Luces en la noche
Alumbrado por el sol radiante de una mañana luminosa, impropia de un otoño que, en vez de acercársele, parece huir del invierno, voy a escribiros sobre la noche; sobre algunas noches y las luces que a duras penas resquebrajaron su oscuridad.
La verdad es que, cuando me puse a pensar en lo que ahora os voy a contar, el título que me rondaba en la cabeza era el de Luces de la ciudad, el mismo de la película de Chaplin; iba a escribir la “genial película de Chaplin”, pero me ha parecido que el uso del adjetivo podía ser una redundancia, que ya está implícito en el nombre del guionista, director, intérprete y autor de la banda sonora que, por cierto, se basa en el cuplé de “La violetera”… no es lo único español del film, puesto que también el argumento parece inspirado en Marianela, la novela de Bentio Pérez Galdós.
El caso es que yo iba a escribir sobre las luces que más recuerdo de cada ciudad o lugar y me parecía que ése era un buen título pero, al enumerar sobre el papel algunos de esos recuerdos, me di cuenta de que en la mayoría de ellos recuperaba momentos vividos en la noche… Aunque no todos, porque el primero que ahora me viene a la cabeza es el de la fría luz de la mañana en la que caminábamos Tina y yo por la Gran Vía de Madrid (aún estaba cerrado el metro), y me recordó ese otro amanecer en el que, en La Colmena, la novela de Cela (¿o debería decir la película de Camus?), “un marica y uno que escribe” salen de la cárcel a una mañana “esa mañana eternamente repetida, juega un poco, sin embargo, a cambiar la faz de la ciudad, ese sepulcro, esa cucaña, esa colmena…”
Mas, al fin y al cabo, el amanecer está todavía muy cerca de la noche; como también lo estaba aquel atardecer lejano en el que, en una terraza de Alacuás, con Visi, Carmen y Luis (amigos cuyos rostros puedo recordar, pero cuyas voces se han perdido para siempre en los recovecos de la memoria), hablábamos de la libertad y la justicia que habrían de llegar (como Gora y sus amigos, en la novela de Tagore), mientras el sol se ocultaba a nuestras espaldas y, frente a nosotros, al otro lado de la enjalbegada barandilla de adobes, podían adivinarse (aunque no se vieran), campos de naranjos que llegan hasta el mar… o imaginarse (aunque no estuvieran), una polvorienta plaza árabe y un minarete desde el que el almuédano llamara a la oración.
Ahora, que casi hemos llegado al Mediterráneo, evoco sus bellos amaneceres en los que, antes de surgir de entre las aguas todavía oscuras, el sol pinta de rojo y fuego los penachos de nubes cercanos al horizonte. Alguna vez, cuando he estado de vacaciones en la playa, he madrugado para verlo; pero el recuerdo que conservo más vivo es el de contemplarlo desde el tren que, cuando iba a ver a Rosana a Cartagena, me traía de vuelta a Valencia; aquellos trenes expresos que antes me habían llevado al colegio a Zamora y en los que, pocos años después, los domingos regresaba desde Nules a Barcelona… siempre de noche, siempre con la tentación de salirme largos ratos al pasillo vacío, mientras todos dormían y, desde la ventana, poder contemplar la oscuridad que, poco a poco, habría de dejar lugar a ese rojo amanecer sobre los campos de trigo o sobre las olas.
Y de las vías del tren a la carretera, desde el amanecer a una noche que, si no era oscura, como la del alma, es porque una enorme y redonda luna llena, la iluminaba por entre las encinas, muy cerca ya de Ávila. Me bajé del coche para mirarla y hacerle algunas fotos; también para recordar otras noches en las que, bajo la misma y blanquecina luz de los cuentos más góticos, desde Villatoya nos íbamos andando a Cilanco por el camino de las Balsillas, entre huertas, pinares y extensas choperas que resplandecían iluminadas por Selene.
Al hablar de viajes y carreteras me acuerdo también de un atardecer, llegando a Zurgena, en el que, cerca ya las desérticas tierras de Almería, me tuve que parar para contemplar el espectáculo de un cálido atardecer que teñía de rojo todo lo que alcanzaban a ver mis ojos; era una luz que hasta entonces sólo había visto en sueños y, una vez, algunos años antes, había creído vislumbrar (aunque no fuera la misma), en la Puszta húngara, sentado en una cerca de madera y contemplando, junto a Agnes, que me enseñaba su país, a unos jinetes que cabalgaban sin sillas de montar… Son muchas más las luces que puedo evocar de Hungría pero, si tuviera que escoger una, elegiría la de esta foto que tomé en un parque de Budapest y en la que un solo rayo de luz ilumina un banco, en el que uno no se atreve a sentarse para no romper el hechizo de la estampa. Sí que lo hice en Albacete, en la casa de mi madre, una vez que bajando la escalera, con un libro en la mano, me encontré con ese efímero rayo de luz iluminando uno de los peldaños, me senté allí mismo a leer… y nunca más se me ha ofrecido la ocasión.
Valencia, como ciudad mediterránea, tiene todas las luces que uno se pueda imaginar. Está tan cerca y tan presente que resulta difícil evocarla como recuerdo o elegir uno sólo de los momentos en los que su luz formó parte de una historia; pero me voy a quedar con una noche muy oscura, recién llegado allí a vivir, en la que Amparo, una de las primeras persona que conocí, junto a una amiga suya australiana y yo caminábamos de madrugada por el mercado de Ruzafa, abriéndonos paso en medio de una niebla espesa, que a duras penas rasgaban las farolas… no es una imagen muy propia de la ciudad, pero a mí me sirvió para escribir uno de los relatos de terror que me compraban en la editorial Valenciana para publicar, bajo pseudónimo, en la revista “SOS”…
Tendría que hablaros también de Casas Ibáñez, de sus noches de feria; no las de ahora, sino las de la infancia, las de los primeros años sesenta, cuando los puestos de los feriantes y quincalleros se alumbraban con una sola bombilla, de tan poca potencia que podía mirarse directamente sin que molestara a los ojos… o de las miles de estrellas que poblaban los cielos de aquellos veranos en los que todavía se oía cantar a los grillos y el corazón no se cansaba de latir apresurado… De Mariquita, en Colombia, cuando en la noche de cada siete de diciembre, las calles se iluminan con las velitas que los vecinos colocan en los corredores de sus casas, para recibir a la Virgen; uno puede pasearse por todo el pueblo en medio de esas llamitas temblorosas, que parecen oscilar al ritmo de las cumbias y los vallenatos que se escapan de las ventanas abiertas, como todo el año, de par en par… De algunos pueblos extremeños, como Villanueva de la Serena, Guareña o Trujillo, en los que las tardes de verano caen lentamente, como si la luz quisiera prolongar la contemplación de decenas y decenas de niños que corren y juegan por sus plazas, mientras cientos de pájaros las sobrevuelan sin descanso… Y la luna, siempre la luna, sobre el Cantábrico, en El Barquero, contemplada desde la casa de Natacha, apareciendo y desapareciendo tras las nubes que arrastra el mismo viento que silba junto a las ventanas de madera… Sobre los hielos azules del glaciar Grey, en Chile, gigantescos al fondo del lago, pequeños cubitos que tintinean musicalmente junto a la orilla en la que me he ido quedando solo a medida que caía la noche… En Córdoba, junto a las aguas del arroyuelo de Rabanales, a espaldas de la ciudad, cuyas luces cercanas sólo se aprecian en el resplandor que se refleja en la oscuridad del cielo… Y así, recorriendo cada rincón, hasta regresar a Requena, donde sus rayos blancos se colaban por la ventana de mi dormitorio sin persianas, cuando vivía rodeado de cajas de libros en la que había sido mi editorial, e iluminaban los peldaños de una escalera que no iba a ninguna parte, y las páginas de un libro de cuentos que leía antes de empezar a soñar.
1 comentario
Goyo -
Me gusta leer lo que escribes. Evadirme por algunos de tus lugares físicos y espirituales, que también son los míos. Y que, al ser compartidos, crecen como las sombras del atardecer.
Dar forma a nuestros pensamientos, para hilvanar palabras en frases y luego en párrafos, es tarea inevitable si queremos conocernos mejor a nosotros mismos.
No dejaré que se apague mi blog.
Un abrazo. Goyo.