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Ramón de Aguilar

19 de diciembre de 1976: Cuando llegué a Chillán

19 de diciembre de 1976: Cuando llegué a Chillán

            Como es domingo y no he tenido que ir al cuartel, me he pasado la tarde escribiendo en casa. Bueno, como siempre me ocurre, he imaginado mucho y he escrito poco. Aunque quizás hoy tenga un motivo: Estoy nervioso. Nervioso e ilusionado porque el viernes voy a subir en avión por primera vez. El brigada Ventura se ha ofrecido a ocupar esa mañana mi puesto de soldado raso, para que yo pueda pasar la Nochebuena en casa. Volaré hasta Valencia y, desde allí, me iré con el tío Flores hasta Albacete… Mientras pensaba en el viaje y trataba de escribir el relato de un parado que busca trabajo a través de los anuncios de un periódico, he hablado a ratos con Hugo Francisco, nuestro compañero de cuarto chileno. Me cuenta historias de su país y yo me acuerdo de mi amiga Orieta, de Iquique, de la que no sé nada desde el golpe de estado de Pinochet. La última vez que supe de ella, estaba a punto de casarse, así es que no sé si es una de las tantas personas desaparecidas o si es que, una vez casada, no ha podido seguir escribiéndome. Algún día iré a Chile y buscaré su nombre entre la lista de los desaparecidos que, cuando la situación cambie, se grabaran en mármol en el cementerio general de Santiago. También algún día, dentro de muchos años, cuando el relato del parado que busca trabajo siga inconcluso, situaré en Chile uno de mis cuentos preferidos, el de Cuando llegué a Chillán.

 

          Llegué a Chillán a las cuatro de la tarde y no me fue muy difícil encontrar la casa. Las indicaciones que Felipe me había dado eran precisas y suficientes, pero la distancia que tuve que andar era mucho mayor de lo que había imaginado en un principio. Cuando me vi frente al bloque de hormigón, hice un alto en el camino y lo contemplé antes de empezar a subir la escalera. Las ventanas no tenían cristales, nunca los habían tenido y el frío entraba a raudales para quedarse a pasar la noche entre aquellas paredes sin pintar. A la altura de la segunda planta alcancé a ver el horizonte por el que se ocultaba el sol de las cinco de la tarde... Era la misma hora a la que tres años antes los policías del DINA habían irrumpido en mi casa tirando la puerta de una patada y me habían llevado con ellos, tras poner patas arriba mi apartamento de Maipú y no encontrar a nadie más a quien arrestar. Yo, inspirado o ingenuo, les había mostrado mi pasaporte español; hacía años que estaba caducado y en la foto amarillenta del niño que fui resultaba casi imposible reconocer al hombre que era... Mi madre había muerto poco después de traerme al mundo y yo había llegado a Chile con mi padre, para trabajar en las minas de cobre; cuando también él murió en un accidente, yo me trasladé cerca de la capital para estudiar en la Pontificia Universidad Católica y ganarme la vida con lo que saliera, siempre que me diera para comer y seguir estudiando; nunca había vuelto a España ni ya tenía necesidad de hacerlo; me sentía un chileno más, uno de los millones que, con entusiasmo, habíamos celebrado la llegada de Allende al poder y uno de los miles que, al ser derrocado, era buscado por la policía política.

            El día que llegué a Chillán, mi única documentación era ya aquel pasaporte con la foto del niño que fui. A base de golpes había olvidado hasta el número de mi cédula chilena; de hecho desde el primer momento, desde la primera noche en el Estadio Chile, todos habían empezado a llamarme “El Español”. Allí fue, entre las gradas en las que unos a otros nos arrebujábamos, para protegernos del frío y del miedo, donde había conocido a Felipe... Y juntos continuamos hasta el final; primero hasta el campo de concentración de Tejas Verdes y luego, como compañeros de barracón, hasta el día en que, inesperadamente para mí y en cumplimiento de sus vaticinios, fui puesto en libertad. “Como eres español, te soltarán pronto. Ya lo verás    --me decía a veces--. Yo me moriré aquí”. Y morirse allí no era tan difícil, aunque lo más fácil era desaparecer un día, ser llamado y salir para siempre de Tejas Verdes; sólo que entonces no sabíamos que los que se marchaban no llegaban a ningún lugar. Quizás por eso el día que a mí me tocó sentí más desconcierto que temor. “¿Lo ves? –me felicitaba Felipe--. Sabía que saldrías de aquí. No te olvides de hacer lo que te he pedido y llévale a Bárbara esta carta”. No pude comprender dónde ni desde cuándo guardaba aquel sobre... cómo había podido escribir ni de dónde había sacado el papel... tal vez cuando estuvieron los de la Cruz Roja, aunque de eso ya habían pasado casi dos años.

            Felipe me había pedido que fuera a Chillán. Me lo había pedido muchas veces, sobre todo cuando el asma lo ahogaba y se creía morir. “Prométeme que, cuando salgas, irás a Chillán y buscarás a mi mujer”. Le prometí que lo haría. Quizás yo fuera la única persona del campo que sabía que su mujer se llamaba Bárbara y que estaba en aquella ciudad del Biobío, viviendo con la suegra. “Si se enteran –me susurraba al oído--, también la detendrán a ella”. Yo pensaba que si el DINA hubiera querido apresarla ya la tendrían en campo de concentración hacía tiempo, en Tejas Verde o en cualquiera de los otros muchos que debía de haber a lo largo del país, aunque eso entonces no podíamos saberlo. Cuando a Felipe lo apresaron vivían en Santiago, al otro lado del río Mapocho y ella estaba embarazada; sólo un año más tarde, gracias a un voluntario de la Cruz Roja, pudo saber que se había refugiado en Chillán, junto a su la madre de él, y que allí había nacido su hija Panchita. “Mi mujer es más joven que yo –seguía contándome--, casi de tu edad... Tú estás sólo y no tienes dónde ir, así es que, cuando salgas, te vas  buscarla y le dices la verdad, que yo ya no voy a volver, que te dé cobijo. Si os tenéis el uno al otro, para los dos será más fácil y para Panchita también”. Unas veces me reía y le decía que estaba loco, pero otras me enfadaba de verdad y me entraba coraje porque para vivir, en ocasiones así, más que huevos, a la vida hay que echarle ilusión...y Felipe ya no la tenía.

            ... Y por fin estaba en Chillán. Terminé de subir la escalera y pulsé el timbre de la puerta derecha en la que, como él me había explicado, lucía una imagen del Sagrado Corazón. Pero el timbre no funcionaba y tuve que golpear con los nudillos. Oí pasos al otro lado de la puerta y alguien descorrió la mirilla para ver quién llamaba. Me presenté sin esperar a que me preguntaran. “Vengo de Tejas Verdes... de parte de Felipe”. La mujer que me franqueó el paso era muy mayor. Imaginé que sería la madre. “Adelante”, me invitó. En el interior sólo había una mesa desnuda con cuatro sillas a su alrededor y, pegado a la pared del fondo, un mueble pequeño con un televisor y un aparato de radio. Sobre un de las sillas se sentaba una niña, que debía de ser Panchita y que estaba pintando con colores en un cuaderno. Alzó la cara y me sonrió. “Estoy dibujando un barco”. Me lo enseñó levantando la hoja llena de garabatos. “Es muy bonito”, afirmé a la vez que con mi mano le acariciaba los negros cabellos. La mujer, que había cerrado la puerta, me explicó que Bárbara estaba trabajando todavía. “No vendrá hasta dentro de una hora”. “Traigo una carta para ella”. “Puede sentarse si quiere. La televisión no va. Le encenderé la radio”. La vertiginosa voz del “Chacotero Sentimental” irrumpió en la sala rebotando contra las desnudas paredes. “¿Qué dibujo ahora?” me preguntó la niña. “Dibuja la luna”, le propuse recordando el cuento que su padre había inventado para ella y que más tarde, cumpliendo mi promesa, habría de contarle.

 

         “Cuando Panchita cumplió dos años su mamá Bárbara le hizo un enorme pastel de mango y chocolate y encima colocó dos velitas para que soplara. Papá, mamá, la abuelita, un pirata, una princesa y los hijos de los vecinos, que habían sido invitados a la fiesta, le cantaron el cumpleaños feliz. Entonces Panchita sopló muy fuerte y apagó las velas. Todos aplaudieron y ella se puso tan contenta que quiso hacerlo de nuevo. Papá sacó el encendedor del bolsillo y volvió a encender las velitas. Los invitados repitieron la canción y ella sopló otra vez... Y vuelta a empezar. Al cabo de un rato las velas estaban casi consumidas y todos, menos ella, cansados del juego. Así es que papá Felipe le acercó el encendedor a la ventana y, apagando las luces le dijo, a la vez que señalaba a la luna llena: Mira que vela más grande, a ver si puedes apagarla. Todos hicieron corro a su alrededor, entonces Panchita sopló todo lo fuerte que pudo y, ¡plaf! la luna se apagó dejándolos a oscuras... La niña aplaudió alborozada, pero papá, mamá y la abuelita estaban asustados, los niños de los vecinos se pusieron a llorar. Papá Felipe corrió a encender la luz. Los niños callaron, pero la princesa y el pirata habían aprovechado la confusión para desaparecer del cuento. ¡Otra vez, otra vez!, insistió ella. El papá volvió a encender el mechero y, esta vez sí, estiró todo lo que pudo el brazo, tratando de acercarlo lo más posible al lugar donde antes estaba la luna, que volvió a encenderse. Luego cerró corriendo la ventana y, aunque Panchita quería volver a soplar, le dijo: No, ahora vamos  a comernos la tarta, para que pueda acabarse el cuento”

 

            Hasta que llegué a Chillán y estuve dentro de la casa, hasta que conocí a Panchita y le acaricié las negras guedejas, hasta que me enseñó su dibujo del barco y me preguntó por el siguiente tema para plasmar sobre el papel con los únicos cinco colores que tenía, no había vuelto a acordarme del cuento que su padre había imaginado para ella. “¿De verdad lo has inventado tú?” le pregunté cuando me lo contó. “Sí. Así es que apréndetelo para contárselo cuando la veas. Lo he hecho para ella”. “Es muy bueno     –admití—, parece de un escritor de verdad”. “Lo cierto es que me he inspirado en una historia que oí contar a un rapsoda --reconoció él--. Fue en un concierto que dio Víctor Jara en el Estadio Chile”. Era el campo de fútbol donde los dos habíamos estado presos los primeros días, donde nos habíamos conocido y donde, aunque no lo sabíamos, también había estado Víctor Jara, antes de que le cortaran la lengua y las manos. “Se quedará a comer con nosotros”, me anunció la abuela. No supe si era una decisión que la mujer había tomado o una invitación que me estaba haciendo. En cualquier caso, no tenía otro lugar al que ir. Por pudor, por un poco de vergüenza tal vez, había dejado todas mis cosas, que cabían una sola bolsa de deportes, en la consigna de la estación de autobuses. Me hubiera dado apuro presentarme con ella en la mano, como invitándome a dormir en la casa. La anciana se metió hacia la cocina y yo me quedé mirando dibujar a la niña mientras seguía escuchando la radio... Cerré los ojos y fui consciente de que, en tres años, era la primera vez que estaba sentado en una silla y en el interior de una casa, por humilde que esta fuera y por mucho frío que reinara en la habitación. Al poco se oyó la puerta.

            Cundo subía las escaleras de aquel bloque de pisos a las afueras de Chillán, me preguntaba a mí mismo cómo sería esta mujer de la  que tanto me había hablado Felipe y que, en su fuero interno, parecía haberme destinado. Aunque era una idea absurda a la  que no quería prestar ninguna atención, no dejaba de rondarme su propuesta: “Dile que te he dicho yo que te quedes con ella. Los dos estáis solos y yo no voy a salir de aquí con vida. Mi madre tampoco puede vivir mucho más. Juntos podréis hacer frente a las dificultades que vengan y sacar adelante a Panchita. Bárbara es una buena mujer, joven como tú, y muy bonita, ya lo verás”. No me fijé en si era o no era bonita. “Vengo de Tejas Verdes... De parte de Felipe”, dije a modo de presentación, levantándome de la silla. Sus ojos se iluminaron con una luz especial. Quizás ninguno de los dos éramos ya tan jóvenes como Felipe nos veía porque, más que los años, nos había envejecido el sufrimiento; pero en su porte y en su mirada me pareció vislumbrar el majestuoso orgullo de la sangre aymara que, seguramente, correría por sus venas. “¿Y cómo está?”, me preguntó. “Bien –mentí--. Te envía esta carta” Se la tendí con cierto temblor en las manos, preguntándome si en ella le hablaría de sus aprensiones sobre una muerte cercana, de su descabellada idea de uncirnos frente a un destino sin él... o si simplemente sería un escrito que evocara recuerdos de un pasado feliz o reiterara un juramento de amor eterno... Ella la cogió, la besó antes de abrirla y, para mi tranquilidad, la dejó junto al televisor. “¿Se quedará a comer con nosotros?” Su madre me sacó de un humillante consentimiento. “Ya lo tengo todo preparado. Ayúdame a poner la mesa”. Durante la cena, y aún temiendo que la posterior lectura de la carta me dejara en mal lugar, traté de convencer a las mujeres de que Felipe se encontraba bien, de que pronto estaría libre, igual que yo; de que la vida en el campo  de concentración no era tan dura; adornándolas un poco les narré tres o cuatro anécdotas que les hicieron sonreír y, por un momento, hasta yo mismo llegué a creerme que aquello no eran tan malo. Panchita se había quedado dormida con la cabecita apoyada sobre la mesa. “Acuéstala en tu cama”, le pidió Bárbara a la abuela. La mujer se levantó y la cogió en brazos. “Pues yo también me despido y les dejo que puedan seguir platicando”.

            La casa de Chillán estaba en un barrio de las afueras, en un barrio de grises bloques de hormigón, sin cristales en las ventanas de la escalera. La casa se había caldeado un poco con el calor que escapaba de nuestros cuerpos y el de la cocina de gas en el que la abuela había hecho la cena. Aparte del comedor en el que estábamos, sólo tenía un aseo, la cocina y dos alcobas: la de la abuela y la que compartían madre e hija. Cuando nos quedamos a solas, le ayudé a quitar la mesa y ella preparó un tecito; mientras la infusión se enfriaba la mujer cogió la carta que había dejado junto al apagado televisor y la leyó. Apenas tardó unos minutos. Cuando volvió a guardarla en el sobre, estaba llorando. “¿Sabes lo qué pone Felipe en esta carta?”. Era la primera vez que me tuteaba. Negué con la cabeza. Era verdad que no lo sabía, ni lo había leído ni él me lo había dicho. No podía saberlo, pero un nudo me sellaba la garganta y no hubiera podido decirlo con palabras. Ella tampoco me lo desveló. Me preguntó algunas cosas más sobre el campo de concentración, sobre la comida, la ropa, cómo hacíamos para lavarla, si era verdad que había también mujeres... Luego, cuando la situación se hubo distendido un poco, me invitó a pasar la noche. “Puedes quedarte en mi alcoba. Yo me acostaré con la niña y mi suegra”, “No quiero ser una molestia”, traté de resistirme sin mucho convencimiento, puesto que no tenía dónde ir. “No seas tonto... Supongo que no tendrás dónde ir”. No respondí y me limité a verla preparar la cama desde el salón.

            Cuando a la mañana siguiente desperté en la habitación de Bárbara, la oí trajinar en la cocina. El frío apenas me había dejado dormir, pero el agua helada de la ducha me reanimó. Cuando salí del aseo, sobre la mesa humeaban dos tazas de té. “He comprado pancito --me anunció, señalando los bollos recién hechos que lucían en la panera--. Hay también mantequilla y fiambre”. Desayunamos juntos y callados, mientras la abuela y la niña todavía dormían. “¿Qué vas a hacer ahora?”, me preguntó ella, rompiendo por fin el silencio. “No lo sé aún... Todo parece tan difícil”, “Si quieres, puedo ayudarte a encontrar un trabajo”. “Creo que voy a tratar de irme a España”. Me miró asombrada y me di cuenta de que no le había contado nada de mí. “¿A España?”. “Sí, quiero ser escritor... Voy a contar todo esto que nos está pasando” “¿Lo qué nos está pasando? ¿Y a quién le podrá importar lo que nos está pasando?” “No lo sé, pero alguien tal vez, algún día, en el lugar más remoto, quizás dentro de muchos años, va a leer esta historia y va a saber que existimos, lo que nos pasó... Va a saber de Panchita, de ti, de Felipe y de que un frío día de invierno vine a traerte una carta hasta Chillán”. Barbará me miró directamente a los ojos y una vez más creí apreciar en su interior el noble orgullo de los aymaras, cuya sangre seguramente correría por sus venas. “Lo que nadie tiene que saber nunca –me pidió--, es lo que decía esa carta”.

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