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Ramón de Aguilar

HERVIDERO

La Cuesta de Moyano

La Cuesta de Moyano

            Estuve en Madrid un par de días. Hacía mucho tiempo que no iba, que sólo pasaba por allí. Me hubiera gustado disfrutar de tantos encantos como ofrece la ciudad (musicales, cines y teatros, museos, recitales, presentaciones…); pasear por sus plazas y callejuelas llenas de color y de sabor, antes que por los paseos o calles comerciales de gran ciudad; volver a perderme en parques o rincones por los que anduve en la niñez; entrar en las tascas donde aún se sirve el vino en frasco, en librerías y otras tiendas de viejo donde aún se pueden encontrar tesoros… Pero el tiempo apenas me dio para volver a ver a Tina y para visitar, por primera vez en Madrid, a Noelia (que vive allí desde hace cinco meses); comía con ella y dormía las siestas en su casa, antes de ir juntos a buscar a Tina y a Jose, su compañero; viven en todo el centro, junto a la Plaza de España, muy cerca del Palacio Real, de la Gran Vía. Tienen un apartamento pequeño, pero con una buena terraza desde la que se ven los tejados y las azoteas de otros edificios del barrio; es una imagen que siempre me ha gustado contemplar; cultivan allí muchas plantas, incluso hortalizas y algunos arbolitos (reconocí una higuera), que hacen sentirse fuera de la ciudad; me contaron que habían llegado a tener un gallo que los despertaba al amanecer… Celebraban el cumpleaños del niño y nos reunieron a muchos amigos (después de mucho tiempo volví a encontrar a Angelines, a Cristina, a Placido… también los padres de Tina, a los que no veía desde que ella y yo estábamos en Salamanca); con ellos recordé que fuimos junto a una romería en el pueblo de la madre, Argusino, que ahora permanece bajo las aguas de un pantano.

            Una mañana, Noelia y yo estuvimos husmeando en la “Casa del Libro” y luego me llevó a caminar por lugares que le gustan: la zona de Fuencarral y la de Olavide; en Madrid era festivo y la mayoría de los comercios estaban cerrados, pero me enseñó algunos escaparates, nos tomamos una cerveza sentados al sol en una terraza… Yo recordaba que cuando se fue a vivir a Valencia le descubrí algunos rincones con encanto; pero en Madrid era ella mi lazarillo, a mí sólo se me ocurrieron tres sitios que recomendarle: El restaurante “Casa Perico”, el literario “Café Gijón” y la Cuesta de Moyano, donde (entre otras publicaciones), uno puede encontrar, completamente nuevos y a buen precio, los libros que autores y pequeños editores mandan a las páginas culturales de los periódicos, con la esperanza de que les hagan una reseña.

            Cuento todo esto porque el último día, cuando abandoné mi hospedaje, decidí visitar estos lugares… Bueno, el restaurante, no, pues no hubiera podido pagar su menú; de hecho me había alojado en uno de esos modesto hostales que abundan en las calles adyacentes a la Gran Vía (desde el balcón de mi habitación, en un sexto piso, podía contemplar la fachada de un céntrico hotel en el que me había hospedado en tiempos económicamente mejores; pero no sentí ningún tipo de nostalgia). Desde allí pude caminar hasta el cruce de la Calle de Alcalá con el Paseo de Recoletos y, una vez en la encrucijada, recordando las recomendaciones que le había hecho a Noelia, decidí seguir andando hasta el Retiro y buscar la Cuesta de Moyano. No debería de haberlo hecho, puesto que no quería gastar más dinero en libros, pero me engañé a mí mismo diciéndome que sólo iba a mirar… Y miré. Y compré (aunque no tanto). Y, sobre todo, disfruté, porque como era día de diario había poca gente, porque la Cuesta ahora es un tranquilo paseo peatonal (la última vez que había estado todavía circulaban los coches junto a sus aceras), porque no tenía ninguna prisa y porque hacía una mañana muy soleada, pero no tan calurosa (había llovido torrencialmente la noche anterior y, desde los cercanos parques y jardines, llegaba un fresco olor a otoño). Encontré libros de mis amigos Rodrigo Rubio (de quien estoy queriendo escribiros desde que murió el año pasado), y Rosa Romá, su esposa… Así que pensé: “éste es, qué duda cabe, uno de esos lugares de interés que tienen que aparecer en mi blog, junto a cafés, bibliotecas y otras librerías”.

            Aún me quedaron ganas de caminar por el Paseo del Prado hasta el de Recoletos y tratar de pasar al Café Gijón, para tomarme una cerveza junto a alguna de sus ventanas; pero era ya la hora de la comida y las mesas estaban vestidas con blancos e intimidantes manteles. No sólo no me atreví a entrar, sino qué me pregunté por qué le habría hablado a Noelia de este lugar en el que nunca he llegado a sentirme cómodo; será por el halo literario que dicen que tuvo… porque notarlo, como digo, nunca se lo he notado. Me volví, pues, desde la puerta y, atravesando el barrio de Chueca, me fui a buscar el coche por bulliciosas calles llenas de vida y color.

            -- ¡Vida y color! Como la película.

            -- No, “Vida y color”, como los cromos… Que ya te contaré esa historia.

Dulcinea y yo

Dulcinea y yo

            No puedo recordar cuándo oí hablar por primera vez de Dulcinea del Toboso, ni cómo llegué a saber quién era y de su relación con Don Quijote; pero no me cabe duda de que eso fue mucho antes de leer por primera vez el libro de Cervantes… Y estoy convencido de que algunos de vosotros, pese a no haber leído nunca la novela, no ignoráis casi nada de Aldonza Lorenzo, la labradora manchega que el Caballero de la Triste Figura convirtió en la más hermosa de cuantas mujeres se pasean por las páginas de los libros… Es más, esta misma tarde me he sorprendido pensando que llegará un día en el que en el mundo no habrá nadie que haya leído a Cervantes y, sin embargo, la mayoría de la gente seguirá sabiendo quiénes fueron Don Quijote, Sancho Panza o Dulcinea del Toboso. Leer será cada vez más un acto marginal, de rebeldía… pero la literatura siempre seguirá viva (aunque ya no habite en los libros); tal vez desaparecerán la mayoría de los títulos que conocemos, pero las obras geniales permanecerán… Si no me creéis, tiempo al tiempo; yo no lo veré, quizás por eso no me asusta ni preocupa: mientras vivamos yo y algunos de mis amigos, habrá lectores de libros; si luego no los hay, ellos se lo perderán (a mí lo que me duele es saber que me perderé similares placeres que ya se asoman por el horizonte, y que ya no voy a ser capaz de aprender a disfrutar).

            Pero volvamos a Dulcinea. Sólo quería decir que no hace falta haberse leído completo “El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha” (aunque yo lo recomiendo), para darse cuenta de que la importancia de este personaje: su popularidad, la simpatía que despierta, la influencia que ejerce incluso en el mundo real (puede medirse en nombres de calles y plazas, de marcas comerciales, pequeños comercios, certámenes literarios, etc); es muy superior a la que le confiere Cervantes en la novela (tanto por el espacio o el cariño que le dedica, como por los datos que da de ella); de hecho ni siquiera es una invención del autor, es una creación del propio Don Quijote (Aldonza Lorenzo está al mismo nivel que Alonso Quijano, Sansón Carrasco o Sancho Panza; pero Dulcinea del Toboso se nos presenta como un personaje inventado por otro personaje). Quizás se podría decir lo mismo del propio Don Quijote: el personaje de Cervantes es un anciano endeble que ha perdido el juicio y se ve a sí mismo héroe valiente y vigoroso, dotado con todas las maravillosas cualidades con que se pintaban a los protagonistas de las novelas de caballerías; Dulcinea es una labradora cuarentona, hija de aldeanos, analfabeta y con la cara picada de viruelas, mas él la ve poco menos que como a una joven y hermosa princesa… No sé si la diferencia está en que mientras los lectores y no lectores del libro, siendo conscientes del vínculo entre Alonso Quijano y Don Quijote, valoran a cada uno en función del otro; Dulcinea del Toboso eclipsa totalmente a Aldonza Lorenzo y, por decirlo de alguna manera, tiene su propia existencia, incluso al margen del personaje cervantino que la inspira y que ni siquiera la conoce (si no recuerdo mal, nadie llega nunca a hablarle de Don Quijote o tratarla como Dulcinea).

            Esta última reflexión me ha hecho recordar que una vez, como lector, se me ocurrió tratar de ponerme en el lugar de Aldonza Lorenzo. ¿Cómo se hubiera sentido de saber lo que un vecino, en el que por muchísimas razones nunca se había fijado, andaba diciendo lo que de ella decía y haciendo lo que en su nombre decía hacer? Cualquier cosa que haya leído al respecto (y que no es digna de mención, ya sea carta, poema o relato), trata de mostrar a una mujer enamorada, orgullosa de su suerte, transformada por el amor ideal, romántica, comprensiva, tan dulce como su propio nombre indica… Mas yo la imagino indignada, sintiéndose burlada por los piropos y halagos que sabe no merecer, acosada por tanto vencido que va a postrarse a sus pies sin que ella lo quiera ni entienda. No sólo es agobiante que se empeñe en amarte y agasajarte alguien a quien tú no quieres, puede llegar a crear pánico si quien lo hace se muestra tan obsesivo, por muchas que sean las palabras bellas o florituras que utilice en sus cartas de amor.

            No soy un entendido en El Quijote y no me extrañaría que más de uno me enmendara la plana... Tampoco entenderá quien este leyendo estas líneas a cuento de qué viene hablar de Dulcinea en esta ocasión, cuando ya no se celebra ningún centenario de la novela y hace más de un año que la leí por última vez. Pues, ya veis, por poca relación que parezca tener, todo se debe a mi aportación anterior en el blog, al cuento de “Bajo sus viejas botas”, porque recibió el primer premio del último certamen literario Dulcinea, de la Asociación Acción Cultural Miguel de Cervantes, de Barcelona… No suelo ganar premios (si cuando los menciono parece otra cosa es porque los he ido sumando a lo largo de muchos años), así es que resulta realmente curioso que el anterior que me otorgaron, un año antes, también llevara el nombre de Dulcinea, aunque se trataba del certamen convocado por la Casa de Castilla-La Mancha en Zaragoza. ¿No es curioso? A mí me lo parece, por eso me paré a pensar en este personaje y decidí contároslo porque así, de paso, también justifico el cuento que, sin explicación ninguna, os pasé el otro día.

Elena Pérez

Elena Pérez

Elena había aparecido en la oficina a última hora de una tarde de invierno, cuándo estábamos a punto de cerrar y la noche entraba a chorros por los cristales. Traía un libro de poesía en la mano y unas grandes e invisibles alas en la espalda; al principio, con los reflejos de los tubos de neón, no supe distinguir si de hada o de mariposa. Era lo primero y, al parecer, ella ni se había dado cuenta de que las llevaba.

Su nombre era de heroína de novela, de musa de guerreros, de protagonista de epopeyas… y ella, que sólo quería la paz, parecía dispuesta a desarmar todos los ejércitos con una caricia de su mirada.

Su apellido era de ratón misterioso y mágico, capaz de convertir el diente recién caído en una moneda resplandeciente o en un estuche de colores... pero te conformabas con el ungüento de sus palabras, o el bálsamo de su silencio, para curar la herida que la pérdida te hubiera producido.

Su apariencia era la de un hada de cuento, de las que convierten en niños a los muñecos de madera, de las que te conceden tres deseos… y tú sólo tenías uno: sólo querías quedarte con su sonrisa para siempre.

... Y si alguien quiere saber más de Elena, que no deje de leer este bello texto que nos envió a sus amigos el día que, hace poco, cumplió cincuenta años.

Clásicas y sabrosas lentejas con arroz

Clásicas y sabrosas lentejas con arroz

Bueno, ya sé que los mangostanes de la imagen poco tienen que ver con el título de esta entrada… Pero vienen a cuento, como luego verá quien continúe leyendo.

            El caso es que he pasado toda una semana en Albacete, por razones de trabajo; pero con tiempo suficiente como para derrocharlo en algunas de las actividades que más me gustan, como andar lentamente y sin rumbo fijo por la ciudad, sentarme en un banco del parque para jugar a que soy un viejo que toma el sol y mira las ardillas, visitar la hemeroteca para husmear en las amarillentas páginas de los diarios de cuando era niño, volver a la última cafetería en la que estuve a solas con mi padre para volver a tomar el mismo café… y otras tareas sin afán.

            Fui al cine, claro, a los Candilejas que, pese a su sencillez y falta de ostentación, son todo un lujo para los amantes del cine; ya lo conté aquí mismo hace algún tiempo y, además, ya tienen ellos su propio blog (tan modesto como sus “minisalas”). No recuerdo cuáles fueron exactamente las últimas películas que vi allí, pero sí una iraní, de Hana Makhmalbaf, que me impresionó hasta el punto de que, desde hace casi dos meses, estoy tratando de encontrarle un hueco en estas páginas: “Buda explotó por vergüenza”; quizás todavía lo haga, me resultaría muy fácil, puesto que algún tiempo después encontré un artículo que me dejó el trabajo casi hecho; sólo tendría que escribir: “Como decia Carlos Boyero en “Babelia”… y transcribir su texto. Las dos que he visto esta semana merecen la pena: “Las chicas de la lencería”, suiza (dirigida por Bettina Oberli) y, ésta sí que os recomiendo que hagáis lo posible por verla, “La banda nos visita”, israelí (dirigida por Bikur Ha-Tizmoret).

            Visité las cinco librerías de la ciudad en las que suelo comprar (para no hacerles publicidad, sólo voy a citar el nombre de la de “Libros el Joven”, porque es de lance y siempre he sentido una especial predilección por los libros usados; y la “Librería Universitaria”, por lo importante que fue para mí y mis amigos cuando se llamaba “Librería del Maestro”, regentada por Carlos; y por el cariño con que su hija Yolanda, desde que se hizo cargo, trató a la editorial y ahora me trata a mí. No compré muchos esta vez: Sabiendo que iba a disponer de suficientes horas, me llevé bastante lectura y más de una tarde, mientras llovía, me la pasé entera leyendo cuentos de Jesús Martínez Rodríguez (“Helénicas”) y de Haruki Murakami (“Sauce ciego, mujer dormida”); de este autor también la novela “Sputnik, mi amor”; supongo que con decir esto ya no hace falta que lo recomiende expresamente, pero lo cierto es que, cuando hace unos días lo leí por primera vez (“Tokio blues”), escribí unos comentarios que no he llegado a colgar en el blog pero que pondré dentro de poco… Bueno, aún me quedó algún rato para leer a Wenceslao Fernández Flórez, porque es un autor del que nunca me canso (ahora le ha tocado el turno a la novela “Ha entrado un ladrón”), y para otro libro que merece un punto y aparte: “Ser feliz depende de ti”, de Ramón Sampayo.

            Mientras hacía el punto y aparte me he acordado de que una vez me hice el propósito de no hablar nunca mal, en este blog, de ningún libro… Además, no me cabría aquí todo lo que se me sugirió su lectura. Así es que voy a cambiar de tema: El martes por la tarde, en un supermercado, encontré “mangostinos” (así aprendí a llamar a los mangostanes en Mariquita, donde los conocí); aunque el precio era algo prohibitivo (19,95 €), no pude resistir la tentación de comprarme dos para esa noche… afortunadamente salieron buenos, como los que se ven en la imagen. El miércoles comí en casa de mi hermana; me sirvió las clásicas y sabrosas lentejas con arroz que dan título al artículo de hoy. Esa noche me vi con Gata (que también tiene ya su blog), y con Gonzalo, su marido. Estuvimos tomando vinos y tapas pero, sobre todo, hablando de literatura, de libros, de escritores amigos o conocidos, de premios literarios (unos serios y otros grotescos), de historias escritas o por escribir; Gata no sólo es original y escribe bien, sino que lo hace mucho y con constancia; y Gonzalo, por su parte, parece un manantial inagotable de anécdotas y argumentos.

            El jueves comí en Villatoya con mi madre. Me preparó las clásicas y sabrosas lentejas con arroz. Sólo por la noche, cuando habló con mi hermana, se enteró de que las dos me habían ofrecido lo mismo y me preguntó por qué no le había dicho nada. Le podía haber explicado que a los 53 años ya no se protesta por la comida, pero tenía una razón todavía mejor y se la di: “No importa. Lo más seguro es que mañana, cuando vaya a Requena, Eliana también las haya preparado”. No es que no cocinemos otra cosa, es que tengo comprobado que si alguna vez como fuera, sea lo que sea, al día siguiente en casa se sirve lo mismo en la mesa.

            Hoy viernes, por fin, después de una larga semana (el viernes pasado también estuve de viaje), casi a las cuatro de la tarde he regresado a casa. Eliana y los niños me estaban esperando con la mesa puesta… Y sí, después de mucho tiempo sin hacerlas, había preparado las clásicas y sabrosas lentejas con arroz.

Los sábados, certamen literario

Los sábados, certamen literario

Hace tres sábados (ayer se cumplieron dos semanas), se entregaron en Villatoya los premios del X Certamen Literarios “Emilio Murcia”. En realidad, para nosotros (Eliana y yo), el acontecimiento comenzó el viernes, con la llegada de la ganadora, Puri Novella, que vino con su familia en tren hasta Requena. Juntos viajamos hasta Casas Ibáñez, dejando a un lado Villatoya por la variante nueva, desde la que el pueblo, extendido por el valle, a orillas del río Cabriel, se ve aún más bello de lo que se ha visto nunca. Esa noche improvisamos una cena-tertulia con los componentes del que fuera mi taller literario durante años: David y Loli, los Manolos (Picó y Calomarde), Noelia, Irene… Todos habían leído ya el cuento de Puri y, como siempre, la conversación fue amanea y discurrió por los más imprevisibles derroteros. No estaría mal incorporar esta cena previa con el ganador de cada año, como parte de la entrega de los premios. Manuel Merenciano Felipe, Manolo, llegó a la mañana siguiente, también acompañado de su familia, justo a la hora de la comida. Fuimos a “La Lola”, el restaurante del que siempre digo que voy a hablar algún día en el blog (y lo voy a hacer), pero que ya puedo recomendar a todo el mundo, sin necesidad de entrar en detalles.
Era sábado y llovía. El Centro Social de Villatoya, un año más, se llenó de amigos y, en esta ocasión, la entrega tuvo un toque teatral… Siempre ha habido algún espectáculo acompañando el evento: Un ballet vanguardista, que irritó al entrañable y desaparecido Rodrigo Rubio; Miguel Ángel Ródenas, concertista de guitarra clásica; el quinteto de metales Esbrassiba; cuentacuentos (Ivana), cantautores como Vicent Savall, el chileno Lucho Roa o el inolvidable Rafael Amor; un mago, una soprano acompañada de un pianista… Pero este año fue diferente, este año los actores y actrices de Oleana Teatro, más que acompañar con una actuación, convirtieron la entrega de premios en un montaje teatral que a ratos emocionó hasta las lágrimas y, a ratos, hizo reír… hasta las lágrimas. Los personajes creados por Puri Novella (Las hijas de Irene) y Manuel Merenciano (Ventanas), tomaron vida y se mezclaron con el público. Maribel Rubio, sostén del certamen, nos conmovió una vez más con su análisis certero de las obras, con sus palabras de aliento para los autores y con sus emotivos recuerdos de Emilio Murcia, el que fuera su compañero. Luego, actores, jurados y lectores, autores galardonados y promotores o colaboradores del premio, nos fuimos juntos a cenar, más que nada, para poder seguir hablando hasta entrada la madrugada, hasta que ya no era sábado sino domingo.
Un sábado después (ayer hizo una semana), era yo quien tenía que ir a recoger un premio, el “Dulcinea” que cada año convoca la Asociación Cultural Miguel de Cervantes, en Barcelona, y al que este año me había presentado por tercera vez, pero con más suerte que las anteriores. He escrito bien lo de “tenía que ir” porque, por más que me pesó, al final no pude acercarme hasta el hotel en el que Andrés Amorós iba a dar una conferencia y luego se entregarían los premios. Me hubiera gustado; son esos los mejores momentos para alguien a quien le gusta escribir y, en mi caso, son muy escasas las oportunidades que se me conceden de vivirlos. El relato premiado (Bajo sus viejas botas), se publicará en la revista “Cervantina”, tanto en la edición impresa como en la digital… ya os pondré un enlace en su día, por si alguno de vosotros quiere leerlo y, de paso, os contaré un poco de su historia, que la tiene.
Este último sábado, ayer, no había premios que entregar ni que recoger, así es que planifiqué quedarme en casa todo el fin de semana, para escribir estas líneas, leer periódicos atrasados y, sobre todo, disfrutar con la lectura de dos de esas novelas que, al final, termino recomendando a todo el mundo: La piel fría, de Albert Sánchez Piñol y Broonklyn Follies, de Paul Auster. La primera me la había recomendado insistentemente Laura Plana (tanto recomendarnos libros, cuándo nos dejará que gocemos leyendo su Mar de Amanda); la segunda me la traje del “mercadillo” de Publicaciones Acumán, la última vez que estuve en Toledo, y es uno de esos pocos libros que, lejos de desinflarse al final, va creciendo a medida que éste se acerca… Pero hubo algo más, que tiene que ver con lo ocurrido en los sábados anteriores: A la dirección de Villatoya me llegaron tres ejemplares de Historia de todos, libro antológico en el que aparecen las creaciones seleccionadas en el concurso de relatos breves que, con el mismo nombre, convocan en Azuqueca de Henares, y entre los que se encuentran dos de Miguel Ángel Carcelén y uno mío, Por el este sale el sol, que escribí expresamente para ese certamen y que, para no hacerlo más largo hoy, lo colgaré en el blog dentro de unos días.
Eso sí, no pongo punto final sin explicaros las fotos que aparecen al principio, relacionadas con la entrega de premios de Villatoya y en las que pueden verse (de izquierda a derecha y de arriba abajo), en la primera, en el salón de actos del centro social, con los actores y actrices de Oleana Teatro, Puri Novella en un extremo y yo en el otro, a mi lado Noelia y, detrás nuestro, Manuel Merenciano; Maribel Rubio en el centro. En las siguientes: Noelia, presentadora de la entrega desde hace cinco años, con los ganadores. Puri Novella con su familia. Manolo, con la suya. El escritor asturiano Celso Peyroux, que también nos acompañó este año, junto a Maribel Rubio y otra invitada. Bea, Loli y David, tres de los lectores que colaboraron con el jurado en la selección previa. Llanos, la alcaldesa de Villatoya, en buena compañía. Los actores… sin máscara. Carmen Navalón, alcaldesa de Casas Ibáñez, que nos recibió en su pueblo, junto a su marido y a Ana, mi amiga, “exsocia” en aventuras editoriales y presentadora de la entrega de premios en las dos primeras ediciones.
Aunque todos aparezcamos tan cariacontecidos, nos los pasamos muy bien.

Cuatro décadas y media de coincidencias

Cuatro décadas y media de coincidencias

Recordadme que el día de Reyes os regale un relato que, en más de una ocasión y en esta misma bitácora, os he mencionado; una narración que escribí con el nombre de Apagones y cuya historia también es como una fábula… Y, aunque parezca que no tiene nada que ver con esto ni con lo que sigue, dejadme que primero os cuente que Noelia (sabiendo que una de mis aficiones preferidas es la de buscar libros, sin que me importe el que a veces tarde años en hallarlos), me pidió que encontrara una novela de Nick Hornby, llamada High fidelity…

            Pero, en realidad, todo empezó cuando mi hermano Amador escribió El gigante egoísta, allá por el año 1962. Supongamos que es 28 de diciembre, tal día como hoy, pero hace cuatro décadas y media. Es el cumpleaños de papá; el tío Antonio y la tía Maribel han venido a pasar las Navidades con nosotros. Sus hijos (Antonio, Maribel y Juan Ramón), aún no han nacido, seguramente ni siquiera quienes algún día serán sus padres puedan soñarlos. En Casas Ibáñez han amanecido las calles blancas de escarcha; de los tejados cuelgan transparentes chuzos de hielo y también el agua de los charcos y las balsas se ha helado; los niños, sin escuela por las vacaciones de Navidad, calzados con botas de goma para no mojarnos los pies, tratamos de patinar sobre las improvisadas pistas; es tanta la humedad del aire que el humo de las chimeneas apenas consigue alzar el vuelo, y va impregnando de olor a leña quemada incluso las ropas de quienes en casa no encendemos lumbre, de quienes nos calentamos los pies (que al final se han empapado), junto a un brasero eléctrico que, como si también él huyera del frío, se esconde bajo las gruesas faldas de una mesa camilla, en la que Amador, que sólo tiene un año menos que yo, unos días antes, llevado por el espíritu de la Navidad, ha escrito un cuento de su invención al que ha titulado El gigante egoísta.

            En la calle principal, que entonces llamaba “Caídos” y hoy le dicen “Tercia”, está la imprenta Lahiguera y, en la calle “José Antonio” (hoy “Correos”), la imprenta de Jesús; ambas son, además, las únicas librerías del pueblo y, aunque ninguna de ellas exista ya, el 28 de diciembre de 1962, cuando cae la noche, encienden sus pequeños escaparates para que cualquiera que pase por delante pueda ver los tesoros que se ofrecen de cara a la próxima venida de los Reyes Magos: cajas de colores, cuadernos con fotos de Marisol en la cubierta y las tablas de multiplicar en el dorso, el último número de la revista Ama, plumieres de madera, libros de cuentos, de recetas de cocina, de horóscopos que auguran un venturoso 1963… Amador, que no se ha mojado los pies, porque nunca hace lo que no debe, regresa a casa y se para ante algunos escaparates, desempeña los cristales, haciendo un circulo en el vaho con la manga del abrigo de paño, y se asoma al interior, tenuemente iluminado: los juguetes y tebeos del kiosco de la Nicolasa, los dulces de las pastelerías de Juan Manuel, de Blesa y de Torrente, más juguetes en la tienda de la Sole (en la que yo me había ofrecido como dependiente voluntario), y una de las librerías, en la que se lleva la sorpresa de encontrarse su propio cuento… creía que nadie lo había leído todavía y allí estaba su gigante egoísta, risueño y bellamente coloreado, con un niño en sus brazos.

            Aunque para los más mayores fuera fácil imaginar que aquél no era el relato que él había inventado, que se trataba de una mera coincidencia con el título de otro, escrito por un tal Óscar “Bilde” o algo así (no olvidemos que en la escuela nos enseñaban que la “W” se leía “b”, como en “retrete”), yo nunca he olvidado la excitación con que nos contó su sorpresa porque luego, a lo largo de la vida, esto mismo me ha ocurrido más de una vez: no sólo me he encontrado publicado un título que yo guardaba como un tesoro, sino a veces todo un argumento que ya tenía escrito o, cuando tuve la editorial, el primer diseño que Ana hizo para la colección Odaluna resultó que coincidía con la “Biblioteca de Cuentos” de la poco conocida pero muy recomendable editorial Clan.

            Podría poneros más ejemplos, pero entonces no me quedarían ni espacio ni tiempo  para contaros que el otro día vino Inés a casa, con su marido y su hijo, el pequeño Eduardo; ni que he empezado a leer Alta fidelidad, la novela de Nick Hornby que Noelia me pidió que buscara; ni de explicaros qué es un piscolabis de la CAT y que hubo una vez en que su tema fue “el apagón”… Los “piscolabis” son una especie de merienda o cena de sobaquillo, a la que cada uno se lleva su bocadillo y, además de la buena compañía,  recibe bebida para regarlo y aceitunas y frutos secos con los que pasar el trago; a cambio, nada más, de acudir con algo escrito sobre el tema propuesto, ya sea original, sacado de Internet, rescatado de la memoria… Cuando aquella vez andaba yo pensando qué escribir sobre “el apagón”, Isabel Sanchís, la bibliotecaria de Requena, me ofreció una idea, contándome la historia de un niño que apagaba la luna a base de soplidos; se la había escuchado a un cuenta-cuentos (creía que en Chelva, en su mágica noche “al calor de las palabras”); decidí que yo la contaría a mi manera, Eliana se buscó un poema de Rafael Pombo  y, con los bocadillos bajo el brazo, nos fuimos a cenar. El relato gustó tanto que decidí averiguar quién era su autor, o si no lo tenía, si estaba publicado y podía leerse completo… Pregunté a Lorenzo, que también había estado en Chelva, y no lo recordaba; a las cuenta-cuentos que conozco: Sonia, Ivana, incluso a Maricuela, la única persona que se sabe la historia de las hormiguitas y el fraile motilón, que mi padre nos contaba de pequeños y que ella recosntruye con las mismas palabras que él usaba… pero nadie conocía esa historia que me habían contado. Hice un breve resumen de su argumento y lo coloqué en foros literarios, pidiendo pistas; nadie respondió. Un par de años después encontré aquel borrador que había hecho para la CAT y pensé que era una pena que ese cuento que alguien había oído junto a un fuego, en una plaza de pueblo, se perdiera para siempre, así es que lo incluí en mi relato Cuando llegué a Chillán, pero explicando la circunstancia de que esa fábula, que uno de los personajes escribía para su hijo, en realidad se la había escuchado a un cuenta-cuentos… Y ahí se quedó la historia, como alguno de vosotros ya la habrá leído en el blog, hasta que hace un par de meses se me ocurrió escribirlo en serio y, partiendo de lo que me habían contado, inventar un ambiente, definir los personajes (por ejemplo, puse mucho empeño en inventar un padre obsesionado con explicarle todo a su hijo, que todavía no sabía hablar), y así, finalmente, narrarlo con mi propio estilo, añadiendo todo tipo de detalles, para que fuese mi obra y sólo en el argumento se pudiera parecer a la que alguien fuera contando por ahí… Sólo cuando ya estaba acabado y a mi gusto, encontré en “Google” las primeras referencias a la historia del niño que apagó la luna y que resultó ser un original de Carles Cano, incluido en su libro Cuentos para todo el año. Busqué inmediatamente el libro (lo encontré con facilidad, cuando, después de casi dos años, todavía no me había hecho con el de Nick Hornby), y me quedé tan asombrado como Amador cuando vio su Gigante egoísta en el escaparate de la imprenta: no era sólo la historia que narraba, es que estaba contada de idéntica manera, casi con las mismas expresiones que yo había ido hilvanando a lo largo de los años.

            Pensé que ese cuento, aunque en parte aún pudiera considerarlo “mío”, ya no era publicable y sólo podría compartirlo con vosotros a través de esta bitácora, pero, ¿cómo deciros “este relato de Carles Cano lo he escrito yo… después que él”?  Y entonces vino Inés desde Chile, con Roberto, su marido, y Eduardo, el hijo que tuvieron hace siete meses. A ella no le veía desde que, hace un par de años, fui a visitarla con los niños a Navas de Jonquera; a Roberto no había vuelto a verlo desde la primera vez que estuve en Chile, hará unos ocho años; Eduardo, al que sólo había visto en fotos (en una de ellas vestido de “huaso”), y que venía con una pierna escayolada, me pareció muy despierto y observador… luego pensé que pocos niños de siete meses podrían contar tanto: se ha vestido de “huaso”, se ha roto una pierna, ha viajado de América a Europa… algunos mayores tampoco han vivido tantas experiencias. Fue un encuentro verdaderamente entrañable y tuvimos tiempo suficiente de ponernos al día de nuestras vidas y, por supuesto, revivir algunos momentos compartidos, contar anécdotas que nos hicieron reír, recordar a personas que Inés y yo conocemos aquí o allá… Entre otros, les pregunté por Daniel, el hijo de Roberto, al que conocí siendo un inteligente preadolescente de 14 años y que ahora, con 22, hace su segunda carrera en la Universidad; me quedé asombrado. “¿Cómo es posible que en sólo ocho años un niño de catorce se haya convertido en un joven de veintidós?” No quería hacer sólo un chiste, quería mostrar mi asombro porque en tan poco tiempo una persona se transforme tanto; pero les hizo gracia y pensé que era una frase ocurrente, que algún día podía utilizar.

            Por fin, el miércoles de esta semana, después de casi dos años, pude encontrar Alta fidelidad, la novela de Nick Hornby; hallarla antes hubiera sido imposible, porque en español sólo se ha publicado en noviembre de este año, sólo que yo no lo sabía, Noelia no me había dicho que lo único que había leído de ella era una referencia que el autor hace en otra novela posterior (31 canciones)… Así es que, después de tanto tiempo llevándola en la mente, me apresuré a hacer un paréntesis en los Episodios Nacionales, que ahora me ocupan, e iniciar su lectura. De momento me está gustando, me está gustando bastante y puede que acabe gustándome mucho; pero si ahora la saco aquí a colación es porque que justo en su página treinta y tres me encontré está frase: “Sólo me había costado seis años pasar de ser un chavalito de diez años a ser un chaval de dieciséis”… Sólo hacía setenta y dos horas que yo había dicho lo mismo, en un contexto parecido y casi con las mismas palabras. Nunca seré original: aunque eso, que tanto me preocupaba cuando por la edad resultaba imposible serlo, ahora ya me da igual. No os lo digo para quejarme, sino sólo para compartir mi asombro y porque así me siento justificado para poneros aquí mismo, el próximo día, mi versión del relato de Carles Cano (cuya lectura también os recomiendo… y no sólo para que podáis cotejarlo con el mío, también para que disfrutéis de todas las historias que recoge en sus Cuentos para todo el año)

Luces en la noche

Luces en la noche

            Alumbrado por el sol radiante de una mañana luminosa, impropia de un otoño que, en vez de acercársele, parece huir del invierno, voy a escribiros sobre la noche; sobre algunas noches y las luces que a duras penas resquebrajaron su oscuridad.

            La verdad es que, cuando me puse a pensar en lo que ahora os voy a contar, el título que me rondaba en la cabeza era el de Luces de la ciudad, el mismo de la película de Chaplin; iba a escribir la “genial película de Chaplin”, pero me ha parecido que el uso del adjetivo podía ser una redundancia, que ya está implícito en el nombre del guionista, director, intérprete y autor de la banda sonora que, por cierto, se basa en el cuplé de “La violetera”… no es lo único español del film, puesto que también el argumento parece inspirado en Marianela, la novela de Bentio Pérez Galdós.

            El caso es que yo iba a escribir sobre las luces que más recuerdo de cada ciudad o lugar y me parecía que ése era un buen título pero, al enumerar sobre el papel algunos de esos recuerdos, me di cuenta de que en la mayoría de ellos recuperaba momentos vividos en la noche… Aunque no todos, porque el primero que ahora me viene a la cabeza es el de la fría luz de la mañana en la que caminábamos Tina y yo por la Gran Vía de Madrid (aún estaba cerrado el metro), y me recordó ese otro amanecer en el que, en La Colmena, la novela de Cela (¿o debería decir la película de Camus?), “un marica y uno que escribe” salen de la cárcel a una mañana “esa mañana eternamente repetida, juega un poco, sin embargo, a cambiar la faz de la ciudad, ese sepulcro, esa cucaña, esa colmena…”

            Mas, al fin y al cabo, el amanecer está todavía muy cerca de la noche; como también lo estaba aquel atardecer lejano en el que, en una terraza de Alacuás, con Visi, Carmen y Luis (amigos cuyos rostros puedo recordar, pero cuyas voces se han perdido para siempre en los recovecos de la memoria), hablábamos de la libertad y la justicia que habrían de llegar (como Gora y sus amigos, en la novela de Tagore), mientras el sol se ocultaba a nuestras espaldas y, frente a nosotros, al otro lado de la enjalbegada barandilla de adobes, podían adivinarse (aunque no se vieran), campos de naranjos que llegan hasta el mar… o imaginarse (aunque no estuvieran), una polvorienta plaza árabe y un minarete desde el que el almuédano llamara a la oración.

            Ahora, que casi hemos llegado al Mediterráneo, evoco sus bellos amaneceres en los que, antes de surgir de entre las aguas todavía oscuras, el sol pinta de rojo y fuego los penachos de nubes cercanos al horizonte. Alguna vez, cuando he estado de vacaciones en la playa, he madrugado para verlo; pero el recuerdo que conservo más vivo es el de contemplarlo desde el tren que, cuando iba a ver a Rosana a Cartagena, me traía de vuelta a Valencia; aquellos trenes expresos que antes me habían llevado al colegio a Zamora y en los que, pocos años después, los domingos regresaba desde Nules a Barcelona… siempre de noche, siempre con la tentación de salirme largos ratos al pasillo vacío, mientras todos dormían y, desde la ventana, poder contemplar la oscuridad que, poco a poco, habría de dejar lugar a ese rojo amanecer sobre los campos de trigo o sobre las olas.

            Y de las vías del tren a la carretera, desde el amanecer a una noche que, si no era oscura, como la del alma, es porque una enorme y redonda luna llena, la iluminaba por entre las encinas, muy cerca ya de Ávila. Me bajé del coche para mirarla y hacerle algunas fotos; también para recordar otras noches en las que, bajo la misma y blanquecina luz de los cuentos más góticos, desde Villatoya nos íbamos andando a Cilanco por el camino de las Balsillas, entre huertas, pinares y extensas choperas que resplandecían iluminadas por Selene.

            Al hablar de viajes y carreteras me acuerdo también de un atardecer, llegando a Zurgena, en el que, cerca ya las desérticas tierras de Almería, me tuve que parar para contemplar el espectáculo de un cálido atardecer que teñía de rojo todo lo que alcanzaban a ver mis ojos; era una luz que hasta entonces sólo había visto en sueños y, una vez, algunos años antes, había creído vislumbrar (aunque no fuera la misma), en la Puszta húngara, sentado en una cerca de madera y contemplando, junto a Agnes, que me enseñaba su país, a unos jinetes que cabalgaban sin sillas de montar… Son muchas más las luces que puedo evocar de Hungría pero, si tuviera que escoger una, elegiría la de esta foto que tomé en un parque de Budapest y en la que un solo rayo de luz ilumina un banco, en el que uno no se atreve a sentarse para no romper el hechizo de la estampa. Sí que lo hice en Albacete, en la casa de mi madre, una vez que bajando la escalera, con un libro en la mano, me encontré con ese efímero rayo de luz iluminando uno de los peldaños, me senté allí mismo a leer… y nunca más se me ha ofrecido la ocasión.

            Valencia, como ciudad mediterránea, tiene todas las luces que uno se pueda imaginar. Está tan cerca y tan presente que resulta difícil evocarla como recuerdo o elegir uno sólo de los momentos en los que su luz formó parte de una historia; pero me voy a quedar con una noche muy oscura, recién llegado allí a vivir, en la que Amparo, una de las primeras persona que conocí, junto a una amiga suya australiana y yo caminábamos de madrugada por el mercado de Ruzafa, abriéndonos paso en medio de una niebla espesa, que a duras penas rasgaban las farolas… no es una imagen muy propia de la ciudad, pero a mí me sirvió para escribir uno de los relatos de terror que me compraban en la editorial Valenciana para publicar, bajo pseudónimo, en la revista “SOS”…

            Tendría que hablaros también de Casas Ibáñez, de sus noches de feria; no las de ahora, sino las de la infancia, las de los primeros años sesenta, cuando los puestos de los feriantes y quincalleros se alumbraban con una sola bombilla, de tan poca potencia que podía mirarse directamente sin que molestara a los ojos… o de las miles de estrellas que poblaban los cielos de aquellos veranos en los que todavía se oía cantar a los grillos y el corazón no se cansaba de latir apresurado… De Mariquita, en Colombia, cuando en la noche de cada siete de diciembre, las calles se iluminan con las velitas que los vecinos colocan en los corredores de sus casas, para recibir a la Virgen; uno puede pasearse por todo el pueblo en medio de esas llamitas temblorosas, que parecen oscilar al ritmo de las cumbias y los vallenatos que se escapan de las ventanas abiertas, como todo el año, de par en par… De algunos pueblos extremeños, como Villanueva de la Serena, Guareña o Trujillo, en los que las tardes de verano caen lentamente, como si la luz quisiera prolongar la contemplación de decenas y decenas de niños que corren y juegan por sus plazas, mientras cientos de pájaros las sobrevuelan sin descanso… Y la luna, siempre la luna, sobre el Cantábrico, en El Barquero, contemplada desde la casa de Natacha, apareciendo y desapareciendo tras las nubes que arrastra el mismo viento que silba junto a las ventanas de madera… Sobre los hielos azules del glaciar Grey, en Chile, gigantescos al fondo del lago, pequeños cubitos que tintinean musicalmente junto a la orilla en la que me he ido quedando solo a medida que caía la noche… En Córdoba, junto a las aguas del arroyuelo de Rabanales, a espaldas de la ciudad, cuyas luces cercanas sólo se aprecian en el resplandor que se refleja en la oscuridad del cielo… Y así, recorriendo cada rincón, hasta regresar a Requena, donde sus rayos blancos se colaban por la ventana de mi dormitorio sin persianas, cuando vivía rodeado de cajas de libros en la que había sido mi editorial, e iluminaban los peldaños de una escalera que no iba a ninguna parte, y las páginas de un libro de cuentos que leía antes de empezar a soñar.

Solo en la sala... del Candilejas

Solo en la sala... del Candilejas

Estoy en Albacete. Hoy, como ayer, hemos tenido un día primaveral, impropio de un siete de noviembre. Os escribo escuchando a Stan Kenton en el ordenador. Esta tarde he estado comprando libros; cuentos de Carles Cano (de quien algún día tendré que relataros una historia tan curiosa como las que él escribe), también de un escritor ecuatoriano que no conocía, José de la Cuadra, y que me está gustando mucho… y otros, que harían la lista demasiado larga, sobre todo hoy, que quería hablaros de cine; porque mañana iré a ver alguna película a los Candilejas. No necesito mirar la cartelera para saber qué hacen; seguro que en alguna de sus pequeñas salas proyectan un título que me interese; es probable que los cuatro, aunque ninguno de ellos me resulte conocido, pues rara vez en los Candilejas “echan” pelís de ésas que todo el mundo conoce, de las que se producen en Hollywood y anuncian por televisión. Su programación se basa en filmes europeos y sudamericanos, cine norteamericano independiente, alguna producción asiática o africana… A veces uno se lleva un chasco pero, por lo general, sale al ambigú con la alegría de no haberse perdido esa maravilla que, lo más seguro, no se exhibirá en las grandes salas, en los multicines de los centros comerciales, en la franja horaria de mayor audiencia de la televisión (el mal llamado “prime time”). Yo creo que para Albacete (como lo sería para cualquier otra ciudad), es un lujo tener un cine así. También es posible que mucha gente no piense como yo; de hecho, en las diez o doce últimas veces que he ido, la mitad he estado solo, completamente solo, en la sala… Solo en la sala, que bien suena para título. Pues la otra mitad de las veces  he coincidido con mi prima Esperanza y su amigo Chiapella. Es curioso que nunca quedamos para ello (la última y, quizás, única vez que “quedamos” fue para comer en Toledo, cuando yo vivía allí y ella acudió para hacer un curso de su trabajo… es decir, hace más de veinte años); luego, salvo en alguna boda o algún funeral, sólo nos hemos encontrado en el cine y, dos de las veces, Chiapella que, además de ser actor, escribe, me ha regalado sendos libros suyos; el último, Evocaciones ayorinas, lo leí con verdadero placer porque en sus páginas, escritas con gracia y cariño, volví a recorrer rincones y parajes que me son muy queridos. No sé si mañana me los volveré a encontrar (a Esperanza y Juan Manuel), o volveré a estar solo en la sala. Hubo una época en la que, con la entrada (que en este soleado mes de noviembre del 2007 aún puede conseguirse por sólo tres euros, incluso sin ser el día del espectador), regalaban una consumición del bar; en otra época un cartel grande de cine; siempre, información detallada sobre las películas que se ofrecen… y éstas son lo mejor de todo; he hecho memoria y he recordado que en sus pequeñas salas vi por primera vez Bailar en la oscuridad, Deseando amar, El silencio del agua, La gran final, Cuatro minutos, La suerte de Emma, Nacional 7, Las tortugas también vuelan, Panamericana, Lista de espera, Historias mínimas, Caché… y un etcétera, no muy largo, pero suficiente como para que me atreva a invitaros a ir a los Candilejas… Ya me contaréis… Por cierto que, aunque un poco escondido, es fácil encontrarlo, junto al Parque Lineal, justo delante de una calle con nombre tan entrañablemente cinematográfico como la de “José Isbert”