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Ramón de Aguilar

Luchas y tesoros

Luchas y tesoros

Supongo que fue el asfalto de las calles, o la llegada del primer televisor, lo que acabó con las “luchas”, con esa despiadada forma de jugar que nos llevaba a agruparnos en pandillas y pelear, unos contra otros, a pedradas… Visto con la distancia que, en el tiempo, me separa de la Calle de Atrás, se me ocurre pensar que aquello era jugar a vivir, lo mismo que las tómbolas que hacíamos para rifar nuestros tebeos, los circos que imitábamos o cualquier otro de los juegos que inventáramos y que, con el paso del tiempo, ha terminado por perderse.

         La casa de mis abuelos, en la Calle de Atrás, tenía un corral grande, al que se salía desde la cocina por una puerta de madera con cristales, o se entraba por los postigos, si uno venía de fuera de la casa. Junto a la primera crecía una parra que, además de uvas, daba sombra en los días de verano; al lado de las portadas, un porche de cañas y la sarmentera donde se apilaban las gavillas que avivarían el fuego del invierno, hacían el mismo papel. El patio era mi refugio y allí pasaba muchos de los ratos que me dejaba libre la escuela o en los que no estaba en la calle, jugando con Domingo al juego que estuviera de moda. Allí podía entretenerme con el zompo o las bolas del “gua”, sin ayuda de nadie; jugar incluso a las chapas, tirando a la vez con dos “chavos” para hacer mi propio papel y el de un rival imaginario… y, sobre todo, escondiendo mis tesoros en la tierra.

         Así como para luchar era necesario entrar en una banda y encontrar otra con la que apedrearse, para hacer un tesoro prefería esconderme entre las enjalbegadas tapias de mi patio y que no me vieran. Por un lado porque nadie debería saber dónde se encontraban enterrados aquel puñado de silvestres margaritas que rodeaban un cromo, una canica de barro cocido o cualquier otra fruslería que, cubiertos por un pedazo de cristal y tapados con tierra, volverían a aparecer ante los ojos de quien, con sumo cuidado, frotara con los dedos en el lugar exacto; y, por otro lado, porque éste (como las parejillas, la comba y tantos otros), era un juego de guachas y me hubiera avergonzado que alguno de mis amigos, con los que iba a la lucha, me sorprendiera en ello.

         De cualquier modo todo ello pasó y, como tantas otras vivencias de aquel tiempo, ha quedado relegada al olvido de donde sólo borrosamente (como si con los dedos frotara la tierra para ver el tesoros que celosamente guardé bajo un pedazo de cristal), aparece de tarde en tarde, sin que pueda saber muy bien si fue el asfalto de las calles, o la llegada del primer televisor al casino, lo que acabó con aquellos juegos.

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