Leer en Budapest
No recordaba que, hace ya unos cuantos años, justifiqué la existencia de este blog escribiendo, precisamente, sobre mi interés por la lengua de los magiares. Releyendo mi Lección de húngaro, he descubierto que ya había relatado en estas mismas páginas muchas de las cosas que hoy os quería contar.
Siempre trato (aunque muchas veces sin éxito), de esquivar la palabra “cosas”, porque dicen quienes saben de esto de escribir que es una palabra comodín, de ésas que no aportan significado y empobrecen el lenguaje… Esta vez no me voy a tomar la molestia de buscar una más precisa: Estoy leyendo a Luis García Montero (Una forma de resistencia), y en las dos primeras páginas y media utiliza veintidós veces este sustantivo. Así es que, si un maestro como él se lo puede permitir, ¿por qué no un aficionado como yo?
Volvamos a Hungría, como ya lo he hecho otro par de veces en el blog (Budapest, Barátom Gyuri), y como lo hice, para pasar unos días, hace unas semanas. Ir de vacaciones a Budapest no es para mí hacer turismo. Cuando viajo hasta allí es para refrescar mis raquíticos conocimientos de su bella lengua, recordar que hay otras formas de vivir (por más que los intereses del mercado se empeñen en igualarnos, convirtiéndonos en ganado que pasta en el mismo pesebre), y sobre todo para visitar a mi familia húngara (así considero a Inés, sus hijas y sus nietos), convivir con ellos unos días, pasear por la ciudad en la que me sorprendía ver a los mendigos leyendo (ahora ya no se ven haciéndolo… bastante tienen con cuidarse de la policía), visitar alguno de sus museos (¿sabéis que en el de Bellas Artes de Budapest se encuentra una de las mayores colecciones de pintura española?), oír algún concierto si se presenta la ocasión, viajar en tren hasta algún pueblecito a orillos del Danubio (esta vez conocí Ráckeve, con su molino de agua y su bella iglesia ortodoxa serbia), y aprender a cocinar alguna de las recetas de su cocina, que luego trato de repetir en casa sin mucho éxito.
Cuando regreso a España, siempre, además del cariño de mis amigos y de los buenos recuerdos, me traigo abierta una pequeña herida, un ligero dolor que me produce la ansiedad de dejarme allí tantos libros que no puedo leer… Que no podría leer, aunque me los trajera conmigo, porque están escritos en una lengua que no conozco lo suficiente.
En el piso de Inés (donde antes que ella vivió la escritora Gergely Márta y tal vez escribió alguna de sus novelas juveniles), como en los de otros muchos amigos, hay estanterías llenas de libros. Cuando voy a sus casas, me gusta mirarlos y tocarlos, leer sus lomos, sacar uno de ellos y ojearlo antes de volver a colocarlo en su sitio; a veces (aunque procuro evitarlo), pedirlos prestados. En Budapest esto me está vedado: Puedo verlos y tocarlos, contemplar sus ilustraciones si las tienen, pero no saber qué se encierra en sus páginas, qué prometen sus títulos, qué nos adelantan sus contraportadas… Son como esas cartas que se reciben en sueños y que nunca alcanzamos a leer, porque nos despertamos apenas las hemos sacado del sobre.
Quizás sea por esto, y para que la pequeña herida no escueza tanto, por lo que siempre que vuelvo a Budapest procuro llevarme algún libro húngaro, traducido al español, para leer en la cama antes de que me venza el sueño. Allí he leído el Sin destino de Imre Kertész, algunos fragmentos de la Armonía Celestial, de Péter Esterházy, poemas de Ady, Petőfi, Attila… Divertidos relatos de Zoltán Ambrus o de Andor Gábor y, en esta ocasión, La diva, de Ferenc Herczeg, una novela que compré en la Feria del Libro Antiguo y de Ocasión de Albacete, justo el domingo anterior a mi viaje. Me gustó más de lo que esperaba y me impresionó el carácter de su protagonista, María de Atalay (Irma Talay), hasta el punto de que aún me pregunto si de verdad existió una mujer así. Aquí os dejo, como recuerdo de este viaje, una imagen de su portada y todas estas “cosas” que, al recordar, se me han ido viniendo a la cabeza.
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Coro -
Un abrazo