23 de abril de 2003: Amira
Hoy es el día del libro. Me hubiera gustado volver a Barcelona, a Las Ramblas; esta vez con Eliana, que ya es mi mujer (la semana que viene vamos a cumplir cinco meses de casados), pero es día laborable y los dos hemos tenido que trabajar. Imposible viajar tan lejos. Celebraremos el día del libro aquí; saldremos esta noche, aunque sea miércoles, e iremos a tomar algo a la tetería Luna (refugio de “seres singulares, exóticos, soñadores, cálidos, locos, idealistas, bohemios, libres, errantes, imaginativos…”), donde Pepa, como cada año, junto al té o el café, nos traerá un libro de regalo, un libro y una rosa, como si hubiéramos ido a Barcelona. Yo fui una vez con Ana, cuando nuestra editorial estaba empezando a funcionar; nos dieron permiso para poner un tenderete en Las Ramblas y nos adjudicaron tres o cuatro metros lineales casi al final del todo, donde ya nadie llegaba o, si llegaba, ya venía cargado de libros; junto al nuestro, estaban los puestos de los independentistas, de los ácratas, de los falangistas, de los movimientos de liberación de todas las tendencias sexuales… pero fue un buen día, un día que había empezado de madrugada, cuando iniciamos el viaje con el coche cargado de libros, y que terminamos cenando en un restaurante italiano con Laura Plana, una escritora que íbamos a editar; además, ese día, allí en Las Ramblas, se vendió el primer ejemplar de mi primera novela; lo compró una colombiana que acababa de llegar de Bogotá; sólo tenía dólares y tuvimos que esperar a que fuera al banco a cambiarlos. ¿Qué le empujaría a gastar su primer dinero en un libro del que ni siquiera habría oído hablar? ¿Sería una señal que anunciaba los vínculos que me unirían, a mí y a mis relatos, con la tierra de los Nevados y el Magdalena? Ahora se lo cuento a Eliana y ella no sabe qué decirme. Así es que, como calla, le sigo contando que, cuando era niño, me pasaba toda una tarde como ésta copiando el texto que, para conmemorar el día del libro, aparecía en mi Enciclopedia del colegio; si alcanzaba a terminarlo, podía adornar mi trabajo con un dibujo de Cervantes o de Don Quijote, que nunca me daba tiempo a colorear. Como en la tetería no hay televisión y no escucharemos las noticias, no podremos enterarnos de que, hoy mismo, los soldados israelíes han llegado con tanques y excavadoras hasta la casa de Mohammed Salah Talib, en Aqaba, una pequeña localidad del nordeste de Cisjordania, en la zona ocupada por Israel; Mohammed tiene setenta y dos años, mujer, doce hijos y varios nietos que vivían con él en esa casa, de la que lo han sacado para derrumbarla ante sus ojos; luego han destrozado el depósito del agua y se han marchado; desde esta noche dormirán en una cueva cercana, pero yo tardaré mucho en enterarme; durante años oiré hablar una y otra vez de las demoliciones que los soldados israelíes llevan a cabo en la Zona C de los Territorios Ocupados, pero esos seres que se quedan sin casa y sin pozo no tendrán un rostro, un nombre, una esposa, unos hijos y unos nietos hasta que Amnistía Internacional de Albacete me invite a formar parte del Jurado que fallará el II Certamen Literario "Sol Mestizo", dando un premio al mejor relato inspirado en esta historia; fallaremos una tormentosa tarde de agosto, después de haber leído todas las narraciones y comentado una a una las finalistas; la velada terminará con una deliciosa cena, preparada por nuestro anfitrión, José Gil… Faltan más de seis años para que esto ocurra; para entonces, Eliana y yo tendremos ya tres hijos, Laura Plana, dos (y habrá dejado de escribir para dedicarse a ellos, como Rosa Regás hiciera en su día), la tetería Luna llevará años desaparecida (aunque Pepa Utiel seguirá regalando libros, cada 23 de abril, en su nuevo local de Valencia: “Alquimia”), Ana se dedicará a restaurar muebles y antigüedades… Tal vez alguno de vosotros se esté preguntando cual será el relato ganador, a quién (a nuestro juicio), habrá inspirado mejor la historia de Mohammed Salah Talib y la demolición de la casa en la que vivía con su familia. Bien, no os voy a dejar seis años con la duda. El premio va a ser para Javier Díaz Carmona por su relato “Amira” y, por si alguien quiere leerlo, aquí va:
AMIRA
Amira despertó sedienta. El sol golpeaba sobre el techo, agrietados plásticos negros que filtraban la lluvia y acrecentaban el calor. Jadeante, arrastró la sequedad de su garganta más allá de la puerta simulada con tablones, buscando los restos de un charco de aguas verdeadas por la rutina. Bebió despacio, disfrutando el frescor de aquel caldo maloliente, y alzó la cabeza en busca de Ibrahim. Esas horas ardientes, cuando la gente se recogía al supuesto cobijo de sus hogares, remedos de vivienda alzados con retales robados del basurero o mendigados a una ONG, eran las escogidas por Ibrahim para recorrer en silencio, la cabeza vencida sobre el pecho, las manos cruzadas a la espalda, el camino de sus recuerdos. Cada mediodía, recostada contra la pared de sacos y telares, esperaba con ansiedad que la silueta pensativa de su dueño se recortara en la calima del desierto. Entonces, azotando el viento con su rabo, acosaba al hombre con un repetido rosario de saltos y carantoñas. Ibrahim acariciaba su pelaje reseco, murmuraba unas palabras, siempre las mismas, y retomaba el hilo dibujado sobre la arena por la paciencia de sus pasos.
Amira trotaba a su lado, olfateando a ratos el sendero, pendiente de las moscas que buscaban la humedad de sus ojos. Tras ellos, el horizonte asemejaba una línea difusa, temblorosa allí donde el cielo blanco de mediodía y la arena gris confluían hasta fundirse. A Amira le gustaba volver la mirada, palpar con su hocico los conocidos aromas a guisos y ropa limpia diluidos en la distancia. Era una forma de olvidar al monstruo, a la gigantesca culebra de acero y hormigón que, flanqueando el camino con el desdeño de su altura, se tragaba el aire y los olores, devoraba esperanzas, futuros, hasta la noción misma de existencia. Amira lo sabía bien. Era una perra, sí, pero sabía diferenciar la vida de la muerte, sabía distinguir entre la sonrisa diáfana del firmamento y el ceño fruncido de un muro cosido de alambradas. Agachó las orejas, dejó escapar un gruñido sordo, inaudible y se pegó al flanco de su amo.
Casi una hora de paseo más tarde, subidas y bajadas paralelas a la barrera de odio y cemento, llegaron a un lugar idéntico a cualquier otro. Un erial despoblado, flanqueado de nada y vacío, cercado por la sombra de la muralla. No muy lejos, a poco más de quinientos metros, un cíclope metálico barría el horizonte con la sombra de sus ametralladoras. Como siempre, como cada mediodía en el último año, Amira sintió erizarse el vello sobre su espina dorsal. A lo largo del lomo, una cresta espigada trazó la línea de su rabia. Frente a ellos, el único ojo de la bestia apuntaba sin pudor. Como siempre.
Con la dulzura de sus muchos años, con la rudeza de sus dedos callosos, Ibrahim palmeó la cabeza del animal. La arena correteaba en diminutos copos cobrizos, jugando a filtrarse por sus sandalias. El sol golpeaba sus hombros inclinados contra el suelo, arrancaba destellos de advertencia en la torreta de vigilancia. Pero el anciano no parecía apercibirse de las latentes amenazas del ejército, del sudor que rotulaba cercos en la ropa, de la inmensa soledad de aquel páramo desolado. Reclinado sobre sí mismo, Ibrahim rezaba en silencio.
El silencio, desde aquel día, formaba parte de ellos. Tumbada sobre un costillar demasiado visible, la saliva espesándose en la boca, Amira aguardó con la paciencia del más fiel de los amigos el final de las oraciones. Las risas, los juegos y las carreras regresaron, una vez más, a sus breves recuerdos. A la puerta de la casa, bajo la sombra de dos higueras plenas de frutos almibarados, una nerviosa Amira perseguía inútilmente la pelota sustraída de sus fauces por los pequeños Fátima y Kalil. Entonces, la tierra se cubría de verde en primavera; del mar, invisible pero cercano, llegaba una brisa que refrescaba las pieles requemadas de calima; los vecinos saludaban y sonreían al pasar, “Salam aleikum” “Aleikum salam”, y las palabras, deseos de paz siempre presentes, flotaban en el aire como aroma a pan recién horneado. Ahora, un mutismo de muerte se adueña de los campos y del espíritu de Ibrahim. Ahora, el fuego que desciende del firmamento, el fuego con que, desde su altivo parapeto, amenazan los soldados, enmarca una realidad imposible de asimilar. Pero Amira sabe, recuerda perfectamente, que sobre ese solar hueco estuvo su hogar. Su pueblo.
Una hora dura el encuentro de Ibrahim con el creador. Una hora de callado respeto, de tensa inmovilidad. A veces, desde la torre, un reflejo imprevisto recuerda que siguen ahí, estudiándoles con aburrimiento, apuntando con el arma. Nada importa. Ya no. Cuando, sintiendo crujir los huesos envejecidos por la pena, Ibrahim consigue incorporarse, Amira acaricia con la lengua el gesto derrotado de su mano antes de emprender el lento regreso a las barracas donde, hacinados, malviven con el resto de vecinos. Y, como siempre, la última mirada de sus ojos enrojecidos regresa al recuerdo del joven amo, a un monolito insignificante, a una placa sucia de tiempo y abandono. “Kalil, hijo de Ibrahim, aplastado por los tanques israelíes cuando defendía la casa de su padre”.
1 comentario
Javier Diez -
Muy bonita tu introducción al tema del certamen.
Un saludo
Javi