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Ramón de Aguilar

LO QUE ESCRIBEN MIS AMIGOS

Allende (Puri Novella)

Allende (Puri Novella)

     Alguno de vosotros ya habrá leído el nombre de Puri Novella en esta página: Fue la ganadora del último premio de relatos en Villatoya… Así es que alguno de vosotros también habrá leído ya el cuento con el que ganó: “Las hijas de Irene”. Por aquellos días (los de la entrega de premios), le dije que alguna vez quería colgar un texto suyo en “lo que escriben mis amigos”, pero hasta que no leí su relato “Allende”, no tuve claro que sería éste, que ahora os transcribo, el que querría compartir con todos vosotros.

     El hacerlo viene hoy al caso porque acabo de conocer el blog que ella ha empezado a escribir el pasado mes de junio… Os voy a poner un enlace aquí mismo, para que siempre podáis entrar a él desde mi página, Aunque no habla mucho de ella misma (Me gustan las canciones de Serrat y la poesía de Luis García Montero. Las novelas de Belén Gopegui, los parques al sol y "Los Lunes al Sol", "Barrio" y mi barrio, Granada, saber que puedo encontrarme con mi gente y que ya soy muy mayor y un pelín rara para hacer nuevos amigos. Compromiso. Incondicionalidad. Resistencia. Y revolución siempre. De pequeña quería ser escritora y sigo en el intento de no defraudarme por completo. Besos para los días de lluvia y yacimientos de alegría para cuando la vida se enrosque empeñada en meternos a presión en callejones sin salida), podréis conocerla a través de lo que escribe, a través de historias tan bellas como ésta:

 

ALLENDE

 

Mi madre me llamó Allende por Isabel.

Escondía sus libros entre las sábanas recién planchadas, “Para que huelan a Lavanda, niña mía, y guárdame el secreto que no quiero que papá se entere”.

Porque si papá sabía, si papá se enteraba, hacía volar a jirones los libros de Isabel Allende sobre el parquet del salón, no sin antes proferir su gama de insultos tercera vocal: Inútil/ Idiota/ Ilusa.

Se albergaba el miedo en las grietas blancas de los labios de mi madre, en sus ojos siempre esquivos, en los pies pequeños, de pasos imperceptibles.  Fue ahí donde empecé a reconocerlo, húmedo, escarchado, falto de piedad y de aliento.  Era el miedo.

Sólo con la lectura se atrevió a enfrentarlo, hacía trampas, buscaba huecos, silencio, oscuridad, necesitaba abrir los libros, refugiarse en ellos, perderse en las palabras y recuperar las cenizas de sí misma, de alguien que un día quiso ser profesora de literatura y contaba cuentos magistralmente, en los que las princesas no tenían que dejarse las uñas fregando, ni perder zapatos prestados, ni dormir boca arriba media vida para ser rescatadas por el hombre de sus sueños, con melena de paje y medias color granate, porque, sencillamente, no lo necesitaban, podían solas, y llegado el momento ya decidirían con quien y cómo bailar.  “Yo te llevo, Rey”.

Se transformaba cuando me contaba aquellas historias. Tumbadas en la cama fijábamos las dos la vista en el pedazo de techo iluminado por mi linterna, y a veces yo perdía el hilo de la narración por contemplarla: absorta, los ojos enormes, emocionados, las palabras torrente incontenible, discurso convincente.

Pero giraba una llave en la cerradura de casa y el microcosmos se desvanecía de golpe, ella salía de mi habitación sin despedirse, cerraba la puerta y volaba hasta la cocina, donde había dejado todo preparado para simular que llevaba tiempo realizando la misma tarea.

Porque papá olía el tufillo de los cuentos, y le pasaba como a mí con el olor a cera derretida, se ponía malo, y eso que a él le gustaban las palabras, las dominaba a su antojo, tanto que hasta guardaba reservas, pequeños montoncitos de leña dispuesta a arder, agrupados por iniciales.  Utilizaba mucho el de la P: Payasa/Patética/Paleta.

El libro preferido de mi madre era “Cuentos de Eva Luna”, yo los conocía de memoria antes de saber leer, sobre todo el de Belisa Crepusculario, aquella mujer tan pobre que ni siquiera poseía nombres para llamar a sus hijos y decidió huir en dirección al mar para ver si así burlaba a la muerte.  Se hizo vendedora de palabras.  “A quien le comprara cincuenta centavos, ella le regalaba una palabra secreta para espantar la melancolía”.  Era la frase que más le gustaba: “¿Te imaginas? Qué maravilla.”

Debo reconocer que durante mucho tiempo no pude acercarme a ninguna lectura de Isabel Allende.  Se me atravesó, como la palabra cáncer en las familias que han perdido varios miembros por su causa.  La culpabilicé de cegarla con sus historias, envolviéndola en leyendas inútiles que le restaban fuerzas para la lucha diaria.

Qué tontería.  Al menos guardaba un as en la manga, una luz secreta, algo propio y privado.  Suyo.  Y qué miedo prohibirme, vetarme, señalar culpables, parecerme a mi padre.

La pasión y la curiosidad por la lectura, el hábito indispensable, se los debo a ella: Olga Medina de guantes blancos en su foto de boda, y sonrisa de creer en las promesas, zapatos puntiagudos y brillantes, rosas achampanadas, tiempo detenido.  Algún mensajero del destino, uno de esos viajeros de las máquinas del tiempo que tanto hemos visto en películas tendría que haberse presentado en aquel estudio y enseñarle en un calidoscopio lo que iba a ser su vida.  “No sigas, piénsalo, te mereces otra cosa”.

Quizás hubiera descartado la oferta, segura de sus ilusiones, convencida de su apuesta.

Al fin y al cabo se trata de eso, creer en lo que no es tangible, jugársela, agotar todos los recursos.

Las rosas de su boda debieron ser las únicas que mi padre le regaló, aunque mi madre soñaba con tener un jardín donde cultivar flores y plantas;  a mí me encantaba oirle nombrar algunas: siemprevivas, petunias, alegrías ...  En una ocasión, por su cumpleaños, recibió un gran ramo que le envió una antigua vecina con la que había mantenido estrecha relación.  Durante unos segundos todo fue mágico: el repartidor, el ramo, los colores, la expresión de mi madre...  Cumplía cuarenta años.  En cuanto la puerta se cerró papá decapitó las flores de un manotazo y tiró los tallos y el envoltorio por la ventana.   Mi madre se quedó muy quieta, con el brazo aún extendido y la mano abierta sujetando lo invisible.  Tenía las zapatillas de casa cubiertas de pétalos de colores y la cara muy blanca, y los ojos secos.  Parecía un mimo.

 Me puse a recoger los restos del suelo: “No te preocupes mamá, que yo te haré otro ramo”.  Y entonces papá, que había vuelto a su sofá de piel y a la lectura de su periódico se asomó a nuestra vida un instante para insultarme despacio, satisfecho y tranquilo, por primera vez: “Tan gilipollas como su madre”.

Quise preguntarle porqué me trataba así, pero su mirada detenía cualquier iniciativa.

Aquella secuencia sigue asaltándome de vez en cuando, transcurrido tanto tiempo que resulta fácil dejarse llevar por la idea de que algunas cosas pueden superarse, hacerse pequeñas e insignificantes.

No sé en qué preciso momento ella cerró el cofre de los secretos y tiró la llave al mar.

Pero sucedió.  Dejó de maquillarse por las mañanas, después del zumo de naranja y el café solo sin azúcar se pintaba con cuidado mirándose complacida en el espejo, para lavarse la cara a continuación.  Luego se peinaba con unos recogidos preciosos, artesanales, sujetos por infinidad de horquillas que yo le pasaba una a una, en medio de un silencio poblado de armonía.  El toque final lo daban los zapatos de tacón; varias cajas de zapatos de salón que ella sacaba de la profundidad de los misterios para que ambas eligiésemos los que más nos gustaban y desfilásemos despacio por el pasillo como si de una pasarela se tratara.  Yo siempre escogía los mismos, unos forrados en raso rojo que nunca supe cómo, cuando y para qué habían sido comprados, pero que sigo utilizando a solas algunas mañanas de mi vida.

Toda esta intimidad suya se fue desvaneciendo, y hasta los libros de Isabel Allende desaparecieron de entre las sábanas recién planchadas.  Me di cuenta demasiado tarde, no sé en qué andaría, pero no me percaté.  El caso es que empecé a echar de menos su otra piel, la llave minúscula del armario imprevisto, el sabor dulce de lo insospechable.

Y topé con un silencio de hormigón y la cara demacrada de una mujer mayor sin necesidad que apenas levantaba la mirada, y cuando lo hacía esta era líquida, carente de resistencia.

“Das asco, siempre queriendo dar pena, como si pudieras quejarte de algo”.  Tenía sentido del humor mi padre, era un cachondo, un genio incomprendido.

Yo pasaba cada vez menos tiempo en casa, comenzaba a salir con amigas, a descubrir otros mundos, otras familias, otros modos de vida por los que me dejaba encandilar fácilmente.  Había colores más allá del umbral, posibilidades, presagios, amaneceres diáfanos.  Y mientras cumpliera las reglas básicas –lo hice siempre a rajatabla- mi padre me dejaba en paz.  Procuraba coincidir con él lo justo, y a mi madre la buscaba pero sin éxito; alguna vez la cogía de la mano “Mamá,  siempre tienes las manos frías” y ella alzaba los hombros donde antes hubiera cabido la historia de su infancia sumada al porqué de las manos frías.  O apoyaba la mejilla en su hombro, en un hueco de su espalda, en los espacios confortables del cuerpo de mi madre que se tornaron huesos duros, descansos imposibles.

Volvía de estudiar en la biblioteca con una amiga, finalizaba el otoño, anochecía demasiado pronto y la gente caminaba deprisa por la calle.  Nada más abrir la puerta supe que pasaba algo.  Todo estaba a oscuras, y la música clásica –los martes a esas horas atronaba Tchaikowsky- no imperaba en la casa.

Recuerdo a mi madre en aquel momento como a un personaje de película de terror.

Estaba sentada en el borde del sofá, únicamente alumbrada por los reflejos de las farolas de la calle, las manos boca arriba sobre el delantal, como si se le hubiera caído un bebé de entre los brazos y aquélla voz gutural y transformada: “Ya no más tu padre”.

Cierto.  Físicamente ya no más.  Aunque continuase lustrándole los zapatos y nadie jamás utilizase su sillón de piel.  Nunca más su llave en la cerradura aunque creímos oirla infinidad de veces.  Porque aunque se le parase el corazón y muriera solo en los lavabos del bar donde acostumbraba a tomar sus carajillos bien cargados no se llevó el miedo, ni la sordidez, ni la miseria que plantaba espléndidamente  por toda la casa.

Tuvo un entierro multitudinario, con todos los protocolos, con un montón de gente que nos daba el pésame y a la que desconocíamos por completo.  Excepto a él.  Yo tenía la vista clavada en los zapatos de salón de terciopelo negro robados a mi madre; a través de ellos me escapaba y nadie lo sabía.  Pero él pronunció mi nombre, ignorado por casi todos los asistentes,  y yo levanté la mirada y supe quién era, aunque fuera la primera vez que coincidíamos.  Había visto en casa fotos de mi padre cuando era joven, mi madre las guardaba en latas de galletas, y de vez en cuando las repasábamos con el cuidado de quien no quiere despertar a quien duerme plácidamente.  Era el chico de las fotos, estaba frente a mí, llamándome en un susurro.

Eché a correr, la gente me abría paso como si tuviese una enfermedad contagiosa.  Se rompió uno de los tacones, qué lastima que aquello ya no fuese un cuento de la infancia narrado por mi madre de verdad.  Arrojé los zapatos y seguí corriendo descalza hasta llegar a casa.

Aunque él lo haya intentado nunca más lo he vuelto a ver.

Podría haber abordado el tema con mi madre, estoy segura de que lo sabía todo, pero también podríamos haber empezado de nuevo, vender la casa, organizar un rastrillo benéfico con las cosas de papá, dejar abiertas todas las ventanas y cantar en la ducha.  Pero no lo hicimos.

Nos quedamos esperándolo, comiendo en silencio, paella los domingos con la vajilla de los domingos, consomé los martes, mientras la tele anunciaba como la vida tenía mil rumbos, mil caras, mil nombres que no eran los nuestros y no se detenía.

Huí.  Yo no quería ser un resto del naufragio.  Tampoco recuerdo haber intentado rescatarla a ella, no tengo madera de heroína.  El caso es que a mí me crecieron alas y sentía que todo lo que necesitaba encontrar estaba en la calle.

Nunca me preguntó porqué llegaba tan tarde ni a dónde iba.  Encontraba mi ropa recién planchada sobre la cama, la colonia que me gustaba en el lavabo, las tostadas recién hechas para desayunar, pero difícilmente un poro, un hueco, una rendija por la que colarme para recuperarla.  Y una se acostumbra a vivir con un ama de llaves que no se mete en tus cosas.

Murió seis años después que papá pidiendo que la enterrasen junto a él.

Yo sí vendí la casa y doné todo lo que era de mi padre.  Sin embargo guardo lo poco que ella tenía: algunos de los libros de Isabel Allende que estaban en el trastero, envueltos en su velo de novia dentro de una sombrerera.  Cuatro pares de zapatos de tacón del número 39 que es mi número.  Sus estuches de maquillaje, revistas de botánica, una combinación única para la Lotería Primitiva y una muñeca de trapo sin terminar de coser que había en su cesta de labor y no sé qué destino tenía.

La busco en todas sus cosas.  Trato de comprenderla, de solucionar sin éxito algunos porqués.  Pero es la madre que versionaba cuentos  y la que me miraba como si nunca pudiera pasarme nada la que mejor recuerdo.  La que extraño.  La que se evaporó sin darme cuenta como lo hicieron mis diez años.

No ha sido más fácil estando sola.

La memoria pesa.  

 A veces me gustaría ser Belisa Crepusculario para mejorar la calidad de mis sueños y tener una palabra secreta que espante la melancolía.

 

 

Comentarios:

 

Autor: Neko

Tengo la inmensa fortuna de conocer personalmente a Puri. Es como las hadas, blanca y con luz, siempre presente, siempre incondicional, siempre generosa con sus relatos hermosos, cálidos, cercanos. Y para quienes tenemos la suerte de conjugarlos en plural (pues además de éste, hay muchos y a cada cual mejor o más cálido, o más cercano) nos sobran las palabras (o no las encontramos) para describir lo que nos provoca. Sencillamente, como es ella, nos impregna la piel. Gracias a quienes hacen posible que permanezca en espacios como éste.

Fecha: 12/07/2008 10:09.


 Autor: Ricardo Fernández Moyano

Estimado Ramón me ha encantado el relato de Puri he adjuntado su blog y el tuyo al mío http://lavozenlamemoria.blogspot.com

Un abrazo.

Fecha: 28/07/2008 21:40.


Autor: Ramón

Sigo recomendando el blog de Puri Novella... pero también, Ricardo, el tuyo. Desde tu comentario, lo visito de vez en cuando y creo que merece la pena recomendarlo.

Fecha: 08/11/2008 19:04.

Los pelícanos ven el norte, de Pablo de Aguilar González

Los pelícanos ven el norte, de Pablo de Aguilar González

            Me gustaría que la imagen que ilustra esta nueva entrada al blog fuera la de la portada de un libro, la tapa de una novela que se llama Los pelícanos ven el norte y que ha escrito Pablo de Aguilar González. Por el apellido, muchos podrán suponer (y no se equivocarán), que Pablo es primo mío y, porque sea su foto la que aparece junto a estas palabras (y no la portada del libro), imaginarán que aún no ha sido publicada. Así es; aunque yo he tenido la suerte de leer el manuscrito y acompañar a Hércules, su personaje principal, desde las llanuras manchegas hasta los inconmensurables territorios norteamericanos, vastos pero no salvajes, porque la acción nos es contemporánea y éstos, La Mancha y los Estados Unidos de América, son sus escenarios.

 

            Esto es sólo a manera de introducción; luego habría que señalar algunos detalles y hacer puntualizaciones sobre lo dicho… Pero lo primero era dejar constancia de que la novela existe, de que su autor me es cercano y entrañable, y constancia de que la lectura de estas páginas merece la pena: son amenas, originales y, por encima de todo, están escritas con muchísima corrección (como podréis apreciar en los fragmentos que pongo en cursiva), lo que es muy de agradecer en la obra de alguien que puede considerarse “novel”, aunque sea entre comillas, porque ya se han publicado algunos de sus relatos, y buena muestra de lo que escribe hay en su blog, (al que hace mucho se puede acceder desde éste).

 

            La primera aclaración que tendría que añadir a lo dicho como introducción es que la novela, realmente, transcurre en los Estados Unidos, donde el protagonista ha llegado, buscando su norte (no voy a dar detalles de cómo ni por qué, lo que quiero es que la leáis); La Mancha aparece en los recuerdos y es un constante punto de referencia, que yo he querido subrayar porque la historia que va a conocer el lector, cuando llegue al final del libro, será una historia que empieza mucho antes que éste, y que va desde el Albacete de 1973 al de nuestros días. (“Yo observo el paisaje por la ventanilla: casas desperdigadas, árboles que despliegan la policromía del otoño; y agua en lagos, agua en arroyos, agua en cascadas… Mucha, muchísima agua para alguien que está acostumbrado a la aridez manchega”)

 

            Segunda aclaración: La portada del libro que aún no existe  reproduce (y no sé si esto lo sabe el autor), alguno de los cuadros de Edgard Hopper; nadie pintó como él lo que Pablo de Aguilar escribiría casi cincuenta años después… Y no son sólo los paisajes, los moteles, las calles vacías, las ventanas abiertas, las gasolineras, las iglesias evangélicas pintadas de blanco, los cruces de caminos; sino también la soledad que se lee en el rostro de sus personajes: mujeres solitarias que esperan en silencio ante la puerta de una casa o en la mesa de un bar; ancianos anclados a un sueño que tal vez sólo sea el recuerdo de un sueño; viajeros sin rumbo que, aunque crean dirigirse al norte, son zarandeados como matorrales arrastrados por el viento. (“La maleta espera a mis pies. Enciendo un último pitillo y contemplo el paisaje que me rodea. El otoño ha dejado de ser benévolo; es una mañana gris, la bruma difumina los colores ocres del bosque del fondo; huele a hojas mojadas, a lluvia, a nostalgia. El recuerdo de un Bloody Mary recorre mi paladar y no tarda en convertirse en un regusto amargo. Aun así, todo sigue siendo bello… La humedad fresca acompaña el humo a través de mi garganta en dirección a los pulmones…”)

 

            El protagonista nos llevará de la mano a lo largo de un viaje físico por los Estados Unidos de América, de norte a sur por la I-35, que a  la vez es un viaje desde la infancia a la madurez, en un Albacete donde los niños todavía van al colegio con uniforme, pasean por el parque, compran merengues en las confiterías de toda la vida y acuden a la consulta de un psicólogo que (eso sí que no ha cambiado), ya era argentino… Y todo esto sin olvidar que el protagonista se llama Hércules: Seguro que quienes conozcan la mitología encontrarán más de un paralelismo entre los legendarios viajes del héroe griego y las también trabajosas peripecias del nuestro.

 

            A lo largo de estas páginas uno se encuentra de vez en cuando con pinceladas literarias que, como las especies en la cocina, realzan el gusto de la lectura sin distraernos de la historia. Se entenderá mejor con un par de ejemplos (que son tres): “Ambos miramos al suelo, miramos al techo, miramos tras los cristales de las ventanas. A todos lados menos a los ojos del otro”... “Al sur, algún matorral del Rincón del Diablo se habrá alimentado de mi sangre descompuesta y, ahora, ya formo parte de aquel lugar, como la formo de un burdel en Willow River, de una pensión japonesa en Minesota, del entrañable hogar de Yael en Kansas. Yo, que sólo fui un despojo en un piso vacío de Albacete, he estallado y me he desperdigado de norte a sur en el nuevo mundo”... “Extrañé tu presencia silenciosa, sentado en tu sillón; tu comprensión sin palabras. Entendí tus ojos extraviados en lo que parecían infinitos inabarcables y que no eran más que pasados dementes, cicatrices dolorosas, ilusiones perdidas; tu despiste que nunca fue confusión”… Y, para poner punto final, quiero señalar ese juego (tan literario, por otra parte), que supone la misma esencia de la novela: Que alguien busque su norte viajando hacia el sur. No es la única paradoja, ya que no deja de serlo el hecho de que la parte urbana de la historia transcurra en La Mancha (en Albacete), y la rural en Estados Unidos, en pueblecitos que rara vez llegan a los mil habitantes. No son éstas las únicas sorpresas que encontrará el lector que se adentre en las páginas de  Los pelícanos ven el norte; así es que, ojalá y pronto esté al alcance de todos el leerla (seguro que con la reproducción de un cuadro de Hopper en la portada).

11 de septiembre de 1977: los zanguangos de Rafael Muñoz

11 de septiembre de 1977: los zanguangos de Rafael Muñoz

            El de hoy va a ser el primer domingo que pase entero en el Gobierno Militar y, aunque yo no lo sepa, mi último día de mili. Estamos acuartelados y nadie puede irse a su casa; han doblado las guardias y las puertas están cerradas a cal y canto. Se celebra la Diada, el día nacional de Cataluña, y cientos de miles de catalanes se van a manifestar para pedir autonomía. Quizás alguno de nuestros mandos tema que la masa enfervorizada nos asalte. Agustín que, cetme en mano, tendrá que pasar algunas horas en las garitas, se ríe de esa posibilidad; pero se ríe decepcionado porque, por lo visto, el día que murió Franco se quedó esperando que la gente del pueblo se tirase a la calle y tomara el poder… Sólo salieron los que fueron al Palacio de Oriente para despedirse con lágrimas del difunto o, lo que es peor, salimos todos,  pero cada uno a lo suyo: al trabajo, a clase, a la compra, al cine… Como si no pasara nada. Yo me he venido preparado con La saga/fuga de J.B. Nunca he leído a Torrente Ballester y hoy tengo todo el día por delante para meterme de lleno en sus seiscientas páginas de letras apretadas. A las once, Agustín ha venido a buscarme para ver si vamos a almorzar algo a la cantina; le he dicho que sí, pero que espere a que termine el primer capítulo. “Pues entonces, merendaremos –se ha quejado él, que ya ha leído y es quien me ha recomendado la novela–. Sólo tiene tres capítulos”. Lo compruebo y, como aún me faltan ciento seis páginas para llegar al final de éste, doblo la esquina de la hoja por la que voy y me bajo con él hasta el sótano. Por las escaleras, mientras crecen las risas y las voces de nuestros compañeros, y nos envuelve el olor a tortilla de patatas y a salchichas de Frankfurt calentadas en la plancha, yo voy repitiéndome la última frases que he leído: “Y a los dioses, querido maestro, no se les reduce a fórmulas de álgebra, sino que se les ama o se les odia”. En la cantina, Agustín y yo hablamos de libros con el mismo entusiasmo que otros soldados hablan de fútbol, de los desnudos de Interviú o de las "tías" que se ligaron el fin de semana en Sitges. Él también va a ser escritor. En realidad ya lo somos los dos, porque escribimos poemas y relatos, y porque ya estamos esbozando una novela; sólo que yo ya empiezo a sentirme un poco acomplejado por las circunstancias que nos limitan: haber nacido en Extremadura o La Mancha, haber ido regularmente a la escuela o al instituto, trabajar de chupatintas en una oficina. ¿Cómo vamos a competir con esos escritores que han venido al mundo en lugares mágicos de Colombia o Argentina, de Méjico o Uruguay, de Cuba o Perú? Sólo por citar la nacionalidad de algunos de los que salen en nuestra conversación: García Márquez, Cortázar, Borges, Rulfo, Carpentier, Felisberto Hernández, Vargas Llosa… Esos escritores que utilizan cada día palabras que nosotros nunca hemos escuchado (morocha, aguamala, frazada, tofi, cocuyo, totuma, fritar, poroto…), y que pasan hambre en París, en Buenos Aires, en Montevideo.  “Torrente Ballester es gallego y da clases en un instituto de Salamanca”. La observación me la hace Agustín y yo rememoro las últimas palabras leídas: “Y a los dioses, querido maestro, no se les reduce a fórmulas de álgebra, sino que se les ama o se les odia”. “Ya, pero Galicia también es otro mundo, también está salpicada de lugares mágicos, de leyendas, de historias inverosímiles que alimentan la imaginación”. Y digo todo eso sin conocer todavía la obra de Álvaro Cunqueiro. Cuando años después ya tenga este complejo superado, piense que haber pasado hambre en Barcelona puede haber sido tan enriquecedor como si hubiera ocurrido en París, y haya caído en la cuenta de que en La Mancha se pueden escribir novelas como El Quijote, tendré la suerte de conocer en Requena a Rafael Muñoz, un empleado de banco que aprovecha las paradas ante los semáforos en rojo para anotar ideas literarias que, cuando sus jefes le dejan la tarde libre, convierte en obras de teatro, en poemas infantiles o en breves relatos en los que no sólo rescata, con mirada mágica, aquel mundo de la infancia que a mí me parece tan anodino, sino que también convierte en literaria el habla nuestra de cada día. Hoy, 11 de septiembre de 1977, Díada de Cataluña, todavía no lo conozco ni él lo ha escrito, pero os puedo adelantar uno de esos breves relatos que tan entrañable me lo van a hacer:

 

Zanguangos

 

Zanguango.- 2) Adolescente de largas piernas y excesiva estatura // 3)Muchacho que rehuye el trabajo propio de su edad.- CÓMO HABLA LA MANCHA. Dice. Manchego 2.a ed. José S. Sema.

 

 

            -Madre, ponme la merienda de sartenilla, que me voy a la calle a jugar.

            Dos rebanadas de pan empapadas en la sartén con el aceite sobrante de la fritura del día anterior. Era suficiente alimento para calmar el apetito del niño, siempre que no tuviera que compartirlo.

            -No te vayas con los zanguangos.

            Consejo inútil para quien tiene un mundo por descubrir. Lamiendo las gotas de grasa que se escapaban entre las grietas del pan, el chiquillo se aproximaba a un zanguango sin saber que iba a recibir una jugosa enseñanza.

            -¿Qué meriendas?

            -Sartenilla.

            -¿Me dejas que te haga una canterera?

            A cambio de su amistad se correspondía a la petición, ofreciendo el manjar al zanguango.

            -Cojonudo, chaval.

            El bocadillo volvía a su dueño con un enorme semicírculo, huella de una potente dentadura. Era el precio de una lección que, si estaba bien aprendida, serviría para que cuando otro zanguango le ofreciera su influencia, el parvulillo, sin soltar la merienda de su mano, señalara hasta dónde podía hincar el diente.

            -Con marca.

            -Vale... roñoso.

Felicitación Día del Libro de 2009

Felicitación Día del Libro de 2009

         Hoy, 23 de abril, como cada año, quiero felicitar a todos mis amigos lectores. Sólo la primera vez que lo hice desde el blog, me atreví a ilustrar la felicitación con un poema mío que, por pudor o por vergüenza, borré pocos meses después. En otras ocasiones han sido la invitación a leer una novela (Narradores de la noche, de Rafik Schami) o el compartir, con quien quisiera aceptar el regalo, un relato que me había emocionado: Bibelot, de Félix J. Palma Macías… Hoy, sin embargo, lo voy a hacer reutilizando un texto que recibí el año pasado, el que me envió Noelia, y que aquí transcribo para todos vosotros:

 

 A todos los lectores...

 

            A todos los que alguna vez han tenido un libro abierto sobre las palmas, igualmente abiertas, de sus manos, apresando cada sensación entre los dedos, leyendo a través de la piel, convirtiendo su cuerpo en lectura...

 

            A todos los que, recordado el momento, el lugar exacto en el que terminaron de leer una novela, enlazarán para siempre y de forma inevitable su memoria con el final de la historia que acaban de leer mezclando ficción con realidad, ficción con ficción...

 

Libros, momentos, lugares

Juntos, nada más. La primera vuelta desde Madrid.

El autobús entrando a mi pueblo.

La ladrona de libros. El atardecer mágico de un lunes.

Un sofá nuevo, una nueva vida.

 

            A todos los que disfrutan deslizando su mano por la cubierta del libro que están leyendo como si quisieran quitar una diminuta e invisible mota de polvo que perturba la ilustración de la tapa, tal vez el punto de la jota del apellido del autor...

 

            A todos los que consiguen imaginar en relieve, en movimiento, con sonido y a todo color cada una de las palabras que planas, estáticas, silenciosas y en negro se acumulan  en un orden perfecto a lo largo de los renglones, los párrafos, las páginas, los libros, las estanterías, las bibliotecas...

 

FELIZ DÍA DEL LIBRO.

 

            A los referentes lectores y a todos los que tuvimos la suerte de tener uno.

 

Referente lector

Una madre. Una madre en bata azul. Una madre en bata azul en el sillón de la

salita de un tercer piso. Y un libro, siempre, un libro.

 

            A las personas con las que alguna vez he mantenido una conversación sobre literatura: en amaneceres pasados y casi olvidados, en mañanas lluviosas de brasero, en tardes soleadas de terraza, en anocheceres de cenas literarias, en madrugadas de humo y películas…

 

            Y a los libros. Ediciones de bolsillo, encuadernaciones de lujo, tapas duras, series antiguas, colecciones actuales, narrativa de moda, obras clásicas, literatura infantil y juvenil, relatos cortos, novelas interminables... Prosa, poesía, teatro...

 

Sobre todo,

a los libros.

 

Noelia

“Bibelot” de regalo para el día del libro

“Bibelot” de regalo para el día del libro

Hace dos años, tal día como hoy, os escribí a todos. Uno a uno. Aunque las palabras fueran casi las mismas, en ti puse el corazón cuando escribí tu nombre… como cada vez que lo tecleo o lo escucho, como cada vez que evoco tu mirada o tu sonrisa. Os felicitaba por el día del libro, pensando que, como yo los quiero, también de alguna manera ésa es fiesta de todo a aquel al que amo; así es que me hice eco de la costumbre catalana, según la cual cada 23 de abril, día del libro y de Sant Jordi, las gentes que se quieren se regalan libros y rosas… Aquella carta abierta fue, además, uno de los textos que me sirvieron para emprender esta bitácora unos meses después.

            Lo repetí al año siguiente, uno a uno a quienes pude y desde las páginas del blog para todo aquél que, aún sin conocerme, quisiera sentirse felicitado. Lo hice escribiendo sobre libros y eligiendo una de mis últimas lecturas (Narradores de la noche, de Rafik Schami), para obsequiar a todo aquél que me enviase una rosa (ya fuera real, dibujada o virtual)… Sólo recibí una, pero no me quejo.

            Para no perder la costumbre, aquí me tenéis por tercera vez; dispuesto un año más a felicitaros el día del libro. Tal vez alguno de vosotros pretenda desentenderse, diciendo que él no tiene nada que ver con ellos… pues que no olvide que él, como cada uno de nosotros, es el protagonista de una asombrosa novela que aún está por escribirse.

            En esta ocasión no hay poema (como la primera vez), ni libro a cambio de rosa (como la segunda). Este año mi regalo consiste en un cuento que leí hace unas semanas y que me impresionó tanto que enseguida quise compartirlo con todo el mundo. El título es “Bibelot” y su autor Félix J. Palma Macías… A él ya lo he mencionado en más de una ocasión (lo conocí en Villatoya, donde ha venido un par de veces; como finalista del primer certamen de relatos “Emilio Murcia”, con Permanente, y como ganador del segundo, con Métodos de supervivencia)

            Seguro que, al leerlo, más de uno se acordará de El cuento de navidad de Augien Wren con el que Paul Auster nos emociona en Smoke… También yo me sentí un poco confundido en sus primeas páginas; pero no, para nada, quizás ese parecido sea parte del juego literario de Félix J Palma; no os dejéis engañar y seguid leyendo hasta el final. Seguro que “Bibelot” se convertirá en uno de vuestros relatos preferidos… y ése habrá sido mi regalo para ti este 23 de abril, este día del libro del 2008.

            (Como el cuento es muy extenso, no lo coloco aquí. Para leerlo, pincha en este enlace)

De cómo Francisca Gata pinta con palabras

De cómo Francisca Gata pinta con palabras

              Cuando, hace ya bastante más de un año, anuncié que algún día hablaría de Francisca Gata en este apartado de “Lo que escriben mis amigos” e, incluso, adelanté esta foto con la que os la presento a quienes no la conozcáis personalmente; aseguraba que lo haría con uno de los poemas de su último libro por entonces: Detalles (poemas sobre lienzo tercero), aún inédito; pues aunque tras la primera lectura le dije que no me había gustado tanto como La celda y el mar, al final no resultó ser cierto sino que, simplemente, tardé algún tiempo en darme cuenta de toda la belleza que encierran esos versos suyos en los que pinta con palabras (como en Creación, su último poemario publicado).
            Siempre he sido malo para la poesía… Será que leí a Bécquer demasiado pronto o a Neruda demasiado tarde… O será, simplemente, que a mí lo que me gusta de Gata son sus novelas, tan duras y poéticas a la vez; especialmente Tras el canal, de la que ahora rezonga y se niega a publicar y, por supuesto, El Palacio de la Sífilis, de cuya presentación en Cartagena, hace ya diez años, he rescatado una reseña, que voy a pegar al final de sus textos, para quienes queráis leerla.
            Sí, he dicho “textos”, en plural, porque no he resistido la tentación de presentaros a Paca en ambas facetas: la de novelista y la de poeta. Empiezo, pues, con uno de sus poemas y continúo con la presentación que hace, en las primeras páginas del relato, de Mario, el Estudiante, el protagonista (junto a la casa), de El Palacio de la Sífilis… Hoy sólo os escribo de lo que escribe; queda pendiente, para otra ocasión y otro lugar del blog (“Amigos, conocidos y gente de paso”), hablar de ella como amiga…
 
El pintor pintando un plato de pescado
 
El mar en plato llano, el mar vencido,
humillado, abrazando
el ataviado esqueleto de una de sus víctimas
ya anclada. Ya en el infortunio de no ser
o ser en lienzo. O ser engendro
cuando fuera la hermosura.
Qué soledad de escamas
trae la noche.
Qué soledad de frío navegando al puerto
sin salida,
sin escape,
cerrado pues que hiede su contemplación,
pues que palpita esa otra belleza
de la muerte.
Pues que el pincel ordenó
la auptosia
y sin coartada, sólo esa huella de eterna inocencia.
Qué soledad del alma si no hay alma,
si cumple su final
como ser vivo nutriendo el estercolero.
 
            El Estudiante es el personaje que abre la novela, pero la autora sólo los describe después de habernos llevado de su mano por las calles que conducen al destartalado caserón donde pasa los fines de semana; primero, brevemente, sus rasgos físicos, después continúa:
 
            El Estudiante era bello, inocente, bueno y noble y estaba envuelto en un aura de misterio y cierta melancolía, no fingida, pero sí adaptada a su manera de comportarse en la vida.
            Por el día estudiaba en el instituto; iba retrasado, pero le daba lo mismo. No sabía lo que quería ser, por eso demoraba el final de sus estudios todo lo que podía. Sus compañeras lo adoraban. Adoraban su forma de mover el cuerpo cuando las acompañaba a casa, el cadencioso movimiento de sus caderas. Su forma de recitar, de cantar, de tocar la guitarra y sonreír con esa tristeza lejana de la que ellas no conseguían salvarlo. Sus compañeros no sabían qué penar de él; era una persona amable y extremadamente educada, pero que decididamente no se sentía a gusto con ellos. Mario les hablaba, se reía de sus ocurrencias, compartía libros, horas de clase y algunos ratos de cerveza y confesiones, mas procuraba distanciarse ya que sus vidas estaban en un orden distinto. Era un hombre de mujeres, con ellas se mostraba tal y como era. Resultaba fácil estar con sus amigas, no porque las tuviera impresionadas con su delicadeza y sus atenciones, sino porque a ella iban dedicados sus cuidados, por esa manía suya de proteger que no sabía de dónde le venía. Le gustaba acompañarlas para que no les sucediera nada malo, en una tarea de autobús que se había impuesto por temor a no sabía qué, tal vez a las fauces del mundo. No lo sabía, pero respiraba tranquilo al verlas en su casa y ya les decía adiós lleno de ternura.
            Era como un pájaro grande que abría sus alas para amparar a todas aquellas ruidosas chicas y a más que hubiera a su alrededor. Y ellas lo adoraban porque, aunque lo hacía con todas igual, se sentían únicas bajo su capa.
            Lo adoraban cuando les explicaba las materias que él estaba harto de estudiar un año y otro. Amaban, en suma, su forma de negarles sus favores. Sólo un beso o dos, sin intención de nada, como el que besa una fotografía o el cadáver de una madre muerta. Tan distinto a los otros, tan ajeno a la lascivia de los muchachos de su edad. Tan misterioso e irreal, ajeno al mundo presente.
            Por la noche tocaba la guitarra en un café del Callejón del Viento, antigua Cuesta de las Monjas, boleros y cosas por el estilo. Lejano al ir y venir de los camareros, al ruido de los cubitos de hielo deshaciéndose en los vasos. Al murmullo de la gente o a sus risas. A veces lo escuchaban, otras se olvidaban de que estaba allí, aunque sus ojos quemaran el local.
            Su visita a la casa era esperada los viernes. Normalmente se quedaba hasta el domingo por la tarde. Esos días había un grupo que lo sustituía porque, según su jefe, su voz era demasiado gatuna para las noches que la gente elegía para el tumulto.
            Su jefe envidiaba sus ojos encendidos, su juventud, su risa, su melancolía llena de belleza, las dunas de sus pómulos que avanzaban cuando reía. Los misteriosos fines de semana, de los cuales el muchacho nunca daba detalles. La magia de las bellas desconocidas. Pocos entenderían si supieran…
 
Y esta es, por último, la reseña que, de la presentación de la novela en Cartagena hizo Juan Antonio Rubio, ¡hace ya diez años!
 
El pasado día 30 de enero se presentó en Cartagena en el Restaurante “Mare Nostrum”, “El Palacio de la Sífilis”, la primera novela de la escritora natural de Monesterio (Badajoz) que actualmente reside en Albacete, Francisca Gata Amate.
En la presentación estuvo acompañada por su editor, Ramón de Aguilar, que dentro de la Colección “OdaLuna” ha publicado también a otros novelistas como Fernando Lalana (con “Tras la Frontera”), Rodrigo Rubio (“Fábula del Tiempo Maldito”) y Luis Leante (“Al final del trayecto”), entre otros.
Con El Palacio de la Sífilis, su autora ha quedado finalista en el premio de novela “OdaLuna” de 1997.
Paca Gata cuenta también con varias obras inéditas de teatro, como “La Mecánica del Amor” y “Tríptico Agónico”; de poesía, “El Bar de los Vagabundos”, “La Celda y el Mar” y también las novelas “Fin del Lamento”, “Manantial en las Sombras” y “Tras el Canal”, de próxima aparición en la misma colección anteriormente señalada.
La Gata nos visitó y nos involucró a todos sus amigos con ese desparpajo cachondo y fresco que hacen de la autora una buena tertuliana, llena de plática y cariño; al final, en sintonía con todo lo que significa la edición de una primera novela (como parir al primer hijo), las presentaciones, los despistes de los vasos y los libros firmados como flores a los amigos, Francisca Gata nos brinda un conocimiento de su realidad de mujer escritora: como un paso a paso que se va labrando desde aquellos primeros poemas iniciales, con la ciudad como espejo y la oscuridad como signo de que “la muerte también tiene su punto de belleza”.
El Palacio de la Sífilis es una novela que rescata trozos de identidad, salpicaduras de una ciudad en decadencia, personajes increíbles, mundanos y solitarios. Gata no falta a la cita en la búsqueda de la palabra, una tenacidad que se levanta para poner en orden al mundo. Gata cuenta cosas de la vida, mete cosas por un hueco hacia rumbos extraños e inesperados, escrita con la más inquietante poesía... incluso el propio protagonista de la novela es tierno, inocente... al final triunfa la bondad.
La novela tiene también su correspondencia con el teatro, incluso se puso en escena en Albacete, donde ahora la autora reside. En concreto esta novela es la historia de unos personajes que viven de espaldas a la realidad, atrapados en un tiempo muerto en que sólo la inocencia puede rescatarlos. Frases bellamente construidas, personajes magistralmente perfilados y el duro contraste entre lo mórbido del tema y la ternura poética de la narración (“Romanticismo Sucio” lo define la autora, en contraposición al “Realismo sucio” americano), hacen de esta una novela única e irrepetible.
Paca es una escritora que promete mucho, que se lee y que se disfruta, porque, en el fondo (y en la forma), nos cuenta historias de amor; historias que provocan un cierto erotismo intelectual mezclado con algo de ansiedad (la novela se acaba pronto y se quiere leer más).
La novela la podemos encontrar en la librería “Espartaco”, en dura contraposición, también, con el estilo de macroventas tipo “Corte Inglés” y “Círculo de Lectores”, a los que la autora (de momento) no tiene la osadía en intentar conquistar.

Las palabras curan

Las palabras curan <

            No sé a cual de los temas que configuran este blog pertenece la aportación de esta noche; aunque, cuando tú la estés leyendo, ya lo habré decidido… Podría ser una “Carta abierta”; pero no lo es, porque la mayoría de lo que vas a leer (si continúas), está escrito por otros… Podría ser, por lo tanto, parte de “Lo que escriben mis amigos”; mas, aunque amigos sí lo son, ninguna de estas tres personas escribe con afán de ser publicada, ni de tener lectores que ellas mismas no hayan elegido… Tampoco son ellas el tema, no se trata, pues, de “Amigos, conocidos o gente de paso”. Ni hablo de uno de esos lugares, mágicos para mí, de los que iré dejando constancia en “Cafés, bibliotecas, librerías y otros lugares de interés”, si bien todo lo que se cuenta ocurrió en una biblioteca, la de Requena, de la que sí hablaré otro día… Por último, aunque también se hable de algo escrito por mí, tampoco es “Lo que escribo”… Ahora que me doy cuenta, si siquiera tengo un título que poner, aunque eso tampoco lo vas a notar porque, cuando lo leas, ya lo habré encontrado: lo voy a buscar entre las palabras que te voy a transcribir y que fueron pronunciadas en la presentación de Historias de gente sin historia, el pasado viernes, en la biblioteca de Requena… Las de Noelia, con alguna variación, fueron las mismas de la presentación de Casas Ibáñez, el pasado mes de agosto, y que figuran como prólogo de la tercera edición; hablaron luego Elena y Marisol y, por último, Roberto, el Concejal de Cultura… aunque él sólo llevaba un guión y sus palabras no puedo reproducirlas.

Dijo Noelia:

            Hoy me toca hablar de Ramón y, la verdad, cuando el otro día me puse a pensar qué podía decir de él me costó decidirme, de hecho creo que todavía no me he decidido. Supongo que sería sencillo tomar un ejemplar del libro que presentamos hoy y leer el párrafo de la contra-cubierta que, junto a su foto, menciona dónde nació, cuánto ha vivido, las novelas que ha publicado o los premios que ha obtenido. Pero al leer “manchego del 55” alguien podría olvidar que, aunque sus raíces están en La Mancha y en sus relatos refleja tradiciones y costumbres con descripciones maravillosas, en realidad tiene su corazón repartido por todo el mundo, porque no ha parado de viajar, y uno de los pedazos más importantes está en Colombia. Y al leer “tiene publicada la novela El Cerro de los Cuchillos (Edisena, 1999)”, pocos de los que la habéis leído podríais imaginar que el que parece un rotundo final, sí, ese que termina con la estudiada palabra “fin”, no es más que una de las diversas versiones que Ramón escribió para terminar su novela. Y después, al seguir leyendo: “su carrera literaria está jalonada por varios premios” y una lista de lugares y certámenes literarios, muchos dejaréis de saber que también ha ganado algún concurso de cocina, porque no sólo escribe bien.

            Es curioso, la mayoría de los que hoy estamos aquí tenemos alguna historia común con Ramón. Directa o indirectamente, muchos de nosotros podríamos llegar a ser personajes de alguno de sus cuentos o novelas. Y así, nos convertiríamos en compañeros del colegio con los que hubo vivido alguna aventura, en amigos eternos con los que hubo viajado hasta algún lejano destino o en chicas de 16 años a las que escuchó contar el cuento de Los siete cabritillos y el lobo, ignorando, ambos, que el destino ya tenía pensado que pronto los uniría una historia de amistad. Es la magia de haber conocido a Ramón.

            El otro día hablé en sueños con algunos de los personajes de los relatos que se incluyen en Historias de gente sin historia, que atropelladamente empezaron a preguntarme cosas sobre Ramón -no les has contado nada sobre ti a tus propios personajes-. Valentín, el baterista, quería saber si le gusta la música: “Mucho, y además la buena música, canciones que todavía se conservan en el surco único de los discos de vinilo y que Ramón escucha con una taza de café, sólo y sin azúcar, entre las manos”. Enrique y Victoria, eternos enamorados, preguntaron por sus historias de amor, la respuesta es sencilla: “El amor es su historia”. Doña Carmen y Raquel, su hija, dueñas de la fonda en la que vivió el joven estudiante protagonista el relato En los tiempos que se fueron y no volverán, en su afán por asignarle una carta de la baraja española o del tarot a sus inquilinos, me preguntaron cual sería la idónea para Ramón, y yo, después de algunas consultas, dije: “El rey de copas”, aunque el prefería el caballo. Álvarez permaneció callado; según él, sabe todo lo que tiene que saber sobre ti. Galad y Sera me enviaron miles de besos desde su nuevo planeta. Y el león del circo, dentro de su jaula, emitió un rugido con el que quería darte las gracias porque, aunque prisionero de la carpa, permitiste que conociera la amistad.

            Hoy también me tocaba hablar de Historias de gente sin historia, y aunque ya haya presentado alguno de sus personajes, no voy a decir mucho más, prefiero que lo leáis para que seáis vosotros mismos los que, en algún punto de la historia, en todas y cada una de las historias, notéis como vuestros ojos se empañan, esbocéis una sonrisa de ternura o levantéis la vista de las palabras impresas para, cerrando los ojos, traer a vuestra memoria el recuerdo de una persona, de un lugar, de un olor, de una sensación. RAMÓN.

Dijo Elena:

            Tengo que deciros que cuando Ramón  me pidió que presentara su libro se me hizo de noche. Me sentí infinitamente halagada por su confianza, pero a la vez sentí un miedo enorme. No soy ninguna crítica literaria y mi sentido crítico después de leer un libro es el mismo que cuando veo un cuadro: Me gusta o no  me gusta. Eso es todo lo más lejos a lo que puedo llegar.

Por ello, no acabo de entender qué hago aquí sabiendo que hay tantas personas que podrían hablaros de la obra de Ramón y del propio Ramón mucho mejor que yo.

         Pero el me lo pidió y aquí estoy. Es difícil negarle algo a Ramón. Quienes lo conocéis seguro que me entendéis. Es difícil no dar algo, lo que sea, a quien jamás ha tenido el más mínimo reparo en darlo todo a quien sea, lo que sea, como sea y  cuando sea. En definitiva, es difícil negarle algo a quien siempre está dispuesto a darlo todo. De la generosidad y solidaridad de Ramón hacia quienes más lo necesitan no hay que dar mucha cuenta. De hecho, aquí estamos esta tarde para presentar uno de sus libros cuyos beneficios irán  íntegramente destinados a financiar una casa de acogida para niñas que atraviesan por una difícil situación en Colombia.

         Pero lo mas valioso de cuanto Ramón nos ofrece y nos da con una generosidad sin límite es su capacidad de entrega, su inalterable lealtad y un derroche infinito de  sensibilidad y de ternura. Contar con el afecto y la confianza de Ramón de Aguilar es un honor, un orgullo y una suerte inmensa y que yo misma quiero, esta tarde y en este momento, agradecerle pública y profundamente.

        Como ya os he dicho, mi capacidad para la crítica literaria no va mas allá del “me gusta o no me gusta”. Historias de Gente sin Historia me ha gustado. Me ha gustado muchísimo. Es un libro que he disfrutado leyendo aunque solo a medias, porque de alguna manera lo fui leyendo  para vosotros, para ver que os podía contar sobre él esta tarde. Pero os aseguro que es un libro que volveré a leer de nuevo, pasado algún tiempo y olvidado este acto, porque quiero disfrutarlo, desgranarlo, saborearlo egoísta e íntimamente. Quiero releerlo, tan sólo para mí.

         Lo primero que os tengo que decir es que en absoluto estoy de acuerdo con su autor cuando nos dice en el prólogo del libro que se trata de historias de gente mediocre, de hombres y mujeres vulgares, de antihéroes y eternos perdedores, como él mismo los define. Yo he encontrado un nexo de unión entre todos que les hace ser personas especiales, eternos triunfadores y auténticos héroes: Su común facilidad para abandonarse a los sueños.

         Sinceramente pienso que la gente mediocre es la gente que no sueña. La gente práctica y realista que se levanta, que come, que  trabaja, que compra, que recorre las mismas calles para ir a los mismos sitios y... que se engaña creyendo que hasta ama. Pero que se conforma con ello y hasta se cree feliz. Los personajes que nos presenta Ramón de Aguilar en este libro son gentes que sueñan. Gente que no se conforma con aquello que tiene, sino  que anhela aquello que tuvo y que los hizo estremecer o que anhela aquello que nunca les hizo estremecer porque no lo tuvieron.

- Valentín se creía mediocre porque sus sueños se habían ido rompiendo uno a uno y aún así nunca dejó de soñar aunque fuera tan solo con poder disfrutar del lento transcurrir  de una  tarde de sábado paseando  del brazo de Piluca.

- Victoria despertó de su rutina y su vacío el día que el brillo de un sueño de amor llamó a sus cristales sucios.

- El niño de la horca, soñaba con destruir la horca que se llevó a su padre. 

- Las prostitutas Cecilia y Leonor soñaban con un mundo mejor para los seres amados que habían dejado en su país antes de emigrar.

- La gris funcionaria Juana Fernández se inventó a una Joaquina Salavert que le permitía convertirse en la persona que le hubiera gustado ser  y, así, explica:  “... Lo que tu veías cada verano era mi sueño hecho realidad por unos días...”

- El niño que se enamoró de la niña  trapecista continuó soñando toda su vida con llevarla de la mano hasta la escuela, enseñarle los pueblos en un  mapa y caminar junto a ella hasta el mar de una postal.

- Y aquel  soldado que  muere soñando con el musgo de los tejados de su pueblo, con el olor de la lluvia en otoño y el de las eras después de la siega...

         Este es un libro de  historias de gente con historia. Historias de nostalgias, de anhelos, de sueños... Los escasos personajes que no deliran en este cuento de cuentos son quienes, a mi juicio,  realmente se presentan como seres triviales, pero hasta ellos nos enseñan la importancia de la quimera, del ensueño, por que es su carencia lo que les hace desdichados y miserables.

         Así pues, yo describiría este libro como un conjunto de personajes que, a pesar de sus destinos mas o menos grises, mas o menos tristes, mas o menos frustrados, han adquirido la destreza  de sobrevolarlos, de ganarles el pulso desarrollando una enorme capacidad para guardar en su corazón  retazos de sueños, de ilusiones,  que les permite alimentar su alma y les ayuda a afrontar su realidad.

         Yo creo que la vida está llena de hermosos momentos: pequeños instantes aparentemente  intrascendentes, pero cuya constante sucesión  acumula en un rincón del alma eso que llamamos felicidad y que permanece ignorada mientras nos afanamos en ir a buscarla quién sabe donde. Y alguno  de esos pequeños y fugaces momentos que convierten mi vida en una sucesión de cosas que me hacen feliz,  son aquellos en los que, tras leer la última frase de un libro, lo cierro y camino hacia mi biblioteca a buscar uno nuevo. Mirarlos, elegirlo y sacarlo del estante.... Me gusta sostenerlo entre mis manos  y mirarlo un rato antes de abrirlo. Es todo un ritual, un momento mágico. Antes de abrirlo, pienso qué esconderá dentro, qué lugares recorreré, que personajes me abrirán su alma y qué historias compartiré con ellos. Historias de Gente sin historia me ha hecho sentir esa mágica y maravillosa sensación con cada nuevo capítulo, sin necesidad de ir a buscar un nuevo libro a la estantería. Cada página en blanco entre relato y relato ha sido un emprender el mismo ritual, repetirme esas mismas preguntas, e iniciar una nueva aventura hacia lo desconocido,  pero sabiendo ya, con toda certeza, que me esperaba un viaje inesperado y  sorprendente en el que iba a conocer a gente, para nada mediocre, sino extraordinaria.

         Para finalizar os diré que para mí una de las palabras mas hermosas que existe en nuestro lenguaje es precisamente esa: palabra. La palabra que nos libera, la palabra que nos acerca, la palabra que convierte en aparente lo intangible. Hacemos uso de ella sin ser conscientes de su poder, un  poder que crea o que destruye, que cambia realidades. No tenemos más herramienta que la palabra para abrir nuestro corazón o para saber que se esconde en el corazón de los demás. Ni siquiera una mirada, porque hasta la expresión de una mirada, inconscientemente, la convertimos en palabras. Cuando todo se pierde, como decía Blas de Otero, siempre nos queda la palabra. Por eso,  cuando me pregunté a mi misma, inútilmente, con qué historia me quedaría, decidí quedarme finalmente con unos párrafos. Pertenecen a la conversación que se mantiene entre un enano y un niño. El asombroso enano, enloquece cuando a través del niño se entera de la destrucción del libro que andaba buscando desesperadamente. El niño, sorprendido, intenta aliviar su tristeza restándole importancia a esos papeles llenos de palabras que nadie entendía y trata de explicarle  que bien distinto sería si lo perdido hubiese sido un verdadero tesoro de oro y de plata y de cristales brillantes... Conmovido  finalmente ante  los esfuerzos  del  niño por consolarle, el hombrecillo le dice:

... Pero no olvides nunca que los verdaderos  tesoros no consisten en riquezas guardadas en cofres, sino en palabras, palabras que encantan y fascinan, que enseñan y descubren, que hacen brotar la risa y el llanto, que despiertan la ternura y la esperanza, que conmueven el corazón de los hombres y que, una vez perdidas, ya no pueden volver a encontrarse nunca mas.

         Nadie creyó en la historia del niño y hasta le robaron la moneda de oro que el enano le había regalado. Pero  al niño ya dejó de importarle su moneda de oro perdida o lo que la gente pensara de él. Aquel niño tan solo anhelaba encontrar palabras, palabras mágicas que hicieran brotar la risa y el llanto, que devolvieran una ilusión que se creía perdida, que conmovieran el duro corazón de los hombres, que sembrasen la esperanza allá donde todo se creyera perdido......

        

         Conociéndote como te conozco, Ramón, estoy segura de que aquel niño eras tú y que las palabras que anhelabas encontrar, finalmente las hallaste y las has dejado guardadas en este libro.

Dijo Marisol:

¿Las palabras curan?

¿Las palabras son ungüento o bálsamo para curar heridas?

Habría que preguntárselo a esos héroes o heroínas de la vida cotidiana que tan bien nos describe Ramón.

Las historias que jalonan las páginas del libro de Ramón tienen por protagonistas a esos seres invisibles a los que a menudo la vida nunca dio oportunidad alguna, esas personas con las que nos cruzamos a diario sin que nuestra mirada se paré en ellas, esos “otros” como algunas ancianas o las niñas de Mariquita a las que la vida sonrió poco.

Sin embargo, a través de esas palabras que Ramón inventa para esos seres invisibles, ellos van emergiendo de la nada, a través de esa manera suya de contar tan “redondeada” y tan alejada de cualquier aspereza sus contornos van adquiriendo definición, a través de esa escritura dulce tan alejada de fragores y demás pompas sociales, ellos van adquiriendo fuerza….y dignidad hasta colocarse de pie frente a tanta…y tanta adversidad.

Nos cuenta la historias de una mujer marchita que anda como tantas otras asomada al mundo a través de ventanas sucias tras las cuales el polvo y los dolores se van acumulando….hasta que su mirada tropieza con otra mirada olvidada, justamente en esos días en los que ella temía dejar de creer en los milagros….y el milagro como la primavera acaba por estallar en sus venas y de pronto se sorprende a si misma limpiando con saña el cristal sucio mientras tararea una canción.

También hay hombres asomados a las páginas de este libro, alguno como Manuel que apareció siendo niño por el pueblo sin ninguna compañía allá por los años del hambre y al que internaron en un asilo de pobres cuando las rarezas le entraron. A Manuel le gustaba decir aquello de que se alimentaba con el rocío de las plantas que transformaba en lluvia cuando cantaba.

Son relatos cortos, fugaces de gentes sin apellidos ni linajes….que transitan por la vida sin demasiada suerte.

Manuel como el resto de sus protagonistas sale de una tiniebla y quizás vuelva a otra tiniebla pero entre una tiniebla y otra hay un poco de lluvia, torrijas, unas cuantas flores, alguna canción, alguna experiencia sexual plena y alguna que otra conversación bella.

Quizás todos deseemos como sus protagonistas no llegar a la otra tiniebla con las  manos vacías ni pensar que todo ha sido vano.

Quizás Ramón sintió al escribir que andaba devolviendo parte de la belleza, del placer y de todo aquello que el mundo le había regalado.

El paso de una tiniebla a otra es un hecho pero lo que hay entre esos dos extremos a Ramón le resulta dulce, incluyendo sus momentos amargos y así nos lo cuenta….y por si las palabras no fuesen suficientes para curar las heridas, ahí estará el dinero o la plata que éstas producen para sobrevenir a las necesidades de esas niñas o ancianas de Mariquita a las que la vida no siempre sonrió.

Cerezas (Rafael Camarasa)

Cerezas (Rafael Camarasa)

            Cuando seleccionábamos los cuentos y poemas que este año habían de pasar al Jurado Final del Certamen Literario “Emilio Murcia”, Noelia me habló con entusiasmo del que era su favorito: Seis. Su lectura me hizo recordar uno de mis relatos favoritos, uno de Rafael Camarasa que se llama Mapas y que había ganado el Certamen Flor de Cactus en 1997.   Seis no obtuvo el premio, pero el Jurado le hizo una mención especial y propuso su publicación; así es que hubo de abrirse la plica y se supo que el autor era Rafael Camarasa, del que además yo había leído otro par de libros de poemas: La ciudad sin mar y Algunos corazones solitarios, que sin embargo no me habían dejado tanta huella.

            Esto que acabo de contar me ha permitido volver a ponerme en contacto con este joven autor valenciano (aunque lo de “joven” siempre es relativo y depende de quién lo diga o quién lo escuche), que me ha puesto al corriente de sus últimas publicaciones: El libro de relatos Feos (“Todos los feos escribimos, pintamos o soñamos”, me escribió en la dedicatoria… gracias por la parte que me toca), y el de poemas Cabos sueltos.

            Como el que más me sigue gustando de todos es el de Mapas le pedí que me dejara compartirlo con todos vosotros. Le pareció bien y me lo envió digitalizado… pero descubrí que era demasiado largo para leerlo como “post del blog” (“artículo o entrada de la bitácora”, debería escribir), así es que decidí crear este acceso directo para el que tenga ganas de leerlo con más calma y, en su lugar, colocar este poema de su último libro, que me emocionó hasta las lágrimas… ¿Por qué? Explicarlo sería tema para una “carta abierta” y aquí estoy compartiendo “lo que escriben mis amigos”:

 

CEREZAS

En la pizarra de la cocina dejaste

un recordatorio para el día siguiente:

“Hay que comprar cerezas”.

Y yo me sentí feliz

Sólo porque existía un espacio

vacío en nuestro frutero

y éste ocupaba su lugar de siempre

en un rincón de la nevera,

y esa máquina de frío

habitaba en silencio la cocina

de esta casa recién pintada

en la que hemos compartido las cerezas

que faltaban en el recipiente

que esperaba en el frigorífico.

Y porque en aquel detalle tan nimio,

parecido a tantos otros,

de escribir con tu letra redonda

algo que anoche faltó en la mesa

-aunque nunca lo había pensado

y tú ni siquiera lo sospeches-

residía el gesto de seguir,

de continuar un rumbo que me incluye:

nadie se preocupa por la ausencia

de unas cerezas en su vida

cuando piensa en arrojar la toalla,

en marcharse sin volver el rostro.

Así que aquella frase tan simple

que cruzaba la superficie de la pizarra

y que a nadie que visitase la casa

descubriría nada sobre sus moradores,

se convirtió en una de esas señales

que dejamos en los libros de cabecera

y nos indican a la noche siguiente

la página donde nos quedamos.

(Sé que una marca no me asegura

que volverás a por el libro de tu mesilla,

pero sí que tenías esa intención

al doblar el ángulo de la hoja).

Esta mañana cuando llegaste

con el bolso lleno de cerezas

y las dejaste junto a las que yo

compré al pasar por el mercado,

sonreímos pero cada uno

lo hizo por una cosa.

A ti te resultó gracioso

que los dos nos acordáramos.

yo tan sólo te agradecía

que hubieras confirmado el presagio.