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Ramón de Aguilar

El canto a la naturaleza en espiral, de Emilio Gallego

El canto a la naturaleza en espiral, de Emilio Gallego

Hay artistas y teóricos del arte que, a partir del sesenta y ocho, reaccionan contra los valores del expresionismo abstracto. Para ellos, la pintura no sólo deja de ser el vehículo artístico por excelencia, sino que hacen saltar los límites que aprisionan y sofocan las obras de arte (empezando por el marco y siguiendo por la galería, el museo o cualquier espacio físico que las contenga), para que conquisten el espacio abierto. Es el fin de la narrativa de la modernidad, lo que Danto llamó (dramáticamente), “el fin del arte” y que dio lugar a tendencias y comportamientos artísticos como Pop Art, Mínimal, Conceptual, Povera, Body Art y otros, entre los que también se encuentra el Land Art, término americano que podría traducirse como “Arte de la tierra” y que, interviniendo sobre los espacios naturales, tiene lugar en plena naturaleza. Muchos de quienes me leáis lo sabréis mejor que yo y consideraréis ésta una introducción prescindible; otros, sin embargo, quizá queráis saber que, dentro de esta tendencia, se diferencian varios tipos de actuaciones, como las “integraciones” (que manipulan el paisaje como si fuera un material y suelen tener grandes dimensiones, como la “Spiral Jetty” de Robert Smithson); las “interrupciones” (que implican actividad humana y uso de materiales creados por el hombre en el entorno natural, como los “Túneles solares” de Nancy Hotl), o las “implicaciones” (en las que el artista respeta el entorno y se fusiona con él, como “A line by walking” de Richard Long)

El “Canto a la naturaleza en espiral”, obra de Emilio Gallego, a quien conozco personalmente, podría parecer una “implicación” tanto por lo que tiene de vuelta a lo primitivo, como por los materiales “povera” utilizados (básicamente piedra y madera), y hasta por la carga simbólica de los tótems que configuran la espiral... Sin embargo (y admitiendo que en esto del arte los límites nunca son tan rígidos que no puedan ser rebasados por el autor), yo la consideraría una “integración”, ubicada sobre el territorio que abarca nuestra comarca, una obra que nunca podremos contemplar directamente y de la que sólo podemos tener una visión general gracias a las exposiciones que se han hecho en galerías, los mapas editados, las fotos y reportajes, las maquetas y otras muestras.

Emilio Gallego, que nació en Larache y vive en Requena, es el autor de este ambicioso proyecto: “Canto a la Naturaleza en Espiral”, una de las instalaciones escultóricas que abarcan más extensión geográfica en el mundo: Una serie de veintidós esculturas elaboradas con piedra, madera y hierro, a las que el autor considera tótems (“Tótem del Magro”, “Tótem de San Juan”, “Tótem al Aire”...), y que dibujan (ésa es la voluntad del artista), una espiral sobre el espacio en que están ubicadas.

¿Cómo se puede contemplar una obra de esta envergadura si no es con la imaginación? Rafael Prats Rivelles, también amigo y comisario de la exposición que presentó la obra en Requena en julio de 2001, en el catálogo de la misma escribía: “No se trata sólo de factores físicos concretos, con posibilidad descriptiva, sino que va más allá para establecernos en niveles conceptuales”. Es fácil de entender, como acabo de apuntar, que una obra de esa envergadura no pude verse a simple vista. Es una de las características del Land Art el que muchas de sus creaciones sólo puedan contemplarse desde el aire... Es posible que ésta ni siquiera. El espectador podría encontrarse con cualquiera de los veintidós tótems que la componen y que, separados por kilómetros de distancia, no parecen tener más relación que el parecido formal. Es una obra que ha nacido en la mente del artista y que sólo a nivel mental puede ser contemplada: Ha de ser mirada con la imaginación... Es arte que no descansa tanto sobre su apariencia como sobre su concepción. Una forma de explicarlo que se me ocurre sería la de hacer una comparación con las constelaciones estelares: Donde el ojo sólo ve un grupo de seis o siete estrellas, la imaginación ve un cangrejo o una lira; donde el ojo sólo vería (desde una distancia adecuada), veintidós tótems, la imaginación ve una espiral. Hay pensadores para quienes “La idea o el concepto es el aspecto más importante de una obra... Todo se proyecta y se decide de antemano” (Sol LeWit).

Quienes, sabiendo más que yo, analizan este tipo de creaciones valoran el retorno a un estado primitivo del arte, el enriquecimiento del entorno natural con una nueva lectura, la vinculación a un paisaje concreto, el rechazo del valor mercantil de la obra (el “Canto a la naturaleza en espiral”, no puede subastarse, no puede comprarse ni venderse); Rafael Prats Rivelles, que tiene algo de poeta aunque no escriba versos (“La piedra, la madera y el hierro... no nos gritan, pero si se les observa hablan. Hablan de tierras y aires, de lunas y soles, de aguas y vientos”), remarca el aspecto transgresor de la Espiral, “por cuanto funciona al contrario de las manecillas del reloj”.

Yo, por mi parte, en vez de opinar sobre la obra, prefiero “sentir con ella” y pienso entonces en la naturaleza y el silencio, la magia, los ritos, los saberes ancestrales... Y todo ello me arrastra (“en espiral”), a otros modos de vida, a la ruptura con el mundo en el que hoy vivimos, a la búsqueda de otros más auténticos y que quizás hayamos perdido para siempre porque, quizá también, como el protagonista de Los pasos perdidos de Alejo Carpentier, ya no podamos encontrar el camino de regreso al paraíso.

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