano y la congoja de saber, bajo sus viejas botas, otro mar sin barcos ni gaviotas.