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Ramón de Aguilar

LO QUE ESCRIBO

Señores de la Justicia y de la Ley

Señores de la Justicia y de la Ley

Ilustrísimos señores:
            Hemos recibido su resolución denegatoria de la petición de exención de visado para la permanencia en España de mi mujer, Klára Gárdonyi, así como la orden de expulsión para ella y amenazas de sanción para mí, todo ello en base a que, por nuestra diferencia de edad y su situación de inmigrante ilegal, les hace suponer que el nuestro es un matrimonio de conveniencia celebrado sin amor.

            No voy a invocar el derecho a la presunción de inocencia que sistemáticamente (y no sólo en nuestro caso), están vulnerando... Es más, les voy a reconocer que Klára y yo no estamos enamorados, no lo hemos estado ni probablemente lo estaremos nunca. Es muy poco probable que una muchacha de veintidós años y un jubilado de sesenta y siete se enamoren ciegamente... pero están muy equivocados cuando suponen en mí algún tipo de debilidad y en ella aviesas intenciones. Es cierto que Klára y yo no estamos tan apasionadamente enamorados como lo está el resto de los matrimonios de este país, pero le aseguro que nos queremos tanto como el que más.

            A Klára me la trajo un día mi hermana para que arreglara la casa que, desde que murió mi mujer, estaba muy abandonada. Les aseguro, señorías, que no soy un inútil para las tareas domésticas y que, como cualquier otro español, me sobro para llevar adelante un hogar sin la ayuda de una mujer. Pero la muerte de Elena, mi esposa durante más de treinta años, me había quitado la ilusión por las pequeñas cosas hasta el punto de convertir mi vida en mero sobrevivir. La presencia de Klára, una tarde a la semana, aunque mejoró el aspecto del hogar, no cambió mi estado de animó y la única variación que supuso fue que, cuando llegaba la hora de la merienda, le pedía que interrumpiera su tarea para ofrecerle un café con leche y algunas pastas.

            Un día que me distraje, cuando ya había pasado un buen rato de la hora habitual, fue ella la que me buscó. “Tengo hambre” me dijo con los ojos empañados en lágrimas. Sólo dijo eso: “tengo hambre”; todo lo demás: la angustia, el dolor, el miedo, la vergüenza lo leí en su mirada. Supe entonces que en días como aquél mi merienda era su única comida y, con el tiempo, conocí otras muchas miserias que, desde que su madre muriera cuando ella sólo tenía diez años, había padecido hasta llegar a nuestro país.

            La historia sería larga de contar y difícil de entender para quienes como ustedes se casan realmente enamorados, después de haberse prometido formalmente, haber pedido la mano, bordado el ajuar, comprado un piso, celebrado un banquete y recibido regalos de amigos y familiares... Yo, señorías, me limité a abrirle las puertas de mi casa, que ahora es “nuestra” casa, y con ella regresaron la luz y la alegría. Un aire fresco llenó de vida hasta los últimos rincones, alejó el espectro de la soledad, desterró la angustia... Pronto la quise y aprecié que me quería de verdad, que su cariño no era mero agradecimiento. Klára se cuida de mí y del hogar, yo me preocupo de su bienestar y de su futuro; comemos juntos, juntos vemos la televisión, hablamos, vamos al cine, compramos los viernes en el mercado, viajamos algunos fines de semana... Nunca hemos compartido cama. Ni soy el hombre al que una muchacha llega a desear ni puedo olvidar a la que siempre fue mi mujer.

            Si algún día se enamora y se va, no me sentiré estafado... me alegraré de verla feliz y la seguiré queriendo como ella me querrá a mí. Pero de momento son ustedes, señorías, quienes la alejan de mi lado, quienes la condenan a volver a la miseria de la que salió y a mí me devuelven a las sombras en las que me consumía. El delito es no estar tan enamorados como ustedes lo seguirán estando de sus mujeres, no sentir esa abrasadora pasión que consume a todas las parejas de este país, donde sólo el verdadero amor da derecho al matrimonio...


            Pero yo la quiero y ella me quiere, señorías, y esa es la única alegación que puedo hacerles para que ustedes, dueños de la justicia y de la ley, nos permitan seguir queriéndonos juntos.

Próximamente

Próximamente

He apagado la lámpara, que ya había encendido, para gozar de la hermosa luz del atardecer…

            He abandonado lo que estaba haciendo, para escribirte en este momento mágico, que no puedo apresar, ni soy capaz de pintar con palabras, porque la calidez de sus colores antes sólo la había visto en sueños…

            He abierto la venta de par en par para que, además de de la tarde que muere, entre también el olor de los  tejados mojados, de la tierra empapada, de los árboles regados por la lluvia...

            Te escribo sin mirar al teclado, sin apartar los ojos del paisaje, sin importarme que la página en blanco que simula la pantalla se vaya llenando con trazos rojos que señalan las faltas en las que incurren mis dedos… No importa, luego, cuando la noche caiga del todo, corregiré; pondré tildes donde no las haya, consonantes donde falten, espacios donde sean menester… Lo importante es que, cuando relea lo escrito, volverá a alumbrarme esta luz y volveré a sentir este aroma que creía olvidado.

            La otra mañana, el día que se casó Mercedes, me ocurrió algo parecido… Pero era el amanecer y yo, como ahora que se pone, estaba de espaldas al sol que salía. Al abrir la ventana y dejar vagar la mirada por entre las sombras que se desvanecían, llegó hasta mí el aroma del pan recién cocido, que subía desde la panadería que está debajo de casa.

            Ahora maúlla un gato, está más oscuro y el aire viene frío. Alguien llama al timbre, pero a mí me da pereza levantarme. Suena el teléfono, pero no me apetece cogerlo. Prefiero seguir pensando en el pan, en las panaderías que calentaban el horno quemando leña de pino y tan bueno era el olor de las leña amontonada a la entrada como el de las hogazas recién sacadas del horno, cuando todavía era de noche… Prefiero seguir mirando hacia un horizonte cada vez más difuminado, a las pequeñas ventanas que se van encendiendo en los edificios de enfrente, dando testimonio de que entre sus paredes hay vida: niños que hacen los deberes del primer día de clase, hombres y mujeres que se disponen a preparar la cena, que esperan una llamada de teléfono o a que comience el programa de televisión que les hará olvidar sus penas por un momento… quizás alguien lea un libro o escriba una carta o escuche la radio con la luz apagada.

           

            Han pasado dos días desde que escribí el párrafo anterior. La inspiración se ha esfumado y no puedo seguir con el mismo tono… Hay temas que se quedan en el tintero para la próxima vez: la citada boda de Mercedes, el nacimiento de Pedrito (como aún no tengo ninguna foto de él, había pensado ilustrar la noticia con una de Tina, su madre, de cuando era pequeña, muy pequeña); el comienzo del curso para los niños; que Natalia quedó la primera en las pruebas de acceso para el conservatorio (pronto tendremos una clarinetista en casa… aunque ella se molesta cuando le digo que algún día podrá tocar junto a Woody Allen).

            Las ideas corren más veloces por la mente que mis dedos sobre el teclado del ordenador. 

 

 

            “Cuando éramos pequeños, en el pueblo, había cine casi todos los días. Los lunes, miércoles y viernes, en sesión de noche; y el sábado y domingo, por la tarde y después de cenar. Eran películas para adultos, incluso algunas (como La mujer marcada), de las calificadas por la iglesia como 3R… Tarde años en saber que existían incluso las que habían obtenido un 4, pues ésas, como eran moralmente peligrosas para todos, no llegaron nunca a Casas Ibáñez.

            Pero lo importante, para quiénes éramos niños, era la sesión que para nosotros se hacía cada domingo por la tarde: pocas películas infantiles, pero todas toleradas; la mayoría, todavía en blanco y negro (como la vida), aunque la tendencia se fue invirtiendo con el paso de los años y acabando siendo todas en color (como los sueños). El lejano oeste americano, las enmarañadas selvas africanas, las profundidades marinas, los dibujos animados, los enredos de los cantantes de la época, los niños prodigio, los valientes espadachines, el más difícil todavía del mundo del circo, las vidas de los santos… y un largo etcétera que empezaba a alimentar nuestros sueños desde el lunes anterior, cuando a través de los cristales del ambigú se mostraban a la calle los “cuadros”, ocho o diez fotogramas que incitaban a adivinar qué iba a ocurrir en la película, del mismo modo que los traílers que se proyectaban o los carteles que las anunciaban y que, desde mucho antes, ya estaba colocado en alguna de las paredes del cine, casi siempre con la leyenda de “PRÓXIMAMENTE”.

El verde de tus pupilas

El verde de tus pupilas

 

 

Está lloviendo en la Glorieta. La Glorieta está desierta. Se ha adelantado el otoño y las hojas, caídas en el suelo, se empapan con la lluvia que mansamente baja del cielo. Un hombre espera sentado en un banco. Quien lo viera diría que es primavera, que asombrado contempla los tiernos brotes verdes de los árboles, las yemas nuevas que luego serán rama y darán hojas que harán sombra cuando llegue el verano, y volverán a caer cuando el otoño regrese. El hombre no siente la lluvia que moja su cabeza, que cala su camisa y empapa el vello oscuro de su cuerpo. El agua escurre hasta sus zapatos y, en la tierra, se hace charco. Quizás el hombre, que parece calentarse con los rayos de un sol que no brilla, se crea en el verano y se imagine a sí mismo paseando descalzo por la playa, o vadeando un río. El hombre oye una voz. Escucha su nombre y se levanta del banco. Busca con los ojos hasta encontrarte a ti, que caminas despacio bajo la lluvia. El agua ha empapado tus cabellos, ha mojado tu vestido y ha calado hasta tu cuerpo hermoso para desvestirlo con descaro: ciñe la ropa sobre tus senos perfectos de pezones puntiagudos, tus caderas sinuosas, tu pubis de seda... sobre las piernas que te acercan al hombre que te espera. Ninguno de los dos siente la lluvia que sigue cayendo. O no os importa. Cuando llegas a su lado os quedáis frente a frente, callados, sin decir nada. Tú sonríes. Él sonríe y vuestras sonrisas se juntan en un beso. Al separaros, el hombre te mira a los ojos. El verde de tus pupilas le devuelve la imagen de mi rostro... Entonces te beso de nuevo y pienso que no me quiero despertar.

Unos brotes verdes, minúsculos, de hierba

Unos brotes verdes, minúsculos, de hierba

      

 

 

       Ayer, diecinueve de noviembre, día de vísperas, después de varios años, volví a uno de los “piscolabis” literarios que organiza la CAT, encuentros de amigos a los que les gusta el teatro, la literatura, la poesía, la tertulia, el vino y que, de tarde en tarde, se reúnen con un bocadillo bajo el brazo (en esta ocasión la cena no fue de sobaquillo sino que se asaron chuletas en las ascuas que habían dejado unas cepas al arder), y un texto que leer sobre el tema elegido previamente en la reunión anterior. El texto puede ser más o menos original, bueno o malo, largo o corto, en prosa o en verso, dramático o cómico, escrito a mano, en ordenador o en una vieja máquina de escribir… es sólo el salvoconducto para entrar, participar y tener derecho a la bebida con que se riega la cena y a las aceitunas que, generosamente, aporta Gregorio,  el “Olivarero”.

       En esta ocasión la reunión se celebraba en un entorno muy especial, un lugar lleno de encantos que bien se merecerá que algún día le ofrezca toda la atención de este blog: El Museo de Sisternas, dedicado al mundo rural… El tema propuesto era “Los brotes verdes” y Miguel Ángel, en el correo que me mandó para invitarme, señalaba que “al margen de la política”. No hubiera hecho falta la observación puesto que, tan pronto como conocí el tema, me acordé de una bella historia que vi (eran dibujos, con muy poco texto), hace muchos muchos muchos años, en una revista de mi abuelo. Nunca la he olvidado, pero tampoco he vuelto a encontrarla, ni siquiera ahora con la ayuda de Internet; así es que decidí contarla a mi manera, con algunos cambios que posiblemente le quitan parte del encanto, pero la hacen más mía.

       He querido aprovecharla para volver a publicar en el blog y compartirla con todos vosotros en un día como del de hoy… porque creo que también en días como éste tenemos derecho a la esperanza:

 Unos brotes verdes, minúsculos, de hierba

             Ahora no os voy a contar la historia de este mundo en el que vivimos, del cómo ni el porqué surgió en medio de la nada y las tinieblas, de cómo en él se separaron las aguas y la tierra, crecieron las plantas, aparecieron los peces primero, las aves después y, luego, el resto de los animales y el hombre que, a lo largo de siglos, sería el encargado de ponerle punto y final.

            Quienes entienden de estos temas nos explicaron lo del calentamiento global, las causas de la contaminación y del hambre, del efecto invernadero, la violencia, la sobreexplotación de los recursos naturales… La gente más sencilla, pero más sabia que los que saben, intuyó que eran la guerra y la codicia, el odio, la incultura y la ambición quienes, año tras año, fueron devastando el planeta, quienes hicieron el aire irrespirable; los mares, meras… cloacas; los campos, estériles; la tierra un erial: Nada sobrevivió sobre su faz, condenada fue a la nada y las tinieblas. Ni un sólo vestigio de vida quedó en toda la Tierra.

            Ni un sólo vestigio de vida… Salvo un niño, una niña y unos brotes verdes, minúsculos, de hierba.

            Ellos cuidaron de aquellas briznas hasta que tomaron fuerza, crecieron, se extendieron, se hicieron pasto y fueron prado en el que nacieron flores, arbustos, árboles sobre los que volvieron a anidar los pájaros. Tuvieron hijos y, risueños, poblaron la tierra, donde fueron felices hasta que, poco a poco, regresaron los políticos, los militares, los sacerdotes, los banqueros… y trajeron la ciencia y el progreso, la industria, la riqueza, la avaricia, el odio, la ambición, la guerra y, de nuevo, la sobreexplotación de los recursos naturales, la contaminación, el hambre, el calentamiento global, el efecto invernadero.

            Quienes entienden de estos temas lo explicaron muy bien, pero eso no impidió que el aire se volviera irrespirable; los mares, cloacas; los campos un erial. Y esta vez sí que ya nada quedó sobre la faz de la tierra, condenada para siempre a la nada y las tinieblas: Ni un solo vestigio de vida en todo el planeta.

            … Salvo un niño, una niña y unos brotes verdes, minúsculos, de hierba.

Ansiedad

Ansiedad

La capilla estaba en el sótano. Como se trataba de un colegio religioso teníamos también una iglesia grande, bellamente decorada, con cúpula coronada por linterna, escalinata para subir al altar, vidrieras de colores que filtraban la luz del sol, un órgano majestuoso al fondo de la nave, coro de niños y bancos de madera noble que olían a mañana de domingo. Sus puertas estaban abiertas a toda la ciudad; no era un templo exclusivo del colegio y a nosotros sólo nos llevaban a la misa de doce de los días festivos, después de un desayuno especial a base de chocolate y picatostes; algunos de mis compañeros formaban parte del coro que entonaba los cantos de entrada, los salmos de alabanza y cánticos de comunión; dos o tres, de los que mejor leían, hacían las lecturas y la mayoría nos limitábamos a acompañarlos desde nuestros bancos, sumando nuestras voces en los estribillos y respondiendo con el “amén” o el “ora pro nobis” que correspondiera, según un ritual que nos sabíamos de memoria. El resto de los días podíamos oír misa en la capilla, antes de desayunar; pero yo no iba y aprovechaba esa media hora para leer novelas que sacaba de la biblioteca, que también estaba en el sótano, junto a la capilla, al almacén de la limpieza, el taller de mantenimiento, las cámaras frigoríficas, la lavandería y el resto de las entrañas de aquel complejo educativo en el que se nos preparaba a medio millar de adolescentes para un día de mañana, que resulto ser el de ayer.

Pese a la ubicación, la capilla estaba cuidada con esmero; en ausencia de imágenes policromadas, un majestuoso Cristo de madera tallada presidía el recinto, detrás de una mesa que, cubierta con un tapete inmaculadamente blanco, hacía las veces de altar; junto a éste, un pedestal soportaba el sagrario y un jarrón de cristal tallado, en el que nunca faltaban las flores frescas mientras, al otro lado del ara de madera, un pequeño armonio esperaba, como la lira del poeta, la mano piadosa que supiera arrancarle unas notas.  La luz de la calle llegaba escasa desde unos tragaluces que, aunque practicados en lo alto de una de las paredes laterales, en el exterior quedaban a ras del suelo; pero, para desvanecer las sombras, siempre hubo velas dispuestas al pie del altar y una lamparilla de aceite, perennemente encendida, junto al sagrario.

Fue Samuel Asián quién por primera vez me llevó a la capilla de noche. Samuel no sólo era compañero de clase, lo era también de habitación, junto a Federico Faraco e Ignacio Zabaleta; no sé si además de eso éramos amigos, aunque lo dudo. Tener que compartir aula y dormitorio durante los nueve meses del curso termina por dar una confianza y establecer unos vínculos que fácilmente pueden confundirse con la amistad; además, Samuel y yo hablábamos con frecuencia y me había llevado en una ocasión a su pueblo, en la provincia de Granada, al pie de Sierra Nevada, adonde fuimos haciendo autoestop y donde conocí a sus padres, a su hermano y a su hermana, a sus amigos y a otros muchachos y muchachas que me desconcertaron con su forma de vivir... En fin que, fuera o no fuera mi amigo, no debió de resultarle muy difícil compartir conmigo el secreto de que algunas noches, en la hora que teníamos libre después de cenar y haber escuchado las palabras que, para desearnos las buenas noches e invitarnos a la reflexión, nos dirigía el director, mientras otros veían la televisión, echaban una partida de ajedrez o de pingpong en la sala de juegos o paseaban por el patio, buscando un rincón oscuro en el que fumar un cigarrillo, él se escabullía hasta a capilla para tocar el armonio. Lo acompañé. Nunca me había dicho que supiera música, tal vez no la sabía y sólo lo hacía de oído; Asián no formaba parte del coro, no destacaba en las clases de solfeo y sin embargo allí estaba, a mi lado, en medio de la oscuridad, sin más luz que la de la mariposa que ardía en el aceite junto al sagrario, y sacando de las teclas del órgano las notas que al llegar a mis oídos se convertían en palabras: mujer, si quieres tu con Dios hablar pregúntale si alguna vez te he dejado de adorar… ansiedad de tenerte en los brazos y en la boca volverte a besar… tal vez estén llorando mis pensamientos… y así pasan los días y yo desesperado y tú, tú contestando quizás, quizás, quizás… y otras canciones que escuchábamos en los tocadiscos de nuestras casas.

El padre Herval nos descubrió al cabo de un tiempo. Hasta entonces tuvimos siempre la impresión de que hacíamos algo prohibido, de que estaba mal tocar al lado del sagrario canciones de Nat King Cole o de Frank Sinatra. Me imagino que el padre Peña o cualquier otro cura nos hubiera echado de allí sin contemplaciones y nos hubiera aplicado algún castigo escarnecedor o, de haber sido de los más progres (algunos, de buena fe, se torturaban a sí mismos y sufrían tratando de disfrazar sus ideas reaccionarias con una imagen moderna y juvenil, que siempre quedaba desfasada), nos hubiera explicado que al Señor le gustaba nuestra música y se alegraba de nuestras visitas, que podríamos hacerlas de manera organizada, invitando a más compañeros y completándolas con algunos minutos de oración… Pero el padre Herval no era así. Nos dijo que siguiéramos, que no nos cortáramos por él, que sólo iba a rezar un momento, y se marchó enseguida. Vino en más ocasiones, cada vez con mayor frecuencia y, aparte de escuchar, empezó a participar, pidiéndole a Samuel alguna canción, como la de Ansiedad, que parecía gustarle especialmente y que quiso aprender a tocar.

El padre Herval era, además, nuestro profesor de Historia del Arte. Sólo nos daba clase una hora a la semana y avanzaba muy despacio en la materia, porque le gustaba explicarlo todo con minuciosidad y detalle. Se decía que aprobaba a todo el mundo y se contaba que un año sorteó una matrícula de honor porque consideraba que todos se la merecían y el sistema sólo le permitía dar una. También tenía fama de ser bastante sobón y, de hecho, siempre andaba rodeado de tres o cuatro muchachos que le hacían reír con facilidad y a los que solía coger del brazo o por los hombros, mientras paseaban arriba y abajo por el recreo; pero lo hacía a la vista de todos, con naturalidad y sin ningún tipo de malicia aparente. Daba la impresión de no caerle bien al resto de los curas, pero tampoco parecía importarle mucho. Creo que a mí me apreciaba desde siempre, tal vez fuera sólo el respeto que le merecía como delegado de curso, tal vez fuera por otra razón, pero el caso es que sólo hablé con él una vez a solas antes de que pasara lo que pasó. Samuel estaba enfermo y yo había bajado solo a la capilla. Traté de recomponer alguna de las piezas que, sin éxito, mi compañero trataba de enseñarme; apenas podía reproducir diez notas, las que pobremente se correspondían con “mu–jer–si–pue–des–tu–con–Dios–ha–blar”… Luego no sabía cómo seguir, así es que pronto me cansé y empecé a improvisar, a tocar lo que se me ocurría, sin importarme que no fuera nada; me sonaba bien en medio de la oscuridad, en medio de la soledad, en medio de una tristeza que tenía más que ver con la edad que con el momento. No lo oí llegar y me sobresaltó su voz:

–        ¿No está Samuel?

–        Está en la enfermería. Parece que tiene la gripe.

Se sentó a mi lado pero, como yo no sabía tocar, me sentí cortado y me dio vergüenza seguir improvisando.

–        Quédate –me propuso él, al darse cuenta–. Yo ya me voy… Si no está Samuel,

que es el maestro…

Rió para terminar la frase, a la vez que se levantaba de mi lado, pero fue una risa breve y nerviosa.

–        No, yo también me voy.

Salimos juntos y subimos al patio. La primavera estaba recién empezada y la noche era todavía un poco fresca; pero el cielo estaba limpio y estrellado, de los pinares y ribazos cercanos parecía llegar el olor a bosque y humedad de las setas y los espárragos. En los rincones más lejanos se vislumbraba algún que otro puntito de luz, delatando a los fumadores precoces, que se creían a salvo en la oscuridad. El padre Herval y yo que, como un profesor y el delegado de curso, habíamos empezado hablando de su clase y de los problemas que tenían algunos compañeros, terminamos deslizando la conversación hacia temas más personales. De pronto me paré y se me ocurrió preguntarle lo que nunca se me hubiera ocurrido inquirir a un clérigo:

–        ¿Usted cree en Dios?

Antes de contestarme, rió de nuevo con la misma risa breve y nerviosa de la capilla.

–        Yo soy cura, ¿no?

–        Si, usted es cura, pero no cree en Dios.

Todavía anduvimos unos pasos en silencio, luego se detuvo y, tomándome del brazo, se decidió a responder:

–        Mira, yo sí creo que hay un Dios… Eso sí lo creo, pero no me preguntes cómo

es, ni por qué hace o deja de hacer las cosas. Y en cuanto a las vírgenes, los santos, las monjas y todo eso que nos llevamos entre manos, ¿qué quieres que te diga?

Antes de que sonase el aviso para retirarnos a los dormitorios, me contó que pertenecía a una familia modesta y que, sin recursos para poder estudiar, no había tenido más remedio que hacerse religioso. Había sido la Orden quien lo había mantenido, quien le había pagado la carrera y quien ahora le permitía vivir con tranquilidad y sin complicaciones, dedicado al estudio.

–           Me estoy leyendo en profundidad el Summa Artis –me explicó–. Tengo programada su lectura, día por día, hasta que cumpla los 77 años, que es cuando pienso morirme… No me tengo que preocupar de comidas, ni de ropas ni de compras; sólo de mis clases y de nuestros rituales religiosos, que son muy llevaderos… Por lo demás, sólo he tenido que renunciar a casarme y formar una familia y, como te habrás dado cuenta (todos se dan cuenta), yo no me hubiera casado… ni siquiera tengo que ir a escondidas a ningún burdel, como decís que hace el padre Peña. Todo lo que necesito está aquí.

A partir de este momento y hasta que pasó lo que pasó, me pareció que el padre Herval evitaba quedarse a solas conmigo. En vez de estrechar el lazo de nuestra amistad, si es que la hubiera habido, sus confidencias parecían haberlo alejado de mí, como si se avergonzara de haberme hablado con tanta franqueza, de haberse confesado con un alumno, con un adolescente que casi pudiera haber sido su hijo. Yo, sin embargo, me sentía más cerca de él y empecé a mirarlo con más ternura y cariño; comprobé que, aunque siempre iba rodeado de muchachos, salvo con Samuel Asián, con quien cada vez era más frecuente verlo, evitaba pasear siempre con los mismos y que, cuando reía con ellos, junto a la alegría del brillo de sus ojos aparecía una sombra de angustia y de inquietud, una sombra de ansiedad que parecía delatar una tortura interior y que se me hizo más evidente una noche en la capilla cuando, sentados ante el armonio, Samuel le tomó la mano para guiarle los dedos ante las teclas y, aprovechó la posición forzada, para apoyar su cabeza en el pecho del hombre al que estaba pegado mientras, titubeantes, las notas del armonio parecían tararear: “an-sie-dad-de-te-ner-te-en-mis-bra-zos,-mu-si-tan-do-pa-la-bras-dea-mor,-an-sie-dad…”

De vuelta al dormitorio recriminé a Samuel que fuera tan cruel.

–        A él le gusta…

–        Él lo pasa mal, porque quiere y no puede.

–        A mí no me molesta… Mientras no se pase demasiado, yo le dejo hacer. Ya

sabes tú cómo es para nosotros.

Con el nosotros no se refería a él y a mí, sino a sus amigos, a su hermano, a otros muchachos de su pueblo a los que había conocido cuando fuimos a su casa. Los fines de semana se iban juntos a la ciudad y buscaban turistas a los que acompañar; conseguían de ellos invitaciones y pequeños regalos como discos, relojes o tabaco, a cambio de seguirles la corriente en ese juego ambiguo, lleno de insinuaciones, en el que todo parecía posible aunque nada lo fuera. Cuando yo, que miraba con ojos golosos a su hermana y sus amigas, le dije que me parecía una estupidez y una pérdida de tiempo, él se rió con esa franqueza que cubría de inocencia todo lo que hacía o decía:

–          Tú estás tonto. Ellas hacen lo mismo. ¿O te crees que alguna estaría dispuesta a pasarse una tarde contigo, hablando de García Lorca con un refresco en la mano?

Nunca nos pusimos de acuerdo. Ya he puesto en duda que Samuel y yo llegáramos a ser amigos de verdad, aunque pudiéramos confundir con amistad aquel afecto que daba el roce diario, la intimidad de compartir dormitorio, el compañerismo del aula… Después de lo que pasó nos distanciamos más todavía y, desde que salí del colegio, al finalizar aquel curso, no he vuelto a saber de él.

El padre Herval se nos acercó una de las últimas noches de mayo, cuando la primavera se acercaba a su fin; de los campos y sembrados cercanos nos llegaba el olor dulzón de las amapolas que crecían en el trigo verde; la noche era tan apacible que no se nos había ocurrido bajar hasta la capilla del sótano, hablábamos con Alberto Tortosa y Miguel Ángel Poveda de lo que haríamos a partir del curso siguiente; soñábamos con un futuro que ya es pasado cuando el cura apareció de entre las sombras; le hicimos sitio en el corro porque su presencia no resultaba molesta, como lo hubiera sido la del padre Peña o algún otro de los religiosos; pero se quedó poco tiempo y enseguida él y Samuel, que habían empezado a hablar entre ellos, se pusieron a caminar por el patio, cerca nuestro al principio, pero cada vez más lejos, hasta que dejamos de verlos. Cuando se apagaron las luces de los dormitorios, Asián aún no estaba en la habitación; tardó mucho en llegar; en medio de la oscuridad y después de haber dormitado en varias ocasiones, no podía saber la hora, pero sí que era muy tarde.

–        ¿Dónde estabas? –le pregunté en un susurro, para no despertar a los otros dos.

–        A ti no te importa… ¿Cómo me preguntas eso?

–        Te pregunto sin más. Si quieres me lo dices y si no, no.

–        Pues ya ves que no quiero.

Traté de ignorarlo y conseguí dormirme enseguida. Por la mañana Samuel se comportó con total normalidad, como si la noche anterior no hubiera pasado nada. Quizás no había pasado nada, pero yo no podía olvidarlo. Estuve leyendo la media hora antes del desayuno, mientras otros oían misa y la mayoría estudiaba para los exámenes cercanos; pese a su proximidad, yo no quería renunciar a ese encuentro diario de treinta minutos con Martín Vigil o Julien Green, que eran los autores más modernos que podían encontrarse en la biblioteca del colegio, una biblioteca en la que escritores como Baroja, Pérez Galdós o Blasco Ibáñez estaban vetados por  anticlericales. La primera clase, después del desayuno, fue de Matemáticas. Es algo que debería haber olvidado después de tantos años, pero que siempre recordaré por todo lo que ocurrió después. La segunda era de Historia del Arte, con el padre Herval, y no vino al aula. A veces fallaba alguno de los profesores, si se ponía enfermo o le pasaba algo en casa; pero era inusual que faltara uno de los curas, que también vivían en el colegio, sin que nadie viniera a sustituirlo o a encomendarme, como delegado de curso, que mantuviera el orden mientras aparecía el profesor, algo realmente difícil a medida que transcurrían los minutos y más a esas alturas del curso. Aún así, en un momento de calma, me salí del aula y, llevado por la única corazonada que he tenido en la vida, bajé a la capilla. Allí, hundido frente al armonio, el padre Herval, con un solo dedo, convertía el aire insuflado por los pies en las únicas notas que había aprendido a tocar:  “an-sie-dad-de-te-ner-te-en-mis-bra-zos,-mu-si-tan-do-pa-la-bras-dea-mor…”

–        ¿Se encuentra bien?

Me respondió sin volverse.

–        Deberías estar en clase.

–        Sólo quería saber si se encuentra bien.

–        Bien. Me encuentro bien. Vuelve al aula. Iré enseguida.

No se volteó en ningún momento. Pensé que lloraba en silencio. Ya iba a salir de la capilla, cuando me habló de nuevo:

–        ¿Te acuerdas cuando me preguntaste si creía en Dios?

–        Sí.

–        Te dije que no sabía cómo es.

–        Nadie puede saberlo.

–        Me gustaría que fuera tan misericordioso como os enseñamos desde el púlpito.

Di la vuelta y salí cerrando cuidadosamente tras de mí.

Oí un disparo.

Yo sabía que los curas no tienen pistolas, pero me puse a temblar. Abrí la puerta asustado y miré hacia el altar. La luz temblorosa de la lamparita seguía titilando, las flores frescas permanecían radiantes junto al sagrario; ante el armonio, el padre Herval volvía a tocar las notas de su canción: “an-sie-dad-de-te-ner-te-en-mis-bra-zos…” Sin dejar de hacerlo, sin volverse hacia mí, me repitió que regresara al aula.

Aún no había terminado de subir la escalera cuando me llegó el alboroto de mis compañeros. Imaginé a alguno de ellos subido sobre el pupitre, esquivando aviones de papel y tizas, a otros en corro jugando a las cartas o a los chinos, a Samuel imitando a un humorista argentino que aquellos días estaba de moda. Antes de que alcanzase a llegar se hizo el silencio más absoluto. El padre Peña lo había hecho antes que yo y echaba fuego por los ojos.

–        ¿Dónde diablos estaba usted?

–        En el baño –mentí.

–        Su obligación es mantener el orden hasta que llegue el profesor. Cuando venga el padre Herval, preséntese en mi despacho.

Salió dando un portazo y yo me fui derecho a la mesa del profesor. El padre Herval no vino. Al acabar la hora llegó Esther, la profesora de francés, y el resto del día transcurrió con total normalidad. Sólo después de cenar, cuando el director vino a desearnos las buenas noches, nos informó de que el padre Herval había tenido un accidente de tráfico con el coche de la comunidad; había chocado con un camión y se encontraba muy grave. Nos invitó a rezar por él.

Murió semanas después, cuando ya habían empezado las vacaciones. Muchos no se enteraron hasta el curso siguiente. Quizás otros nunca lo hayan sabido.

 

           

Cine de verano

Cine de verano

 

El pregonero hizo sonar su trompetilla para anunciar que esa noche “echarían” una película.

Aún no estaba tensada la sábana que serviría de pantalla, ni habían sacado de las latas los rollos de celuloide, y ya la plaza se había llenado con quienes esperaban, bocadillo en mano y zarzaparrilla a los pies.

En el centro, como siempre, el cochecito de don Anselmo; junto a él, Amadeo, el que fuera verdugo; don Ramón, el farero; el tacaño de don José (tan parecido a San Dimas); don Benito, el dinamitero; el abuelo de Chencho; el inventor que una vez fue a la radio disfrazado de esquimal… y algún que otro cura socarrón.

Cuando el proyector iluminó la pantalla, el alcalde salió al balcón sin afán de dar ninguna explicación, tan sólo para ver la película y reír, como todos, cuando en los créditos apareciese el nombre de Pepe Isbert.

Mi verdadero nombre

Mi verdadero nombre

Nadie sabe cómo fui.
No me conocen.
Por las calles, ¿quién se acuerda?

                (Rafael Alberti)

 

 

             Mi verdadero nombre es Vicente Pardo, pero todos me conocen como “el amigo de la norteamericana”. Se supone que lo dicen por Gerda, pero ni ella se llama así ni es de Estados Unidos. Es alemana y quizás les extrañe que ande metida en esta guerra con nosotros y no con el bando contrario; aunque ella, la verdad, no lleva ningún arma ni va dando tiros por ahí, como las milicianas, ella sólo hace fotos. Dice que son para la prensa, para revistas de Francia. Será verdad, si no ¿a cuento de qué se iba a jugar la vida hasta perderla?

            Será verdad. Sería verdad. Fue verdad… ¿Cómo decirlo después de que la haya aplastado el tanque el día antes de marcharse a París, una semana antes de cumplir los veintisiete años? Desde que empezó la batalla, y hasta que la dimos por perdida, estuvo a mi lado. Yo la protegía con mi fusil y ella me protegía con su presencia, con su sonrisa… era como tener un ángel al lado.

            Cuando iniciamos la retirada me dijo que le parecía poco leal que siguiéramos vivos después de haber visto morir a tanta gente que conocíamos… No podíamos imaginar que sólo dos días después, la víspera de iniciar su regreso a París, donde ya la esperaba Andre, llevaríamos su cuerpo agonizante a un hospital de campaña en El Goloso, cerca de El Escorial. El cadáver lo recogieron dos amigos suyos, que vinieron de Madrid, Rafael y Teresa, y lo enviaron a Francia donde, según dicen los periódicos, la recibieron como una heroína.

 

             Mi verdadero nombre es Andre Friedman y soy húngaro. Muchos piensan que soy norteamericano y que me llamo Robert Capa. Así pasaré a la historia, como el famoso fotógrafo que captó el instante mismo de la muerte de un miliciano en Cerro Muriano, en la guerra de España: Una instantánea maldita para mí que, sin embargo, muchos consideran la mejor foto de guerra que jamás se ha tomado.

            Pero Robert Capa fue un invento de Gerta, mi compañera. Ella se inventó ese fotógrafo de éxito del que nosotros no éramos más que sus representantes en Europa, aunque fuésemos quienes tomábamos cada uno de sus instantáneas. Más tarde inventó también una colaboradora para él, Gerda Taro, y haciendo su papel entregó la vida en la batalla de Brunete, como yo la entregaré dentro de poco en Indochina. Los dos hemos tratado de llevar a cada rincón de la tierra las imágenes más duras del tiempo que nos ha tocado vivir, las más duras y las más tiernas porque, en medio del miedo y el dolor, siempre hemos encontrado una sonrisa con la que ilustrar la esperanza. Cuando yo muera en el intento, ya no seré el primero, ella me precedió y ahora no puedo olvidarla: Ni el juego, ni las mujeres ni el alcohol son suficientes para ahogar su recuerdo.

 

             Mi verdadero nombre es Gerta Pohorylley y nací en Alemania en 1910. Moriré en España seis días antes de cumplir los veintisiete años. Muy joven. Quizás por eso tengo que vivir intensamente, conocer el mundo y la vida para entenderlos; amarlos los amo, aunque no los entienda. En Francia conoceré a Andre Friedman, un fotógrafo húngaro. Vamos a ser uña y carne, no sólo porque vamos a trabajar juntos, sino también porque nos vamos a amar hasta la muerte y porque, juntos, vamos a ser conocidos en todo el mundo a través de un personaje que yo voy a inventar: Robert Capa, un exitoso reportero americano que recorre los caminos de Europa haciendo reportajes sobre estos años tan duros. Él será famoso; nosotros, Andre y yo, no. Cuando me entierren en París, sobre mi lápida no aparecerá mi nombre, sino el de otro personaje inventado por mí: Gerda Taro. A ella le rendirán honores de héroe, sin darse cuenta de que en todas las guerras, en cualquier bando, abundan las heroínas porque, después de todo, sufrir todas las humillaciones, soportar todos los dolores y perdonar luego para que la paz sea posible es el papel que siempre les toca a las mujeres en todas las guerras… Sólo me diferenciaré de  las demás en ser la primera corresponsal de guerra y la primera en morir desempeñando su trabajo.

  

            Mi verdadero nombre es Rafael Alberti. Así me llaman los demás. Si lo hago yo, me llamo “marinero en tierra” o “fantasma que recorre Europa” o “poeta en la calle”… Porque poeta soy, al fin y al cabo. Mi mujer es María Teresa León. Lo digo porque a los dos nos llamaron para decirnos que en el hospital inglés de El Goloso, en El Escorial, había muerto una mujer que habían llevado moribunda, aplastada por un tanque y sin más documentación que una Leica, una cámara de fotos rusa. Era Gerta Pohorylle, a la que todos conocíamos como Gerda Taro, que así era como firmaba sus fotografías… Cuando digo “todos” me refiero a María Teresa y a mí, que la habíamos conocido en Valencia, pero también a Hemingway, a Dos Passos, a Bergamín y a tantos otros que la apreciában.

No me satisface observar los acontecimientos desde un lugar seguro –nos dijo una vez–. Prefiero vivir las batallas como las viven los soldados. Es la única forma de comprender la situación”. Era una mujer alegre y decidida, que podía despertar la ternura en medio de un bombardeo. Creo que si algún día escribo poemas sobre los ángeles alguno de ellos tendrá que estar inspirado en esta inolvidable mujer.

           

 

Cordones

Cordones

            No lloré el día que murió papá. No pude llorar, aunque me hubiera gustado hacerlo. Huí de los amigos y familiares que vinieron a acompañarnos y, encerrado en mi cuarto, fui rememorando algunos de los momentos que habíamos vivido juntos; la mayoría en la infancia, cuando me sentaba en sus rodillas para enseñarme a cantar villancicos, para escribir juntos la carta a los Reyes Magos o para leerme pequeñas poesías, como aquella del zapatero remendón: “Tipi tape, tipi tape”… Estaba en una de las últimas páginas de la cartilla. Yo era sólo un niño. “Tipitape, tipitón”. El abecedario se llamaba “Amiguitos” y junto al texto aparecía dibujado un zapatero. No era más que una estrofilla de cuatro versos. “Tipi tape, zapa zapa”. Ahora sé que su autor se llamaba Germán Berdiales pero, durante muchos años, sólo recordaba el dibujo y la voz de papá: “Zapatero remendón”. No me resultó difícil memorizarla porque, aparte del ritmo que marcaban las sílabas onomatopéyicas, el trazado de un hombrecillo con cara de duende, clavando tachas en el tacón de un zapato, me hacía recordar al zapatero de la calle Caídos, al que llevábamos a reparar el calzado de casa. Podría inventar un nombre para él, pero prefiero admitir que no recuerdo cómo se llamaba; quizás para mí nunca tuvo nombre, era, simplemente, “el zapatero”. Para llegar hasta él, una vez dentro de la zapatería en la que su mujer vendía albarcas de tela con la suela de cáñamo y zapatillas de deporte de lonilla azul o roja, con suelas de goma, había que subir a un altillo. También exponían zapatos de los buenos: zapatos con cordones, como los de los ricos, y zapatos de señora, con tacón, como los de las actrices de cine; pero ésos se vendían rara vez; así es que permanecían a la vista de todo el mundo, para calzar nuestros sueños más que nuestros pies.

Cuando tenía que ir allí, me solía acompañar mi amigo Andrés. En realidad, Andrés y yo íbamos juntos a todas partes; éramos uña y carne, pese a tener caracteres muy distintos. Su padre era camionero, pero también sabía componer zapatos. Me lo contó un día que habíamos llevado los míos a reparar. “Yo procuro que mis botas no se rompan –me explicó–. Las cuido todo lo que puedo y cada noche, cuando me las quito, les doy betún para que la piel se conserve bien”. En casa, sin embargo, se quejaban de que nosotros, mis hermanos y yo, destrozábamos el calzado; decían que no poníamos cuidado, y a lo mejor llevaban algo de razón porque, desde luego, nunca se nos ocurría limpiarlos muy a fondo. Eso era algo que hacía papá todas las semanas. El domingo por la mañana, antes de que nos levantáramos, o mientras mamá nos arreglaba para ir a misa, él cepillaba todos nuestros zapatos, a los que primero les había quitado los cordones para hacerlo mejor, y luego les daba betún y les sacaba brillo con un paño para que los lleváramos relucientes a la misa del mediodía… Ya no nos preocupábamos más hasta que él volvía a limpiarlos una semana después, había que llevarlos al zapatero o estaban ya tan mal que no quedaba más remedio que tirarlos; aún entonces, papá los repasaba minuciosamente y les quitaba los cordones, que guardaba en una caja, por si algún día se necesitaban. “Si se me descosen por algún sitio –continuaba explicándome Andrés–, cuando mi padre regresa a casa, él los cose y así nunca están rotos”. Nosotros, ya lo he dicho, si tenían arreglo, los llevábamos al zapatero de la calle Caídos o, si no lo tenían, sólo se salvaban los cordones.

            El mostrador que presidía la planta baja de la zapatería era de madera y toda la tienda olía a cáñamo y lona, a goma recién recauchutada; un olor difícil de describir pero que cualquiera que lo haya encontrado al traspasar una puerta de cristales podrá recordar toda la vida con tan sólo cerrar los ojos. A la izquierda del mostrador arrancaba la escalera de yeso que, sin barandilla en la que apoyarse, subía hasta el taller donde el hombre hacía los arreglos, sentado ante su banco, frente al yunque; protegido con un oscuro mandil trabajaba rodeado de ceras y betunes, hormas, leznas, bramantes, colas y otros útiles que no sé nombrar, pero que me fascinaba mirar cuando tenía que subir hasta allí con algún encargo de la casa. Los zapatos por arreglar se amontonaban a un lado, revueltos en un desorden que sólo era aparente porque él, el zapatero, podía encontrar sin vacilar cualquier par que tuviera que buscar. Los que ya estaban arreglados, y a los que había sacado brillo con una gamuza, después de embetunarlos y cepillarlos, esperaban ser recogidos, cuidadosamente colocados por parejas en unas baldas de madera que estaban frente a él. No había ninguna ventana en el aposento y el olor del betún, junto al de la cola que borboteaba al baño maría sobre la estufa que caldeaba el cuartillo, lo impregnaba todo, provocando un agradable mareo. Nunca lo vi de pie; si el trabajo que iba a recoger estaba terminado, él me señalaba la estantería donde nuestros zapatos esperaban ser recogidos, para que yo mismo los tomara y, si aún no estaban, él los sacaba del montón, sin vacilar, y hacía como que los dejaba aparte para que esos fueran los siguientes en ser arreglados; pero nunca se apartaba del yunque en el que trabajaba, ni se levantaba de su silla con las patas cortadas; por eso siempre pensé que no tenía piernas, algo absurdo, porque hasta aquel altillo sólo se podía llegar por la escalera de yeso que subía desde la planta baja; pero la idea se reafirmó cuando años después, siendo ya adulto, al morir papá, me fui a Colombia y conocí a Nelson en Mariquita, un pueblo del Tolima, en el interior del país, a los pies del Nevado del Ruiz. “Si quieres unos buenos zapatos –me aconsejaron–, no te gastes el dinero tontamente en unos de fábrica”. Me lo dijeron de manera confidencial, para demostrarme que yo no era considerado un turista más o uno de los veraneantes que llegaban de la capital. “Nelson te los puede hacer mejores y por menos dinero”. Unos zapatos hechos a medida y más baratos que los que pudiera comprar en cualquiera de los almacenes que se sucedían a lo largo de la Cuarta, entre bazares de electrodomésticos, colmados de víveres, tiendas de ropa, puestos de rifas o de helados…

            La zapatería de Nelson se encuentra todavía en una pequeña planta baja cerca del mercado, es el taller de un zapatero remendón, como el que yo recuerdo de mi infancia: el mismo banco y el mismo yunque, las mismas herramientas, el betún, la cola borboteando en un pequeño hogar y, junto a él, en un rincón del suelo, un hombre sin piernas, al que cada mañana coloca allí su familia, para que ayude al amo limpiando los zapatos que repara; pero Nelson sí que puede andar, de hecho se levanta para recibirte cordialmente en cuanto te asomas a su puerta, siempre abierta de par en par; te saluda dando gracias a Dios por tu visita y sabe mostrarse servicial, sin caer en el servilismo ni perder su dignidad, sin dejar de mostrarse humilde, pero orgulloso de ser útil con su trabajo. Si te quieres hacer unos zapatos, Nelson te pedirá que deposites el pie descalzo sobre un cartón y dibujará su contorno para que le valga de plantilla; luego te medirá la altura del empeine y tomará otras medidas que le servirán para presentarte una semana después los zapatos ya montados, pero sin acabar; sólo para que te los pruebes y así poder hacer las modificaciones necesarias para que, al final, te queden como un guante. A papá le hubiera gustado hacerse unos zapatos a medida. Seguramente nunca los tuvo, porque aquí las cosas siempre han sido de otra manera, y más en aquel entonces; pero en el taller de Nelson basta con elegir uno de los modelos de su escaso muestrario y adelantarle el importe de la piel que quieras que utilice; él comprará al mayorista la cantidad exacta, porque no puede permitirse tenerla almacenada. Sobre la plantilla de tu pie anotará el importe de la cantidad adelantada y allí mismo te hará la cuenta final cuando, apenas diez días después, retires tu par de zapatos nuevos e impecables; luego te acompañará hasta la puerta, dando de nuevo las gracias a Dios y colmándote de bendiciones por tu compra, mientras su ayudante sin piernas te sonreirá desde el suelo, orgulloso de que un extranjero les haya visitado. Hubo un tiempo en el que aquí también éramos así con quienes venían de otro país y hubiéramos hecho por ellos cuanto estuviera en nuestra mano, simplemente por ser distintos de nosotros, hablar otro idioma o tener otros paisajes en su recuerdo… Simplemente por eso y porque, tal vez, antes que como turistas, los veíamos como seres humanos que se encontraban lejos de su hogar y de su familia. Luego las cosas han ido cambiando. Desapareció la zapatería de la calle Caídos y es posible que Andrés, que ahora es el gerente de su propia flota de camiones, haya dejado de cuidar con tanto esmero sus zapatos. Papá murió hace quince años y mamá la semana pasada.

            Hoy he ido a recoger sus cosas a la residencia. Le dije a la directora que podían quedarse su ropa, si la necesitaban para otras ancianas o para donarla a algún ropero de caridad; aún así, cuando la he cogido para echarla al coche, la maleta con la que llegó hasta allí pesaba como si estuviera llena… Casi lo estaba: álbumes de fotos, unos pocos libros, dibujos de sus nietos, algunos cuadernos de cuando éramos niños, un atado con todas mis cartas (desde las que escribía a casa en el colegio hasta las últimas que le mandé desde Colombia, cuando papá ya había muerto y ella se había quedado sola); en el fondo de todo, un estuche con sus pocas y humildes joyas y una caja: una caja de zapatos que no hubiera necesitado abrir para saber qué tesoro guardaba… Pero la he abierto y las lágrimas que, por primera vez después de tantos años han bañado mis ya arrugadas mejillas, han ido cayendo lentamente sobre los cordones, sobre tantos y tantos cordones guardados para cuando hicieran falta… para hoy.