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Ramón de Aguilar

LO QUE LEO Y LO QUE VEO

Gonzalo Torrente Ballester

Gonzalo Torrente Ballester

            Igual que, después de disfrutar de una buena película, no me apetece ver ninguna otra y ha de pasar un tiempo antes de que una nueva me conmueva; cuando alguna lectura me impresiona tanto como me ha impresionado leer De ratones y hombres, de John Steinbeck, sé que, durante un tiempo, me costará encontrar algún libro que me enganche; sé que todo aquel que empiece me sabrá a poco… Pero, así como se puede dejar de ver cine hasta que vuelva a apetecer, es imposible dejar de leer. La solución, para no empezar uno y otro sin acabar ninguno, es recurrir a los que para mí son valores seguros: Pérez Galdós, Haruki Murakami, Cortázar, González Ledesma, Cunqueiro, Paul Auster… por citar algunos, entre los que tampoco puede faltar Gonzalo Torrente Ballester, que es a quien he elegido para consolarme de que el relato de Steinbeck fuera tan corto.

            Hoy mismo llegaré al punto y final de Cuadernos de La Romana y, mientras me ha durado su lectura, he tenido la impresión (todo el tiempo), de estar leyendo un “blog” que hubiera sido escrito años antes de que se inventara Internet: Comentarios en primera persona sobre sus viajes, sus lecturas, sus clases en el instituto, la creación de sus novelas, los encuentros con amigos más o menos famosos, las comidas, las cartas de sus lectores… Ha habido un momento en el que he creído que yo mismo iba a aparecer en sus páginas. Aunque nuestro encuentro, en su casa de Salamanca, fue nueve años después de la edición de este libro.

            Siempre creí que yo no había conocido a Gonzalo Torrente Ballester hasta que fue nombrado miembro de la Real Academia de la Lengua en 1975... Recuerdo que lo supe por el desaparecido e inolvidable Pueblo, “diario de la tarde”, y que me indignó que a un total “desconocido” (que ridícula es la ignorancia), con esos aires de pedante, se le otorgara tanta importancia… Pero sólo dos años después, siguiendo la recomendación de mi entrañable amigo Agustín Cortés, me enfrasqué en la lectura de La saga/fuga de J.B., a la que le dediqué ininterrumpidamente casi las veinticuatro horas del 11 de septiembre de 1977 (doy tantos detalles para que se vea como me impactó). Ahora sé que yo ya había visto escritos de y sobre él tanto en el suplemento literario de Pueblo como en La Estafeta Literaria, pues aún conservo algunos ejemplares de mi adolescencia en los que aparece, auque yo no me hubiera aprendido su nombre… Y, además, era el autor de Aprendiz de hombre, uno de los libros de texto que tuvimos en bachillerato en la asignatura de “Política” (oficialmente “Formación del Espíritu Nacional”)

            Después de que yo leyera aquella primera novela, algunas otras como Fragmentos de Apocalipsis, La isla de los Jacintos Cortados o Don Juan, y otro cuaderno de bitácora literaria (así se definió en  1982 a Los cuadernos de un vate vago), Torrente Ballester se hizo popular con la versión televisiva de su trilogía Los gozos y las sombras y obteniendo los premios Cervantes de Literatura (en 1985) y Planeta (con Filomeno, a mi pesar, en 1988).

            Entre la televisión y el Cervantes, en la primavera de 1984, tuve ocasión de conocerlo personalmente, en su casa de Salamanca. Viene al caso recordarlo ahora, que lo estoy volviendo a leer; aunque reconozco que para mí fue una experiencia tan importante que, siempre que tengo la oportunidad, hablo de ello… aún sin venir a cuento.

            Viajaba camino de Las Hurdes, siguiendo los pasos de Buñuel, cuando me paré en Salamanca para visitar a Pilar Martín, a la que hacía años que no veía y que había sido mi profesora de Literatura el último año de bachillerato. Cuando acabó el curso y nos despedimos creyendo que era para siempre (luego tuvimos ocasión de encontrarnos muchas veces), me regaló un ejemplar de Rayuela y una lista de lecturas que me serían imprescindibles para convertirme en un buen escritor (empezando por esa novela de Cortázar). Es obvio que no las hice todas pero, en la terraza de su ático, cuando nos poníamos al día de las andanzas que, desde Córdoba, a ella la habían llevado a Salamanca y a mí a Castellón, y salió a colación mi apasionada lectura de La saga/fuga de J.B., ella me explicó que su autor vivía en la ciudad y que tal vez podría aprovechar mi estancia allí para conocerlo en persona.

            Me decidí a la mañana siguiente. Busqué su número de teléfono en la guía y lo llamé. Me citó en su propia casa. En una librería de su misma calle, para que me lo firmara, compré un ejemplar de su último libro publicado: Quizá nos lleve el viento al infinito, una novela que no me gustó tanto, pero que dan ganas de leer si se le oye hablar de ella a José Pablo Bordás. Gonzalo Torrente Ballester me dio dos bellas lecciones aquel día: Una, de sabiduría literaria, que nunca he olvidado; la otra, de generosidad, que no he llegado a entender hasta hace poco.

            Durante dos horas, aquel hombre sabio, novelista genial, miembro de la Real Academia y a punto de convertirse en Premio Cervantes, habló conmigo no sólo de su obra, sino de sus lecturas; de cómo lo había marcado la La Odisea; de cómo, antes de que los escritores latinoamericanos hicieran famoso el realismo mágico, el gallego Álvaro Cunqueiro ya los había superado en ese género; intercambiamos opiniones sobre una lista que Diario 16 había publicado por entonces con las diez mejores novelas del siglo en nuestra lengua, y entre las que estaba su Saga/fuga, junto a Cien años de soledad, La Colmena, Rayuela, Tiempo de silencio, El Jarama… Recuerdo perfectamente sus comentarios sobre cada una de estas obras, sobre sus autores, a muchos de los cuales había conocido personalmente.

            Ésa fue la lección literaria… La generosidad con que compartió su tiempo con un joven desconocido que llamó a su puerta, sólo he podido comprenderla cuando, a medida que me he ido haciendo mayor, me he vuelto más avaro del mío, más celoso de mi intimidad. Cuando uno regatea los minutos incluso a los amigos, porque vive convencido de que el tiempo no le alcanza para nada y, estresado, con prisa siempre, trata de esquivar a los meros conocidos y es cortante hasta la mala educación con los desconocidos, no puede menos que admirarse de que un hombre importante, como lo fue Gonzalo Torrente Ballester, interrumpiera todo lo que estuviera haciendo para hablar con alguien como yo… Y aún tuvo tiempo, cuando nos despedíamos, de darme algunas indicaciones para mi visita a Las Hurdes. Me fueron muy valiosas, pero este viaje, y el segundo, que hice quince años después, ya son tema para otro día.

Regreso al Bosque Animado

Regreso al Bosque Animado

            Ganar un premio literario, por modesto que sea, siempre llena de alegría… Sobre todo cuando, como en mi caso, es algo que sucede muy de tarde en tarde. Pero el ganar este año el  Certamen de narrativa “Emilio Rodríguez”, en La Coruña, me ha supuesto otras dos satisfacciones: el compartir los “laureles” con Miguel Ángel Carcelén (que obtuvo el premio de poesía), y el tener una buena excusa para volver a Galicia, después de varios años.

            Lo primero fue pura coincidencia. Ni idea de que Miguel Ángel se hubiera presentado. Creo recordar que una vez coincidimos los dos como finalistas en uno que ni él ni yo ganamos, y en otras ocasiones (más de una), él ha obtenido alguno al que yo también me había presentado. Lo segundo, de alguna manera, fue como regresar de un exilio porque yo, nacido y criado en ese lugar de La Mancha al que todavía alcanzan a llegar las brisas del Mediterráneo, desde niño soñé con ese otro paisaje donde los campos siempre están verdes y los bosques son tan frondoso que si uno se adentra por sus senderos deja de ver la luz, donde la lluvia cae permanentemente sobre los grelos y maizales, sobre las huertas de tierra oscura y campos de patatas que nunca se cansan de dar cosecha, donde las casas se pintan de rojo, azul o amarillo para que los ojos no se cansen de ver tanto verde (tantos verdes), donde las aguas frías y bravías del océano entran tierra adentro y se confunden con los ríos que salen buscando el mar, donde todavía, embozados en las brumas y la niebla, se esconden los trasgos y fantasmas, las meigas, las almas de los muertos… Echaba de menos las rúas empedradas, los soportales que protegen de la lluvia a quien anda por las calles, el aroma a galletas y chocolate de las tiendas de ultramarinos, con estanterías de madera y latas de las que cuelgan los embutidos secos y los lacones ahumados, sobre una pila de hojas de bacalao que huelen a sal y hacen la boca agua; el pulpo ofrecido sobre una tabla y el dorado ribeiro servido en taza de loza; la leche espesa y humeante, que ya no permiten vender de puerta en puerta, recién ordeñada, con un cuartillo de latón, desde el que cae espumosa a la jarra de cristal…La dulzura de una lengua que, con sólo ser hablada, se hace canción; el sol que crece a medida que se aleja para ponerse detrás del mar, y tantos pueblos y ciudades de los que todavía conservo recuerdos: Mondoñedo, Lugo, El Barquero, Betanzos, Villagarcía, Padrón, Santiago, Mondariz, Sanxenxo, Pontevedra, Allariz, Ortigueira, Monforte, Ponte Caldelas, Baiona, Viveiro.

            Es evidente que escribo más de la Galicia que llevo grabada en  el corazón que de la que pude ver en un viaje tan fugaz. Apenas tuve tiempo para nada; quizás por eso decidí no llegar hasta La Coruña, sino hacer noche en el camino. Quería quedarme en un pueblo donde pudiera caminar sin sentirme empujado, cruzar las calles sin esperar a que me autorizara un semáforo, escuchar el canto del gallo y el mugido de las vacas, caminar sin prisa bajo los soportales, viendo llover y escuchando caer la lluvia desde los canalones, cenar en alguna taberna donde nadie supiese que son el “ketchup” o la mostaza…Tenía, además, otro motivo para no seguir conduciendo. Puesto que viajaba solo y con el tiempo suficiente, había decidido darme un capricho: Llegar al final del viaje en tren; no en un tren cualquiera, sino en el mismo tren que se marchaban a La Coruña los personajes de El Bosque Animado. Todo el mundo sabe la debilidad que siento por las novelas de Wenceslao Fernández Flórez; en realidad es, más que por sus novelas, por algunos de sus relatos, como La Casa de la lluvia o Unos pasos de mujer (los que siempre cito); pero comprendo que El bosque animado sea para muchos la mejor de todas sus creaciones. Yo no sé si a mí me gusta más la novela que escribió el gallego o la versión cinematográfica que hizo Rafael Azcona y que dirigió mi paisano José Luis Cuerda; en cualquier caso, reconozco el hechizo que ejercen sobre mí Geraldo, el pocero, Hermelinda, Marica da Fame, la bruja Moucha, los señores d’Abondo, el bandido Fendestetas y su cruz: el espíritu de Fiz de Cotovelo, el loco de Vos, Juanita Arruayo, Fuco, Pilara…

            Me quedé en uno de los pueblos que bordean la fraga, antes de llegar a Cecebre. Aparqué junta una impresionante iglesia neorrománica que se ha construido apenas hace cincuenta años. Nos asombra la construcción de templos enormes en la Alta Edad Media... hasta se escriben libros fascinantes con ese tema; pero a mí me parece más asombroso que se construyan ahora, como la de este pueblo, Guitiriz, como la Sagrada Familia, en Barcelona, o como la iglesia nueva de Yecla, cuya construcción en el siglo XIX  sirve de prólogo a una novela asombrosa, a una de las lecturas que más me han marcado: La Voluntad, de Azorín. Vi los roscos de maíz que, como reclamo, se asomaban a todas las pastelerías; fui andando a la estación, para asegurarme de que podría hacer el viaje al día siguiente y luego, mientras buscaba un hotel o un hostal donde alojarme esa noche, di con uno de esos viejos bares en los que, al borde de las antiguas carreteras, un rótulo anunciaban a los viajeros: “Comidas y camas”. Sentí la tentación de abrir la puerta de madera con cristales para ver si, atravesándola, entraba también en aquella época “en que una gallina costaba dos pesetas”… Pero lo que sigue, y unos comentarios que en ese mismo momento Pedro Almodóvar hacia en la televisión, he decidido guardarlo para un relato, que os contaré otro día. Ahora sólo te adelanto que dos mujeres, al otro lado de la barra, atendían a tres o cuatro paisanos que se quedaron en silencio en cuanto yo entré en el local. Una era poco más que una chiquilla y la otra no tan mayor como para que pudiera ser su madre; tal vez fueran hermanas, aunque el único parecido que les encontré fue el sonrosado color de las mejillas, el gris de los ojos tan común en las gentes de la tierra y un aspecto más de campesinas que de hosteleras. El cuarto que me ofrecieron era espacioso y limpio, con una enorme ventana desde la que, como aún no se había cerrado la noche, pude contemplar las últimas casas del pueblo y unos cuantos prados separados por cercas de piedra, en los que pastaban algunas vacas mientras la lluvia repiqueteaba en los tejados de pizarra. Las paredes de la habitación estaban desnudas, tan sólo un crucifijo sobre el cabezal de la cama y, como en mi infancia, para encender la luz, un interruptor de pera colgado de un cordón.

            Aún llovía cuando me levanté, pero ya había dejado de hacerlo cuando salí a la calle y, a pie, me dirigí a la solitaria estación para subir al mismo tren que, algunas paradas después, pero muchos años atrás, esperaba Geraldo para ir a cambiarse su pierna ortopédica; el mismo tren en el que llegaron las hermanas Roade, en el que un día huiría Hermelinda de su tía, Juanita Arruado, y en el que habría de volver (quién sabe si, como ella pensaba, para humillar a quienes la habían humillado o, como Pilara creía, atraída por el hechizo de la Moucha); el mismo tren del que Fuco robaba el carbón y en el que su hermana soñaba que, cuando fuese mayor, se iría a repartir leche a la ciudad. Me di el gusto de cogerlo también yo, me bebí el paisaje que con tanta belleza describe Fernández Flórez, miré emocionado la estación de Cecebre, donde todos esos personajes acudían antes o después, y seguí escudriñando, desde la ventanilla, el interior de la fraga que tantas veces he recorrido en las páginas del libro que, además, llevaba abierto… aunque no leí. ¡Tanto tenía que mirar!

Presentación de "Fuera del tiempo" (Francisca Gata Amate)

Presentación de "Fuera del tiempo" (Francisca Gata Amate)

            Hacía años que no volvía al Ateneo de Albacete para presentar un libro. Como la vez anterior, como siempre, se trataba de uno de Gata, de Fuera del tiempo, último poemario publicado de Francisca Gata Amate y premio “Odón Betanzos Palacios” en el 2008… Como la vez anterior, como siempre, en la puerta de la sala, Yoli, de la Librería Universitaria, vendía los ejemplares con una sonrisa y, en el interior, casi lleno (algo inusual en la presentación de un libro), muchas caras amigas, algún periodista, algún escritor local como Eloy M. Cebrián o Juan Lorenzo Collado Gómez.

            La autora me lo puso fácil al presentarme como amigo, como escritor, como editor de su primer libro… Sólo se le olvidó un detalle (quizás ella no lo sabía), aclarar que yo no entiendo de poesía. No es que no me guste la poesía… Es que aún no he pasado de la lectura de los poetas de la Generación del 27, tal vez alguno de la del 50. Siempre he sido malo para esto de los versos… Será que leí a Bécquer demasiado pronto o a Neruda demasiado tarde (ya lo dije una vez).

            Lo que a mí me gusta de Gata son sus novelas, tan duras y poéticas a la vez. Pero aceptar la presentación de su libro me hizo plantearme qué entiendo yo por poesía y darme cuenta de que ésta no lo es si no te despierta emociones; y no te despierta emociones si no es universal… Si alguien nos escribe de su dolor o de sus sentimientos amorosos (por poner algún ejemplo), lo más probable es que nos digamos “¿y a nosotros qué nos importa?” Pero si al leerlo conseguimos sentir que eso mismo es lo que sentimos o hemos sentido y no hubiéramos sabido decirlo mejor, entonces será poesía. La medida de los versos, la rima o la cadencia en la acentuación de las palabras, como el uso de las metáforas, las aliteraciones u otros recursos, no hacen la poesía, pero pueden ayudar al poeta a distanciarse de sus sentimientos para ajustarlos con una técnica que consiga hacerlos de todos sin dejar de ser suyos.

            Pero todo esto no deja de ser una idea que a muchos les parecerá más que discutible y que, por supuesto, no me autoriza a presentar ningún libro de poemas. Así es que si tuve la osadía de hacerlo no fue, obviamente, como experto en poesía, sino en calidad de amigo de Francisca Gata y, un poco también, porque fui el editor de su primera novela, El Palacio de la Sífilis.

            Claro que el que me considere su amigo no quiere decir que sepa mucho de ella. ¿Qué es lo que sé de Gata? Después de tantos años, casi nada que no aparezca en las solapas de sus libros o tecleando su nombre en la correspondiente barra de un buscador de Internet. Es decir…

… Que nació en Monesterio (Badajoz), estudió Geografía e Historia en la Universidad de Murcia y reside en Albacete desde su infancia.

… Que se considera una autora disciplinada y prolífica, a la que inspiran temas como el amor y la muerte.

… Que desde bien pequeña ha sabido que, aunque estudiara otras cosas, su meta era escribir.

… Que escribe siempre por las mañanas, a veces desde las cuatro de la mañana, y todos los días.

… También que es una gran lectora: Capaz de leerse un libro al día… Y esto puedo constatarlo, sin necesidad de ningún buscador, porque de lecturas es de lo que más hablamos las pocas veces que nos vemos, cuando nos llamamos por teléfono y, últimamente, a través del correo electrónico.

      Se publicó, con motivo de su primera novela, que era una escritora de febril imaginación e incansable pluma… Una docena de años después, la lista de sus títulos se va haciendo larga (pese a que no siempre la fortuna la acompaña como autora y sus méritos son mucho mayores de lo que va quedando reflejado). Dejando a un lado sus muchas obras inéditas, diversas colaboraciones y las antologías en las que se le ha incluido, a aquel Palacio de la Sífilis hay que sumarle novelas como Fin del lamento y Ella anda sola, más poemarios como La celda y el mar, El felino dormido y Creación, que antecedieron a este Fuera del tiempo que presentamos el pasado jueves. En definitiva “una verdadera artesana de la lengua que trabaja día a día con tesón y que durante años viene trabajando intensamente para ofrecer a los lectores frases bellamente construidas y personajes magistralmente dibujados”. Ella misma se considera una escritora muy dura, de verbo desgarrado, a quien inspiran los grandes temas, como la muerte y el amor… Pero muy sacados de su lugar convencional, nunca de la manera habitual.

      Todo esto lo mencioné para explicar mi amistad con Francisca Gata… Pero, como antes he dicho (y ella recordó a quienes vinieron a la presentación), también fui el editor de su primera novela; algo que cada día dará más valor a mi propio currículo, porque seguirá siendo así siempre, incluso cuando ella sea una escritora de reconocido prestigio… Y me sentiré tan orgulloso de ello como hoy me siento: Aquella novela, veinte años después, me sigue pareciendo pura poesía; una poesía sin versos (sin versos de Gata, que sí los tiene de Espronceda); una poesía que quizás no tenga nada que ver con la de sus libros de poemas, con los versos que componen este último libro, Fuera del tiempo, que yo ya había leído en la pantalla del ordenador y que, según palabras de la propia autora, prosigue las tendencias actuales y no se deja anquilosar a las ataduras de la rima, de forma que sólo se pliega a la lírica y a cierto ritmo, ya que la rima se encuentra un poco sentenciada porque impide adentrarse en fronteras más profundas y en su ejecución uno siempre corre el riesgo de caer en el ripio.

      Cuando, desde periódicos andaluces y extremeños, nos llegaba la información del premio que al poemario se le había concedido, el primero de la XXIX Edición del prestigioso “Odón Betanzos Palacios”, leí este preciso juicio: “Dicen que el corazón atormentado y en sus últimos hálitos de vida engendra mayor belleza que uno extasiado de felicidad y de vida. Desde esta óptica y el desgarro del sufrimiento, Francisca Gata articula gran parte de la lírica que rezuma Fuera del tiempo”. El premio, como recordó Amalia Migues, la viuda del poeta que le da nombre y que hizo de maestra de ceremonias en la entrega del galardón a Francisca Gata, se precia de contar con un jurado honesto, que antepone la calidad literaria por encima de otras cuestiones más profanas. Así, José Juan Díaz Trillo, como poeta y miembro del Jurado que lo concedió, destacó “la autenticidad” y la calidad literaria que atesora el poemario porque “la belleza se hace con buenas palabras y no con buenas intenciones”.

      A mí se me antojó que ésa era una idea excelente para poner punto final a mi intervención: “la belleza se hace con buenas palabras y no con buenas intenciones”. Pero el acto continuó con la lectura de algunos poemas, las preguntas de algunos de los asistentes, la firma de libros y, finalmente, como no podía ser de otro modo (aún antes de que se descorcharan las botellas de vino), el ingenio, la ironía y el sentido del humor de Gata… Como escribió una vez su entrañable amigo, ya fallecido, el pintor Andrés Sandoval, con motivo de la presentación de uno de sus libros en Cartagena: “La Gata nos  visitó y nos involucró a todos sus amigos con ese desparpajo cachondo y fresco que hacen de la autora una buena tertuliana, llena de plática y cariño”

Deviantart: Aprendiendo de Julie

Deviantart: Aprendiendo de Julie

            En un par de ocasiones he aprovechado las páginas de este “bloc” (cambio adrede la g por la c), para hacer un recorrido por las que suelo visitar: las de los escritores amigos a las que aparecen enlaces en la columna de al lado, y otras que tienen que ver con los temas que me interesan además de la literatura: el cine y la fotografía, la gastronomía, los viajes… Me propuse, sin embargo, la última vez que organicé este cuaderno, que del mismo modo que hablo de un libro o de un autor, dedicaría alguna que otra vez esta sección de “Autores, libros, páginas, películas...” a alguna de las que más me encantan.

            No lo había hecho hasta hoy.

            Lo hago de la mano de Julie Paola, mi hija mayor que, a punto de cumplir los veintiún años y acabando en la Universidad el segundo curso de Bellas Artes, lejos ya de la niña de trece que conocí o la adolescente que, con los quince recién cumplidos, llegó a vivir a España, me abre nuevas ventanas al conocimiento y me enriquece con sus aportaciones: películas, libros, planteamientos, páginas que sin ella quizás no hubiera llegado a conocer.

            La página de “Deviantart” estaba desde hace mucho tiempo entre mis favoritos. La había encontrado de casualidad y la había guardo por la ingente cantidad de imágenes que ofrece: dibujos que se contemplan con fascinación y fotos que nos llevan más allá del arte. Ahora, hace unas semanas, Julie volvió a hablarme de ella porque, entre las de millares de artistas de todo el mundo, también pueden encontrarse aquí las obras de algunos de sus amigos y compañeros de facultad: César Sebastián, al que he conocido personalmente, Adrián Bago y Blás René Parra. Pinchando en sus nombres podréis asomaros a sus dibujos; desde cualquiera de ellos podréis ir pasando a otros dibujantes, fotógrafos, poetas, animadores...

            También podéis entrar directamente en la página principal (ésta es la dirección: http://www.deviantart.com/). Estoy seguro de que os vais a sorprender.

            ¡Ah! En la foto Julie y yo el verano pasado, el día que cumplió los veinte años.

Una lección de Luis Leante

Una lección de Luis Leante

            Luis Leante, que tiene nombre de escritor y vida de escritor, es escritor.

            Luis Leante no es escritor porque haya escrito y publicado un par de colecciones de relatos y un puñado de buenas novelas (“Al final del trayecto”, “La edad de Plata”, “El vuelo de las termitas”, “Mira si yo te querré” y “La Luna Roja”, entre otras)… Ni es escritor porque haya ganado algunos premios como el Alfaguara, el Ciudad de Irún o el Rodrigo Rubio… Luis Leante es escritor porque escribe cada día y porque, además de hacerlo con una pulcritud y con una minuciosidad que sólo se pueden conseguir a base de mucha dedicación y trabajo, lo hace con genialidad, algo que nos está vedado a la mayoría y que marca la verdadera diferencia entre un escritor y “uno que escribe”.

            A Luis Leante ya lo he citado más de una vez en las páginas de este blog, y hace tiempo que desde aquí (desde la columna de la derecha), podéis acceder al suyo. Si hoy vuelvo a ocuparme de él es porque, como os he dicho al principio, además de tener nombre de escritor y de serlo, vive vida de escritor.

            Yo lo conocí en el año 1997, cuando ganó el Premio de Novela “Odaluna”,  uno de los que conformaron el I Certamen Literario Emilio Murcia, en Villatoya. Con el tiempo le oí contar la historia de aquel día; cómo equivocó el camino y llegó a un balneario que entonces estaba abandonado, casi en ruinas, y empezó a creer que alguien le había gastado una broma y lo había llevado hasta un lugar que parecía recrear uno de los escenarios de su novela. Cuando uno se lo oía contar se daba cuenta de que Luis Leante es capaz de convertir en literatura cualquier tipo de experiencia, por nimia que sea; así, aún no conociéndolo tanto ni habiéndolo visto tantas veces, me ha sido fácil reconocer  en “El vuelo de las termitas”, rincones toledanos que recorrimos juntos una noche, cuando la estaba redactando, o experiencias de sus viajes a los campamentos saharauis en “Mira si yo te querré”.

            Ahora me entero, por dos vías a la vez, de que Luis ha pasado una noche en la cárcel, de que ha estado casi 48 horas detenido e incomunicado. Me  pasó Eliana el recorte de prensa, a la vez que Francisca Gata me hacia llegar la noticia aparecida en Internet, el comentario al que lleva este enlace y cuya lectura os recomiendo. Como podéis suponer, el motivo para ser encarcelado en este país, donde resulta tan difícil ir a prisión por cometer delitos, ha sido un acto de rebeldía: arrancar las cámaras de videovigilancia con las que  la Dirección del Instituto en el que trabaja pretende espiar las clases que imparte de Latín… A algunos les podrá parecer una situación cómica, esperpéntica; a otros les dará miedo y les hará recordar al Gran Hermano que profetizó Orwell y que, no con muchos años de retraso, va invadiendo con sus cámaras todos los lugares y extendiendo su mirada por todos los rincones… Quizás haya quienes, acostumbrados ya a la muda presencia de esos ojos que nos contemplan por todas partes, no entiendan ese arrebato de ira y de rabia (según las propias palabras de Luis Leante, en un acto de contrición, fácilmente entendible, pero que no compartimos quienes no tenemos que responder ante el Juzgado). Yo no me río (porque no hace ninguna gracia que alguien a quien aprecias como persona y admiras como escritor haya pasado casi cuarenta y ocho horas sin saber si es de día o de noche); pero tampoco me extraño lo más mínimo: Si algo resulta peligroso para este sistema es la cultura; el conocimiento es su mayor enemigo; siendo así, ¿quién puede generar más desconfianza que un profesor de Latín?, ¿quién se puede presumir más sedicioso que un adolescente dispuesto a aprender una “lengua muerta”? Hay que vigilarlos muy de cerca.

            Los alumnos y la mayoría de los docentes del Centro se han puesto de su parte. En las ventanas del instituto han aparecido pancartas que lo apoyan y en contra de las cámaras de videovigilancia. Quizá para algunos directivos y gerifaltes este apoyo de los jóvenes a Luis Leante sea una prueba más de su culpabilidad. A mí me hace pensar todo lo contrario: que su acto de rebeldía mereció la pena. En contra de lo que él mismo ha manifestado después (“es impropio de un profesor que tiene que dar ejemplo y me hace plantear si yo puedo ser un modelo de educación”), estoy convencido de que ésta ha sido una importante lección para sus alumnos; puede que alguno de ellos, en un futuro no tan lejano, de su recuerdo saque el coraje necesario para no dejarse  conducir al redil, junto al resto de los borregos y bajo la vigilante mirada de una cuantas videocámaras.

            … Y que todo esto no nos haga olvidar que, aparte de tener nombre y vida de escritor, Luis Leante es un escritor al que merece la pena leer. Su última novela, “La Luna Roja”, acaba de publicarse y ya nos está esperando en los estantes de las librerías, junto a esos otros títulos que ya he recomendado en más de una ocasión.

Un día para la paz

Un día para la paz

            Tengo que confesar que, hasta este año, no me había enterado de que existe un “Día Mundial Escolar de la No-Violencia y de la Paz”. Nunca me he mostrado muy partidario de este tipo de celebraciones. Alguno podría echarme en cara que en este mismo cuaderno, cada 23 de abril, celebro el Día del Libro y que, cuando diciembre se acerca a su fin, siempre encuentro una excusa para felicitaros la Navidad. Es cierto. Y ojalá y todas mis contradicciones fueran así de simples e inocentes.

            Pues sí, resulta que el 30 de enero se celebró el Día Mundial Escolar de la No-Violencia y de la Paz y yo lo supe porque gente a la que quiero (Vicen, Espino, María, Elena…), me invitó a colaborar con el Jurado de un premio de redacción sobre la paz que, desde El Proyecto Avalon (Iniciativa para una cultura de paz), habían convocado entre los escolares de Requena. Para mí fue muy agradable reunirme con ellos (y con los miembros del jurado del premio de dibujo, que también lo había), y fue muy emocionante leer los trabajos de niños que con tanta espontaneidad como lucidez ofrecían sus propuestas para un mundo mejor.

            El primer premio de dibujo fue, simultáneamente, para Fabián Wasiak y Jorge González. Los de redacción para Alex Folgado, de 11 años; Javier García, de 8 y Paula Fernández, también de 8 años.

            Los dibujos los tenéis al principio (primero el de Fabián y a su lado el de Jorge), ilustrando esta entrada al blog. Las redacciones os las pongo a continaución y a sí me sumo a todo los actos, en favor de la paz, se hicieran el pasado día 30.

 

“Abrimos la boca para saborear la paz.

Abrimos los dedos para tocar la paz.

Abrimos los oídos para escuchar la paz.

Nos abrazamos todos juntos para sentir la paz.

Chicos y chicas, con mucha paz.

Abrimos los ojos.

Abrimos la boca.

Abrimos los dedos.

Abrimos la puerta.

Abrimos la puerta con mucha paz.

Nos abrimos todos y tocamos la paz.

En pie de paz.”

 

Alex Folgado

 

 

“La palabra paz es la que más veces ha querido escuchar la humanidad.

En algunos lugares del mundo no hay paz. Sería muy bonito asomarse a la ventana y ver como el viento mueve las hojas de los árboles, oír como llueve, sin miedo a que una bomba destruye a miles de personas.

 

Las guerras son por diferencias de pensamientos, de religión o de ideologías. Siempre se puede hablar de ello, dando cada uno su opinión; no es necesario usar la violencia.

No hagamos el odio, hagamos la paz.

No sirvamos a la guerra y ayudemos a los demás.

Seremos pobres en dinero, pero inmensamente ricos es amor.

La paz es posible.

La paz empieza en ti.

La paz es posible contigo.”

 

Javier García

 

 

“La  paz es muy bonita, sobre todo si la hacemos con nuestros amigos.

El año pasado, para lograr la paz hicimos muñecos que se daban la mano. Este año haremos algo tan bonito o más.

Estoy deseando que llegue ese día”

 

Paula Fernández

Por la lectura (José Luis Sampedro)

Por la lectura (José Luis Sampedro)

 

            No he leído mucho a José Luis Sampedro, aunque siempre me ha encantado oírlo hablar, ya sea de Literatura o de Economía. Reconozco también que tiene un carisma especial, que se acrecienta con su cercanía a la gente… Quizá sea por esta condición, propia de los sabios verdaderos, por lo que hoy lo traigo al blog; no tanto por sus novelas, como por esta bella reflexión que, como suscribo, quiero ayudar a difundir (hallaréis otros escritos igual de lúcidos en su página personal, que os invito a visitar).

 

Por la Lectura

 

Cuando yo era un muchacho, en la España de 1931, vivía en Aranjuez un Maestro Nacional llamado D. Justo G. Escudero Lezamit. A punto de jubilarse, acudía a la escuela incluso los sábados por la mañana aunque no tenía clases porque allí, en un despachito que le habían cedido, atendía su biblioteca circulante. Era suya porque la había creado él solo, con libros donados por amigos, instituciones y padres de alumnos. Sus “clientes” éramos jóvenes y adultos, hombres y mujeres a quienes sólo cobraba cincuenta céntimos al mes por prestar a cada cual un libro a la semana. Allí descubrí a Dickens y a Baroja, leí a Salgari y a Karl May.
Muchos años después hice una visita a un bibliotequita de un pueblo madrileño. No parecía haber sido muy frecuentada, pero se había hecho cargo recientemente una joven titulada quien había ideado crear un rincón exclusivo para los niños con un trozo de moqueta para sentarlos. Al principio las madres acogieron la idea con simpatía porque les servía de guardería. Tras recoger a sus hijos en el colegio los dejaban allí un rato mientras terminaban de hacer sus compras, pero cuando regresaban a por ellos, no era raro que los niños, intrigados por el final, pidieran quedarse un ratito más hasta terminar el cuento que estaban leyendo. Durante la espera, las madres curioseaban, cogían algún libro, lo hojeaban y veces también ellas quedaban prendadas. Tiempo después me enteré de que la experiencia había dado sus frutos: algunas lectoras eran mujeres que nunca habían leído antes de que una simple moqueta en manos de una joven bibliotecaria les descubriera otros mundos.
Y aún más años después descubrí otro prodigio en un gran hospital de Valencia. La biblioteca de atención al paciente, con la que mitigan las largas esperas y angustias tanto de familiares como de los propios enfermos fue creada por iniciativa y voluntarismo de una empleada. Con un carrito del supermercado cargado de libros donados, paseándose por las distintas plantas, con largas peregrinaciones y luchas con la administración intentando convencer a burócratas y médicos no siempre abiertos a otras consideraciones, de que el conocimiento y el placer que proporciona la lectura puede contribuir a la curación, al cabo de los años ha logrado dotar al hospital y sus usuarios de una biblioteca con un servicio de préstamos y unas actividades que le han valido, además del prestigio y admiración de cuantos hemos pasado por ahí, un premio del gremio de libreros en reconocimiento a su labor en favor del libro.

Evoco ahora estos tres de entre los muchos ejemplos de tesón bibliotecario, al enterarme de que resurge la amenaza del préstamo de pago. Se pretende obligar a las bibliotecas a pagar 20 céntimos por cada libro prestado en concepto de canon para resarcir –eso dicen- a los autores del desgaste del préstamo. Me quedo confuso y no entiendo nada.
En la vida corriente el que paga una suma es porque:
a) obtiene algo a cambio
b) es objeto de una sanción.
Y yo me pregunto: ¿qué obtiene una biblioteca pública, una vez pagada la adquisición del libro para prestarlo? ¿O es que debe ser multada por cumplir con su misión, que es precisamente ésa, la de prestar libros y fomentar la lectura?
Por otro lado, ¿qué se les desgasta a los autores en la operación? ¿Acaso dejaron de cobrar por el libro vendido? ¿Se les leerá menos por ser lecturas prestadas? ¿Venderán menos o les servirá de publicidad el préstamo como cuando una fábrica regala muestras de sus productos?
Pero, sobre todo: ¿Se quiere fomentar la lectura? ¿Europa prefiere autores más ricos pero menos leídos? No entiendo a esa Europa mercantil.
Personalmente prefiero que me lean y soy yo quien se siente deudor con la labor bibliotecaria en la difusión de mi obra. Sépanlo quienes, sin preguntarme, pretenden defender mis intereses de autor cargándose a las bibliotecas. He firmado en contra de esa medida en diferentes ocasiones y me uno nuevamente a la campaña.
¡NO AL PRÉSTAMO DE PAGO EN BIBLIOTECAS!

 

 

La próxima novela de José Saramago

La próxima novela de José Saramago

 

       Antes de colgar este artículo en el blog (antes de hacer un asiento más en este cuaderno de bitácora), he tenido que averiguar si ya ha salido a la venta el nuevo libro de José Saramago, El viaje del elefante; su lanzamiento está anunciado para este mismo otoño. Afortunadamente aún no se ha puesto a la venta, aún no está en las librerías y yo puedo hablar tranquilamente de él... sin haberlo leído.

       Parece que no tenga sentido escribir sobre un texto que no se conoce (y no es que lo parezca, es que es así). Pero que nadie se asombre, yo no voy a hacer ninguna crítica de sus páginas ni, por supuesto, voy a recomendar o desaconsejar su lectura; para lo que sí me va a servir esta novela, quizás ya impresa, pero que no se podrá comprar hasta dentro de unas semanas, es para contaros que yo me enteré de su existencia hace un par de meses, cuando preparaba mi viaje a Salzburgo y supe que el escritor luso se inspiró en un restaurante de aquella ciudad, “El Elefante”, para iniciar su escritura. Pensé que igual que, como el resto de los turistas, me haría un foto ante la casa en la que nació Mozart, o visitaría los lugares en los que se rodó Sonrisas y lágrimas, rescatando muchos recuerdos de mi primera juventud; acudiría una tarde a tomar un café en ese lugar y tal vez, sentado ante un velador de mármol, también yo empezaría a escribir una novela.

       Siempre que he viajado me ha gustado visitar los lugares relacionados con los libros o los autores que me han gustado. Guardo con cariño las fotos que me he hecho en casi todos los parajes que fueron escenario de las aventuras de Don Quijote: desde la Cueva de Montesinos a la playa de “Barcino”, desde los molinos de vientos de Mota del Cuervo o Campo de Criptana a Sierra Morena... sin olvidar la iglesia o la Casa de Dulcinea en El Toboso, alguna que otra supuesta venta manchega en cuyo patio se rememora el nombramiento de Alonso Quijano como caballero andante, o la cueva de Medrano, antigua cárcel de Argamasilla de Alba en la que se supone que Cervantes empezó a escribir su obra maestra. He viajado adrede hasta Galicia para buscar “Gondomil”, la aldea en la que transcurre uno de mis relatos preferidos: La casa de la lluvia, de Wenceslao Fernández Flórez; y he aprovechado mi paso por otros lugares para leer y fotografiarme, con un libro suyo entre las manos, ante las casas de autores como Juan Ramón Jiménez (en Moguer), Kafka (en Praga), Rosalía de Castro (en Padrón), Gabriel y Galán (en Guijo de Granadilla), Teresa de Jesús (en Ávila), Álvaro Cunqueiro (en Mondoñedo) Pablo Neruda (en Isla Negra), por citar sólo a los primeros que me vienen a la memoria... Dos viajes siguen pendientes: el Dublín de James Joyce y el de Aracataca (o Macondo, como él le llama), de Gabriel García Márquez.

       Hassan y Mónica (mis amigos austriacos, aunque él sea iraní y ella chilena), se desvivieron por lograr que mi estancia en Salzburgo también se convirtiera en un recuerdo bello e inolvidable; no sólo me acogieron en su casa con generosa hospitalidad, me hicieron partícipe de sus amigos y me enseñaron todos los rincones de la ciudad (casa natal de Mozart y escenarios de “Sonrisas y lágrimas” incluidos), sino que, además, como yo les había pedido, me llevaron un mediodía a “El Elefante”, que no era una cafetería, como yo había imaginado en un principio, sino un hotel y un restaurante. No pude inspirarme allí (y ha tenido que pasar casi un mes para que pueda convertir el recuerdo en palabras), pero me hice la foto junto al elefante de madera que le da nombre.

       José Saramago es un autor que siempre me atrae. Sus títulos me resultan sugestivos y sus argumentos tentadores, pero luego no termina de engancharme cuando lo leo. Un fragmento de la novela aparece en su blog (puede leerse pulsando aquí). A mí no me ha gustado (tampoco esta vez); pero, después de lo que acabo de contaros, estoy seguro de que si un día pudiera alojarme en ese hotel, me la llevaría como libro de cabecera y la leería con mucha ilusión.