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Ramón de Aguilar

De la ocupación retribuida

De la ocupación retribuida

Voy a comenzar con una anécdota que no es mía, pero que le he oído contar en más de una ocasión al cantante argentino Rafael Amor. Le preguntaron una vez cuál era su trabajo y, cuando contestó que componía y cantaba canciones, le insistieron: “Sí, ya sabemos, ¿pero de qué trabaja?” Del mismo modo, y aunque escribo desde siempre, nunca me presento como escritor porque, para comprar la comida y la ropa, pagar la hipoteca, abonar las matrícula de los colegios de mis hijos y hasta adquirir los folios en los que imprimo mis escritos, tengo que ir todas las mañanas a una oficina en la que, aunque con gusto, no hago lo que me gusta, sino algo a lo que he aprendido expresamente para eso, para ganarme la vida; consciente además de que, si no tuviera este trabajo, tendría que buscar otro y, en los tiempos que corren, aceptarlo aún cuando me gustara menos que el actual. En “Vive como quieras”, la deliciosa película de Frank Capra, Martin Vanderhoff, el protagonista, se encuentra con un hombrecillo, el señor Poppins, que se pasa las horas sumando números en una calculadora, para comprobar que las columnas del debe y del haber de un voluminoso libro siempre coinciden. “¿Le gusta lo que hace?”, pregunta Vanderhoff. El hombrecillo lo mira estupefacto, nunca se lo ha planteado, es su trabajo… Pero es evidente que no le gusta, lo que le gusta es hacer muñecos autómatas; pero eso no le permitiría vivir.

            Si, echando una mirada al pasado, nos asomamos a la Grecia Clásica o al Imperio Romano, veremos cómo, tanto en la primera como en el segundo, el trabajo es considerado algo denigrante para el hombre libre, para el ciudadano, y se reserva a esclavos, ilotas y clases inferiores (por la misma razón, durante siglos, parte del botín en las guerras medievales, serán los esclavos, que se emplearán para el cultivo de las tierras y las tareas más duras, mientras sus amos se dedican a la política, el ocio y la milicia). Muy curioso y significativo observar como, por ejemplo, la manumisión de los esclavos (su liberación), tiene un marcado matiz económico y puede servirnos para ilustrar esta idea: el amo tiene una serie de obligaciones con respecto al esclavo (manutención, asistencia sanitaria, cuidado en la vejez), de las que se libera al liberarlo: el esclavo pasa a ser un hombre libre y, como tal, empieza a trabajar con su antiguo amo, ahora a cambio de un salario, pero ya se apañará él con su vivienda, su comida, sus enfermedades, si las tiene, o su vejez, cuando le llegue. Se podría decir que, de alguna manera, cuando termina la esclavitud comienza la explotación laboral.

            Evidentemente, a lo largo de los siglos siguientes, la situación se fue modificando y el clientelismo adquirió tintes paternalistas, filantrópicos: el buen amo, aunque con rigor, trataba con “amor” a sus criados, daba limosnas a los menesterosos, construía hospitales o escuelas; no eran derechos de los pobres sino filantropía de los ricos. Puede parece que no hay término medio, que o uno puede hacer lo que le llena plenamente o que ha de venderse (cada vez más barato), para realizar tareas que son necesarias pero, sino ingratas, sí alienantes. Nos bastará con echar de nuevo un vistazo al pasado para encontrar, con las propuestas imaginativas y brillantes de pensadores a los que se ha calificado de utópicos, ideas lógicas y bien fundamentadas, que se basaban en el reparto del trabajo necesario, para que todos dispongamos tanto de ocupación como de más tiempo de ocio. Propuestas como las de Campanella (trabajo obligatorio para todo el mundo, pero con un máximo de cuatro horas), o la de Tomás Moro (que también establecía las horas de trabajo en seis, para que todo el mundo dispusiera de tiempo para el ocio y la formación), y que hoy, en medio de la crisis que nos angustia, nos hacen economistas de la talla de Vicenç Navarro o Gregorio López, para quienes la reducción de la jornada de trabajo es entendida como “una forma de distribución de la renta, como un elemento de bienestar social y también como reparto de la escasez de trabajo asalariado". Tenerlas en cuenta podría ser una solución no sólo para el problema del paro actual, sino también a la frustración que para muchos señores “Poppins” supone el hacer de manera rutinaria y a diario algo que les impide realizarse como personas y ser felices haciendo algo no productivo y creativo.

            En resumen, el trabajo, entendido como ocupación retribuida, no nos hace libres, sino esclavos; puede ser una necesidad para subsistir pero, aun cuando nos guste, nunca es un fin en sí mismo y no puede darnos la felicidad.

2 comentarios

Ramon -

He llegado a este blog por accidente buscando mi nombre. Nunca fui mas feliz que cuando conseguí trabajar cuatro horas diarias por un sueldo digno mientras dedicaba otras cuatro a hacer otro proyecto personal. Es posible y me di cuenta de la cantidad de tiempo que perdía cuando trabajaba ocho en el mismo trabajo. Pero no duro mucho mi felicidad pues mi otro proyecto acabo ocupando ocho y diez horas diarias... Y añoro la libertad que no tengo pues desprecio lo que ese dinero compra.

Puri Novella -

Querido Ramón... "todo depende del color del cristal con que se mira..." Estoy de acuerdo tibiamente con lo que dices, en la forma siempre (manejas bien la redacción de cualquier cosa que quieras contarnos), en el fondo no tanto... Yo tengo la suerte de trabajar en lo que me gusta, en una de las pocas cosas para las que considero "que valgo", y créeme que si no fuese por mi trabajo naufragaría, aún más si cabe, en este mar ponzoñoso de despropósitos... nos hara esclavos, el trabajo retribuído (cada vez más precario, después de tanto tiempo de lucha, siempre dividida), pero toca comer, y pagar recibos, y comprarle al niño, aunque sólo sea una vez, por qué no, aquello que le apetece... millones de personas hoy quieren ser esos esclavos, porque ni el dinero ni el trabajo darán la felicidad, claro que no, pero ayudan a conseguir seguridad, que se parece mucho... un beso!