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Ramón de Aguilar

LO QUE PIENSO

Las cartas de nuestra vida

Las cartas de nuestra vida

                Cuando se me invitó a participar en las jornadas sobre literatura epistolar que se están celebrando en Calamocha, pensé enseguida, más que en los grandes autores que han escrito este tipo de literatura y que son muchos, en las cartas que se escribían de forma cotidiana y que, hasta no hace tantos años, formaban parte de nuestra vida.

                Recordé los tiempos en los que se abría el buzón con la esperanza de que hubiera llegado un sobre escrito a mano, con noticia de la familia y los amigos, y no con el temor de encontrar los de los bancos, con un extracto en el que al final se nos indica la cantidad en la que estamos en números rojos; un recibo de la luz que no podemos pagar, o el requerimiento para el pago de una multa de tráfico o más tasas municipales de las que podríamos enumerar en el poco tiempo del que disponemos.

                Escribía Amelia Castilla en “La intimidad al descubierto”, que “en cinco milenios de historia se escribe más que nunca, pero el rito de escribir a mano, doblar el papel, guardarlo en el sobre, pegar el sello y depositarlo en el buzón, se extingue. Apenas un cinco por ciento de las que cartas que se envían por correo actualmente tratan de asuntos personales”.

                Todavía recuerdo aquella época en la que sólo con ver nuestro nombre escrito en el sobre, ya sabíamos de quién era la carta que nos esperaba en el buzón; pues reconocíamos fácilmente la letra de nuestros padres o hermanos, de una prima  que nos gustaba, de la novia o de un amigo que nos escribía desde la mili. Ver su letra era como ver su cara, nos servía para reconocerlos y, aunque de una época un poco más lejana, aún alcancé a oler cartas en las que las mujeres ponían unas gotas de su perfume para que uno, al leerlas, también notara su presencia. Mientras que en otras, un marco negro en el sobre nos anunciaba una muerte de la que sabríamos al abrirlo, o un marco con los colores de la bandera de Francia (rojo, azul y blanco), era el anuncio de que la carta venía del extranjero.

                Las cartas, hasta no hace tanto, marcaban nuestra vida: Desde las primeras, escritas a los Reyes Magos, tal vez con la mano guiada por alguno de nuestros padres, porque todavía no sabíamos escribir, a las cartas con las que los viudos buscaban pareja por correspondencia, cuando todavía no existía la Red y a ello se brindaban las páginas de los periódicos (ahora es frecuente que la gente se conozca por Internet, pero antes, cuando no lo había, esta función la prestaba el correo y conocerse por carta, y aún enamorarse, no era tan extraño; ejemplo de esto también encontramos en la literatura: es el caso de “Cartas de amor de un sexagenario voluptuoso”, novela en la que Miguel Delibes no sólo usa el género epistolar, sino que lo convierte en argumento). Añadamos las cartas escritas y recibidas en el colegio y en la mili, las postales enviadas a la familia durante el viaje de novios, las cartas pidiendo un empleo o una recomendación… Toda una vida podría seguirse a través de correspondencia emitida, a través del correo recibido. Toda una vida en cuartillas dobladas y ensobradas, en sobres franqueados: Desde la que anunciara nuestro nacimiento a los abuelos hasta una triste y real que nunca olvido y que encontré en un libro (“El actor y sus personajes”), que me había regalado y dedicado su autora, Joaquina Pomareda de Haro , anciana ya, y entre cuyas páginas encontré olvidado el borrador de la carta en la que pedía plaza de caridad en un asilo.

                Los estudiosos de la literatura epistolar, que haberlos hay los, dicen que estas cartas no son literatura. Personalmente, discrepo y mi criterio es casi todo lo contrario: el de que todo lo que está escrito, en el fondo, es una carta, puesto que para alguien se escribe, puesto que a alguien se dirige.