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Ramón de Aguilar

HERVIDERO

TRASLADO

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Amar a Emiliano como a los dioses

Amar a Emiliano como a los dioses

 A Emiliano le profetizaron un día que sólo sería amado como son amados los dioses. Yo estaba delante, y tanto a él como a mí nos pareció que era un triste augurio. A él le hubiera gustado que lo amaran como se ama a los hombres. A los dioses se les adora mucho y se les besa poco, no se les acaricia, no se les puede hacer el amor con esa pasión que Emiliano pondría cuando abrazase a sus amantes. No hace falta haberlo vivido para saberlo, porque la ponía en todo cuanto hacía.

Ahora que se ha ido, ahora que sus restos son parte del Pico de la Muela (la montaña que cada día veía desde las ventanas de su casa en Cofrentes), ya sólo podemos amarlo así: Como sólo se ama a los dioses; con un amor sin barreras en las que tropezar, en las que enredarse, en las que quedarse; con una admiración que crecerá en el recuerdo, con la nostalgia de su risa y de su voz, de sus historias, de su presencia...

En el funeral en Cofrentes, una de sus sobrinas me conmovió al hablar de él. En sus palabras lo reconocí. Me hubiera gustado ser capaz de repetirlas una a una para que también vosotros pudierais entender por qué fue tan importante este hombre para todos cuantos le conocimos. “Su presencia -explicaba la muchacha, con palabras más certeras que las mías-, convertía una tarde cualquiera en una tarde especial; la comida de un lunes en una comida de domingo”. Con él, un encuentro inesperado se convertía en una fiesta, porque la alegría de la sorpresa lo desbordaba... y un encuentro programado se podía convertir en una aventura, porque era capaz de citarte a dar un paseo por los salones de un palacio, como el del Marqués de Dos Aguas, o a tomar un café en Lisboa, aunque vivieras en Valencia, a sólo dos paradas de metro de su casa.

Seguramente no fui su mejor amigo y habrá muchos otros que podrían escribir sobre él con más derecho y mayor precisión; pero la inesperada noticia de su trágica muerte me hizo revivir el tiempo que trabajamos juntos, mesa junto a mesa, a finales de los años setenta; las interminables veladas en su casa de Cofrentes; el mimo con el que cuidaba sus discos de vinilo; el detalle con el que describía las coreografías de Lindsay Kemp, que tanto le entusiasmaban; el descubrimiento que, guiados por el azar, juntos hicimos del escritor uruguayo Felisberto Hernández (al que dediqué una entrada en este blog, que él enriqueció con uno de sus comentarios); los días que pasé con él en Sofia, cuando vivía en Bulgaria; la última vez que me visitó en mi oficina, cuando su madre estaba hospitalizada aquí en Requena; o la noche no muy lejana en la que estuvimos chateando, sin sospechar que iba a ser la última vez porque, entre otras cosas, estuvimos hablando de un futuro ya muy próximo en el que, jubilados, yo escribiría novelas y él disfrutaría de la casa que se estaba construyendo en Madrid, después de haber viajado tanto y de haber tenido su hogar en tantas ciudades del mundo.

Ahora que ya no está con nosotros, todos estos recuerdos se hacen más vivos. Y más presentes sus consejos de alimentación para la salud, sus invitaciones al yoga y la meditación... Más valiosos los pequeños regalos que nos dejó, como un ejemplar de “El corazón de las tinieblas” de Joseph Conrad, o un elepé doble de “Sha Na Na”, el grupo norteamericano de rock and roll, que él nos descubrió; libro que volveremos a leer y disco que volveremos a escuchar en su memoria porque ahora sí, más que nunca, seguiremos amando a Emiliano como a los dioses.

Historias de Navidad para leer en verano

Historias de Navidad para leer en verano

Éste, en el que estamos tan lejos de la última Navidad como cerca de la próxima, puede ser un buen momento para contaros un par de historias: Historias de Navidad para leer en la piscina, absortos en la lectura, mientras nuestro cuerpo mojado se seca al sol que nos tuesta la espalda y los juegos de los niños, los saltos desde el trampolín, los chapuzones entre risas, el choque de los vasos y de las jarras frías de cerveza en la terraza del bar, el canto de las cigarras escondidas en los pinares próximos, nos llegan tan lejanos que toda esa algarabía, al mezclarse, se convierte en música, en la banda sonora del relato que estamos leyendo.

                … O en la playa, tumbados en la arena, oliendo a mar, escuchando las machaconas canciones de los chiringuitos y el graznido de las gaviotas, el rumoroso batir de las olas que bañan la orilla una y otra vez, incansables, mientras nuestros ojos se levantan del libro, del periódico, de la pantalla del lector y se pierden en un horizonte azul marino, azul celeste, en el que sólo un barquito de velas albas, como los de los cuentos, se atreve a poner una pincelada de blanco.

                Historias de Navidad para leer en el hemisferio norte como si fuera el hemisferio sur… O al revés, porque quienes en la otra punta del mundo las leyeran, se asombrarían de ver llegar a los Reyes Magos en sus cansados camellos, mientras al otro lado de sus ventanas la lluvia escurre incansable por los cristales, el viento azota batientes de puertas y ventanas, la noche cae veloz sobre las páginas que pasan y tienen que encender las lámparas cuando apenas son las seis de la tarde.

                Claro que para que todo esto ocurriera primero necesitaríamos tener escrito nuestro cuento de Navidad. Supongo que a todos se nos viene enseguida a la cabeza el de Charles Dickens, o alguno de los que leímos en la niñez, cuando diciembre y el año terminaban con villancicos y aguinaldos, mazapanes y turrones, belén nevado con polvos de talco y carta escrita a los Reyes Magos, a San Nicolás, al Niño Dios o al Viejito Pascuero para pedirles el juguete con el que habíamos soñado toda la vida en las últimas semanas.

                Durante las Navidades pasadas (ésas que están tan lejos de hoy como cerca están las próximas que han de venir), me hice la foto que ahora os acompaño. Pensé que me vendría bien para ilustrar alguna de las historias que ya habían empezado a dar vueltas por mi cabeza, y que tendrían que ver con la Navidad y con las librerías, por lo menos con dos que mencionaré expresamente: la librería “Circus”, de Albacete, y la de Ana y Marcial (en realidad es una papelería y se llama “Diseño y Gestión”), que está en Requena y a la que pertenece el escaparate de la foto.

Circus” es una librería de lance, de libros usados. Me llamó la atención porque en su escaparate anunciaba que aceptaba libros usados como método de pago. Uno lleva aquéllos de los que se quiere deshacer, se los valoran y le dan un vale por su importe, que le sirve para pagar los que compre. Casi todos los que se ofrecen son usados, pero están bien cuidados, clasificados, colocados en el estante preciso y con su precio puesto en la primera página. Y ahí, al hojear uno de ellos, es donde saltó la chispa que me hizo pensar en que alguna vez os tendría que contar todo esto, empezando por cómo llegué hasta su puerta un día de diciembre, buscando regalos de Navidad, después de haber recorrido a pie el parque de la ciudad, añorando la niñez y los juegos infantiles, recordando años nuevos que amanecieron nevados, conciertos de banda de música en el templete, a mi prima Esperanza comprándome un helado de mantecado en un carrito de madera; la calle Ancha, la plaza del Altozano y sus jardincillos, regados por surtidores de finos chorros de agua en torno a los que beben mariposas de todos los colores; el antiguo ayuntamiento, que parece una casita de cuento; el paseo de la Libertad, en el que aún recuerdo a los coches de caballos, dispuestos a llevarte a tu lugar de destino, como si aún no existiesen los taxis; el Palacio de la Diputación, duplicándose en su propio espejo; el entrañable Teatro Circo, tan moderno por fuera y tan igual que siempre por dentro... Supongo que de él ha tomado el nombre esta pequeña librería, que queda justo enfrente, en la que he encontrado este libro cuyo precio, marcado como todos en la esquina superior derecha de su primera página, es de “cero” euros.

El vendedor me explica que tiene un pequeño defecto y que, antes que tirarlo o romperlo, prefiere que se lo lleve gratis quien lo quiera conservar. Me emociona, a mí que tanto me duele ver como rompen en los rastros los libros viejos que no han podido vender, para que nadie se los lleve sin haberlos pagado como mercancía. Me emociona  y decido dejarlo de nuevo en su lugar para que alguien más lo encuentre, para que alguien más se asombre y, como yo, también se emocione viendo que en esa librería hay libros esperando a alguien que los quiera rescatar.

Ésta podía ser una historia de Navidad, de Navidad y libros, de Navidad y librerías, pero aún hay otra con la que poner punto final a esta entrada: En el escaparate de una papelería por la que paso cada día, camino de mi trabajo (la librería de Ana y Marcial, que yo digo; “Diseño y gestión”, que reza su rótulo), una mañana encuentro una lámina coloreada, con algunos dibujos y el inicio del Cuento de Navidad de Charles Dickens. Parece un reclamo más, como el cartel que ahora, seis meses después, anuncia mi última novela; pero al día siguiente, junto a la primera, hay otra lámina, con nuevos dibujos y la continuación del texto. Y un día después está la tercera parte, y al siguiente la cuarta, y la quinta… Y así hasta que la mañana del día veinticuatro de diciembre el cuento de Dickens está completo y ha cubierto totalmente el escaparate: Cualquier paseante puede pararse a leerlo… o a terminar de leerlo si, como los antiguos lectores de novelas por entregas, lo ha ido siguiendo día a día. Paso a darle las gracias a Marcial, a quien conozco y admiro como musicólogo. Él me cuenta que la idea ha sido de Ana, su mujer, y yo pienso que no sólo ha sido una buena idea, sino una idea bella y que podría ser una historia de Navidad que contar en mi blog… aunque sea seis meses después, cuando esa Navidad esté ya igual de lejos que la siguiente que ha de venir.

Leer en Budapest

Leer en Budapest

            No recordaba que, hace ya unos cuantos años, justifiqué la existencia de este blog escribiendo, precisamente, sobre mi interés por la lengua de los magiares. Releyendo mi Lección de húngaro, he descubierto que ya había relatado en estas mismas páginas muchas de las cosas que hoy os quería contar.

            Siempre trato (aunque muchas veces sin éxito), de esquivar la palabra “cosas”, porque dicen quienes saben de esto de escribir que es una palabra comodín, de ésas que no aportan significado y empobrecen el lenguaje…  Esta vez no me voy a tomar la molestia de buscar una más precisa: Estoy leyendo a Luis García Montero (Una forma de resistencia), y en las dos primeras páginas y media utiliza veintidós veces este sustantivo. Así es que, si un maestro como él se lo puede permitir, ¿por qué no un aficionado como yo?

            Volvamos a Hungría, como ya lo he hecho otro par de veces en el blog (Budapest, Barátom Gyuri), y como lo hice, para pasar unos días, hace unas semanas. Ir de vacaciones a Budapest no es para mí hacer turismo. Cuando viajo hasta allí es para refrescar mis raquíticos conocimientos de su bella lengua, recordar que hay otras formas de vivir (por más que los intereses del mercado se empeñen en igualarnos, convirtiéndonos en ganado que pasta en el mismo pesebre), y sobre todo para visitar a mi familia húngara (así considero a Inés, sus hijas y sus nietos), convivir con ellos unos días, pasear por la ciudad en la que me sorprendía ver a los mendigos leyendo (ahora ya no se ven haciéndolo… bastante tienen con cuidarse de la policía), visitar alguno de sus museos (¿sabéis que en el de Bellas Artes de Budapest se encuentra una de las mayores colecciones de pintura española?), oír algún concierto si se presenta la ocasión, viajar en tren hasta algún pueblecito a orillos del Danubio (esta vez conocí Ráckeve, con su molino de agua y su bella iglesia ortodoxa serbia), y aprender a cocinar alguna de las recetas de su cocina, que luego trato de repetir en casa sin mucho éxito.

            Cuando regreso a España, siempre, además del cariño de mis amigos y de los buenos recuerdos, me traigo abierta una pequeña herida, un ligero dolor que me produce la ansiedad de dejarme allí tantos libros que no puedo leer… Que no podría leer, aunque me los trajera conmigo, porque están escritos en una lengua que no conozco lo suficiente.

            En el piso de Inés (donde antes que ella vivió la escritora Gergely Márta y tal vez escribió alguna de sus novelas juveniles), como en los de otros muchos amigos, hay estanterías llenas de libros. Cuando voy a sus casas, me gusta mirarlos y tocarlos, leer sus lomos, sacar uno de ellos y ojearlo antes de volver a colocarlo en su sitio; a veces (aunque procuro evitarlo), pedirlos prestados. En Budapest esto me está vedado: Puedo verlos y tocarlos, contemplar sus ilustraciones si las tienen, pero no saber qué se encierra en sus páginas, qué prometen sus títulos, qué nos adelantan sus contraportadas…  Son como esas cartas que se reciben en sueños y que nunca alcanzamos a leer, porque nos despertamos apenas las hemos sacado del sobre.

            Quizás sea por esto, y para que la pequeña herida no escueza tanto, por lo que siempre que vuelvo a Budapest procuro llevarme algún libro húngaro, traducido al español, para leer en la cama antes de que me venza el sueño. Allí he leído el Sin destino de Imre Kertész, algunos fragmentos de la Armonía Celestial, de Péter Esterházy, poemas de Ady, Petőfi, Attila… Divertidos relatos de Zoltán Ambrus o de  Andor Gábor y, en esta ocasión, La diva, de Ferenc Herczeg, una novela que compré en la Feria del Libro Antiguo y de Ocasión de Albacete, justo el domingo anterior a mi viaje. Me gustó más de lo que esperaba y me impresionó el carácter de su protagonista, María de Atalay (Irma Talay), hasta el punto de que aún me pregunto si de verdad existió una mujer así. Aquí os dejo, como recuerdo de este viaje, una imagen de su portada y todas estas “cosas” que, al recordar, se me han ido viniendo a la cabeza.

Los padres de Irene

Los padres de Irene

        Puri Novella escribió un bello relato que se llamó (que se llama), “Las hijas de Irene”, cuya lectura siempre recomiendo y con él ganó el premio “Villatoya” de cuentos en la última edición que se celebró del Certamen Literario Emilio Murcia… Es algo que he mencionado más de una vez en las páginas de este blog. Lo que muchos no sabían es que, unos años antes, yo había escrito sobre “los padres de Irene”.

 

            En julio de 2009 rescaté para todos vosotros aquel breve texto. No era más que el primer párrafo, el inicio de una historia que estaba y sigue estando por escribir.

 

            Lo colgué en el blog con mucho cariño, pero nunca llegó a gustarme… Nunca me gustó porque la foto que elegí para ilustrarlo, y en la que aparecían Quique y Guadalupe, los verdaderos padres de Irene, era un torpe montaje que, por falta de gusto, resultaba burdo y grotesco.

 

            Hace algún tiempo, la noche en la que celebramos la “cena del pan duro” (conmemorando la “sopa de piedras”, en la que ellos también estuvieron), les pedí una foto con la que sustituir aquella ilustración. Y, además, Irene les acompañó ante la cámara.

 

            Hoy, por fin, la he cambiado y así, de este modo, aprovecho para rescatar el texto y ofrecéroslo de nuevo:

 

Quique se quedó jugando al fútbol; era lo suyo aunque, hay que reconocerlo, no fuera lo único. Yo caminé hasta la casa de Guadalupe y la encontré leyendo. Nos sentamos en el suelo y ella sacó una botella de vino. Rafael Amor, cuya desgarrada voz sólo nosotros dos parecíamos conocer, cantaba a los extranjeros, a los perros cojos, a una muchacha llamada Violeta. El tiempo parecía haber dado un salto hacia atrás y por un momento me sentí de nuevo en Córdoba, el ático de la plaza de los Carrillos, bebiendo el mismo vino y escuchando la misma música, aunque fuera en la voz de Cafrune. Guadalupe, que me miraba con los ojos de leer, parecía sacada de Rayuela, un personaje de Cortázar... Se oyó la puerta. Quique volvía a casa y la cara de Guadalupe se iluminó; él la regresaba al mundo de lo real, le devolvía su condición de mujer tangible: ojos brillantes, labios húmedos, pezones erguidos, olor a jazmín... y, cuando ya en la sala, la figura de ambos abrazados se recortaba sobre una red colmada de postales, la estampa quedaba completa y yo argüía cualquier excusa para despedirme, porque aquélla era otra historia.

De la ocupación retribuida

De la ocupación retribuida

Voy a comenzar con una anécdota que no es mía, pero que le he oído contar en más de una ocasión al cantante argentino Rafael Amor. Le preguntaron una vez cuál era su trabajo y, cuando contestó que componía y cantaba canciones, le insistieron: “Sí, ya sabemos, ¿pero de qué trabaja?” Del mismo modo, y aunque escribo desde siempre, nunca me presento como escritor porque, para comprar la comida y la ropa, pagar la hipoteca, abonar las matrícula de los colegios de mis hijos y hasta adquirir los folios en los que imprimo mis escritos, tengo que ir todas las mañanas a una oficina en la que, aunque con gusto, no hago lo que me gusta, sino algo a lo que he aprendido expresamente para eso, para ganarme la vida; consciente además de que, si no tuviera este trabajo, tendría que buscar otro y, en los tiempos que corren, aceptarlo aún cuando me gustara menos que el actual. En “Vive como quieras”, la deliciosa película de Frank Capra, Martin Vanderhoff, el protagonista, se encuentra con un hombrecillo, el señor Poppins, que se pasa las horas sumando números en una calculadora, para comprobar que las columnas del debe y del haber de un voluminoso libro siempre coinciden. “¿Le gusta lo que hace?”, pregunta Vanderhoff. El hombrecillo lo mira estupefacto, nunca se lo ha planteado, es su trabajo… Pero es evidente que no le gusta, lo que le gusta es hacer muñecos autómatas; pero eso no le permitiría vivir.

            Si, echando una mirada al pasado, nos asomamos a la Grecia Clásica o al Imperio Romano, veremos cómo, tanto en la primera como en el segundo, el trabajo es considerado algo denigrante para el hombre libre, para el ciudadano, y se reserva a esclavos, ilotas y clases inferiores (por la misma razón, durante siglos, parte del botín en las guerras medievales, serán los esclavos, que se emplearán para el cultivo de las tierras y las tareas más duras, mientras sus amos se dedican a la política, el ocio y la milicia). Muy curioso y significativo observar como, por ejemplo, la manumisión de los esclavos (su liberación), tiene un marcado matiz económico y puede servirnos para ilustrar esta idea: el amo tiene una serie de obligaciones con respecto al esclavo (manutención, asistencia sanitaria, cuidado en la vejez), de las que se libera al liberarlo: el esclavo pasa a ser un hombre libre y, como tal, empieza a trabajar con su antiguo amo, ahora a cambio de un salario, pero ya se apañará él con su vivienda, su comida, sus enfermedades, si las tiene, o su vejez, cuando le llegue. Se podría decir que, de alguna manera, cuando termina la esclavitud comienza la explotación laboral.

            Evidentemente, a lo largo de los siglos siguientes, la situación se fue modificando y el clientelismo adquirió tintes paternalistas, filantrópicos: el buen amo, aunque con rigor, trataba con “amor” a sus criados, daba limosnas a los menesterosos, construía hospitales o escuelas; no eran derechos de los pobres sino filantropía de los ricos. Puede parece que no hay término medio, que o uno puede hacer lo que le llena plenamente o que ha de venderse (cada vez más barato), para realizar tareas que son necesarias pero, sino ingratas, sí alienantes. Nos bastará con echar de nuevo un vistazo al pasado para encontrar, con las propuestas imaginativas y brillantes de pensadores a los que se ha calificado de utópicos, ideas lógicas y bien fundamentadas, que se basaban en el reparto del trabajo necesario, para que todos dispongamos tanto de ocupación como de más tiempo de ocio. Propuestas como las de Campanella (trabajo obligatorio para todo el mundo, pero con un máximo de cuatro horas), o la de Tomás Moro (que también establecía las horas de trabajo en seis, para que todo el mundo dispusiera de tiempo para el ocio y la formación), y que hoy, en medio de la crisis que nos angustia, nos hacen economistas de la talla de Vicenç Navarro o Gregorio López, para quienes la reducción de la jornada de trabajo es entendida como “una forma de distribución de la renta, como un elemento de bienestar social y también como reparto de la escasez de trabajo asalariado". Tenerlas en cuenta podría ser una solución no sólo para el problema del paro actual, sino también a la frustración que para muchos señores “Poppins” supone el hacer de manera rutinaria y a diario algo que les impide realizarse como personas y ser felices haciendo algo no productivo y creativo.

            En resumen, el trabajo, entendido como ocupación retribuida, no nos hace libres, sino esclavos; puede ser una necesidad para subsistir pero, aun cuando nos guste, nunca es un fin en sí mismo y no puede darnos la felicidad.

Caminos de tinta y papel que atraviesan Burguillos del Cerro

Caminos de tinta y papel que atraviesan Burguillos del Cerro

Dicen que la primera frase de un relato es siempre muy importante. Hoy se me ha ocurrido un inicio que podría estar muy bien: “En un lugar de La Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme…” Lo voy a guardar para cuando escriba una novela en la que venga a cuento decirlo. Para lo que ahora voy a narrar no vendría al caso, puesto que voy a hablaros de Burguillos del Cerro, pueblo extremeño situado en la comarca de Río Bodión, tan al sur de Extremadura que desde sus cerros ya se vislumbra  Andalucía; lugar al que me gustaría volver algún día y no sólo por la biblioteca de la que os voy a hablar o por su interesante centro de investigación dedicado a los templarios, desde cuyo mirador se contempla, por un lado, una bella panorámica del pueblo, apiñado en torno a su inmensa iglesia parroquial y desparramado en calles blancas de casas enjalbegadas con rejas que llegan hasta el suelo y, por el otro,  al cierzo, los Cudriales que dieron nombre y textura al bello libro de poemas que me había llevado hasta allí en compañía de su autor, de José Ángel Losada Gahete quien, mirándolos, escribía: “Las lindes marcan las distancias / que luego el amor confunde

                Fue la lluvia quien tuvo la culpa de que, al entrar en la biblioteca de Burguillos, recordara otro día igual de lluvioso en el que, también por primera vez, llegué a otra en la que no fui bien recibido: Uno de esos gnomos que, según Álvaro Cunquiero y otros sabios, custodian los tesoros enterrados en los más recónditos lugares, guardaba con el mismo celo los libros vetustos de aquel recinto abovedado; me miró con rabia y desconcierto, quizá nadie había osado antes entrar en aquella especie de mazmorra pero, como debió pensar que sólo trataba de guarecerme de la lluvia, me dejó pasar y se limitó a vigilarme de cerca mientras yo leía los lomos de los tomos apilados en los anaqueles y sacaba alguno que otro de su lugar para ojearlo. El problema fue cuando tomé un par de ellos y le pregunté qué tenía que hacer para llevármelos a casa. Dudó un instante si agredirme directamente, aprovechando que tampoco yo le sacaba tanto en estatura, o llamar a gritos al que parecía ser el señor del castillo, al que yo no había visto pero que no debía de estar muy lejos (tal vez vigilando como me vigilaban), por lo rápido que salió y la presteza con la que me arrebató los libros, para ponerlos a buen recaudo, antes de llamar a la policía municipal y denunciar que alguien había entrado en la biblioteca del pueblo con la intención de leer.

                No fue así en Burguillos del Cerro. La lluvia no era excusa para buscar refugio, sino compañera de viaje que, pese a obligar a abrir paraguas y esquivar charcos, se recibía con alborozo en esa tierra, al sur de la de Barros, donde el verano había sido demasiado largo y demasiado seco. Merecía la pena andar un poco mojados a cambio de disfrutar del aroma limpio y húmedo de las dehesas recién regadas por la lluvia, del brillo que adquirían las hojas de encinas y alcornoques, las tejas de los tejados, las negras rejas de balcones y ventanas… Había sido también en un día lluvioso en el que se marchó José, el protagonista de los poemas de José Ángel Losada que me habían llevado hasta allí: “Se fue la otra tarde con la lluvia, /  con sus tibias raíces de indigencia y frío / recosiendo nostalgias”…

Para acompañarnos y hacernos de guía, en la centro sociocultural, a José Ángel y a mí, risueña, nos esperaba Mari Carmen Campanón, y fue ella quien me invitó a conocer la biblioteca, que a esas horas del día no estaba abierta al público y ofrecía el encanto del silencio y las mesas vacías, de los estantes repletos de libros que aguardaban, pacientemente, la llegada de los lectores que acudirían a la tarde. Me alegró la propuesta, porque siempre me ha gustado visitar las bibliotecas de los lugares por los que paso y recordé que antes, cuando veraneábamos en familia, me gustaba ser lector en las que eran ignoradas por los turistas de playa en Benidorm, Mojácar, Oropesa del Mar, Salou… o en pueblos del interior como Mañón, Ayora, Cazorla… Como en Villatoya (más pequeña) o en Mariquita (más grande), la biblioteca de Burguillos del Cerro está recogida en una sola sala. José Ángel y yo buscamos la estantería de los libros de poesía, donde hace tiempo que hay un hueco aguardando los suyos, para buscar las obras de los poetas extremeños de los que habíamos estado hablando la noche anterior: Luis Chamizo, Álvarez Lancero, Gabriel y Galán, José Antonio Zambrano y otros, entre quienes no deberían faltar mis amigos Florián Recio ni Francisca Gata, pero muy especialmente Manuel Pacheco, por el cariño con el que yo lo recuerdo como lector y él, además, como persona.

                A la entrada de la biblioteca nos encontramos con un enorme cartel, junto al que me fotografié para ilustrar esta entrada al blog, en el que se anunciaba una entrañable campaña de animación a la lectura y la escritura, basada en la Ruta de la Plata, la calzada que los romanos utilizaban para comunicar el sur con el norte de la península (desde Mérida hasta Astorga), y en la que se incluía una exposición (“Emboscados”), en la que, a través de once paneles con otros tantos textos literarios, se nos adentra “en el bosque inagotable de la literatura recorriendo, a través de algunas de sus mejores páginas, la antigua Ruta de la Plata. De Sevilla hasta Gijón, pasando por Almendralejo, Mérida, Plasencia, Salamanca, Zamora y Astorga, la exposición muestra la fuerte relación entre el alma sensible y la fascinante sabiduría de estos lugares, considerados mágicos y sagrados”, con poemas de Antonio Machado, Carolina Coronado, Claudio Rodríguez y textos de otros autores de la zona…

Guardar todo esto en el recuerdo, que forme parte de la memoria de mis vacaciones de este otoño del dos mil doce, me hace pensar en cuánto puede dar de sí la visita a una biblioteca, aunque sea por primera vez en la vida, aunque esté cerrada, aunque llueva… Incluso, aunque la entrada hubiera estado celosamente custodiada por un gnomo malhumorado, cuánto más si, como en Burguillos del Cerro, quien te abre sus puertas lo hace con un sonrisa en los labios y con un chispa igual de risueña en la mirada.

El canto a la naturaleza en espiral, de Emilio Gallego

El canto a la naturaleza en espiral, de Emilio Gallego

Hay artistas y teóricos del arte que, a partir del sesenta y ocho, reaccionan contra los valores del expresionismo abstracto. Para ellos, la pintura no sólo deja de ser el vehículo artístico por excelencia, sino que hacen saltar los límites que aprisionan y sofocan las obras de arte (empezando por el marco y siguiendo por la galería, el museo o cualquier espacio físico que las contenga), para que conquisten el espacio abierto. Es el fin de la narrativa de la modernidad, lo que Danto llamó (dramáticamente), “el fin del arte” y que dio lugar a tendencias y comportamientos artísticos como Pop Art, Mínimal, Conceptual, Povera, Body Art y otros, entre los que también se encuentra el Land Art, término americano que podría traducirse como “Arte de la tierra” y que, interviniendo sobre los espacios naturales, tiene lugar en plena naturaleza. Muchos de quienes me leáis lo sabréis mejor que yo y consideraréis ésta una introducción prescindible; otros, sin embargo, quizá queráis saber que, dentro de esta tendencia, se diferencian varios tipos de actuaciones, como las “integraciones” (que manipulan el paisaje como si fuera un material y suelen tener grandes dimensiones, como la “Spiral Jetty” de Robert Smithson); las “interrupciones” (que implican actividad humana y uso de materiales creados por el hombre en el entorno natural, como los “Túneles solares” de Nancy Hotl), o las “implicaciones” (en las que el artista respeta el entorno y se fusiona con él, como “A line by walking” de Richard Long)

El “Canto a la naturaleza en espiral”, obra de Emilio Gallego, a quien conozco personalmente, podría parecer una “implicación” tanto por lo que tiene de vuelta a lo primitivo, como por los materiales “povera” utilizados (básicamente piedra y madera), y hasta por la carga simbólica de los tótems que configuran la espiral... Sin embargo (y admitiendo que en esto del arte los límites nunca son tan rígidos que no puedan ser rebasados por el autor), yo la consideraría una “integración”, ubicada sobre el territorio que abarca nuestra comarca, una obra que nunca podremos contemplar directamente y de la que sólo podemos tener una visión general gracias a las exposiciones que se han hecho en galerías, los mapas editados, las fotos y reportajes, las maquetas y otras muestras.

Emilio Gallego, que nació en Larache y vive en Requena, es el autor de este ambicioso proyecto: “Canto a la Naturaleza en Espiral”, una de las instalaciones escultóricas que abarcan más extensión geográfica en el mundo: Una serie de veintidós esculturas elaboradas con piedra, madera y hierro, a las que el autor considera tótems (“Tótem del Magro”, “Tótem de San Juan”, “Tótem al Aire”...), y que dibujan (ésa es la voluntad del artista), una espiral sobre el espacio en que están ubicadas.

¿Cómo se puede contemplar una obra de esta envergadura si no es con la imaginación? Rafael Prats Rivelles, también amigo y comisario de la exposición que presentó la obra en Requena en julio de 2001, en el catálogo de la misma escribía: “No se trata sólo de factores físicos concretos, con posibilidad descriptiva, sino que va más allá para establecernos en niveles conceptuales”. Es fácil de entender, como acabo de apuntar, que una obra de esa envergadura no pude verse a simple vista. Es una de las características del Land Art el que muchas de sus creaciones sólo puedan contemplarse desde el aire... Es posible que ésta ni siquiera. El espectador podría encontrarse con cualquiera de los veintidós tótems que la componen y que, separados por kilómetros de distancia, no parecen tener más relación que el parecido formal. Es una obra que ha nacido en la mente del artista y que sólo a nivel mental puede ser contemplada: Ha de ser mirada con la imaginación... Es arte que no descansa tanto sobre su apariencia como sobre su concepción. Una forma de explicarlo que se me ocurre sería la de hacer una comparación con las constelaciones estelares: Donde el ojo sólo ve un grupo de seis o siete estrellas, la imaginación ve un cangrejo o una lira; donde el ojo sólo vería (desde una distancia adecuada), veintidós tótems, la imaginación ve una espiral. Hay pensadores para quienes “La idea o el concepto es el aspecto más importante de una obra... Todo se proyecta y se decide de antemano” (Sol LeWit).

Quienes, sabiendo más que yo, analizan este tipo de creaciones valoran el retorno a un estado primitivo del arte, el enriquecimiento del entorno natural con una nueva lectura, la vinculación a un paisaje concreto, el rechazo del valor mercantil de la obra (el “Canto a la naturaleza en espiral”, no puede subastarse, no puede comprarse ni venderse); Rafael Prats Rivelles, que tiene algo de poeta aunque no escriba versos (“La piedra, la madera y el hierro... no nos gritan, pero si se les observa hablan. Hablan de tierras y aires, de lunas y soles, de aguas y vientos”), remarca el aspecto transgresor de la Espiral, “por cuanto funciona al contrario de las manecillas del reloj”.

Yo, por mi parte, en vez de opinar sobre la obra, prefiero “sentir con ella” y pienso entonces en la naturaleza y el silencio, la magia, los ritos, los saberes ancestrales... Y todo ello me arrastra (“en espiral”), a otros modos de vida, a la ruptura con el mundo en el que hoy vivimos, a la búsqueda de otros más auténticos y que quizás hayamos perdido para siempre porque, quizá también, como el protagonista de Los pasos perdidos de Alejo Carpentier, ya no podamos encontrar el camino de regreso al paraíso.