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Ramón de Aguilar

Hoyos, cuerdas y salamandras

Hoyos, cuerdas y salamandras

Creo que la última vez que aquí recomendé expresamente algún libro fue, hace más de tres meses, el de Alta fidelidad, de Nick Hornby; aunque después haya mencionado también el de Francisca Gata (Creación) y el de Carles Cano (Cuentos para todo el año)… Luego he leído otros, de los que no me ha apetecido hablar, no quiero decir que me parecieran malos, pero no me sentí motivado a hacerlo (Lugar de perdición de Julien Green, tan lejos de aquel Cada hombre en su noche, que tanto me impresionó siendo adolescente; El perfume, de Patrick Süskind, del que tanto me habían hablado y que me resistía a leer temiendo que, como al final ocurrió, terminase pareciéndome sólo un ejercicio de taller; Igual que un colibrí, del prolífico Miguel Ángel Carcelén Gadía, tantas veces mencionado en este blog y del que me sigo quedando con su Cólera y azogue para Ailene, ¡Ojalá que nos veamos en Macando! o, mejor aún, ¿Oíste al mirlo silbar mi nombre?)... Seguramente algún otro que ni siquiera voy a mencionar pues os aseguro que, pese a mi empeño de contar lo que leo, mi criterio no es el mejor… ni siquiera de los mejores.

            Hace poco le expliqué a Luis Leante por qué no me había gustado tanto su Academia Europa (no es que no me hubiera gustado, es que la consideré muy por debajo de Al final del trayecto, Mira si yo te querré u otras novelas suyas como La edad de plata o El vuelo de las termitas); pues me confiesa él que no sólo es su novela preferida, sino que, al parecer, también de sus editores, que la van a reeditar en la colección de bolsillo “Punto de Lectura”. No os lo cuento sólo para recomendaros que aprovechéis para leerla (y así os formáis vuestra propia opinión), sino para que veáis que no tenéis que hacerme demasiado caso.

            Tres veces he formado parte de un jurado literario. Una de ellas fue un verdadero desastre y no quiero contarla porque la culpa no fue mía (aunque eso no cambie el lamentable resultado). Otra fue en el “Flor de Cactus”, en Gandía; se premió (no por unanimidad, pero sí por mayoría de votos… y eso me hace sentir culpable), una narración que no gustó a nadie; incluso el autor se mostró sorprendido y me preguntó qué clase de jurado era el que había dado el premio a un relato como el suyo (no era una pose, no era una parodia del famoso chiste de Groucho Marx, negándose a entrar en un club en el que se admitan socios como él… estaba verdaderamente desconcertado), y lo peor es que, cuando vuelvo a leerlo, me sigue gustando. La última ocasión que quería mencionar fue en el “Antonio Machado” de Casas Ibáñez: Se premió un relato escrito con todos los tópicos requeridos para ganar unos juegos florales de pueblo, y por un autor especializado en repetir esa fórmula una y otra vez con ese único fin… en mi defensa alegaré que mi propuesta fue la de que se declarara desierto y que, sólo por las razones argüidas por los organizadores para que se otorgase a alguno de los relatos, apoyé al que me pareció más digno de premio.

            ¿Cómo, entonces, después de todo lo que os acabo de confesar, me puedo atrever a recomendaros un libro? Pues no es sólo por inconsistencia, es que hay lecturas que me fascinan hasta tal punto que no lo puedo callar. Y eso es lo que me está ocurriendo con Hoyos, novela juvenil del norteamericano Louis Sachar.

            Creo que un escritor es realmente bueno y su obra merece la pena leerse si, contándote que lo único que tienes que hacer o que puedes hacer cada día de tu vida es cavar un hoyo que tenga metro y medio de profundidad por metro y medio de diámetro, consigue intrigarte y transmitirte todo tipo de emociones… ¿no es ésa la magia de la literatura? Siempre que alguien quiere escucharlo, le cuento un relato que, aunque nunca he podido leer, oí una vez en televisión y me impactó de tal manera que nunca he podido olvidarlo: Lo único que contaba es que un anciano recogía las cuerdas que se encontraba y que, cuando murió, su nieto halló la caja en la que las guardaba…sólo eso, pero narrado de tal forma que al oír la palabra “cuerdas”, escrita por el abuelo en la tapa, la emoción me empañó los ojos.

            Hoyos me trae el recuerdo de otro libro asombroso: El vigilante de la salamandra, de Félix J. Palma, cuentista excepcional que, en el relato que da título al libro, nos narra el trabajo de un hombre, consistente en vigilar cada día, durante ocho horas, una salamandra que toma el sol en una tapia… ¡y que nunca se mueve! Aún así, al genial autor gaditano, le sobra argumento para mostrarnos el alma humana con buena parte de sus miserias.

            Y esto es lo que hoy quería deciros, mientras encuentro tiempo e inspiración para escribir otra cosa, que lo estoy pasado muy bien leyendo a Louis Sachar, que me he acordado de los relatos de Félix J. Palma y que, si alguno de vosotros conoce el cuento de las “cuerdas”, no dejé de pasármelo o de darme alguna pista para encontrarlo.

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