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Ramón de Aguilar

LO QUE ESCRIBO

Mariscada de sardinas

Mariscada de sardinas

          

           Ayer llegaron a casa los primeros ejemplares de mi nueva novela, Mariscada de sardinas… Aunque lo de nueva sea una forma de decir que el libro acaba de editarse; lo que es la novela en sí, por más que la haya trabajado y corregido hasta el final, tiene su origen en una idea que se me ocurrió hace casi treinta años, cuando vivía en Tabernes de Valldigna y estaba empleado en un banco… Allí, observando desde la caja a los veraneantes que, fuera de temporada, venían de Madrid; y escuchando los comentarios, no demasiado cariñosos, de mis compañeros (Aniceto, Chiva y David, el apoderado); empecé a pergeñar una historia que no terminaría de encauzarse hasta que, años después, al poco de vivir en Requena, me viese envuelto, como testigo, en el proceso judicial que los Servicios Sociales siguieron contra mis vecinos, una extraña pareja que dormía pared por medio de mi habitación… Mas entrar en detalles sería contar otra historia que, al final, ya nada tiene que ver con la de la novela.

            Lo que ahora quería deciros, al presentárosla, es que se ha publicado en la Colección Solidaridad, de Publicaciones Acumán, y eso le añade un valor al literario que pudiera tener… Para explicarme os voy a reproducir parte del texto que, después de la narración, aparece en las últimas páginas del libro:

 

                        Las novelas, como las antiguas películas, terminan en la palabra FIN  o, si el autor no la escribe, allí dónde debería aparecer. Pero los pliegos que las contienen continúan más allá de sus páginas y portadas… Quiero decir que permanecen como tales, bien sea en los estantes de una biblioteca, sobre la mesita de noche, en los anaqueles de una librería, en una caja de cartón olvidada en el desván. El libro se compra, se presta, se regala, se pierde, se vuelve a vender en el Rastro, lo heredan los nietos y algún día acaba reciclado, convertido en nuevo papel… Mas hay ejemplares, como éste que tienes entre las manos, que desde el primer momento, ya antes de ser leídos, se transforman, y no en pasta de papel sino en comida, ropa, zapatos, medicinas, útiles de aseo y limpieza, material escolar… porque, como sabes, cada uno de los euros que pagaste al comprar este libro y te dieron la posibilidad de leer esta novela, Publicaciones Acumán lo ha destinado al sostenimiento del Hogar Niña María, en Mariquita (Tolima-Colombia), donde se da acogida a niñas que, huérfanas o por la difícil situación de su entorno familiar, son víctimas o están altamente expuestas a peligros físicos y morales… (eufemismo que nos evita tener que dar detalles del drama humano, del infierno personal del que cada una de ellas puede haber sido rescatada).

                   …

                   En estos momentos el Hogar tiene acogidas 38 niñas en régimen de internado y atiende a otras 10 como Hogar Día. Se está preparando para duplicar su capacidad y ha mejorado sensiblemente las condiciones en las que ofrece a las pequeñas una vida más segura, digna y con posibilidades de un futuro que, fuera de él, no hubieran encontrado. Para colaborar a ello, el autor de este libro y Publicaciones Acumán han acordado dedicar los ingresos generados por esta novela al mantenimiento de esas niñas: a su alimentación diaria, su ropa, sus estudios, su salud… Podrás encontrar información actualizada, y hacer un seguimiento de las donaciones, a través de la Web de la editorial (www.publicacionesacuman.unlugar.com), así como algunas referencias en este blog.

                  …

                  Gracias por vuestra generosidad

                                                                 … y gracias por leer.

 

 

            No seáis mal pensados. Si os adelanto lo que vais a encontrar al final del libro no es para conmoveros e incitaros a adquirirlo: En ningún momento he pensado pediros a mis amigos que lo compréis… lo que quiero es que ayudéis a venderlo; no que me apoyéis a mí, sino al proyecto; que seáis conscientes de que con cada ejemplar que logréis que se venda, habréis conseguido enviar 10 euros a estas niñas de Mariquita, en el corazón de Colombia.

 

            Y repito: Gracias por vuestra generosidad… gracias por leer.

Por el Este sale el Sol

Por el Este sale el Sol

Algún tiempo después supe que siempre se levantaba antes de que amaneciera y, si le era posible, se las ingeniaba para ver salir el sol, ya fuera desde alguna ventana que diera al Este o paseando hasta la calle de Atrás, donde el pueblo acababa y empezaban las viñas. Más allá del arco que dibujaba el horizonte, apenas roto por algún que otro lejano pinar, ella sabía que estaban su país, su casa y sus hijos.

– Cuando veo salir el sol –me confesó–, pienso que antes de llegar a España ha pasado sobre sus cabezas, los ha despertado, los ha invitado a levantarse, a vestirse, a no demorarse tomando el desayuno… que, radiante allí, cuando aquí apenas es una mancha rojiza en la distancia, los acompaña camino de la escuela.

            Bueno, así lo cuento yo. Anna no usaba el pretérito perfecto sino el indefinido, habría dicho “mancha roja lejos” y no “mancha rojiza en la distancia”, y es posible que no conociera el verbo “demorarse”… Pero entendí perfectamente lo que me estaba explicando con su rudimentario español y su eterna sonrisa. No en vano también yo,  hacía mucho tiempo, me había apoyado en un soporte tan frágil como un sueño y, a la vez, tan firme como una ilusión.

            Pero eso, como digo, fue algún tiempo después de que ella llegara a casa, remitida por la agencia de empleo.

– Para tareas domésticas sólo podemos enviarle inmigrantes...

– ¿Y…? –pregunté en vista de que la empleada se quedaba callada, aguardando que le formulará alguna objeción.

– Nada… –titubeó un poco desconcertada–. Hay gente que no quiere contratar extranjeros.

            Yo sólo necesitaba que hiciera su trabajo lo mejor posible y que me cobrara lo que fuera justo… Pero Anna me ofreció mucho más que eso: Desde el primer día vino a casa acompañada de su sonrisa y con el tiempo, a medida que fue tomando confianza, me hizo partícipe de su historia, sus inquietudes, sus esperanzas… Al abrirme las puertas de su mundo, amplió mis horizontes y, tal vez sin que ella se lo propusiera ni yo lo percibiera, me enriqueció con valores y vivencias: tesoros que nunca le hubiera podido pagar.

            Supe así de sus hijos, Nicolai y Alexander, que todas las semanas le preguntaban cuándo iba a volver; de sus madre, que los cuidaba y nunca le hacía esa pregunta porque sabía que la respuesta verdadera no era el “pronto” que les decía a los niños; de su hermana enferma, que había perdido la cabeza y vivía como un vegetal, después de que un grupo de soldados la violara; del patio de su casa, siempre lleno de geranios en flor; de la escuela a la que había ido de niña y a la que ahora se dirigían sus hijos cada mañana (acompañados por el sol); del cine al que iba con sus amigas, antes de casarse con el padre de sus niños, que luego los había abandonado; de la iglesia que frecuentaba los domingos y la mezquita en la que oraban sus vecinos musulmanes… Nunca hablaba de la guerra que había desangrado su país, de las depuraciones, del hambre, de los muertos y mutilados, de los bombardeos, de las venganzas, de la miseria cosechada que le había obligado, como a tantos otros paisanos suyos, a buscar una vida mejor lejos del corazón de Europa.

            Sólo una vez, sabedor de todo lo que callaba, quise compadecerme de ella. No me dejó:

– A veces tengo un mal día, como todo el mundo –me explicó–, y siento la tentación de quejarme… Pero, ¿de qué? Tengo piernas para caminar y dos manos para trabajar  mientras que, en mi país, hay muchos mutilados que tienen que mendigar… Mis ojos ven, cuando hay tantos sin luz. Tengo un techo bajo el que guarecerme y sé que mis hijos se acuestan a cubierto cuando, aquí mismo, veo gente dormir en la calle. Si los llamo, escuchó su voz y, aunque hoy no pueda acariciarlos, sé que hay un lugar en el mundo donde alguien me espera con los brazos abiertos… He visto la crueldad y el dolor y he podido perdonar, cuando otros siguen prisioneros del odio y se revuelcan en pesadillas… Me parece maravilloso tener tan poco que pedir y tanto que agradecer.

            Anna no pronunciaba bien las erres. Seguramente no fueron éstas las palabras que utilizó… Pero sí es esto lo que me dijo y lo que nunca he podido olvidar; como no he podido olvidar que, mientras me lo decía, la tarde moría lentamente y por la ventana, abierta de par en par, entraba el olor de los tejados mojados, de la tierra empapada, de los árboles regados por la lluvia que había caído durante toda la tarde; ladró un perro a lo lejos; las ventanas de las casas de enfrente empezaron a iluminarse, pregonando que entre sus cuatro paredes había vida: niños que hacían los deberes, hombres y mujeres que se disponían a preparar la cena, que esperaban una llamada de teléfono o a que comenzara el programa de televisión que les haría olvidar sus penas por un momento… quizás alguien leyera un libro o escribiera una carta o escuchara la radio con la luz apagada o, como yo, dejara escapar sus lágrimas en medio del silencio y la oscuridad.

           Anna se fue unos meses después. Encontró un trabajo mejor en la ciudad y siguió su camino. Me dejó un número de teléfono al que la llamo el día de su cumpleaños y para felicitarle la Navidad, poco más… desde luego, nunca para contarle que a veces me levanto temprano y, desde la ventana de mi habitación, me asomo al Este por encima de los tejados de las casas vecinas. Las viñas se ven a lo lejos y, más allá, sólo roto por algún que otro pinar, el horizonte dibuja el rojo arco del amanecer. Cuando el sol se asoma me acuerdo de Anna y de su sonrisa, y pienso que el sol, que pronto deslumbrará mis ojos, antes se ha paseado por encima de su país y de su pueblo, ha iluminado los geranios del patio de su casa y, lentamente, despacito, a treinta kilómetros por segundo, se nos ha ido acercando, como si buscara a Nicolai y Alexander para acompañarlos al colegio. Anna, que ya se habrá levantado, les estará preparando el desayuno; dentro de poco los despertará, les ayudará a vestirse, les apremiará para que no se demoren tomándose la leche… Y el sol, cuando esté radiante, los acompañará a los tres camino de la escuela.

Promesas que parecen amenazas

Promesas que parecen amenazas

Muchas mañanas, antes del amanecer, cuando salgo de Requena para enfilar la N-322 e ir a Casas Ibáñez, me encuentro junto a la última rotonda un grupo de trabajadores, esperando la furgoneta que los llevará al tajo; arrebujados por el frío, malamente guarecidos de la lluvia, semiocultos por la niebla… según se presente el día que, en invierno, rara vez es bueno.

            Son inmigrantes. Podrían no serlo, pero lo son, y esta vez viene al caso. A uno de ellos, Juan, lo conozco; por eso sé qué esperan y qué les espera.

            La furgoneta llegará enseguida y, apenas dos kilómetros después, pararán a repostar en la gasolinera de El Pontón. El gasoil lo costean entre todos: un euro cada uno; saben que eso es suficiente para el combustible que necesitarán para ir y volver, pero seguramente ignoran que más de la mitad de lo que han abonado, sobre el 60,05 por cien, han sido impuestos (15 de los 25 euros que gastarán, día a día, a lo largo del mes). Trabajan en una obra, en la construcción; les pagan por semanas, 250 euros cada sábado… en la nómina que les entregan al final de mes figuran reflejados 1300 euros, de los que les descuentan 91 para Seguridad Social y 135 como retenciones de hacienda… así es que la cuenta, más o menos, les cuadra. Lo que Juan no sabe es que, además, la empresa cotiza por él otros 520 euros a la Seguridad Social.

            Juan y sus compañeros almuerzan en la obra pero, de lunes a viernes, acuden a comer al bar de un polígono cercano, donde les ofrecen un menú por 7,50 euros, impuestos incluidos (es decir, que los cincuenta céntimos del pico no se los come él, sino la Hacienda Pública: 13 euros cuando haya acabado el mes).

            Juan está casado y tiene dos hijos. Ella se llama María y ellos Andrés y Nicolás. Algunos de vosotros, a estas alturas de la lectura, habréis dejado de creerme: Los inmigrantes tienen nombres como Mohamed, Víctor Alejandro, Nicoleta, Fátima, Lina Paola, Yonatan, George… Es verdad, los nombres son inventados y los he puesto sólo para simplificar; pero Juan, María y sus hijos existen y las cantidades que estoy sumando para calcular sus impuestos son las mismas que utilizaría si estuviera hablando de una familia española de toda la vida, y que estuviese en una situación parecida… Así es que, si me lo permitís, voy a continuar:

            Cuando Juan se va a trabajar, María se queda haciendo tareas en la casa y prepara a los niños para llevarlos a la escuela. Cuando ellos, en medio de alegre algarabía, entren por la puerta del colegio; ella también se irá al curro. Hace un par de años que cuida un anciano… Eso quiere decir que, aparte de atenderlo con un cariño especial (con todo el mimo y cuidado que su familia no sabe poner), mientras el hombre no la necesita, ayuda en la limpieza de la casa, en la cocina, en el planchado de la ropa; pero sobre todo se ocupa de él: lo asea, le obliga a comer, lo lleva a pasear por el parque (como en el dibujo), le hace rabiar entre risas… Cobra setecientos cincuenta euros al mes y, de ahí, ella se paga su seguridad social como empleada de hogar, unos 150 euros. Come en la casa donde trabaja y los niños lo hacen en el comedor escolar; así es que, entre semana, no tiene que hacer comida al medio día y su hijos sólo pagan 3,50 euros… entre los dos 140, de los que sólo 5 son de IVA.

            Si alguno se ha molestado en ir haciendo las cuentas ya habrá llegado a la conclusión de que, después de todo esto, esta familia aún cuenta con más de mil euros para vivir… y ya han comido todos de lunes a viernes. Sólo faltan, las cenas y los fines de semana; pero también la ropa, las medicinas, los recibos de agua, luz, basuras, los móviles de ambos, las llamadas telefónicas a su país desde el locutorio, el alquiler del piso y la letra del coche que están pagando a plazos… No os equivoquéis, no pretendo dramatizar, no están ni mejor ni peor que otras familias del pueblo, que millones de familias españolas; no pueden ahorrar, les cuesta llegar a final de mes, pero comen cada día y viven con esperanza… La retahíla de los numerosos gastos que no pueden eludir era sólo para señalar que, al final de mes, todo el dinero se acaba y que eso les ha supuesto pagar (con la luz, el teléfono, el agua, el alquiler, el supermercado, la farmacia…), una media de 175 euros más en concepto de IVA… Pero, como no sé mucho de Matemáticas y no sé nada de Economía, pudiera ser que se me hubiera olvidado de algún detalle.

                        Cuando ha caído la noche, Andrés y Nicolás hacen los deberes, María termina de preparar la cena y Juan ha ido a tirar la basura… Luego verán la televisión, tal vez una de las cadenas que, sin que ellos lo sospechen, están contribuyendo a mantener… Es posible que ni siquiera imaginen que cada mes tributan a la Hacienda española 584 euros (7.000 a lo largo del año, más del doble si tenemos en cuenta también la aportación empresarial a la Seguridad Social, por parte de la empresario del marido)… Es posible que a Juan y a María, de saberlo, tampoco esto les importe o moleste más que al resto de los españoles; hasta podría ser que, si se percataran de ello, empezaran a ver como algo suyo las carreteras, los hospitales, las escuelas, el ejército, las oficinas de empleo, comisarías de policía, parques de bomberos, las televisiones públicas, el sistema de pensiones y todo lo que ayudan a mantener con su trabajo y su consumo, incluidos la familia real y los diputados que no pueden elegir… Hasta podría ser que se sintieran orgullosos de ello, de formar parte del país que han escogido para vivir y al que ayudan a crecer día a día… aunque luego no les permitan votar.

                        Bien, pues ahora resulta que Mariano Rajoy nos asegura que, cuando él sea presidente, los inmigrantes tendrán que pagar sus impuestos. ¿Qué querrá decir con eso? ¿No los están pagando ya con Zapatero? ¿No los pagaban ya con Adolfo Suárez, con Calvo Sotelo, con Felipe González, con Aznar?

                        Repito que no sé nada de Economía y que, a partir de aquí, sabiendo que en España hay ahora mismo más de dos millones de inmigrantes cotizando a la Seguridad Social, si tuviera que seguir haciendo multiplicaciones, me perdería… así es que tomo datos que han hecho públicos J. Ignacio Conde-Ruiz y Clara I. González, investigadores en FEDEA: “las aportaciones de los inmigrantes permiten pagar la pensión de 1.100.000 jubilados (sólo 69.000 son extranjeros); pagan el desempleo a 300.000 pardos (lo cobran sólo 150.000, la mitad); sin la inmigración el llamativo crecimiento del PIB, que en los últimos años ha tenido una media del 3,5%, no hubiera alcanzado el 2 %.”.. podéis leer el artículo completo: ¿La inmigración es un problema real?... Ellos lo explican mucho mejor que yo que (sólo quería deciros eso), no salgo de mi asombro por más veces que lea la promesa/amenaza de Rajoy.

Un sólo momento

Un sólo momento

He apagado la lámpara, que ya había encendido, para gozar de la hermosa luz del atardecer… He abandonado lo que estaba haciendo, para escribiros en este momento mágico, que no puedo apresar, ni soy capaz de pintar con palabras, porque la calidez de sus colores antes sólo la había vislumbrado en sueños… He abierto la venta de par en par para que, además de de la tarde que muere, entre también el olor de los  tejados mojados, de la tierra empapada, de los árboles regados por la lluvia... Os escribo sin mirar al teclado, sin apartar los ojos del paisaje, sin importarme que la página en blanco que simula la pantalla se vaya llenando con trazos rojos que señalan las faltas en las que incurren mis dedos… No importa, luego, cuando la noche caiga del todo, corregiré; pondré tildes donde no las haya, consonantes donde falten, espacios donde sean menester… Lo importante es que, cuando relea lo escrito, volverá a alumbrarme esta luz y volveré a sentir este aroma que creía olvidado. Maúlla un gato. Está más oscuro y el aire viene frío. Alguien llama al timbre, pero a mí me da pereza levantarme. Suena el teléfono, pero no me apetece cogerlo. Prefiero seguir pensando en el vaho de las gavillas de sarmientos mojadas sobre las blancas tapias de un patio, en aquellas panaderías que calentaban el horno quemando ramas de pino; tan bueno era el olor de la leña amontonada a la entrada como el de las hogazas recién sacadas del hogar, cuando todavía era de noche… Prefiero seguir mirando hacia un horizonte cada vez más difuminado, a las pequeñas ventanas que se van encendiendo en los edificios de enfrente, dando testimonio de que entre sus paredes hay vida: niños que hacen los deberes, hombres y mujeres que se disponen a preparar la cena, que esperan una llamada de teléfono o a que comience el programa de televisión que les hará olvidar sus penas por un momento… quizás alguien lea un libro o escriba una carta o escuche la radio con la luz apagada.

            Las ideas corren más veloces por la mente que mis dedos sobre el teclado del ordenador. Mi imaginación salta a la oscuridad, al vacío, y esa lluvia que no cae, que tan sólo ha sido un recuerdo, me obliga a buscar refugio en el zaguán del cine Rex. Al otro lado de los cristales, los “cuadros” nos invitan a adivinar la próxima película que veremos… En aquellos tiempos de otoños lluviosos e inviernos de nieve y escarcha, en el pueblo había cine casi todos los días. Los lunes y los jueves, en sesión de noche; los sábados y domingos, por la tarde y después de cenar. Eran películas para adultos, incluso algunas (como La mujer marcada), de las calificadas por la iglesia como 3R… Tarde años en saber que existían también las que habían obtenido un 4, pues ésas, como eran moralmente peligrosas para todos, no llegaban nunca a Casas Ibáñez. Pero lo importante, para quiénes éramos niños, era la sesión que para nosotros se hacía cada domingo por la tarde: pocas películas infantiles, pero todas toleradas; la mayoría, en blanco y negro (como la vida), aunque la tendencia se fue invirtiendo con el paso de los años y acabaron siendo todas en color (como los sueños). El lejano Oeste americano, las enmarañadas selvas africanas, las profundidades marinas, los dibujos animados, los enredos de los cantantes de la época, los niños prodigio, los valientes espadachines, el más difícil todavía del mundo del circo, las vidas de los santos… y un largo etcétera que empezaba a alimentar nuestros sueños desde el domingo anterior pues, gracias al trailer que se proyectaba o los carteles que las anunciaban, podíamos jugar a adivinar qué iba a ocurrir en la película.

            … Pero ya no llueve, ni las tahonas amontonan las ramas de pino en su entrada, ni las gavillas de sarmientos esperan la lumbre sobre las tapias encaladas del corral… Hace años que no funciona el cine Rex y los “cuadros” se llaman ahora “lobby card”. De nuevo suena el timbre y vuelve a repicar el teléfono. La noche se ha cerrado del todo; encenderé la lámpara y corregiré lo escrito: pondré tildes donde no las haya, consonantes donde falten, espacios donde sean menester… Es lo que tienen los momentos, que son tan efímeros como la eternidad.

Un cielo para Sartén

Un cielo para Sartén

Es curioso como en las tardes de Otoño, cuando el viento y los primeros fríos empujan a guarecerse en casa, y el peso de los años en los recuerdos, el que con más nitidez me llega desde aquellos tiempos no sea el de mi madre ni el de mis abuelos, ni tan siquiera el de mi tío Manolo, que me enseñaba trucos de magia, me entrenaba para ser portero de fútbol y me dejaba encasquetarme su gorro caqui de soldado cuando, siéndolo, venía a casa de permiso... Curioso es que, más que a ninguno de ellos, recuerde a mi perro.

Sartén no tenía raza ninguna; pero eso para mí era lo de menos. Hoy no sabría decir si era blanco con manchas negras o, al contrario, negro con manchas blancas, pero la cola era tan negra que alguien dijo que parecía el rabo de una sartén y ése, “Sartén”, fue el nombre que le di. A nadie les gustó, ni el nombre ni el perro; nunca lo pude meter en casa, pero cada tarde, cuando al oscurecer regresaba de jugar a las luchas o de andar por las vinazas, se quedaba acurrucado cerca de la puerta, esperando que yo saliera para correr a mi lado, revolcarse conmigo en la paja de las eras, meternos juntos en los charcos, subirnos a lo alto de las sarmenteras o, si llovía, escuchar atentamente bajo un porche todo lo que yo le contara de la casa de las huertas, junto al río Cabriel, en la que había vivido con mis padres; de mis abuelos, del colegio, de Mónica (la novia de mi tío, de la que estuve enamorado hasta que conocí a Geles), y de lo que juntos haríamos los tres cuando yo fuera mayor...

Ahora, que ya lo soy, se me da por pensar que ya nadie me fue tan fiel, ni nadie me quiso con tanto ahínco; quizás por eso, cuando un par de meses después lo perdí, dentro de mí se abrió una herida que nunca ha terminado de cicatrizarse, que todavía, alguna que otra vez, me escuece un poco.

Había aparecido en el verano y dejé de verlo una de las primeras mañanas de otoño, poco después de que empezara la escuela. Durante muchas tardes me fui a la carretera de Alcalá con la ilusión de que volvería a verlo de nuevo... Ni aún cuando alguien me insinuó que podría haber muerto se desvaneció mi esperanza y, si bien dejé de aguardarlo junto a la carretera, durante mucho tiempo lo busqué en mis sueños, donde de tarde en tarde acudía jadeante, moviendo su negro rabo de sartén; y no me quedó otro consuelo que el de imaginarlo en ese cielo de los animales, que todo el mundo dice que no existe, pero en el que yo, más cercano ya del nuestro que de la Calle de Atrás, espero encontrarlo un día.

(De La Calle de Atrás)

Historias de gente sin historia

Historias de gente sin historia

            Apenas hace unos segundos que ha empezado el día. El fuerte viento con el que siempre recordaremos el inicio de esta primavera azota los cristales de la casa y me invitan a apagar el ordenador y marcharme a la cama: Mañana, como todos los días, como casi todos los días, hay que madrugar… Pero no quiero acostarme aún sin deciros algo a todos los amigos que estáis lejos (en el espacio, porque vivís en otros lugares o en el tiempo, porque aún no os he conocido). Se trata de algo que anoche escribí a los más próximos y esta misma tarde a los periódicos y emisoras de la zona: El viernes, mañana ya, vamos a presentar Historias de gente sin historia en la biblioteca de Requena.

         Como sé que los que lo estéis leyendo aquí no vais a poder venir, os voy a adelantar las palabras que he preparado y que hablan de la intrahistoria de algunos de estos relatos… Por cierto (y esto no lo voy a contar, porque ellos no la van a ver), la imagen que ilustra esta entrega es un dibujo que Arantxa Sestayo hizo para el cuento Galad y Sera, del que aquí hablo, que está en el libro y que, además, va a ser dramatizado por la buena gente de “Oleana Teatro”… hablaré algún día de ellos y hablaré también de Arantxa Sestayo y de su hermano Chuto y de su hermana Lourdes.

 

            El libro que hoy nos ha reunido a todos en esta biblioteca no siempre ha sido así, como tú lo ves… Los cuentos que lo componen no nacieron con la vocación de estar juntos, de convivir en las páginas de un mismo volumen… De hecho, desde que finalicé el más antiguo de ellos (Galad y Sera), allá por el año 1978, hasta el último de los escritos (¿Cuánto vale una horca?), en el 2005, transcurrió un cuarto de siglo… Demasiado tiempo para que hubieran podido mantener un mínimo de coherencia estilística, si no hubiera sido porque los más antiguos han sido escritos y reescritos una y mil veces, y los más nuevos casi lo mismo…

            Aún así, el libro comienza con una contradicción, soy consciente de ello, pero también de que son muchas las contradicciones con las que tenemos que convivir. Empiezo por decir que como no me gustan los prólogos al inicio de los libros de ficción, voy a resistir la tentación de escribir uno… pero eso en sí, esa presentación, ya lo es, ya nos está condicionando de alguna manera antes de empezar a leer la primera historia; la lectura debería de haber comenzado en la página  14, allí donde dice “Nunca le había gustado su nombre”… Luego, por si fuera poco, en la tercera edición se han introducido, como prólogo, las palabras con las que Noelia hizo su presentación en Casas Ibáñez…

            En fin, lo que yo quería decir con mi breve introducción es que, aunque las obras de ficción no necesitan presentación, no deben ser “explicadas”, a mí si me apetecía contaros detalles de estas historias, de cómo nacieron, qué pasó cuándo las premiaron o cómo es que fueron publicadas…

            Éste sería un buen momento para hablar de todos esos entresijos, de toda esa intrahistoria que se encuentra más allá de cada uno de los relatos. No recuerdo, por ejemplo y por citar uno de los que ya he nombrado, cómo ni por qué escribí Galad y Sera, aunque sospecho la influencia de El Principito, de Juan Salvador Gaviota y de otras lecturas propias de aquella época… lo que sí recuerdo perfectamente es el asombro que me produjo el que la publicaran en la revista “Óbolo”, de Barcelona; yo, hasta entonces, sólo había publicado algunos relatos de terror en una revista de “cómics” que se editaba en Valencia y que se llamaba SOS; por intermediación de un amigo que trabajaba en la entrañable Editorial Valenciana, había conseguido que me compraran algunos guiones para los dibujantes y luego intenté que me publicaran relatos, que era lo que me gustaba hacer; por lo general me los devolvían sin más y sólo, de tarde en tarde, me aceptaban alguno, después de tener que hacerle muchas correcciones que ellos me indicaban y que, de alguna manera, herían mi orgullo creador (quizás por eso nunca han aparecido con mi nombre y los mantengo escondidos bajo el pseudónimo que utilizaba para los “tebeos”)… Así es que el que, sin más ni más, me publicaran este cuento tal y como yo lo había  concebido, me produjo más asombro que gozo.

            ¿Cuánto vale una horca?, el otro de los relatos que ya he citados, surgió aquí en Requena. El germen está en uno de los “piscolabis” que organiza la CAT, esos deliciosos encuentros en los que cualquiera puede participar con la única condición de llevar algo escrito sobre el tema que toque en esa ocasión, y que en aquella fue el de la “horca”… Yo quise jugar con dos de las acepciones, la del apero para aventar y la del patíbulo… el juego con los dos términos me sirvió para reflejar una estampa de la feria albaceteña (realmente conocí una familia de Jarafuel que iba allí todos los años a vender utensilios hechos con las ramas del almez), y, a la vez, desahogarme de la angustia que me produjo una noticia leída hacía muchos años, en relación de un accidente de tráfico en un país que tal vez no fuera Turquía.

            Así, como veis, detrás de cada una de estas historia hay algo más que un personaje sin historia… El baterista del Plata, por ejemplo, no fue músico hasta la versión definitiva… durante muchos años fue sólo un personaje anodino que no se gustaba a sí mismo y que un sábado y trece (día de mala suerte para los franceses), se veía envuelto en una mala experiencia que, sin embargo, le reconciliaba consigo… Después de muchos años, un buen día se me ocurrió “pluriemplearlo” por las noches y hacerle ganarse un sobresueldo tocando la batería en un curioso cabaret, “El Plata”, ya desaparecido, al que me había llevado una amiga, que murió muy joven y me dejó, junto al de su nombre, Azucena, el recuerdo de ese antro y un par de libros de Ray Bradbury, autor al que no conseguí valorar hasta no hace mucho…

            En los tiempos que se fueron y no volverán, versión corregida de la primera narración que publiqué en forma de libro (As de espadas), era sólo un capítulo que se desgajó de la novela El Cerro de los Cuchillos; en una de las múltiples revisiones que le hice, decidí sacar uno de los personajes, que no terminaba de encajar en la historia. Guardé los folios que hablaban de ella (era una mujer, una muchacha), y meses más tarde, vi en ellos el germen de un relato… le di forma y, ganando el premio “Flor de Cactus”, no sólo pude ver mi primer libro publicado, sino que tuve la ocasión de conocer a algunas de las personas que han sido más importantes en mi vida: Sonia Cabezas, Delia, José Pablo, Mariela, Bigné, Anselmo Cid… Lo curioso es que, en una posterior versión de la novela, volví a meter el personaje que se había hecho independiente y tomó tanta fuerza que acabó por convertirse en protagonista… Así que podría decirse que, en el fondo, la misma son Llanos de El Cerro de los Cuchillos, Cecilia de As de Espadas y Noelia, en esta nueva versión, En los tiempos que se fueron y no volverán.

            En fin, ya que he nombrado a “Flor de Cactus”, y para terminar (que tampoco os voy a contar toda mi vida de un tirón), os voy a confesar que Prisioneros de la carpa, uno de mis relatos preferidos, se me ocurrió justo el día que recogí ese premio en Gandía; apenas había terminado de hablar y de dar las gracias cuando se me ocurrió una frase y supe, o pensé, que ése era el comienzo de una historia, una historia que durante dos o tres años no tuvo ni título ni argumento… Sólo una oración, sólo un inicio: “Su primer amigo fue un león; su primer amor, una trapecista del mismo circo”… Esta frase me la repetí infinidad de veces durante aquellos meses, pero nunca supe continuarla hasta que un día, por fin, ese león y esa bailarina se convirtieron en los protagonistas de esa historia que, junto a otras quince, podéis encontrar en este libro.. Dieciséis historias que, a su vez, se mezclan con otras treinta, las de cada una de las niñas que en este momento están refugiadas en el Hogar Niña María, en Colombia, a donde se envía cada euro que se recauda vendiendo este libro, no sólo aquí en Requena, sino en cualquier parte, donde quiera que haya alguien dispuesto a comprarlo.

Luchas y tesoros

Luchas y tesoros

Supongo que fue el asfalto de las calles, o la llegada del primer televisor, lo que acabó con las “luchas”, con esa despiadada forma de jugar que nos llevaba a agruparnos en pandillas y pelear, unos contra otros, a pedradas… Visto con la distancia que, en el tiempo, me separa de la Calle de Atrás, se me ocurre pensar que aquello era jugar a vivir, lo mismo que las tómbolas que hacíamos para rifar nuestros tebeos, los circos que imitábamos o cualquier otro de los juegos que inventáramos y que, con el paso del tiempo, ha terminado por perderse.

         La casa de mis abuelos, en la Calle de Atrás, tenía un corral grande, al que se salía desde la cocina por una puerta de madera con cristales, o se entraba por los postigos, si uno venía de fuera de la casa. Junto a la primera crecía una parra que, además de uvas, daba sombra en los días de verano; al lado de las portadas, un porche de cañas y la sarmentera donde se apilaban las gavillas que avivarían el fuego del invierno, hacían el mismo papel. El patio era mi refugio y allí pasaba muchos de los ratos que me dejaba libre la escuela o en los que no estaba en la calle, jugando con Domingo al juego que estuviera de moda. Allí podía entretenerme con el zompo o las bolas del “gua”, sin ayuda de nadie; jugar incluso a las chapas, tirando a la vez con dos “chavos” para hacer mi propio papel y el de un rival imaginario… y, sobre todo, escondiendo mis tesoros en la tierra.

         Así como para luchar era necesario entrar en una banda y encontrar otra con la que apedrearse, para hacer un tesoro prefería esconderme entre las enjalbegadas tapias de mi patio y que no me vieran. Por un lado porque nadie debería saber dónde se encontraban enterrados aquel puñado de silvestres margaritas que rodeaban un cromo, una canica de barro cocido o cualquier otra fruslería que, cubiertos por un pedazo de cristal y tapados con tierra, volverían a aparecer ante los ojos de quien, con sumo cuidado, frotara con los dedos en el lugar exacto; y, por otro lado, porque éste (como las parejillas, la comba y tantos otros), era un juego de guachas y me hubiera avergonzado que alguno de mis amigos, con los que iba a la lucha, me sorprendiera en ello.

         De cualquier modo todo ello pasó y, como tantas otras vivencias de aquel tiempo, ha quedado relegada al olvido de donde sólo borrosamente (como si con los dedos frotara la tierra para ver el tesoros que celosamente guardé bajo un pedazo de cristal), aparece de tarde en tarde, sin que pueda saber muy bien si fue el asfalto de las calles, o la llegada del primer televisor al casino, lo que acabó con aquellos juegos.