11 de septiembre de 1977: los zanguangos de Rafael Muñoz
El de hoy va a ser el primer domingo que pase entero en el Gobierno Militar y, aunque yo no lo sepa, mi último día de mili. Estamos acuartelados y nadie puede irse a su casa; han doblado las guardias y las puertas están cerradas a cal y canto. Se celebra la Diada, el día nacional de Cataluña, y cientos de miles de catalanes se van a manifestar para pedir autonomía. Quizás alguno de nuestros mandos tema que la masa enfervorizada nos asalte. Agustín que, cetme en mano, tendrá que pasar algunas horas en las garitas, se ríe de esa posibilidad; pero se ríe decepcionado porque, por lo visto, el día que murió Franco se quedó esperando que la gente del pueblo se tirase a la calle y tomara el poder… Sólo salieron los que fueron al Palacio de Oriente para despedirse con lágrimas del difunto o, lo que es peor, salimos todos, pero cada uno a lo suyo: al trabajo, a clase, a la compra, al cine… Como si no pasara nada. Yo me he venido preparado con La saga/fuga de J.B. Nunca he leído a Torrente Ballester y hoy tengo todo el día por delante para meterme de lleno en sus seiscientas páginas de letras apretadas. A las once, Agustín ha venido a buscarme para ver si vamos a almorzar algo a la cantina; le he dicho que sí, pero que espere a que termine el primer capítulo. “Pues entonces, merendaremos –se ha quejado él, que ya ha leído y es quien me ha recomendado la novela–. Sólo tiene tres capítulos”. Lo compruebo y, como aún me faltan ciento seis páginas para llegar al final de éste, doblo la esquina de la hoja por la que voy y me bajo con él hasta el sótano. Por las escaleras, mientras crecen las risas y las voces de nuestros compañeros, y nos envuelve el olor a tortilla de patatas y a salchichas de Frankfurt calentadas en la plancha, yo voy repitiéndome la última frases que he leído: “Y a los dioses, querido maestro, no se les reduce a fórmulas de álgebra, sino que se les ama o se les odia”. En la cantina, Agustín y yo hablamos de libros con el mismo entusiasmo que otros soldados hablan de fútbol, de los desnudos de Interviú o de las "tías" que se ligaron el fin de semana en Sitges. Él también va a ser escritor. En realidad ya lo somos los dos, porque escribimos poemas y relatos, y porque ya estamos esbozando una novela; sólo que yo ya empiezo a sentirme un poco acomplejado por las circunstancias que nos limitan: haber nacido en Extremadura o La Mancha, haber ido regularmente a la escuela o al instituto, trabajar de chupatintas en una oficina. ¿Cómo vamos a competir con esos escritores que han venido al mundo en lugares mágicos de Colombia o Argentina, de Méjico o Uruguay, de Cuba o Perú? Sólo por citar la nacionalidad de algunos de los que salen en nuestra conversación: García Márquez, Cortázar, Borges, Rulfo, Carpentier, Felisberto Hernández, Vargas Llosa… Esos escritores que utilizan cada día palabras que nosotros nunca hemos escuchado (morocha, aguamala, frazada, tofi, cocuyo, totuma, fritar, poroto…), y que pasan hambre en París, en Buenos Aires, en Montevideo. “Torrente Ballester es gallego y da clases en un instituto de Salamanca”. La observación me la hace Agustín y yo rememoro las últimas palabras leídas: “Y a los dioses, querido maestro, no se les reduce a fórmulas de álgebra, sino que se les ama o se les odia”. “Ya, pero Galicia también es otro mundo, también está salpicada de lugares mágicos, de leyendas, de historias inverosímiles que alimentan la imaginación”. Y digo todo eso sin conocer todavía la obra de Álvaro Cunqueiro. Cuando años después ya tenga este complejo superado, piense que haber pasado hambre en Barcelona puede haber sido tan enriquecedor como si hubiera ocurrido en París, y haya caído en la cuenta de que en La Mancha se pueden escribir novelas como El Quijote, tendré la suerte de conocer en Requena a Rafael Muñoz, un empleado de banco que aprovecha las paradas ante los semáforos en rojo para anotar ideas literarias que, cuando sus jefes le dejan la tarde libre, convierte en obras de teatro, en poemas infantiles o en breves relatos en los que no sólo rescata, con mirada mágica, aquel mundo de la infancia que a mí me parece tan anodino, sino que también convierte en literaria el habla nuestra de cada día. Hoy, 11 de septiembre de 1977, Díada de Cataluña, todavía no lo conozco ni él lo ha escrito, pero os puedo adelantar uno de esos breves relatos que tan entrañable me lo van a hacer:
Zanguangos
Zanguango.- 2) Adolescente de largas piernas y excesiva estatura // 3)Muchacho que rehuye el trabajo propio de su edad.- CÓMO HABLA LA MANCHA. Dice. Manchego 2.a ed. José S. Sema.
-Madre, ponme la merienda de sartenilla, que me voy a la calle a jugar.
Dos rebanadas de pan empapadas en la sartén con el aceite sobrante de la fritura del día anterior. Era suficiente alimento para calmar el apetito del niño, siempre que no tuviera que compartirlo.
-No te vayas con los zanguangos.
Consejo inútil para quien tiene un mundo por descubrir. Lamiendo las gotas de grasa que se escapaban entre las grietas del pan, el chiquillo se aproximaba a un zanguango sin saber que iba a recibir una jugosa enseñanza.
-¿Qué meriendas?
-Sartenilla.
-¿Me dejas que te haga una canterera?
A cambio de su amistad se correspondía a la petición, ofreciendo el manjar al zanguango.
-Cojonudo, chaval.
El bocadillo volvía a su dueño con un enorme semicírculo, huella de una potente dentadura. Era el precio de una lección que, si estaba bien aprendida, serviría para que cuando otro zanguango le ofreciera su influencia, el parvulillo, sin soltar la merienda de su mano, señalara hasta dónde podía hincar el diente.
-Con marca.
-Vale... roñoso.
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Puri Novella -
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