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Ramón de Aguilar

LO QUE LEO Y LO QUE VEO

De los cien años de Francisco Ayala

De los cien años de Francisco Ayala

Hoy es 25 de julio, día de Santiago Apóstol. Seguro que, cuando termine de escribir este correo y me ponga a enviároslo a todos vosotros, ya será miércoles 26, San Joaquín y Santa Ana. Ya nadie celebra las onomásticas, pero yo todavía recuerdo la ilusión que me hizo la primera vez que recibí un telegrama, en plena feria de Casas Ibáñez, un 31 de agosto, cuando aún no habría cumplido los 10 años. Me lo mandaron, para felicitarme, mi tía Esperanza y mi prima Esperancita, abuela y madre (respectivamente), de la famosa Cañizares de “Cámara Café”; aunque hay mucha gente que no se cree que Esperanza Pedreño (la actriz que la interpreta), sea mi prima… También recuerdo que un 25 de julio Santi nació en Villatoya; era el hermano pequeño de mi amigo Ramón y, parece una tontería, pero es de esas cosas que no tienen nada que ver contigo y que, sin embargo, nunca olvidas. Ayer, justamente, después de muchos años, volvimos a nombrarlos, a mi amigo, a sus hermanos, a sus padres (que ya han muerto), a sus parejas (de quienes ya se han divorciado)…

            Se me olvidaba puntualizar que esto no es una carta. Tal vez sea una circular con la que trato de disculparme, ante la gente que quiero, por no haber escrito antes. Como no se trata de nada personal (aunque a lo mejor luego salgas por ahí, que para algo eres importante en mi vida), podrías considerar que éste es un correo basura y enviarlo directamente a la papelera…  Pero yo, por si acaso, seguiré escribiendo hasta que me tenga que acostar. A lo mejor piensas que hubiera sido mejor y más práctico escribir un poco a cada uno de quienes “debo carta” y decirle a cada cual lo que querría oír… Pero es que esto no quita lo otro, esto no me deja en paz contigo. Te sigo debiendo una carta más personal; por eso insisto en que, si no te apeteces, no tienes porque seguir leyendo.

            Esta mañana me han dicho en La Lola (restaurante de Casas Ibáñez que te recomiendo, si algún día quieres comer algo diferente y que merezca la pena), que quieren organizar algo, una comida o un picoteo, algo a lo que yo pueda aportar mi “famosa” tosta “Amaretto”; la receta con la que gané el premio. A lo mejor aún hay gente que no se ha enterado de que, por una vez, en vez de obtener un premio literario, conseguí uno de cocina. Le he estado contando al hijo de Lola que la receta fue una de las diez finalistas y que por eso tuve que irme a Madrid, a elaborarla delante del jurado final, en la Escuela de Hostelería de la Comunidad de Madrid. Allí quedé el tercero, pese a que quizás la mía era la más simple de todas, aunque creo que la más original, puesto que me atreví a mezclar jamón ibérico con licor de almendras amargas (de ahí el nombre de Amaretto). Quienes quieran saber más detalles, que pinchen aquí y los podrán encontrar todos, con alguna que otro foto mía (y de los otros concursantes, claro) y todas las recetas finalistas.

            Me decía Miguel Ángel Carcelén que esto no debería contarlo así, sin más, que debería escribir un cuento. No sé. Pero ya que lo menciono (pese a que a él no le voy a mandar esta carta), te voy a recomendar que, si puedes, leas su libro Las mentiras verdaderas; la primera edición se agotó en sólo unos días y de la segunda, por lo que parece, tampoco quedan ya ejemplares, así es que es difícil conseguirlo en librerías, pero puedes buscarlo directamente en la página de la editorial, uno de los enlaces que os ofrezco  y que es de visita obligada por varias razones y, algunas de ellas (aunque no todas ni las más importantes), tienen que ver conmigo: Es la editorial que acaba de sacar mi libro de relatos “Historias de gente sin historia” y, además, es una editorial solidaria (creo que la única), que dedica todos (pero todos todos), sus ingresos a apoyar proyectos de desarrollo en el tercer mundo… Y los de este año de 2006 los están entregando a los proyectos que yo me traje de Colombia en mi último viaje: la construcción de un albergue para ancianos desamparados (éste ya está casi cubierto en lo que me comprometí: la compra del solar y de los primeros matinales para la obra), y el mantenimiento de un orfanato para niñas que han sufrido todo tipo de violencia, en la guerrilla o en los campamentos de desplazados por la violencia… Seguramente ya te he dado la matraca con este tema más de una vez; así es que no voy a insistir más, pero en la página de la editorial puedes ver algunos detalles en el enlace que dice nuestros proyectos en Colombia y que, además de aquí, aparece en varios sitios de la página principal… Por cierto que sepa mi desconocida y joven amiga Anita Lechuga, si ha llegado hasta aquí, que en Publicaciones Acumán también puede conseguir mi libro El Cerro de los Cuchillos, aunque no fue editado por ellos.

            Estuvimos descansando unos días en la playa, en Mojácar (La imagen es la reproducción de un cuadro que se llama "Mojácar Night" de Sarah McEneaney’s). Eliana y los niños se pasaban las  horas en el agua. Yo prefería quedarme leyendo en la terraza de la habitación, que también daba al mar. Además del libro de Miguel Ángel Carcelén, me leí Historia de mis calles de Francisco González Ledesma. Un verdadero placer que me obligó a recordar los viejos tiempos de la Editorial y de aquel entrañable certamen de cuentos cortos-cortos, que tantas satisfacciones nos dio y, entre otras, las de que un día este hombre sabio y bueno se sentara a nuestra mesa (acompañando a su hija Victoria, la responsable de los temas culturales en la revista “Mía”, que había ganado un tercer premio), y estuviera con todos nosotros, sin hacer ninguna ostentación de su calidad como escritor, de sus publicaciones con las editoriales más importantes del país, de sus premios (el Planeta entre otros)… con toda la humildad y sencillez con que se muestra en esta biografía suya que también te recomiendo, os recomiendo.

            Por cierto que, ya que estaba en Andalucía, aproveché para comprarme (¡en un chiringuito de la playa!), un libro de relatos de Francisco Ayala (Historia de Macacos), porque además de ser andaluz acaba de cumplir cien años. Aún no he acabado de leerlo, pero el primer relato, el que da título al libro, desarrolla un tema que hace años yo venía imaginando para una novela que nunca fui capaz de escribir… No es la primera vez que me pasa esto de que, después de meses o años imaginando algo, me lo encuentro hecho. Pero es sólo una anécdota. Otra que, como cada año en la playa, me fui a buscar la biblioteca del pueblo, en la que nunca me tropiezo con otros veraneantes o turistas (de hecho, casi siempre están vacías, ya sea en el Rincón de Lois de Benidorm, en Playa de Aro o, esta vez, en Mojácar); en ésta no pude aguantar mucho porque hacía un calor espantoso y los libros estaban revueltos y amontonados sin orden por todos los rincones… un poco como esa librería de viejo que hay en el barrio chino de Valencia, en la calle Balmes (¿quién, a parte de mí, puede ir a buscar libros en un barrio chino?), y que creo que se llama “Al Tossal” o algo así porque, además, no hay ningún rótulo o escaparate, sólo una persiana metálica que separa a las putas de los libros, a los yonquis de los ratones, a los que quieren follar de los que, además, quieren leer un rato antes de dormirse…

            En Mojácar pregunté por Walt Disney. Mucha gente, incluso del pueblo, no sabía que el genial director de dibujos animados había nacido allí. Al final conseguí que una mujer me contara la historia y me indicara como llegar a la que era la casa de su padre (hoy hotel), un médico casado que dejó embarazada a la lavandera que les lavaba la ropa y que vivía enfrente, la casa (hoy en ruinas), en la que nació. Me hice una foto (ante la casa de la madre, la lavandera, no la del padre, el médico), pero no sé cómo se saca de la cámara, así es que no te la puedo enviar. No me gusta comprar postales, pero sí fotografiarme en las casas en las que vivieron escritores importantes, como la de Juan Ramón Jiménez en Moguer, la de Rosalía de Castro en Padrón, la de Kafka en Praga, la de Jorge Isaac en Ibagué…

            No sé por qué cuento esto… Debe ser que el sueño ya me lleva por dónde quiere… Yo aún quería hablar del Certamen Literario de Villatoya, que este año se ha retrasado y al que no sé si al final se han presentado Luismi, mi primo Pablo, Laura, Coro, Ivanna, Claudia Liliana… también del Antonio Machado, en el que me han concedido un accésit por el primer cuento que he conseguido escribir ambientado en Chile (después de mi viaje de hace ahora 7 años); se llama Cuando llegué a Chillán y es uno de mis preferidos; algunos como Mónica en Austria o Paola en Chile, ya han leído. Tampoco he contando que nos estamos cambiando de casa y que dentro de unas semanas viviremos en un ático de 250 metros cuadrados, con ventanas a los cuatro puntos cardinales y mucho encanto. No me he lamentado de no haber ido aún a conocer a las bebés de Vicen ni de no haber vuelto por la Tetería, con tanto como allí tengo que hacer. Ni me he preguntado por el embarazo de Tina. Ni he hablado de la boda de Nuria y de todo los recuerdos que reviví al verla vestida de novia, recordando cuando María, ella y yo, andábamos solos por la vida, cuando me lamentaba de que “me acuesto solo y me levanto solo”. Ni he contado de nuestro paso por Cartagena y La Manga (aunque sí se lo conté a María José, porque la estuve recordando todo el tiempo, cuando andábamos por su tierra). Ni he encontrado el resquicio por el que mencionar a Rafael Fernández, el “ezcritor”, genial; su página (de fuerte contenido erótico), obtuvo el premio al mejor blog del momento y… bueno, no te cuento más, cuando acabes de leerme (que ya me voy a la cama), pinchas en el enlace que he puesto (si no entiendes por qué te he invitado a visitar esa página, no pienses que es por el sueño… ya te explicaré el motivo).

            Un beso y… continuará.

Hoyos, cuerdas y salamandras

Hoyos, cuerdas y salamandras

Creo que la última vez que aquí recomendé expresamente algún libro fue, hace más de tres meses, el de Alta fidelidad, de Nick Hornby; aunque después haya mencionado también el de Francisca Gata (Creación) y el de Carles Cano (Cuentos para todo el año)… Luego he leído otros, de los que no me ha apetecido hablar, no quiero decir que me parecieran malos, pero no me sentí motivado a hacerlo (Lugar de perdición de Julien Green, tan lejos de aquel Cada hombre en su noche, que tanto me impresionó siendo adolescente; El perfume, de Patrick Süskind, del que tanto me habían hablado y que me resistía a leer temiendo que, como al final ocurrió, terminase pareciéndome sólo un ejercicio de taller; Igual que un colibrí, del prolífico Miguel Ángel Carcelén Gadía, tantas veces mencionado en este blog y del que me sigo quedando con su Cólera y azogue para Ailene, ¡Ojalá que nos veamos en Macando! o, mejor aún, ¿Oíste al mirlo silbar mi nombre?)... Seguramente algún otro que ni siquiera voy a mencionar pues os aseguro que, pese a mi empeño de contar lo que leo, mi criterio no es el mejor… ni siquiera de los mejores.

            Hace poco le expliqué a Luis Leante por qué no me había gustado tanto su Academia Europa (no es que no me hubiera gustado, es que la consideré muy por debajo de Al final del trayecto, Mira si yo te querré u otras novelas suyas como La edad de plata o El vuelo de las termitas); pues me confiesa él que no sólo es su novela preferida, sino que, al parecer, también de sus editores, que la van a reeditar en la colección de bolsillo “Punto de Lectura”. No os lo cuento sólo para recomendaros que aprovechéis para leerla (y así os formáis vuestra propia opinión), sino para que veáis que no tenéis que hacerme demasiado caso.

            Tres veces he formado parte de un jurado literario. Una de ellas fue un verdadero desastre y no quiero contarla porque la culpa no fue mía (aunque eso no cambie el lamentable resultado). Otra fue en el “Flor de Cactus”, en Gandía; se premió (no por unanimidad, pero sí por mayoría de votos… y eso me hace sentir culpable), una narración que no gustó a nadie; incluso el autor se mostró sorprendido y me preguntó qué clase de jurado era el que había dado el premio a un relato como el suyo (no era una pose, no era una parodia del famoso chiste de Groucho Marx, negándose a entrar en un club en el que se admitan socios como él… estaba verdaderamente desconcertado), y lo peor es que, cuando vuelvo a leerlo, me sigue gustando. La última ocasión que quería mencionar fue en el “Antonio Machado” de Casas Ibáñez: Se premió un relato escrito con todos los tópicos requeridos para ganar unos juegos florales de pueblo, y por un autor especializado en repetir esa fórmula una y otra vez con ese único fin… en mi defensa alegaré que mi propuesta fue la de que se declarara desierto y que, sólo por las razones argüidas por los organizadores para que se otorgase a alguno de los relatos, apoyé al que me pareció más digno de premio.

            ¿Cómo, entonces, después de todo lo que os acabo de confesar, me puedo atrever a recomendaros un libro? Pues no es sólo por inconsistencia, es que hay lecturas que me fascinan hasta tal punto que no lo puedo callar. Y eso es lo que me está ocurriendo con Hoyos, novela juvenil del norteamericano Louis Sachar.

            Creo que un escritor es realmente bueno y su obra merece la pena leerse si, contándote que lo único que tienes que hacer o que puedes hacer cada día de tu vida es cavar un hoyo que tenga metro y medio de profundidad por metro y medio de diámetro, consigue intrigarte y transmitirte todo tipo de emociones… ¿no es ésa la magia de la literatura? Siempre que alguien quiere escucharlo, le cuento un relato que, aunque nunca he podido leer, oí una vez en televisión y me impactó de tal manera que nunca he podido olvidarlo: Lo único que contaba es que un anciano recogía las cuerdas que se encontraba y que, cuando murió, su nieto halló la caja en la que las guardaba…sólo eso, pero narrado de tal forma que al oír la palabra “cuerdas”, escrita por el abuelo en la tapa, la emoción me empañó los ojos.

            Hoyos me trae el recuerdo de otro libro asombroso: El vigilante de la salamandra, de Félix J. Palma, cuentista excepcional que, en el relato que da título al libro, nos narra el trabajo de un hombre, consistente en vigilar cada día, durante ocho horas, una salamandra que toma el sol en una tapia… ¡y que nunca se mueve! Aún así, al genial autor gaditano, le sobra argumento para mostrarnos el alma humana con buena parte de sus miserias.

            Y esto es lo que hoy quería deciros, mientras encuentro tiempo e inspiración para escribir otra cosa, que lo estoy pasado muy bien leyendo a Louis Sachar, que me he acordado de los relatos de Félix J. Palma y que, si alguno de vosotros conoce el cuento de las “cuerdas”, no dejé de pasármelo o de darme alguna pista para encontrarlo.

Doce relatos... más uno

Doce relatos... más uno

            El primero que se presentó era viudo (qué antiguo, ¿no? Parece que ya no se lleva lo de ser viudo, aunque luego vimos que no era el único). Había dedicado sus mejores años a criar a las dos hijas que le quedaron cuando murió Irene, su mujer, y ahora, que ellas ya son mayores, ha tenido la oportunidad de volver a rehacer su vida; incluso se ha planteado tener un hijo con su nueva pareja, después de tantos años.

            Entiendo que no puedo seguir. Ni siquiera he explicado que Tina, mi amiga Tina, vino a Villatoya el primer fin de semana de marzo, con Jose y con Pedro, el hijo de ambos, al que aún no conocía. Fue un agradable encuentro, después de tanto tiempo sin vernos más que a través de alguna foto que hayamos intercambiado por Internet.

            El segundo en presentarse parecía venir de otra época… En realidad venía de otro tiempo; quizás alguno de vosotros haya sabido de él por los libros de historia: Marco Aurelio, se llamaba, un procurador romano. Tal vez hubo otros, pero éste, por lo que nos contó, estaba siendo advertido de una injustificada rebelión de esclavos; difícil de detectar y difícil de detener porque, más que manifestarse como tal rebelión, tenía todos los tintes de una conspiración.

            Estábamos alojados en el balneario de los Baños de la Concepción y, después de la siesta del sábado, nos fuimos al pueblo, paseando por la carretera vieja (vieja tan sólo desde que cuatro días antes se abriera al tráfico la nueva variante, que evita el angosto paso por entre las casas). Allí, en el Ayuntamiento, nos esperaba Llanos, la alcaldesa (también nueva como tal. En la foto aparecen Tina y ella, pero hace unos años, cuando ninguna de las dos era aún mamá)

            El tercero en presentarse se llamaba Bartolomé, Bartolomé Fluccini, cocinero nacido en Florencia y a quien, pese su juventud, los cortesanos del rey castellano Enrique IV, el Impotente, habían contratado para trabajar en Valladolid… allí fue donde conoció a Leonor. Como veis también este buen hombre tuvo que viajar en el tiempo para llegar al salón de plenos del Ayuntamiento de Villatoya a contarnos su historia.

            Enseguida llegaron Ángel (su mujer, Mamen, se había quedado en el balneario, estudiando con Eliana), y Goyo, en compañía de Noelia y de Camilo, quien, antes de Llanos y por muchos años, ha sido el alcalde de Villatoya; aceptó la invitación a ser, como los demás y junto a Maribel Rubio, que vino acompañada del Celso Peyroux, mero espectador.

            El cuarto en aparecer en realidad era una mujer, pero creo que no llegó a decirnos su nombre… Sí el de su marido, Samuel, un aficionado a la jardinería, al que constantemente se veía obligada a disculpar y justificar. Tienen una hija, a la que están enseñando a ser mujer y que va a un colegio bilingüe pues, aunque les cuesta bastante esfuerzo, viven entre la gente bien… y como la gente bien.

            Antes de que ellos empezaran a llegar, yo había hecho las presentaciones de unos con otros y, de forma especial, la de quienes iban a ser los protagonistas de la noche: Ángel, Tina y Gregorio (Goyo); pero de una manera muy escueta, haciendo más hincapié en su relación personal conmigo que en sus méritos profesionales.

            El quinto era un albañil, poco trabajador pero muy observador, que desde la posición privilegiada que le dan las alturas: los andamios y el esqueleto metálico de las obras, puede observar lo que la gente que anda a pie de calle ni siquiera puede sospechar… incluso lo que hubiera preferido no ver y lo que quisiera poder callar.

            … A Ángel, antes que como informático o "ejecutivo" de una cadena de supermercados, actor o director teatral, lo presenté como imaginativo e ingenioso montador de espectáculos teatrales... y marido de Mamen (a él lo conocí por su mujer).

            El sexto eran dos: Pablo y Lucía… Aunque la verdad es que a él casi ni se le veía al lado de una mujer tan descomunal. “Porque Lucía era una mujer grande. De pechos grandes y culo grande…” Se habían conocido en una fiesta y su peculiar relación estaba marcada por la gordura de ella.

         … A Goyo, antes que como profesor de la UCLM (¿habría que decir "emérito", catedrático o alguna otra cosa?), y alcalde socialista de Casas Ibáñez durante 8 años, lo presenté con las palabras que ya utilicé en este blog: "siempre lúcido en su pensamiento y claro en su expresión".

            El séptimo era un niño que vino a hablarnos de la entrañable amistad que mantuvo con el señor Zacarías, un hombre bueno que estaba al frente de un peculiar bazar y al que le unía, además de un alma soñadora, el amor a las aves: cárabos, urracas, milanos, pinzones, jilgueros, canarios… y el majestuoso quetzal.

         ...Y Tina, por encima de todo (incluso su condición de lectora voraz, bibliotecaria en la UPM o sayaguesa), se ha mantenido fiel en su amistad a lo largo de los últimos 23 años, en los momentos buenos, en los malos e incluso en los muy malos.

            El octavo en presentarse, Germán, también era viudo (¿Pensábamos que ya nos lo hay?). Mientras se acerca un nuevo día, desde la terraza de su habitación, con un cigarrillo entre las manos, contempla la ciudad dormida y recuerda la efímera relación con su mujer; mientras Inés, ajena a su insomnio, duerme placidamente a sus espaldas.

            Beatriz, Luismi y Mari Carmen (la mujer de Goyo), se incorporaron más tarde… Así es que, como Jose, Mamen y Eliana, tuvieron que conformarse con que quienes estábamos allí les contásemos luego todas estas historias.

            El noveno volvía a ser una mujer. Nos habló de sus sueños de dormida y de sus sueños de despierta, del hijo que estaba esperando… Nos confesó que tenía una agenda llena de hombres que no la saben querer, como ella necesita, y que va a aprender a ser mamá, a ser escritora y cientos de cosas más.

            Ángel, Goyo y Tina formaron este año el Jurado Final del X Certamen Literario Emilio Murcia. Los demás les arropamos. Algunos, incluso (como Noelia, Beatriz o yo), habíamos colaborado en la selección de los finalistas. No fue fácil, porque se habían presentado 475 relatos.

            El décimo, que venía de Argentina, era un enamorado de Carlos Gardel y, siguiendo los restos del cantor a través de los Andes, nos paseó por Colombia: Desde Medellín, donde se produjo el accidente en el que murió, hasta Buenaventura, en el Valle del Cauca, pasando por La Pintada y Riosucio. Como recuerdo había traído a Buenos Aires un muñeco de madera que perteneció a Gardel y que dejaría a su hijo cuando muriera.

            El sistema de este año, propuesto por Tina, no se había usado en ninguna de las nueve ediciones anteriores del premio. Empezaron eliminando, en cada ronda, tres relatos (uno a propuesta de cada uno y con el visto bueno de los demás), así hasta que sólo quedaron tres, sobre los que se debatió intensamente.

            El undécimo (como el último, ya lo veremos luego), también era americano… pero también de otro tiempo, como el romano Marco Aurelio o Bartolomé, el italiano medieval. Esta vez se trataba de un orgulloso indio guaraní que, machete en mano, pretendía vengar desprecios, humillaciones y la violación de su novia.

            Los relatos finalistas eran doce… En realidad eran doce más uno y, si no digo “trece”, no es porque sea supersticioso, sino porque el último de ellos (El camino de las hormigas), tenía una extensión inferior a la exigida; había gustado mucho en las lecturas previas y se lo pasamos al Jurado Final, que lo leyó con gusto pero consideró, con buen criterio, que no podía premiarse un cuento que no se ajustara a las bases, cuando había otros que merecían ser premiados: Las hijas de Irene, Rebelión, Electuarium amoris, Ventanas, En la atalaya, Un amor grande, El escaparate de los sueños, Insomne, Diagnóstico soñadora, El último fuego, El indio guaraní y Una partida.

            El protagonista de este último, como ya he adelantado, también es americano, también argentino. En un pequeño bar de pueblo, junto a una estación de ferrocarril abandonada, mientras toma el desayuno observará sobre el mostrador un tablero de ajedrez con una partida sin acabar. Mientras la analiza conocerá la historia de los dos jugadores que la empezaron quince años antes.

            El premio, al final, fue por unanimidad para el primero de todos los citados: Las hijas de Irene y el accésit, que contemplaban las bases, para Ventanas. No había tercero, así es que todos los demás quedaron como meros finalistas (que no es poco, cuando se ha competido con casi quinientos títulos); pero yo voy a señalar que el último en ser eliminado fue el de Insomne; lo hago porque los que habíamos leído todos, sin formar parte del Jurado, habíamos hecho nuestras apuestas. Sólo Beatriz acertó el pleno: llevaba a los ganadores y en el mismo orden. Noelia había apostado por Ventanas, seguido de Insomne (así quedaron en realidad, aunque precedidos por otro), y yo, como Noelia, pero al revés: primero Insomne y luego Ventanas… Claro que nosotros no teníamos ni voz ni voto y, aún habiéndola tenido, el final hubiera sido el mismo; así es que felicitamos de corazón a Puri Novella Lagunas, autora del relato ganador y a Manuel Merenciano Felipe, autor que consiguió el accésit.

     La entrega de premios se hará sobre mediados de abril. Dentro de un mes me tendréis aquí, con sus fotos (si se dejan), y contándoos algo de ellos. El libro, con ambos relatos, ya está en imprenta y, como el año pasado, se lo enviaremos gratis a todo aquel que me lo pida… No os cortéis.

Gloria Fuertes: Poeta de guardia

Gloria Fuertes: Poeta de guardia

                        Nací para poeta o para muerto
                        escogí lo difícil
                        -supervivo de todos los naufragios-
                        y sigo con mis versos
                        vivita y coleando.

                        Nací para puta o payaso
                        escogí lo difícil
                        -hacer reír a los clientes desahuciados-
                        y sigo con mis trucos
                        sacando una paloma del refajo.

                        Nací para nada o soldado
                        y escogí lo difícil
                        -no ser apenas nada en el tablado-
                        y sigo entre fusiles y pistolas
                        sin marcharme las manos

 

 

            Conocí a Gloria Fuertes por la televisión, como casi todos. Ya no era tan niño, pero me hechizaban aquellos breves poemillas suyos que, con voz aguardentosa y cascada, ella misma recitaba en “Un globo, dos globos, tres globos”. Con más edad conocí su obra para adultos: Aconsejo beber hilo, Sola en la sala, Cuando amas aprendes Geografía, Historia de Gloria… Y otras cuantas, en especial su Poeta de guardia, que me hacía imaginarla sola en la madrugada (toda su poesía es una queja -sin lágrimas, gimoteos ni aspavientos- de soledad), en medio de la gran ciudad, asomada a una ventana, desde cuyos cristales se escapara la única luz que, junto a la de los semáforos y alguna amarillenta farola, rompiese la oscuridad de un Madrid dormido… Y ahora que lo escribo, ahora que os lo cuento, se me ocurre si no será esta imagen la que me hizo creer, durante muchos años, que Gloria Fuertes era la mujer de Dámaso Alonso (el de

             “Madrid es una ciudad de más de un millón de cadáveres
                                                       (según las últimas estadísticas).
                A veces en la noche yo me revuelvo y me incorporo
”)

… Luego supe que no era así, conocí más de su vida y, en los tiempos de la Editorial, llegué a visitarla un día en su casa de la calle Padre Damián, que no estaba ni tan alta ni tan vacía como yo la imaginara de adolescente. Sin embargo, en aquel encuentro, se cumplen ahora diez años, el mito se me desmoronó; a Gloria Fuertes, aquel día, no le preocupaban, como en sus versos de siempre, el tendero, la limpiadora de la oficina, la prostituta tísica, los albañiles, los mendigos, un camello cojo… estaba enojada porque le habían dado el último premio Nobel a Wislawa Szymborska y ella se consideraba con muchos más méritos.

            Debería haber tenido en cuenta que fue sólo una mañana, sólo una conversación y que aquél, al fin y al cabo, era un tema de actualidad (estaba a punto de concederse el de ese año, que fue para Darío Fo). ¿Quién no se ha sentido alguna vez frustrado, incomprendido o relegado? Una década después me doy cuenta de que lo verdaderamente valioso, para mí, hubiera tenido que ser el que ella me confiase ese malestar, esa decepción, como cuando en alguno de sus poemas escribía

                        “Cuatro mil millones

                               mis vecinos en la tierra

                               cuatro mil millones

                               y yo sola en la azotea

O

                        “Luego de mayor,

                               lo único que pedí prestado

                               fue amor,

                               lo devolví con creces,

                               hoy estoy arruinada

 

            Hace unos días, en el boletín Bilaketa, que puntualmente me llega por Internet y siempre abro con gusto, reproducen un texto suyo, esta vez no dirigido a los niños, sino a los más mayores, a los ancianos; su lectura me ha llevado a revivir estos recuerdos y compartirlos con vosotros, poniendo punto final con algunas de las frases del texto que envían los de Aoiz (Navarra), y en el que la poeta dice cosas como éstas: “Tenemos que hacer todo lo que no pudimos hacer durante años… ahora sabemos todo lo que NO nos han enseñado... No tengo hijos pero tengo libros… (tenemos tiempo de) hacer flores de mentira y dar besos de verdad… Recuerden que les recuerdo. Reciban versos y besos de vuestra amiga,

Gloria Fuertes”

 

            Y nadie suena, o quema, o hiela o llama

            en esta noche,

                                      en la que,

                                                         como en casi todas,

                                      soy poeta de guardia.

El canto del agua

El canto del agua

            ¿Alguno de vosotros ha oído hablar de  Enrique Trogal o de Robert A. Heinlein; de Edgar Wallace o de Evan Hunter…? ¿Alguno de vosotros los ha leído?

            Todos ellos, como Nelly Rosario, Malba Tahan y Joaquina Pomareda de Haro son escritores o, por lo menos, cada uno de ellos ha escrito algún libro que probablemente yo nunca hubiera comprado en una librería, pero que, por cosas del azar, llegó hasta mis manos, fue leído (algo probabilísticamente más difícil que lo anterior), y me dejó tan “buen sabor de boca” como para que hoy os hable de ellos.

            Este primer párrafo lo escribí hace tiempo, el mismo día en el que leí  Desangrándose en la acera, el tercero de los relatos de Evan Hunter que conforman su libro Feliz año nuevo, Herbie. No me termina de gustar ese “buen sabor de boca” que entrecomillé por gastado, pese a que soy de los que sí creen que un libro se paladea, como un vino; reconozco que también puede disfrutarse con el tacto, cuando deslizamos la yema de los dedos por la gastada tela de sus tapas; con el olfato que reconoce la vieja piel de su encuadernación, la humedad y el polvo que lo envejecieron; y, por supuesto, con la vista que se recrea en las imágenes que lo adornan, en la composición de las letras, la blancura resplandeciente de sus páginas, vírgenes de miradas, o amarillentas por el paso de los años… Si me apuráis, hasta con el oído, y sin necesidad de que nos lo lean: basta con que escuchemos pasar sus hojas a medida que avanzamos en su lectura una calurosa tarde de verano, en las fresca sala de una biblioteca de altos techos (la de la Histórica de la Universidad de Valencia, la de San Pablo y la Santa Cruz en Barcelona…), o junto a una lumbre en una noche de invierno, cuando el crujido de las hojas se confunda con el crepitar de los leños que arden en el hogar.

            Decía que todo esto lo empecé a escribirlo después de leer los primeros cuentos de Feliz año nuevo, Herbie... Sin embargo, la imagen con que lo voy a ilustrar la tengo “escaneada” desde mucho antes, desde el día de mi último cumpleaños, que es cuando acabé la lectura de El canto del agua, novela de Nelly Rosario a cuya cubierta pertenece ese bello desnudo, fotografiado por Bettmann y Corbis (según rezan los títulos de crédito). Ya entonces pensé que algún día hablaría sobre estas lecturas a las que llego de forma casual, estos tesoros que me encuentro sin buscar, puesto que nadie me ha hablado de ellos, ni han aparecido en las páginas literarias de los periódicos, ni en los programas culturales de televisión, ni en los escaparates de las librerías, ni han llegado a mí por el socorrido boca a boca con el que trata de explicarse los éxitos de las obras que no han sido promocionadas…

            Tal vez, pienso releyendo lo que llevo escrito hasta ahora, estoy dejando al descubierto mi ignorancia, y los autores que menciono aquí como ignotos o raros son sobradamente conocidos por cualquiera que esté leyendo esta página (me pareció ridículo que en “El País”, al anunciar que Luis Leante había ganado el Premio de Novela Alfaguara, lo calificaran de “desconocido”, cuando hace años que yo lo conozco y lo leo… pronto hablaremos de él y de su magnífica novela, Mira si yo te querré) Pero en este caso, el de Malba Tahan, Evan Hunter, Edgar Wallance, Robert A. Heinlein, Enrique Trogal o Nelly Rosario, no importa tanto el que sean mucho o poco conocidos como el que para mí hayan sido un descubrimiento casual; ni nadie ni en ningún lugar me habían hablado de ellos, sólo la fortuna los puso en mi camino: El canto del agua, de Nelly Rosario, joven autora dominicana, formaba parte de un lote de libros que me regalaron al comprar una enciclopedia; la mayoría de ellos muy vistosos, lujosamente encuadernados, pero con escaso interés para la lectura. He olvidado, sin embargo, cómo llegó a mis manos Il Caravaggio, obra teatral de Enrique Trogal; aunque me empeño en relacionar su hallazgo con Cuenca, hace 20 años que la leí y sigo recordando la fascinación que sentí desde sus primeras líneas; cada vez que me tropiezo con el libro me sorprende que su autor no sea famoso y que esta obra no se haya representado en todos los teatros. Rebelión en el espacio, de Robert A. Heinlein, sí recuerdo haberlo comprado en Valencia, mediados los años setenta, cuando, cada vez que pillaba algún dinero, me iba al “París-Valencia” de la calle Pelayo a comprar libros a duro (es ésta una de esas librerías de las que algún tengo que hablar en el blog), con especial interés por las novelas de ciencia-ficción, de las que me hablaba Vicente Roca, uno de mis jefes en Sercoval, al que yo consideraba un sabio mal ubicado; la novela permaneció a mi lado durante décadas sin que encontrara el momento de leerla y, convencido de que ya nunca lo haría, pensé deshacerme de ella en el último traslado… pero se me ocurrió indagar antes en Internet quién era este autor y descubrí la importancia que tiene en su género, así es que me di la oportunidad de leerlo y, como en el resto de los casos que estoy contado, pese a ser una novela juvenil, no me defraudó. El hombre que calculaba, de Malba Tahan, lo encontré en Colombia, maltratado y sin tapas, ya hablé de él en el blog, recién terminada su lectura; si lo vuelvo a mencionar es porque se trata de uno de esos libros que, pese a su aspecto destartalado, con mayor mimo conservo en mi biblioteca, por el placer que su lectura me proporcionó y que me sigue ofreciendo. El mencionado Feliz año nuevo, Herbie, de Evan Hunter, ha sido el último de los leídos; me lo encontré tirado en el Rastro (el vendedor que lo abandonó ni siquiera consideró que merecía la pena romperlo, como hizo con otros, para que nadie se lo llevara sin haber pagado 50 ó 60 céntimos por él); por Internet supe que autor había sido el guionista de Los pájaros de Hitchock y el autor de La jungla del asfalto, que también fue llevada al cine… eso bastó para picar mi curiosidad y que no quedara relegado al olvido; ahora busco otras obras suyas, para seguir leyéndolo. Por último, le toca el turno a Las hijas de la noche, de Edgar Wallace, también encontrado en el Rastro de Valencia, en circunstancias parecidas al anterior (aunque hace ya un par de años), y del que no me he deshecho porque descubrí en Internet que de este autor fue el argumento de King Kong, película a la que le tengo especial cariño por dos motivos: porque mi amiga Inés fue su traductora al húngaro y porque me conmovió que, viéndola un día en Madrid, mi prima Maribel llorara por la muerte del monstruo.

            A todos éstos títulos tendría que añadir los dos libritos de Joaquina Pomareda de Haro, que conservo firmados por la autora, fallecida ya hace muchos años, Las chispas del duende y El actor y sus personajes… Sé de al menos otros dos que publicó y que tal vez todavía puedan encontrarse en la biblioteca de Casas Ibáñez, donde yo los descubrí siendo un niño… pero ésa es otra historia que me voy a guardar para otro día.

Tú eres la belleza (Andrés Aberasturi)

Tú eres la belleza (Andrés Aberasturi)

    No puedo llamarme amigo de Andrés Aberasturi. Nunca hemos hablado y la única vez que lo vi en persona él estaba sobre el escenario, en el bello auditorio de Cuenca, y yo sentado entre el público; en primera fila, eso sí, porque María, sabiendo de la admiración que le tengo, no sólo me había invitado, sino que había conseguido las mejores localidades para un recital de poemas suyos: Un blanco deslumbramiento.

    De esto han pasado ya algunos años… y muchos más desde que empecé a seguirlo en televisión y en radio, cautivado siempre por su voz, por su estilo y por su bella manera de decir lo que piensa, de convertir en poesía hasta lo más prosaico. Así es que uno de los primeros textos que preparé para el bloc, para este apartado de “Lo que escriben sus amigos”, fue éste de Tú eres la belleza. Me lo envío Mari Lucre, hace miles de años, cuando aún no estaba enferma y, tan detallista como siempre, cual moderna amanuense, lo copió a mano pacientemente, en dos columnas, con capital roja y encabezado con una de sus frase entresacada del texto: “Tal vez mi cuerpo no resulte hermoso, pero todo cuanto en él se contiene sí lo es”… Os recomiendo la lectura completa:

 

         “De la belleza se ha dicho casi todo, incluso la verdad; es decir, que no existe más allá de la química ni más acá del amor. No tiene reglas fijas, ni medidas, ni cánones; es engañosa lo mismo que la aurora, triste como un septiembre, convulsa como la mar, recóndita como un tesoro, inútil como la muerte, frágil como el cristal, violenta como una daga, opaca como un dolor, íntima como la noche, amarga como un final.

         No existe la belleza más que dentro de nosotros mismos y sólo desde lo más íntimo de nuestro ser puede romperse la coraza de vulgaridad para que brote la hermosura.

         Os confieso que yo amo mis ojos verdes, de un verde inadvertido, saltones, misericordiosos, guardadores perpetuos de las lágrimas que aún tengo que llorar.

         Y amo mis piernas, que ni son largas ni hermosas, pero que me mantienen orgullosamente en pie sobre esta tierra que habito.

         Y amo mi boca y cada uno de mis dientes, porque con ellos muerdo las tragedias o simplemente beso.

         Amo también esta nariz descomunal, mi pelo que fue indómito y que ya apenas es, y me siento orgulloso de mis manos cuadradas, de cada uno de mis dedos que tienen vida y proyectan el futuro.

         Pero amo mucho más que lo visible; amo mi corazón que es más que un simple músculo, que no recibe órdenes, que se acelera cuando quiere y se serena después de la batalla.

         Y amo de igual forma mis entrañas, y las venas que me cruzan y la sangre que me brota de mis cinco costados.

         Porque tal vez mi cuerpo no resulte hermoso, pero todo cuanto se contiene en él sí lo es.

         Porque sólo mis ojos te ven como te veo y sólo mis piernas se saben de memoria tu camino, lo mismo que mi boca te prueba cada día, y mi nariz te huele y te descubre más allá del perfume y las esencias. Porque mis manos se han hecho a tu medida y te aploman en los días más tristes, y cada uno de mis dedos bucea en tu cuerpo cuando es tiempo de caricias o te alisan las cejas cuando duermes y sueñas.

         Si a través de mi cuerpo te reconozco y amo, si gracias a él amo y reconozco el mundo, ¿cómo no amarme a mí mismo y hasta reconocerme hermoso si los demás me aman?

         Ahí está mi belleza, la única posible, la que brilla un instante como esas mariposas de ciudad que nacen para morir el mismo día, borrachas de color y vida, sobre el asfalto negro.

         A través de ti me siento hermoso y fuerte y sé que puedo echarme a llorar entre tus brazos porque la auténtica belleza, la que nada sabe de rímel y de sombras, de pinceles y lacas, ha de cubrirme todo mientras dure la noche y esta desesperanza tenue que hoy me habita con razón y sin tregua."

Narradores de la noche… para felicitar el día del libro

Narradores de la noche… para felicitar el día del libro

“Las palabras salen ahora de mi corazón como mariposas en busca del mundo” 

            Hoy, de nuevo, es el día del libro parece mentira que ya hayan pasado doce meses desde que hace un año os felicitara el 23 de abril, por este motivo, con un poema que yo mismo había escrito (El polvo sobre los libros). En esta ocasión no voy a ser tan osado, pero no quiero dejar que la noche se convierta en el día de mañana, sin celebrar de alguna manera, con todos vosotros, mis amigos, algo tan importante y, siguiendo la tradición, os aseguro que corresponderé a cada una de las rosas que me regaléis con un bello libro. Llevo varios días pensando en cual. He repasado mentalmente todas las lecturas de este año (de algunas de las cuales he dejado constancia en el blog); desde los autores que leo constantemente, casi a diario (Cervantes, García Márquez, Ortega y Gasset, Fernández Flórez, Pérez Galdós), hasta alguna lectura que me ha dejado especial buen sabor de boca en los últimos meses: Cuentos de Saki o de Faulkner, todos los prólogos de la edición hecha por las Reales Academias de Cien años de soledad; El retrato de Dorian Gray de Óscar Wilde; alguna obra no tan conocida, como Este sol de la infancia de Isidro Saíz de Marco (de otros curiosos descubrimientos os hablaré en el blog dentro de unos días) El caso es que, al final, casi me había decidido por El hombre que plantaba árboles de Jean Giono; de hecho, buscando y buscando por librerías de Albacete y Valencia, ya había conseguido cuatro ejemplares (para los cumpleaños de Marisol, ya pasado, y de María, por llegar; además de otro para Mo, que siempre la tengo en cuenta, y del mío). No es que su lectura me pareciera tan asombrosa como la narración escuchada en una cinta de casete que me prestó Sonia, la cuenta-cuentos, pero no deja de ser una historia que conmueve y que me gustaría compartir Y digo que ya estaba casi decidido cuando, después de tenerlo más de diez años a la espera, este fin de semana se me ocurrió sacar de la estantería Narradores de la noche, de Rafik Schami. Lo tomé entre las manos y no pude soltarlo hasta que, con los ojos empañados por la emoción, pasé la última de sus páginas, convencido de que es uno de los libros más bellos que he leído, una de esas lecturas que uno quiere participar a la gente que aprecia, una de esas historias que uno quiere contarle a todo el mundo pero no lo voy a hacer, claro, prefiero regalaros el libro a cambio de vuestras rosas y no deciros nada más; tan sólo que la frase que encabeza este escrito esta sacada de sus páginas y que la ilustración la he recortado de la funda de la edición que yo tengo Bueno, eso y, aunque ya queda poco, ¡Feliz día del libro!

Además de avena, centeno y poblados bosques

Además de avena, centeno y poblados bosques

            Cuando yo era pequeño Suecia era un país que estaba en Casas Ibáñez, concretamente en la página 147 de mi libro de Geografía, y cuya inimaginable capital, Estocolmo, confundía fácilmente no sólo con Oslo, nombre de cuatro letras más fácil de recordar, sino con otros casi imposibles de pronunciar como Helsinki o Réikiavik… Todos ellos aparecían en la misma lección. Poco después, gracias a las casposas películas de Mariano Ozores, de Fernando Esteso y Andrés Pajares o de un Alfredo Landa que disimulaba sus dotes de actor, supimos que en Suecia, además de avena y centeno, de poblados bosques y significativa producción de acero, había también “suecas”, unas mujeres con cara de niñas y cuerpos esculturales, fácilmente seducibles por los paletos con boina, que no sabían pronunciar la erre y que venían a las playas españolas para que las viéramos semidesnudas… y por si alguien no había terminado de creérselo, Enrico Altavilla escribió un sorprendente libro: Suecia, infierno y paraíso, con el que, a lo aprendido en el texto de bachillerato, pudimos añadir que allí se vivía de una manera diferente: las conquistas sociales, la libertades de todo tipo (incluida la sexual), la riqueza que, en todos los sentidos, suponía el Estado del Bienestar, inventado por ellos con la pretensión de garantizar una vida cobijada por la sociedad “desde la cuna a la tumba”, pero que paralelamente lleva implícitos todos los males: promiscuidad sexual, ateísmo, divorcio, drogas… uno al final del libro no sabía si quería vivir en Suecia por lo que tenía de paraíso… o de infierno.

            Pero todo eso fue hace tantos años que los lectores de este blog todavía no habían nacido. Cuando la mayoría de vosotros vinistéis al mundo España ya había descubierto Suecia (no sólo América), y en algunas cosas hasta empezaba a imitarla… De allí habían llegado las cerillas, el termómetro, la cremallera y la llave “inglesa”… De allí venían las películas de Ingmar Bergman y, sorprendentemente, sus bellas escandinavas (Ulla Jacobsson, Liv Ulman, Bibi Anderson…), al contrario que las anónimas de Ozores u otros directores españoles, eran más bien puritanas, poco exhibicionistas y a veces atormentadas por las cuestiones filosóficas y teologales de Kierkegaard y otros pensadores nórdicos… De allí venía también una bella forma de hacer política, a la manera de Olof Palme, de quien Felipe González tanto aprendió; escritoras de libros infantiles como Astrid Lindgren (sin lugar a dudas) y Maria Gripe (a quien, con ese nombre, siempre imaginaba española); y de allí creí que había llegado hasta Villatoya un vagabundo fascinante que se llamaba Knut Pedersen y que al final resultó ser noruego (de nuevo, años después, las mismas confusiones que en los primeros cursos de bachillerato); se presentó en las páginas de un libro de Knut Hamrun que me regalaron las hermanas de Chima (Ana, Ampa y Placi); aunque ellas lo habrán olvidado hace muchos años, yo aún lo conservo, completamente desencuadernado de tanto pasar sus páginas, porque además de sus bellas e idílicas descripciones  me trae el recuerdo de su primera lectura, sentado en algún ribazo aprovechando las escasas horas de sol del invierno o al calor de la lumbre, cuando caía la noche y el exterior de la casa desaparecía tras un espeso manto de niebla…

            Más tarde vendrían desde aquellos fríos las canciones de Abba y los muebles de Ikea… Al final, lo único que resulta folclórico en Suecia son los premios Nobel, siempre discutibles, en especial los de la paz (¿quién no recuerda el que le dieron a Kissinger?); pero hasta en eso se le ha querido parecer la España democrática instituyendo los “Príncipes de Asturias” que, curiosamente, son de esos premios que no dan tanto prestigio a quien los recibe, como ellos reciben de los galardonados.

            Empezaba esta carta abierta diciendo que, cuando yo era pequeño, Suecia estaba en Casas Ibáñez… Luego, como siempre, me he ido por las ramas y, cuando me he dado cuenta, estaba a punto de hablar del último festival de Eurovisión… De nuevo iba a equivocarme, porque fue Finlandia quien lo ganó; pero el error me ha servido para hacer un alto y percatarme de qué alejado estaba ya del pueblo de mi infancia y mi vejez, qué lejos, incluso, del pasado jueves santo y de lo que quería deciros, aunque quizás la mayoría de vosotros ya lo sepa, y es que ese día, el 5 de abril, en su residencia de Estocolmo, murió María Gripe, de quien con tanta ilusión me hablara Noelia un día… Quería que lo supierais y que supierais también que nos ha dejado a todos parte de su herencia; hoy somos un poco más ricos porque, ya para siempre, nos pertenecen sus obras, sus personajes, sus historias, sus palabras… Su foto acompaña esta carta y tres de sus libros hace tiempo que viven en los anaqueles de mi biblioteca, pero acabo de dejarlos sobre la mesa de trabajo, porque ya no quiero demorar más su lectura:

 

            Cuando Jonás Berglund cumplió 13 años, el 27 de junio, recibió, por fin, el anhelado magnetófono. De inmediato comenzó sus investigaciones.

            Quería proceder metódicamente y por eso empezó grabando los ruidos que surgen en la naturaleza cuando los animales se comunican entre sí.

            También quería grabar todos los ruidos mecánicos que se producen en las diversas actividades humanas.

            Aquella noche del 27 de junio, Jonás, con su hermana Annika, que tenía…

 

                                                                       (Inicio de Los escarabajos vuelan al atardecer)