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Ramón de Aguilar

LO QUE ESCRIBO

El baterista del Plata

El baterista del Plata

 

Nunca le había gustado su nombre. Pero había nacido un catorce de febrero, un día de los enamorados, y a sus padres no se les había ocurrido nada mejor que seguir la costumbre de ponerle el santo del día, marcándolo así con un destino que a él se le antojaba inexorable y que, en su caso concreto, era el de ser víctima de las circunstancias, ser un don nadie, un mediocre que había dejado escapar su vida entre las cuatro paredes de un piso destartalado en el barrio viejo de la ciudad, al abrigo de su pluriempleo y a la sombra de Piluca, su mujer.

 

Cada mañana, cuando encendía la luz del cuarto de baño, deseaba encontrarse en el espejo un rostro diferente al que el azogue le devolvía, unos ojos penetrantes de mirar profundo, la sonrisa de un hombre fuerte y seguro, duro y tierno a la vez… mas era sólo un instante, una ilusión tan breve que la mayoría de las veces no se daba ni cuenta. Y así fue también la mañana de aquel sábado y trece que a la larga habría de ser diferente.

 

“Mal día para los franceses”, había pensado Valentín al despertarse; pero por la noche, ya de madrugada, cuando después de una jornada agotadora bajaron la persiana de la sala de fiestas y dijo adiós al señorito, que se había quedado con él hasta que todas las cuentas del día estuvieron cuadradas, tuvo la sensación que para nadie habría podido haber peor sábado que el suyo.

 

Hasta aquel día, hasta aquella madrugada, en la que solitario caminaba por las oscuras calles del casco viejo, en el que trabajaba y vivía. Al girar una esquina sintió la bofetada del frío en el rostro y se subió el cuello de la americana para guarecerse. Valentín, hasta entonces, se había visto en la obligación de creerse feliz, moderadamente feliz puesto que, pese a la ansiedad que de vez en cuando le embargaba, estaba convencido de que, dentro de lo que cabe, no le iba del todo mal, al menos para los tiempos de crisis que corrían… No había más que mirar los índices del paro, subiendo mes a mes, mientras él mantenía su empleo de dependiente en un puesto del mercado central y, desde hacía años, cada tarde y cada noche tocaba la batería en el Plata, para acompañar los números musicales, y ayudaba a hacer las cuentas al jefe, para redondear unos ingresos con los que llegar de manera holgada a fin de mes.

 

El trabajo y la familia. Su pluriempleo y sus tres hijos: Mari Pili, que quería empezar veterinarias el próximo curso; José Luis, en quien, pese a ser mal estudiante, seguía depositando la esperanza de que realizase todo aquello de lo que él no había sido capaz; y Benita, la hija pequeña, tan pequeña que aún era pronto para pensar que podría ser de ella más allá de aquel sábado y trece en el que acababa de recibir la noticia:

 

El Club se cierra

 

Nunca lo hubiera imaginado; pese a lo mucho que había bajado la clientela y el progresivo deterioro del centro, le parecía uno de los símbolos de la ciudad.

 

Es sólo temporalmente.

 

Por el puesto del mercado no habría qué preocuparse… la clientela era fiel y, después de casi cien años de actividad, no iba a dejar de ser el Mercado Central, por mucho “hiper” que se abriera a las afueras o centros comerciales que le robaran el espacio a los pequeños comercios del centro… Tendría que buscarse otro empleo para las tardes; nunca había tenido suerte pero, en ese sentido, la fortuna siempre le había sido favorable; quizás había sido la misma mediocridad, la misma falta de ambiciones lo que le había resguardado de infortunios y protegido de grandes contratiempos.

 

No siempre se había conformado con tan poco. Valentín había tenido que cumplir los cuarenta y cinco años para aceptarse a sí mismo como un simple dependiente que, por las noches, tocaba la batería en una sala de fiestas. Del Mercado Central al Plata y del Plata a casa, con la paga en el bolsillo y, junto a ella, la esperanza de que el sistema de las pensiones aguantase hasta su jubilación. Pero no siempre había sido así; para llegar a ese punto tuvo que ir renunciando a una serie de sueños como si, año tras año, fuera deshojando una margarita y, con cada sí o cada no, fuera arrancando de su propia vida la posibilidad de ser médico o religioso, poeta o empresario.

 

Primero, siendo todavía un niño, monaguillo en la parroquia, soñó con ser misionero, llevado por la piedad que le habían inculcado desde la cuna y a lo largo de los años en los que se preparaba para la comunión, pidiendo cada mes de octubre para los chinitos y los negritos que, de no ser por él, se hubieran quedado sin bautizar; piedad fácil de mezclar con las aventuras que cada tarde de domingo veía en el cine y le ayudaban a verse a sí mismo en medio de la selva, llegando a los poblados y a las tribus donde nunca antes había llegado el hombre blanco, conmoviendo a los mansos y bonachones indígenas con la buena nueva, bautizándolos en medio del fervor y la admiración que lo cubrían de gloria… El afán de aventuras se agostó en su corazón aún antes que la piedad; a medida que atravesaba la adolescencia, tuvo que ir admitiendo que estaba demasiado gordo para recorrer la selva colgado de una liana, que el estanque del parque era lo más parecido al mar que había visto nunca y que se mareaba hasta en los coches. Soñó entonces con hacer su papel sin tener que alejarse de la ciudad que lo había visto nacer, protagonizando la sacrificada labor de los curas que pululaban por la catedral, su comprensiva sabiduría, la alegría natural que mostraban en cada momento y, por supuesto, el respeto con el que eran tratados, el halo de gloria que les envolvía allá donde quiera que fuesen, porque incluso quienes a sus espaldas se mostraban irreverentes ante su presencia eran dóciles, complacientes y sumisos.

 

A medida que fue madurando y le llegaron las dudas religiosas, seguidas de una indiferencia de la que nunca hizo nada por salir, soñó con ser médico. Pero nunca fue un buen estudiante; acabó a duras penas el bachillerato elemental y empezó a tocar la batería de oído, sin pretensiones, porque empezaba a ser consciente de sus limitaciones. Se colocó de dependiente en un puesto del mercado y se propuso preparar oposiciones para la banca; las preparaba con ilusión, envidiando a los empleados que, de traje, veía tras las ventanillas de los bancos o que, portafolios en mano, salían de las oficinas cada tarde a las tres… Le hubiera gustado ser como ellos, pero la oposición se resistía y, suspenso tras suspenso, su sueño fue languideciendo para dejar paso en su imaginación al de tener algún día su propio puesto en el mercado: trabajar a su manera y no como le mandaran, atender sólo a los mejores clientes y, por supuesto, llevarse los verdaderos beneficios en vez de la escueta nómina de fin de mes… Al final se hubiera conformado con que alguien reconociera sus méritos y llegar a ser encargado después de tantos años… pero siempre hubo alguien que, con menos experiencia y antigüedad que él, tuvo una apariencia más brillante, mayor don de gentes o cualquier otra zarandaja que quizás no era más que suerte… así es que, cuando comprendió que nunca cambiaría la suya, se refugió en el único sueño de ser millonario.

 

Valentín se sabía mediocre y no se permitía otras fantasías: Ser millonario de la noche a la mañana. Tenía muy claro que, trabajando de dependiente en un puesto del Mercado Central, nunca llegaría a amasar una fortuna y, puesto que a nadie podía heredar, sólo las quinielas o la lotería podrían hacer realidad su sueño. Los sorteos o encontrarse un saco de billetes en medio de la acera, alguna de las noches que volvía de la sala de fiestas a su casa… cualquier cosa con tal de poderse comprar un coche último modelo, un ático de lujo como los que estaban construyendo en la Gran Vía, un apartamento en cualquier playa cercana…

 

Era consciente de que el dinero puede servir para más, que sus ambiciones eran pobres para un rico… pero, de por sí, ya le costaba imaginarse sin tener que descargar los camiones cada mañana antes del amanecer, o esperar a que se fuera el último borracho para bajar la persiana del club… Como aquel sábado y trece. “Peor que para los franceses”, pensó cuando el señorito le dio la noticia en la misma puerta del Plata.

 

Se estaba demorando con tanta cavilación; así es que decidió acelerar el paso, tratando de animarse y alejar de su mente aquella melancolía. Si en casa no hiciera tanta falta el dinero, a partir de ahora los sábados por la tarde podría quedarse durmiendo la siesta, viendo una película del oeste en televisión… o salir a pasear cogido del brazo de Piluca, ir de compras, al cine…

 

Se detuvo en seco a oír unos gritos. Acababa de doblar la esquina de su calle. A pocos metros de él, un hombre arrastraba a una mujer hacia la puerta abierta de un coche que permanecía en marcha; ella forcejeaba y alguien, asomado a una ventana, empezó a increpar. Valentín no lo pensó. No pensó en el sobre del salario que llevaba en el bolsillo, no pensó ni en los años ni en los kilos que le hubieran impedido colgarse de una liana, no pensó que no era un héroe, sino uno hombre mediocre a quien, cada mañana, al mirarse en el espejo, le hubiera gustado encontrarse con otra cara… Valentín no lo pensó, se interpuso entre el coche en marcha y la pareja que luchaba y sujetó al hombre por una manga. “Suéltala”, le ordenó con voz entrecortada, mientras sentía que las piernas empezaban a temblarle. Recibió un empujón y cayó al suelo. Se golpeó la espalda con el bordillo de la acera y sintió que se le cortaba la respiración, pero no dudó en agarrarse a la pierna de su agresor; éste le pateó la cara con el pie que tenía libre, pero perdió el equilibrio, dio un traspié y, aunque no llegó a caer, tuvo que soltar a la muchacha, que echó a correr. Se habían encendido luces en más ventanas y alguien abrió una puerta… pero Valentín no lo vio; desde el interior del automóvil había sonado un disparo y él sentía que el cuerpo le ardía; su presa se zafó y entró de un salto en el coche, que desapareció en un par de segundos, sin dejar más huellas que el chirriar de sus huellas en la oscuridad de la noche.

 

Valentín no había llegado a perder el conocimiento, pero todo le daba vueltas y sentía ganas de vomitar. “Llamen a un médico”, oyó decir. Le pareció que el tiempo volaba, que la ambulancia llegaba en el mismo instante que la pedían; se sintió transportado por los aires y escuchó sobre su cabeza el sonido de la sirena, mientras alguien que lo palpaba decía “no es nada, sólo un rasguño”. No sintió especial alivio y comprendió que, en el fondo, le daba igual. En medio del dolor y la excitación que lo agitaba se sentía extrañamente feliz. Cuando, transportado en una camilla, entraba por la puerta de urgencias del hospital, en medio de las caras que lo miraban con curiosidad, vio la suya reflejada en un cristal… Y, por primera vez, se alegró de que aquel rostro fuera el suyo, y fueran suyos los ojos que veía y hubiera sido suya la sonrisa, si hubiera podido sonreír.

 

 

 

Capítulo VIII, en el que aparecen una escuela…

Capítulo VIII, en el que aparecen una escuela…

    Dos años después de que yo llegara al pueblo, se había arreglado la escuela. Los pupitres seguían siendo los mismos de gastada madera sobre los que habían estudiado mi padre y mi tío... Pero la pizarra era verde, en vez de negra, y nunca más se llenaron los tinteros. Todo era nuevo, todo menos las mesas, la estufa de leña y el cuento del tío Cosme.

    Ya en mi primer curso de colegio, en mi primer año en la casa de los abuelos y lejos de las huertas y de la masía, había oído hablar del tío Cosme; mucho antes de que llegara la mañana del cuento que el maestro contaba cada invierno, pero sólo los días de nieve y reuniendo a toda la clase en un corro de sillas en torno al calor de los tarugos en llamas.

    Tan pronto como arreciaba el frío y los campos amanecían blancos, cubiertos de escarcha, alguien, más mayor, preguntaba al maestro que cuándo lo iba a contar, y él siempre daba la misma respuesta:

– Cuando nieve.

    Entonces mirábamos al cielo, todavía otoñal, desde nuestros pupitres, veíamos caer la lluvia desde los cristales, oíamos el aullar del viento que arrastraba las hojas de las acacias del patio y sentíamos un escalofrío ante la promesa de esas historias que ya empezábamos a forjar en nuestra imaginación.

    El maestro era un hombre mayor, aunque no tan viejo como nos parecía. Su aspecto era serio y a veces, con suma tristeza, se quedaba ausente mirando por la ventana. Nunca nos levantaba la voz y, si alguna vez nos castigaba, luego parecía como dolido y trataba de mostrar cariño al sancionado... Una de las veces que me castigó a permanecer de pie en un rincón del aula por llegar tarde a clase (como el día que Geles me dio la manzana), cuando todos se marcharon y los dos nos quedamos a solas, sacó de su cajón un libro viejo, sin tapas, y me lo tendió.

– Siéntate, si quieres, hasta que vengan los demás –me propuso–, y lee.

    Luego, cuando fui a devolverle el libro en el que había estado leyendo la historia de un hombre llamado Ulises, pero que decía llamarse Nadie, me lo ofreció:

– Si te gusta, puedes llevártelo a casa hasta que lo hayas leído todo.

    Lo leí todo y fue allí, en sus páginas, repasadas al calor de un brasero, donde descubrí que el mundo es grande y hermoso.

    Tardó en nevar aquel año. Lo hizo un frío amanecer de aquel mismo mes de diciembre, cuando ya el trimestre se acercaba al final y en la pizarra habíamos dibujado un belén con tizas de colores. Por las tardes, el maestro nos enseñaba los villancicos tradicionales, los que habían aprendido nuestros padres y nuestros abuelos, los mismos que cantaríamos en Nochebuena para pedir el aguinaldo antes de ir a la misa del gallo. Pero aquella tarde de la nieve, cuando volvimos después de comer, el maestro acercó su silla a la estufa y, a un gesto suyo, todos lo seguimos, formando un gran círculo alrededor de ella. Él cogió al más pequeño en sus brazos y comenzó la historia del hombre que vivía en las huertas, pegado al río, lejos incluso de cualquier masía; el hombre que amaba a la gente, construía pequeños juguetes de caña para los niños, enseñaba a leer a los hortelanos, hablaba de los secretos del campo con los viejos... Cuando caía un nevazo como aquél (todos nos volvíamos a mirar por la ventana que el maestro señalaba con el dedo), y el tío Cosme se quedaba aislado en su casa, las gentes del pueblo se abrían camino en la nieve para llevarle aceite y miel, vino, mantecados, almendras, avellanas o lo que cada uno pudiera... Y él, con la cara muy arrugada por el paso de los años, el pelo y la barba canos, les daba las gracias con una voz honda y bondadosa.

    La del maestro también lo era, y le salía de muy adentro, teñida con dejes de nostalgia, como si estuviera contándonos algo que realmente hubiera ocurrido... o que pudiera llegar a ocurrir.

Cuando una gallina valía dos duros

Cuando una gallina valía dos duros

 

 El próximo 23 de abril, día del libro, verá la luz mi nueva novela: Cuando una gallina valía dos duros, que recibió el premio Alhóndiga de narrativa breve en el año 2012. La pública la Editorial Denes, en su colección “Calabria” y se presentará oficialmente en la Feria del Libro de Valencia. Ayer corregí las últimas pruebas y di el visto bueno a la portada.

En la contraportada, al anunciar lo que lector se encontrará en las páginas del libro, se remarca que el juego entre lo explícito y lo implícito (lo que se dice para insinuar lo contrario, lo que se silencia para expresar lo que se calla), va a ser una constante a lo largo de una historia en la que fantasía y realidad se entrelazan y confunden, en la que buhoneros, domadores de circo y buscadores de lámparas maravillosas se mezclan con maestros de escuela, taxistas y posaderos; en la que, a través de los ojos de un niño, que pasea su inocente mirada por el mundo que le rodea, conoceremos (más que las casas, las calles y los parajes de un pueblo), a un puñado de personajes entrañables (locos, viejos, niños, perros, tenderos…); más que las riberas de un río o un puñado de montes escarpados, el descubrimiento del placer de la lectura y de valores como la amistad, el amor, la lealtad y la gratitud.

Espero que algún día tengáis ocasión de leerla y, como anticipo, os dejo esta muestra: El preámbulo con el que se inicia y el índice con el que se termina.

 



 

PREÁMBULO EN EL QUE SE CUENTA

TODO LO QUE SE HA DE CONTAR

ANTES DE EMPEZAR A CONTAR



La vida me ha llevado de aquí para allá. Me arrancó de mi casa cuando sólo era un niño, me sacó de la miseria y me paseó por un mundo que nunca hubiera imaginado.

¡Qué lejano todo de aquella casa de Pitarque en la que transcurriera mi infancia!

He visto tantos lugares hermosos que siempre creí que nunca más volvería a asombrarme: Grandes ciudades con cuidados parques y avenidas, pueblos escogidos en cada uno de los rincones del globo; hoteles suntuosos, playas de moda, acogedores refugios de montaña...

¡Qué lejana la ermita de San Cristóbal, que siempre veía desde la ventana, desde aquellos empañados cristales por los que aprendí a mirar!

Todo se me fue pegando a la piel y ya podría decir que soy un ciudadano del mundo, sin patria chica ni grande...

Y, sin embargo, cuando llegan la noche, o el cansancio, o la tristeza de una lluvia pertinaz sobre los cristales, me acuerdo del pueblo, de aquella calle embarrada y oscura, a la que llegamos un frío día de invierno mi madre y yo.

Me acuerdo del niño que fui y siento nostalgia de los carros, de los perros sin amo, de la ropa áspera y del humo saliendo de cada chimenea, del frío de mi casa en los oscureceres de invierno y del libro viejo y sin tapas donde leía que el mundo es grande y hermoso.

Todavía lo creo.

 

 

 

ÍNDICE

 

Preámbulo en el que se cuenta todo lo que se ha de contar antes de empezar a contar.

 

Capítulo I

En el que se narra cómo un enano llegó a la masía, buscando un tesoro que no debía andar muy lejos del río Pitarque.

Capítulo II

En el que se siente el pasar de los días, después de que quien cuenta y su madre llegaran a la casa de los abuelos en Pitarque.

Capítulo III

Con las historias del perro Sartén, que apareció por la carretera de Ejulve, y de Juanita, que vino de Olocau del Rey.

Capítulo IV

Y de cómo, tal vez, Juanita se marchó con un buhonero que llegó a Pitarque por la Virgen del Rosario.

Capítulo V

En el que se explican los tiempos verbales con la ayuda de un niño que se come una uva.

Capítulo VI

O de cuando se secó la rambla del Mal Burgo del Guadalope y todo lo que pasó por querer que un tal Daniel cantara para que lloviera.

Capítulo VII

En el que se plantea si un barquito de caña quizá pueda llegar desde el río Pitarque al Guadalope, después al Ebro y por fin al mar.

Capítulo VIII

En el que aparecen una escuela sin tinteros, un libro sin tapas y un cuento que sólo se cuenta cuando nieva.

Capítulo IX

En el que sabremos si Daniel, cuando vino a Pitarque, cantó o no cantó para que por fin lloviera.

Capítulo X

Con una lección de Geografía en la que el nuevo maestro explica que los Órganos de Montoro son “montañas jóvenes”.

Capítulo XI

Donde Amador (aunque nunca se diga su nombre), aparece por el camino de Aliaga, con un ostentoso anillo en el índice de su mano derecha.

Capítulo XII

El de un cigarro que nunca se fumó o el de cómo Mónica ocupó la habitación que Juanita había dejado vacía para siempre.

Capítulo XIII

En el que Amador regresa y se encuentra en Pitarque con un sobrino que aún no había emigrado a Zaragoza.

Capítulo XIV

De la amistad de un león y el amor de una trapecista del mismo circo.

Capítulo XV

En el que se continúa la historia que empezó en el capítulo anterior y que, como todos saben, ocurrió en Pitarque cuando una gallina valía dos duros.

Capítulo XVI

El que por última vez se ve a Amador en Pitarque, antes de aparecer en televisión para el desasosiego de todos.

Capítulo XVII

En el que la plaza de Pitarque se hace más grande con el vació que deja el circo que se va, llevándose a los prisioneros de su carpa

Capítulo XVIII

O final: En el que se regresa a Pitarque, tantos años después, y todo lo que se encuentra… que no es poco.

Un tintico con el Comandante

Un tintico con el Comandante

No viajé hasta Colombia sólo como turista y, si llegué hasta el interior del Tolima, no fue sólo porque allí me había ofrecido alojamiento mi paisana Inés, profesora de Política Económica en la Universidad de Ibagué y casada con otro profesor de la misma facultad, Gregorio López, colombiano… No fue sólo por eso, aunque nunca lo expliqué.

Inés y Gregorio me llevaron a conocer la universidad en la que ambos trabajaban y me presentaron como su amigo español. Me pasearon por la ciudad, considerada la capital musical de Colombia y hermanada con Vitoria, a lo que Inés, como vasca, le daba mucha importancia. Organizaron una excursión para que recorriéramos el Eje Cafetero durante todo un fin de semana y, aunque ellos no podrían acompañarme, yo me empeñé en hacer otra en barca por el río Magdalena, hasta cuya orilla me llevó un taxista que, además del vehículo, puso los chistes y la banda sonara, a base de vallenatos de Diomedes Díaz y pasillos de Julio Jaramillo.

En Ambalema, después de casi una hora de coche, la carretera moría frente al caudaloso Magdalena. El taxista se quedó a la sombra de unas nogueras y yo contraté una barca que, río abajo, me llevaría hasta Beltrán, una pequeña población de la otra orilla… Fue justamente en ese momento cuando apareció en mi vida el padre Eladio, que estaba esperando que llegara algún otro viajero para que no le saliera tan caro el pasaje para ir a decir su misa al otro lado del río.

El cura era hablador y no se cansaba de hacer preguntas. Se mostró encantado al saber que yo era español. Él había estudiado un año en Roma y, de regreso para América, se había quedado unos meses ayudando en la diócesis de Segorbe-Castellón. Guardaba muchos recuerdos de esa época de su vida y quería saber cómo habían ido las cosas desde que él se viniera. Una vez en Beltrán, que parecía desierto a media mañana, me preguntó si podría esperarlo una hora, para aprovechar también el viaje de vuelta. Así quedamos y, como yo acabé mucho antes de recorrer las pocas calles del pueblo, regresé al río y me senté en un tronco caído para contemplar en silencio la inmensa masa de agua que bajaba en dirección al lejano mar Caribe. Desde donde estaban no alcanzaban a ver la otra orilla: Era como estar contemplando un mar que se deslizara mansamente ante mis ojos.

Cuando el padre Eladio llegó una hora después, tal y como había calculado, me di cuenta de que el barquero había desaparecido.

– Estará por ahí –lo justificó el cura, a la vez que se sentaba a mi lado–. Se dice que tiene un “partidito” por el cementerio.

– No ha tardado mucho en decir su misa.

– Lo justo… –pareció dudar antes de seguir hablando–. Por lo general me demoro más; me quedo hablando con unos y con otros, pero ahora estoy enfadado con el comandante y sus muchachos.

Sentí un ligero estremecimiento.

– ¿Quiere decir que hay guerrilleros por la zona?

– Yo no he dicho eso. Sólo he dicho “el comandante y sus muchachos”. Yo soy pastor de todos y no pregunto nada a nadie. Digo misas, bautizo, confieso… y hasta los entierro, porque para mí todos son hijos de Dios. Pero a veces discrepamos. Sobre todo en su manera de hacer justicia. Hace poco decidieron ajusticiar a uno de los suyos… Tenían sus motivos: Había violado y matado a una chiquilla; yo lo conocía, era sólo loco, un deficiente psíquico. Lo que hizo fue horrible pero, cuando me enteré, intercedí por él; quería que me lo dieran para entregarlo a la justicia, para que tuviese un juicio justo y, en vez de una muerte vil, un tratamiento psiquiátrico… ¿Sabe que me dijeron? Que ellos son la ley y que a mí ya me llamarían para que fuera a enterrarlo.

– No sé qué decir –confesé, nervioso y extrañado de que el barquero siguiera sin aparecer–. ¿No correremos ningún peligro?

– ¡Qué va! Ni el más mínimo –me tranquilizó el cura, con una sonrisa–. Me necesitan, son muy católicos y no pueden vivir sin su misa, sus comuniones y sus entierros. Ellos me respetan y yo les respeto… Pero a partir de ahora y hasta que se me pase el enfado, lo justo.

 – ¿Sabe una cosa? Ya que estoy por aquí, me hubiera gustado conocerlos.

Me miró serio e incrédulo.

– Me había parecido un poco asustado.

­– Un poco impresionado… Pero le voy a hacer una confesión: Si he venido hasta aquí es porque hace años, hace unos veinte años, en España hice amistad con un colombiano, Héctor Samuel Vela… Y lo último que supe de él es que regresó a Colombia para apoyar a los que luchaban por un mundo mejor… Así lo decía él. La última carta que me envió estaba sellada en Fresno.

– No estamos muy lejos… Hasta allí no llega mi misión, pero si cerca; si algún día quiere acompañarme, aunque sea como “monaguillo”, sólo tiene que dejarme un teléfono y yo le aviso cuando tenga que ir a hacer algún servicio religioso… Probablemente esta misma semana.

– ¿No habría ningún problema?

–Conmigo, ninguno… Yo no voy a sus campamentos sino a las veredas que hay en la montaña; pequeñas aldeas de difícil acceso en las que viven hombres y mujeres, ancianos y niños… Campesinos, junto a los que ellos escuchan la misa o se toman un tintico o su guarapo.

 

El padre Eladio cumplió con su palabra. No habían pasado más de dos días desde que nos separáramos en Ambalema cuando me llamó por teléfono para preguntarme si podría acompañarlo.

– Lo necesitaré todo el jueves como “sacristán”, así es que no haga otros planes.

Me recogió con un coche de tracción en las cuatro ruedas. Desentonaba por las calles de Ibagué, pero estaba preparado para circular por cualquier terreno. No hubiéramos podido llegar hasta donde llegamos con ningún otro vehículo.

Salimos por la misma carretera que el día de la excursión e hicimos una primera parada en la puerta de una panadería de Alvarado.

– En el camino nos detendremos a visitar a una familia muy pobre. Les llevaremos algunos panes –me informó el padre Eladio, que no me permitió pagar ninguno de los bollos que compró y a los que la dependienta, que nos había saludado con cordialidad, añadió unos dulces para que los lleváramos de su parte.

Antes de llegar al cruce de la carretera de Ambalema, giramos a la izquierda y nos dirigimos hacia el oeste, alejándonos del río y adentrándonos en unos terrenos cada vez más abruptos y escarpados. La vía enseguida dejó de estar pavimentada; se hizo de tierra y, a medida que se adentraba en parajes cada vez más solitarios, la vegetación también se hacía más exuberante. En dos ocasiones nos encontramos con que el camino estaba cortado y tuvimos que dejarlo, buscando cómo salvar los obstáculos campo a través. El cura se reía, francamente divertido, como si estuviéramos jugando. Yo, pese a lo que pudiera parecer, disfrutaba de todo lo que veían mis ojos y de los gritos de las aves que nos llegaban desde lo alto de los árboles.

Después de más de una hora de marcha, y apartándonos un poco de la ruta que llevábamos, llegamos a un pequeño caserío. Estaba en alto y desde la misma explanada en la que dejamos el coche, se contemplaban cientos de montañas, cubiertas por un espeso manto vegetal, que las hacía parecer un inmenso mar verde, en el que no alcanzaba a verse ninguna huella del ser humano: ni humo ni construcciones, ni asfalto ni coches, ni cables ni ningún sonido que no pudiera calificarse como canto de la naturaleza.

– Aquí es donde vamos a dejar los panes –me informó el padre Eladio, a la vez que se bajaba del todoterreno, con el motor ya apagado.

Una mujer muy anciana había salido a recibirnos y nos saludó escuetamente, sin dar las gracias, al coger la bolsa de la panadería.

– Es un amigo español –informó el cura a modo de presentación–. Y Carmen, la panadera, ha añadido unos dulces.

La mujer nos invitó a pasar, apartando una cortina de tela. No había más puerta. Un gran ventanal, sin cristales, completamente diáfano, permitía disfrutar de una panorámica casi tan amplia como la que se contemplaba desde fuera.

– ¿Y los muchachos?

– Todos bien. En el monte –me pareció entender.

Imaginé que se refería al marido y los hijos, mientras me preguntaba si no les daría miedo vivir tan apartados de la civilización y tan cerca de grupos guerrilleros. La mujer hablaba muy bajo, entre dientes, sin abrir apenas los labios. Pareció que nos ofrecía algo, pero fue el padre quien tuvo que preguntármelo para que lo entendiera:

– ¿Un tintico?

Yo no dejaba de pensar en el vino cada vez que me ofrecían un tinto, pero ya sabía que se referían a un café; un café de puchero, sin leche y por lo general endulzado con panela.

– No, gracias.

El cura me sonrió e ignoró mi respuesta.

– Mejor sí nos lo tomamos. Así hacemos tiempo.

Lo hicimos durante un buen rato y casi en silencio. El padre Eladio no se apartaba de la ventana y la mujer, como yo, permanecía sentada en una silla, sin mostrar ningún interés. La conversación que se manteníamos era a base de monosílabos. Por fin, el cura pareció decidirse:

– Voy al aseo y nos vamos.

Salió de la casa y aún tardo algún tiempo en volver, pero cuando regresó fue ya para despedirse de la mujer. Subimos al coche y regresamos al camino, que no mejoró en todo el día y en el que yo seguí disfrutando del sol que se filtraba por entre las ramas de los árboles, del canto de los pájaros y el chillido de las rapaces.

– A estas alturas –me informó el padre antes de que llegáramos a la primera de las aldeas que íbamos a visitar–, el comandante ya sabe que estamos en camino… Aunque tú no veas a nadie, a nosotros nos están viendo todo el tiempo, saben quiénes somos y por dónde nos movemos.

– Tiene que ser fácil camuflarse en estas espesuras.

– Te lo digo para que estés tranquilo… Es posible que en alguna de las veredas los veas cerca de la iglesia, o incluso que entren y se queden al final del todo. No te asustes aunque los veas armados, no los mires con curiosidad, haz como si no estuvieran, que es lo que ellos van a hacer contigo.

La segunda parada la hicimos ante un grupo de casas que, sin formar calles, estaban diseminadas en torno a una especie de placita presidida por la iglesia (una pequeña ermita), y lo que parecía una cantina, aunque nada lo indicara, salvo una chapa que anunciaba un refresco de cola, pegada con yeso en la pared, y algunas cajas de madera con botellas de gaseosa vacías, abandonadas junto a la puerta de entrada. Un grupo de cinco o seis niños y dos o tres perros alborotados rodearon enseguida el coche. Se acercaron también algunas mujeres y tres hombres, que hablaban en la puerta del bar, saludaron sin palabras, con un gesto de la mano. Ninguno llevaba armas.

En la puerta de la iglesia nos esperaba Ramón, un muchacho joven que parecía el encargado de organizar las actividades religiosas. Tenía el altar de la pequeña capilla preparado, adornado con flores. Se veía todo recién aseado y la puerta de entrada estaba abierta de par en par; frente a ella se extendía una pequeña acera de cemento.

– Esto lo arregló el comandante… –me explicó el padre–. Él no es muy creyente, pero se preocupa por las cosas de la iglesia.

Ramón se sentó en una silla al lado del altar. Sobre ella descansaba una lira colombiana que el joven empezó a tocar tan pronto como la gente de la calle entró en el recinto. Un coro improvisado rompió a cantar, apagando con sus voces la melodía del instrumento. El padre Eladio los acompañó y yo me quedé sentado en uno de los últimos bancos.

No había sacristía. El cura se había puesto el alba, el cíngulo y la estola delante de todo el mundo. Al terminar el ritual, se desvistió con la ayuda de Ramón y dejó las ropas plegadas sobre una esquina del altar.

– Mi mujer ha preparado el almuerzo y nos estará esperando –nos invitó el joven.

La gente había hecho corros a la salida de la iglesia y saludaban sonrientes; casi detrás de la misma, por una estrecha senda llegamos al porche de una casa. Allí mismo, al aire libre y pese a que empezaban a asomar algunas nubes, nos habían preparado la mesa y dos sillas.

– Primero le serviremos al padre –informó la mujer, a la vez que le acercaba un humeante plato de caldo.

Sobre la mesa había una fuente con patacones. Cuando el padre Eladio terminó la sopa, mientras empezaba a saborear los maduros fritos, la mujer se apresuró a lavar el plato y la cuchara usados y me sirvió a mí. Mientras comíamos, dos niños nos miraban, sentados en un saco, esperando su turno; la mujer permanecía atenta, de pie junto a la puerta que daba a la casa, y Ramón, risueño, sentado en una baranda de madera que separaba el porche del campo, tan pronto preguntaba por la vida en España como comentaba con el cura los temas de la iglesia.

De allí regresamos al coche y continuamos el camino. En la vereda siguiente, de características muy similares a la que acabábamos de dejar, la iglesia había sido adornada con banderitas y una niña vestida de blanco esperaba, rodeada del resto de los niños, la llegada del cura, que la apartó de los demás y, en un rincón de la iglesia, la escuchó en confesión antes de darle la primera comunión.

 Esta vez todo el mundo entró a la misa. Se notaba que para ellos era una fiesta especial. Los hombres se habían quedado al final pero, pese a lo que yo temía o deseaba, ninguno de ellos llevaba armas a la vista. También eché en falta una figura como la de Ramón, más risueña y que pusiera un poco de animación entre tantos rostros adustos. Aún así, cuando la misa terminó, el hombre que parecía ser el padre de la niña que había comulgado por primera vez, se me acercó para invitarme a la celebración que iban a hacer en su casa.

Vivían en la misma placeta que estaba la iglesia, así es que no tuvimos que andar mucho. Casi todo el pueblo, más de los que habían asistido a la misa, se encontraba allí dentro. Era una estancia de una sola habitación, amueblada con una gran cama de matrimonio, una mesa de comedor, cuatro o cinco sillas, que se habían arrimado a las paredes, y un poyo de obra, sobre el que descansaba una pequeña cocina de gas. En medio de la mesa habían colocado un pastel que iban repartiendo en platitos de plástico entre los presentes, mientras el padre de la niña servía “cocacola” en vasitos de aguardiente.

Cuando salimos de esta segunda vereda, las nubes que tapaban el cielo ya eran más que considerables y aún nos faltaban dos aldeas por visitar.

– Esperemos que no se agarre a llover, porque la iglesia a la que ahora vamos no tiene techo.

Así era en realidad. Habían construido una iglesia enorme, mayor que las dos que ya habíamos visto, pero estaba sin terminar. Sólo habían levantado las paredes con bloques, aún sin enlucir, y echado el suelo de cemento. El tejado, la puerta de entrada y las ventanas laterales estaban esperando a que hubiera madera suficiente. Aquí era una sacristana la que había preparado la mesa que serviría de altar en la ceremonia, quien había ordenado en filas las sillas que cada uno había llevado de su casa y quien ayudó a vestirse y desvestirse al cura con las prendas litúrgicas. La mujer, que presumía de tener nombre español, porque se llamaba Dolores, de mediana edad, baja de estatura y algo rechoncha, mostró todo el tiempo mucho sentido del humor. Bromeaba con el cura y se dejaba regañar porque no estaba casada con el hombre con el que, al parecer, llevaba viviendo toda la vida.

– Esta es la única mujer que no he conseguido casar. Siempre metida en la iglesia y nunca se le ha ocurrido venir vestida de novia.

– Ni se me ocurrirá –lo retaba ella, muerta de risa.

– Bueno, por lo menos a ver si convences al comandante de que eche una mano en lo del tejado –le pidió a Dolores antes de despedirse–. Ya tengo la madera. Sólo necesitamos una mula para acarrearla y unos cuántos hombres para ponerla.

No hubo nuevo almuerzo, aunque ella nos ofreció un tintico, que no aceptamos porque estaba a punto de arreciar la lluvia y porque, según el cálculo del padre Eladio, ya llevábamos mucho retraso.

Cuando llegamos a la última vereda ya había caído la noche y llovía con intensidad. No había iglesia y era en la escuela, que ya no se usaba como tal, donde se celebraría la misa.  Había mucha más afluencia que en ningún otro lugar. Quizás fuera que, por la lluvia o por la hora, la gente ya había vuelto del monte o de las fincas en las que trabajaran. Tuve la sensación de pasar más desapercibido. Nadie me dirigió la palabra ni me prestó especial atención. Permanecí sólo en un rincón, atento a todo lo que ocurría a mi alrededor, hasta que casi todo el mundo se había marchado y el padre Eladio hablaba con sus últimos fieles. Uno de ellos lo acompañó hasta la salida.

– Como llueve tanto, vamos a llevar a Julio hasta su casa –anunció el cura–, y de paso comemos allí, para no tener que parar ya en el camino.

El aludido me estrechó la mano efusivamente.

– Es usted español, ¿verdad?

– Sí, vasco.

– Yo también he vivido allí. Estuve trabajando tres años en Madrid.

Ése fue el tema de la conversación: La vida en España, su trabajo en una empresa de transportes, las causas que le llevaron a regresar a Colombia y dejar su piso en Madrid por una cabaña en medio del campo, sin luz eléctrica, sin agua corriente y sin ninguna comodidad. Una vez más, nos encontrábamos en una vivienda que consistía en una única estancia que cobijaba la cama del matrimonio, el hogar donde se cocinaba, la mesa en la que se comía, un armario, cuatro sillas… No podía entender el cambio, pero el hombre se mostraba contento y, aunque con cariño, hablaba de España sin nostalgia. La mujer, Andrea Guzmán, también cenó con nosotros y, aunque sin dejar de atender la mesa, se integró en la conversación.

– ¿Les apetece una copita de vino?

Lo acepté con alegría, después de mucho tiempo sin beberlo. No era lo que me esperaba. Estaba destilado de cerezas y resultaba demasiado dulzón, pero nos sirvió para brindar, antes de que los hombres cogieran una linterna y salieran de la casa, diciendo que volverían enseguida.

Cuando ellos se hubieron perdido en la oscuridad de la noche, tras la tupida cortina de lluvia, la mujer se me acercó para ofrecerme otra copa de aquella bebida.

– No, gracias –rehusé, tratando que no se me notase la decepción que había sentido al probarla–. La verdad es que no bebo nunca alcohol; lo he tomado sólo por la lluvia y por acompañarles.

– Se ve que es usted un buen hombre.

– ¿Porque no tomo?

– Le ha caído usted bien al comandante… Y al comandante no suelen gustarle los extranjeros.

– ¿El comandante? ¿Es su marido el comandante?

– No, claro que no… Y aunque lo fuera, tampoco se lo diría. Pero no es él. El comandante ha estado hoy con usted y ha dado el visto bueno para que le demos la información que busca.

– ¿El paradero de Héctor Samuel?

– Siento lo que le voy a decir, pero Héctor Samuel Vela murió hace tiempo.

– ¿Eso es verdad?

– Pensará que para saber eso no hubiera hecho falta venir hasta aquí… Pero su amigo no murió con ese nombre y hay cosas que no deben saberse todavía. Murió en un accidente de avión, hace cinco años; fue el quince de mayo de 1993 y regresaba de Panamá con otro compañero, de unas negociaciones secretas con el gobierno de Gaviria, para tratar de reanudar los diálogos de paz de Tlaxcala. Evidentemente, ninguno de los dos viajaba con su identidad verdadera, por eso no encontrará nunca su pista. Para nosotros es un héroe y un ejemplo a seguir. Si usted fue su amigo, puede sentirse orgulloso de él, porque dio su vida por un mundo mejor, no sólo por la libertad de los colombianos, sino por la de todos los oprimidos de la tierra.

La decepción o el miedo debieron de reflejarse en mi rostro. Quizás fuera mentira y sólo quisieran que me alejara de una vez por todas. Mientras trataba de mostrarme sereno se me ocurrió preguntarme quién, de cuántos se habían acercado a mí durante ese día, era el comandante. ¿Podría ser el mismo padre Eladio, dirigiendo una facción de la guerrilla desde su parroquia? ¿El sacristán que tocaba la lira colombiana y cantaba y dirigía un coro de campesinos? ¿El padre de la niña que había tomado la primera comunión? ¿La simpática Dolores? ¿El mismo Julio, por más que su mujer lo negara? … No me parecía posible que alguno de aquellos pobres diablos pudiera serlo.

– No sé qué decirle.

– No tiene que decir nada… Y yo tampoco tendría que decirle nada más, pero no sólo el comandante ha creído que usted es un buen hombre, yo también lo creo.

Miré a mi alrededor y, viendo tanta pobreza, me pregunté si podría ayudar de alguna manera a aquella gente junto a la que al parecer había vivido mi amigo.

– ¿Cómo puedo pagárselo?

Andrea Guzmán sonrió.

– Me lo ha pagado por adelantado: Si alguien es capaz de llegar hasta aquí, desde tan lejos, buscando a un amigo que perdió hace veinte años, me devuelve la fe en el ser humano.

– La verdad es que no sé hasta qué punto lo he hecho así, como dice, o no ha sido sólo una forma de hacer turismo, de vivir una aventura fuera de las páginas de un libro, o incluso alguna otra mezquindad propia de un ser egoísta…  No quiero engañarla.

– Le voy a confesar algo: Yo me he criado en la selva y en manos de los guerrilleros. Me pusieron un fusil en la mano cuando tenía que estar jugando con muñecas. Tuve que empezar a satisfacer a los hombres cuando aún no había tenido mi primera regla. Tuve que matar antes de parir y tuve que parir cuando mi cuerpo aún no había acabado de formarse.

Entonces la mujer, que había hablado sin mostrar ninguna emoción en el rostro ni en la voz, extendió la mano y la puso sobre la mía. Las yemas de los dedos que me rozaron eran ásperas, de piel rugosa.

– Yo sólo sé lo que veo –continuó–. Un hombre sale de su país, de su casa, una de esas casas que tienen cristales en las ventanas, cuarto de baño al final del pasillo, agua caliente, una nevera llena de alimentos que aquí ni siquiera conocemos… Y se viene aquí, al rabo del mundo, a donde nadie se atreve a llegar, buscando a alguien que dejó de escribirle hace veinte años… Eso me emociona. Por eso le he dicho que a mí me también me parece usted un buen hombre y me he permitido quejarme por primera vez desde que recuerdo… Éstas que le he dicho hace un momento son las únicas palabras que, en toda mi vida, he pronunciado sin obedecer órdenes.

Conmovido, puse también mi mano sobre la suya.

– ¿Seguro que no puedo hacer nada por usted?

– Tal vez… –pareció dudar.

Al otro lado de la cortina de agua, que seguía cayendo en medio de la oscuridad, vislumbramos el resplandor de la linterna.

– Ya están ahí –alentó la mujer, levantándose de la silla y cogiendo la botella de vino para devolverla al estante--… Tal vez sí pudiera hacer algo por mí: Cuéntele a alguien que yo existo.

Tuyo que lo es… (Cartas de amor)

Tuyo que lo es… (Cartas de amor)

          La primera carta que escribí fue a los Reyes Magos. Mi padre, que me tenía sentado en sus rodillas, tuvo que guiarme la mano para que yo pudiera pedirles un carro tirado por un caballo, mi juguete preferido hasta que aprendí a jugar sin juguetes.

           La primera carta de amor que escribí no llegó a su destinataria. Me la comí ante la mirada atónita de mis compañeros de clase, mientras el profesor de Formación del Espíritu Nacional, que había tratado de interceptarla, me estiraba cruelmente de las patillas para obligarme a escupirla. No lo consiguió y me castigó. He olvidado el castigo y he olvidado qué decía la carta que nunca fue leída por nadie; pero aún recuerdo a quién iba dirigida: Una compañera de segundo de bachillerato elemental, algo mayor que yo, a la que a veces aún veo, convertida en una abuelita que siempre me responde de manera incongruente a lo que le digo, porque está sorda y no quiere admitirlo. Tal vez haya olvidado que, cuando tenía doce años, me dio una foto suya para que la guardara debajo de mi almohada.

            Es posible que esto no sea exactamente como lo cuento. Lo bueno de la memoria (herramienta muy imprecisa), es que suele convertir la realidad en literatura. También es posible que ésa no fuera mi primera carta de amor (desde luego, no lo fue si se considera como tal el darle una manzana a una niña porque te gustan sus ojos… cuando se tienen sólo seis años y aún no se sabe escribir). Supongo que luego he escrito muchas otras y supongo que de la mayoría de ellas, si no arrepentirme, ahora me avergonzaría si volviera a leerlas. Mejor que queden también en el olvido, como aquella que me comí.

            Hay cartas de amor de las que, sin embargo, me siento relativamente orgulloso. Son cartas literarias en las que el que ama no soy yo sino alguno de mis personajes. Algunas de ellas, incluso, han sido premiadas, y dos subidas a este blog: Por los libros de los libros (premio a la más original en el certamen de Calamocha del año pasado) y Señores de la justicia y de la ley  (primer premio en el certamen de Béjar, en el año 2005). Hoy voy a subir una tercera, la que me ha proporcionado el último premio recibido, recogido en Leioa apenas hace unos días. Fue una buena excusa para volver al País Vasco, después de mucho tiempo, y disfrutar de sus bellos paisajes, de su gente entrañable, de su sabrosa cocina… La foto corresponde al acto de entrega y, a continuación, os paso el texto premiado: una carta que no podía terminar con el tradicional “tuyo que lo es”, con el que yo ahora me despido de vosotros.

 

A veces sueño

A veces sueño que oigo tus pasos subiendo el último tramo de la escalera. Que vuelves a usar tu llave para abrir la puerta de la que es nuestra casa y que me encuentras terminando de poner la mesa para dos.

A veces sueño que, al llegar del trabajo, me estás esperando, descalza sobre la moqueta del que fuera nuestro cuarto, con el vinilo de Leonard Cohen que tanto nos gusta girando en el viejo tocadiscos y una botella de vino viejo recién descorchada.

A veces sueño que te has enfadado y yo no puedo dormir porque me das la espalda, que tengo que estirar la mano y alcanzar tu brazo que primero retiras, que luego dejas quieto y que, al final, se vuelve hacia mí para abrazarme… no en balde un día nos prometimos que nunca nos dormiríamos enfadados.

A veces sueño que viajamos de nuevo y despertamos ateridos de frío en la húmeda habitación de una posada de pueblo, de una fonda a la que llegamos cuando la noche se había cerrado y el cielo parecía venirse abajo en forma de aguacero.

A veces sueño que me esperas a la salida de la oficina, que venimos a casa caminando bajo los falsos plataneros, y nos tomamos una cerveza bien fresquita en el bar de la esquina, antes de subir corriendo la escalera: “¡El último friega los platos!”.

A veces sueño que es sábado y vamos juntos al centro comercial, que hacemos la compra para toda la semana y cenamos un pizza antes de ponernos de acuerdo en qué película vamos a ve a las once menos cuarto.

A veces sueño que es domingo y leo el periódico en la cama, mientras el sol entra a raudales por la ventana y tú, perezosa, te resistes a despertar.

A veces sueño que la nuestra es una vida normal y anodina, como la de tantas otras parejas que han aprendido a amarse día a día, una vez apagadas las llamas de la pasión que los consumió durante los primeros meses.

A veces sueño que aquella mañana te fuiste en el tren y el coche se quedó en el garaje.

… A veces sueño que no estás muerta.

Hoja de falso plátano

Hoja de falso plátano

Acabo de llegar a la habitación. Se supone que estas cuatro paredes van a ser mi hogar durante los próximos meses… Se supone, pero no es seguro. Y tampoco son sólo cuatro paredes. Hay también un balcón que da a la calle Diputación, desde el que alcanzo a tocar las ramas de los arces, y hay dos puertas de madera, lacadas en blanco y con manivelas de latón. Por una de ellas se entra y se sale al cuarto;  por la otra, de cristales, se accede a una alcoba más pequeña, con una sola cama; es la habitación de José Luis, un estudiante de arquitectura, vasco, que está haciendo las milicias como alférez. Vicente y yo somos soldados rasos, él de ferrocarriles y yo de infantería, aunque estoy destinado en el Gobierno Militar, en una oficina que está junto a la sala en la que juzgan a los insumisos. Yo no alcanzo a verlos; yo soy un simple chupatintas y hago la mili rellenando oficios y formularios, ciñéndome siempre a unas plantillas que no permiten variaciones ni adornos literarios, aunque están llenas de florituras; desde un mostrador atiendo a los generales retirados, que vienen a renovar su carné de general retirado; la mayoría de ellos están sordos y enfadados porque Adolfo Suárez quiere legalizar al Partido Comunista; me dictan sus datos gritando y nunca sé si es porque son sordos, porque están enfadados o, simplemente, porque son generales; pero no son mala gente, de verdad; lo parecen, pero no lo son. En la oficina trabajan otros soldados que, como yo, están bajo las órdenes directas de algún suboficial; son sargentos y brigadas chusqueros, es decir, que empezaron como soldados rasos y han ido subiendo en el escalafón con el paso de los años; son los peores porque, pese a los galones de las hombreras y la paga de final de mes, se siente inferiores a quienes hemos hecho el bachillerato o hemos aprendido taquimecanografía en una academia; sólo se salva el sargento Ventura, que es de Salamanca; cuando sea escritor, lo voy a consagrar en algún relato. Él y el comandante Fonseca, que está a punto de retirarse y, por lo que dicen, siempre ha tenido un fino sentido del humor, nos ayudan a desenvolvernos sin mucho tropiezo entre tantos galones y estrellas; también he contado siempre con la simpatía de nuestro teniente coronel, el que más manda de todos los que mandan en la planta en la que está mi oficina; la primera vez que nos vimos y lo saludé todo lo militarmente que he sido capaz de aprender en el campamento, me dijo “Déjate de tonterías”; es buena gente, aunque todavía no ha superado lo de la muerte de Franco y odia (también casi a muerte), al Rey, a la UCD, a los socialistas y a Santiago Carrillo. Vicente y Hugo Francisco se parten de risa cuando les cuento estas cosas. Vicente, más que un soldado, parece un maquinista de tren o un basurero, porque su uniforme es azul y no caqui como los de todo el mundo; con el uniforme puede subir gratis al metro siempre que quiera, sin necesidad de colarse, como tenemos que hacer Hugo Francisco y yo. Hugo Francisco no es soldado como nosotros, es inmigrante chileno. Hasta ahora yo sólo había conocido emigrantes españoles, padres de mis amigos de la infancia, que trabajaban en Francia, en Alemania o en Suiza y que sólo venían al pueblo en verano, cuando las fiestas, para pasar las vacaciones con la familia; luego Jordi me contó de algún  compañero nuestro del bachillerato que, por cuestiones políticas o para no hacer la mili, se había marchado a Francia; pero ahora, que Franco ha muerto, resulta que algunos chilenos, como Hugo Francisco, se vienen a España huyendo de Pinochet. Se fue primero a Buenos Aires y, cuando junto la suficiente “plata” para el  pasaje, se vino a Barcelona. Yo lo conocí cuando ambos andábamos buscando habitación, cada uno por su lado; coincidimos en un rellano, ante una puerta a la que los dos habíamos llegado a la vez, un piso en el que el “Diario de Barcelona” anunciaba que se alquilaba una habitación; ya estaba ocupada y bajamos juntos la escalera, hablando de nuestras cosas; decidimos que nos avisaríamos el uno al otro si encontrábamos un sitio donde cupiéramos los dos… Y al final vamos a ser tres, porque este cuarto con balcón a la calle es espacioso y, además de las tres camas y las dos puertas, tiene una mesa camilla, de la que ya me he apropiado poniendo sobre ella mi máquina de escribir “Andina” y mi biblioteca: “El Quijote” (la edición de Ramón Sopena para pobres, el mismo que años más tarde quemará Pepe Carvalho en “Tatuaje”) “Cien años de soledad” (la primera edición, la de la Editora Sudamericana en Argentina), los Cuentos de Cortázar (publicados por el Círculo de Lectores), un resumen de “El espectador” de Ortega y Gasset, que apareció en la biblioteca RTV de Salvat, un Diccionario de Sinónimos y Antónimos que me compró Chima para el último San Valentín, el “Rayuela” que me regaló Pilar, mi profesora de literatura en bachillerato; los “Principios de Psicología” de José Luis Pinillos y “La voluntad” de Azorín… Tengo más libros, pero están en Vall de Uxó, en la casa de Chima; ahora sólo me he traído éstos, sin los que me parece que no podría pasar. Vine ayer a traerlos, junto a la máquina de escribir y mi ropa de paisano; hoy ya me he venido yo, vestido de militar, para quedarme; con uniforme y las manos en los bolsillos, algo que está prohibido… Pero seguramente también está prohibido inventarse que uno tiene una tía en Barcelona y que ella se hace responsable de tu alimentación y de tu cuidado, para que te dejen vivir fuera del cuartel. Y yo no sólo me he inventado una tía, y la he bautizado con un nombre y la he puesto a vivir en esta misma dirección de la calle Diputación, en la que Feli me ha alquilado una cama de esta habitación que voy a compartir con Vicente y con Hugo Francisco, junto a la alcoba de José Luis; sino que, además, he encabezado con su supuesto número de DNI y he rubricado con su firma cuantos papeles ha tenido que rellenar... Y ahora, que ya tengo el pase pernocta en el bolsillo y he dicho “hasta mañana” a los compañeros que hacían guardia en la puerta, empiezo a preguntarme qué pasará si se descubre que todo es mentira; porque, además, no me queda más dinero que el que llevo en el bolsillo, justo lo que tengo que darle a Feli por el primer mes de alquiler; ni una sola peseta para la cena de esta noche o la comida de mañana. ¿De qué voy a vivir todo este tiempo? ¿De dónde voy a sacar para el alquiler del siguiente mes? ¿Por dónde voy a comenzar a buscar trabajo? Todo parecía muy fácil mientras lo imaginaba, mientras lo planeaba, mientras soñaba con una vida casi normal, fuera del cuartel, con un trabajo, tiempo para ir al cine o a la biblioteca, posibilidad de leer o escribir hasta altas horas de la noche, libertad para moverme por la ciudad… Pero cuando se ha convertido en realidad, ha llegado el miedo y he empezado a sentir angustia. El primer viaje a la nueva casa lo he hecho sumido en una oscuridad que iba más allá que la del túnel del metro. Me he apeado en la estación de Gerona y he subido lentamente las escaleras. La tarde recién empezada se me ha antojado tan gris y sombría como el futuro que se cierne sobre mí; el aire que me llegaba húmedo, desde un mar cercano que no se ve, me ha parecido helado, pese a que el  otoño apenas está a mitad, y una hoja de falso plátano, arrastrada por el mismo viento que trae a las nubes desde mar adentro, ha caído sobre mí y se ha quedado enredada en el “tres cuartos”… He tenido la intuición de que nunca voy a olvidar ese momento, de que ese hecho anodino: una hoja de arce que cae ante mis ojos en una tarde de otoño, será una de esas nimiedades que se recuerdan toda la vida sin saber muy bien por qué… O tal vez, he pensado mientras cruzaba la calle Nápoles, sí que haya un motivo para recordar siempre este instante: El mero hecho de que habrá un mañana, de que habrá un futuro para recordarlo. Y eso querrá decir que toda esta oscuridad se habrá desvanecido, que podré mirar hacia atrás y saber lo que ahora no puedo ni imaginar: cómo salí adelante... Acabo de llegar a la habitación. Se supone que estas cuatro paredes van a ser mi hogar durante los próximos meses… Voy a clavar esta hoja junto a la puerta del balcón; la veré cada noche, cuando me acueste, y sabré que he resistido un día más, que voy a llegar a la mañana siguiente, que sí había salida, aunque yo no supiera dónde tenía que buscarla.

Frente al número 17 de la calle A

Frente al número 17 de la calle A

Cuando acabo de cenar son casi las doce de la noche y, entre semana, a estas horas, las calles de la ciudad permanecen prácticamente desiertas. Camino con paso firme hacia la parada de los taxis. Hay cinco con el piloto verde encendido y sus conductores sentados frente al volante, escuchando la radio; pero no me detengo ante el primero de la fila, sino que paso de largo, fijándome sólo en las matrículas. La información que me han pasado es buena: El coche que me interesa ocupa el segundo lugar en la hilera. No tendré que esperar demasiado tiempo pero, como no puedo quedarme aquí de pie, mirándolos desde la esquina mientras aparece el cliente dispuesto a ocupar el de la cabeza, cruzo la calle y me meto en la cafetería del Teatro Principal, que permanecerá abierta hasta que acabe la función de la noche. Pido una ginebra tocada con lima y pago la copa antes de tomarla entre mis dedos y aposentarme junto a una cristalera desde la que se divisa la parada de taxis… Así puedo salir sin demora, tan pronto como alguien se acerca al primero de los coches que esperan.

            No he tenido que aguardar mucho. Dos jovencitas que andaban abrazadas y se paraban a cada paso para besarse han subido al vehículo. Su luz verde se apaga, pero aún no ha iniciado la marcha, cuando yo ya me cuelo en el segundo.

– ¿Ha visto las tortolitas? –me pregunta malicioso el chófer.

– No me interesan –le respondo secamente, lo más cortante que puedo, para dejar claro que no tengo intención de hablar.

– Disculpe… –se excusa con un tono menos risueño–. ¿A dónde vamos?

– Al Polígono de Vara de Quart. A la calle A, número 17.

– ¿A estas horas?

            Ya ha puesto el coche en marcha y empezado a circular. Considero que no tengo por qué darle explicaciones y no le contesto. La voz de la locutora de su emisora de radio interrumpe constantemente la música de fondo, buscando los vehículos más cercanos a los puntos desde los que alguien requiere un taxi. Él toma su micrófono y da detalles:

– Voy para Vara de Quart. A la calle A, número 17.

            Es una información que no viene a cuento, innecesaria; imagino que está alertando de que inicia una carrera que, a estas horas de la noche y a un lugar tan despoblado, podría ser peligrosa. La locutora contesta sin variar el tono de su voz. Todo parece controlado. Mi mirada se cruza con la del hombre en el cristal del retrovisor, no aprecio ninguna inquietud, incluso en sus ojos me parece vislumbrar la misma sonrisa irónica de la primera vez.

            Han transcurrido ya más de cuarenta años desde entonces, desde la primera vez que nos vimos… o que nos miramos a los ojos. Éramos poco más que unos niños y ahora, que ya estoy jubilado, él estará a punto de hacerlo. Pero sus ojos son los mismos y, pese a que ha perdido la esbeltez de la juventud y llevaba el pelo completamente blanco, me ha sido fácil reconocerlo; entre otras cosas, claro, porque lo estaba buscando… Para él hubiera sido imposible adivinar que era yo el hombre que se subía a su coche, el hombre que tal vez pretende atracarlo tan pronto como salgan de la ciudad. Me miro en el cristal de la puerta justo cuando atravesamos el túnel por debajo de Guillén de Castro… Antes, con las luces de los escaparates, iluminados pese a que hace horas que las puertas de los comercios se han cerrado; el neón de los rótulos comerciales; las farolas; los coches que en las intersecciones de las calles esperan, con las luces y los motores encendidos, a que el semáforo cambie sus colores y nosotros nos detengamos para dejarles cruzar; algún que otro destello ámbar de los camiones de las basuras o azul de los coches patrulla de la policía municipal… hubiera sido más difícil reconocerse. Mi barba, a la que todavía no me acostumbro, también es blanca, pero hace muchos años que he perdido el pelo y la calva reluciente, junto a las gafas redondas, sin cristales de graduación, que para la ocasión me he colocado, me alejan mucho de la imagen de aquel soldado de Figueras que, en abrazo fraternal, lo estrechó al enterarse de que no sólo habían nacido el mismo día (por eso habían coincidido en el reemplazo), sino que, además, eran de pueblos vecinos.

            Y ahí surgió Emilia. Allí, en Figueras, más de cuarenta años atrás, su nombre… Ahora, al otro lado de la ventanilla del coche, mientras el mercado de abastos se queda a nuestras espaldas y la zona de Juan Llorens bulle de gente joven que se dispone a vivir la noche, porque ellos no necesitan esperar el fin de semana, yo puedo volver a verla con sólo cerrar los ojos; rehacer en mi mente cada uno de los rasgos de la niña de la que me enamoré cuando todavía llevaba pantalones cortos, viéndola saltar a la comba, o desfilar cantando el “dónde están las llaves”… Y los de la muchacha que acudió a vernos jurar bandera, bella y risueña. Envidié a Jesús, que entonces no era taxista, sino mecánico, e iniciamos una amistad que no había de ser para siempre.

            Jesús y Emilia, embarazada ella, se casaron antes de que nosotros acabáramos la mili. La niña no llegó a nacer. A Emilia la encontraron muerta al pie de la escalera de la casa que acababan de comprar y Jesús, que así perdía a su mujer y a la hija que aún no había nacido, amenazó con suicidarse. El caso conmovió a todo el pueblo… menos a mí, que la noche anterior había recibido una llamada de teléfono.

– No tengo a quién llamar. No sé a quién contárselo.

            El juego, el alcohol, las amenazas, el miedo.

– Empiezo a temblar cuando lo oigo subir la escalera. Finjo dormir, pero querría estar muerta.

            Quedamos para hablar a la mañana siguiente. Yo la acompañaría a consultar con un abogado… pero ella no acudió a la cita. Lo denuncié a la policía, pero el inspector que llevaba el caso, agradeciéndome la buena voluntad, me aconsejó:

– No se meta en lo que no le concierne… sólo le serviría para complicarse la vida. Nunca ha habido ninguna denuncia, ninguna protesta de los vecinos. Ella se ha caído por la escalera. Ha sido un accidente lamentable; los problemas que tuvieran entre ellos no tienen nada que ver.

– ¿Y si él le ha empujado? ¿Y si la ha tirado?

– ¿Quién lo ha visto? El forense ha constatado que fue un accidente…

– Él no sabe.

– Él sabe más que usted y más que yo –me cortó el inspector–, es un profesional. Nadie va a cuestionar su trabajo porque alguien, que no tiene nada que ver en el caso, diga que ella dijo por teléfono lo que fuera.

            No me amedrenté y mantuve la denuncia. No llegó a celebrarse juicio. No se repitió la autopsia. Fuimos llamados a declarar y tanto el Juez como el Fiscal consideraron que no había ningún tipo de indicio que justificara actuar de otro modo. No hubo nada que hacer. La última vez que lo vi fue al salir del Juzgado. Pensé que me escupiría a la cara, pero ni siquiera se tomó la molestia de insultarme. Me miró con la sonrisa irónica de siempre y se fue en compañía de su abogada. Al cabo de un año el negocio y la casa cambiaron de dueño. Dijeron que lo había perdido todo en el juego. Él se marchó a la ciudad y nunca más volvieron a cruzarse nuestros caminos. Pero no lo he olvidado. No ha pasado ni un solo día sin que vuelva a acordarme de él.

            El coche se detiene en medio de la oscuridad. O hemos pasado volando por encima de la Avenida del Cid y el Barrio de la Luz, o estaba tan ensimismado en mis recuerdos que no me he dado cuenta de nada. Hemos llegado. Es el sitio y me intriga que a él no le sorprenda que le haya hecho traerme hasta este lugar. Aunque hay algunos coches aparcados, las puertas de todas las naves están cerradas. Las farolas sólo alumbran las esquinas y al fondo de la calle se ve el tráfico, relativamente intenso, que cruza Archiduque Carlos en ambos sentidos.

– Son 8,70 –me indica, apartándose un poco para que vea el taxímetro.

            Me llevo la mano a la cartera, dándome cuenta de que él, sin perder la sonrisa, no aparta los ojos de los míos. Tal vez está vigilando cada uno de mis movimientos. Tal vez aún no se fía y todavía piensa que lo voy a atracar. La radio sigue encendida. Estoy convencido de que, al otro lado, la locutora escucha lo que está sucediendo. Pienso si alguno de los coches aparcados será un taxi desde el que, con las luces apagadas, nos vigila alguno de sus compañeros. Le tiendo un billete de 10 euros.

– Quédese el cambio –le digo

            Parece que no me ha oído. Deja el billete junto a otro dinero y tengo la impresión de que ha cogido las monedas para las vueltas; pero apaga la radio y, cuando se gira hacia mí, me encañona con una pistola.

– Te has portado muy bien –me dice, con una sonrisa dibujada ahora en los labios, pero que se le ha borrado de los ojos–; si hubieras hecho la menor tontería, te hubiera volado la tapa de los sesos–. ¿Qué pensabas, estrangularme en medio de la oscuridad?

– Yo sé que tú la mataste… A mí no me vas convencer de lo contrario.

– Ya sé que tú sabes que la maté. ¿Y qué? Bájate del coche antes de que se me dispare esto… accidentalmente.

            Abro la puerta y me bajo muy despacio por el lado izquierdo, por detrás suyo; aprovecho el giro del cuerpo y, cuando mi brazo derecho queda pegado al respaldo de su asiento, saco la pistola del bolsillo. Él no puede verlo. De hecho, justo en ese momento, como ya estoy prácticamente fuera del taxi, gira la cabeza para seguir vigilándome desde el retrovisor. Dispongo de menos de un segundo para dispararle en la nuca. Es sólo una bala, pero es suficiente. Cae de bruces sobre el volante y yo cierro la puerta. Luego camino hacia el coche, que he dejado aparcado al medio día frente al número 17 de la calle A.

 

Por los libros de los libros

Por los libros de los libros

Don Alonso, mi señor:

Le extrañará que le escriba. Ya sé que esto no se usa ni es costumbre; de hecho, como bien supondrá vuesa merced, ni tan siquiera sé leer y estas letras que le envío son sólo la transcripción que de mis palabras hace el cura de esta ciudad de El Toboso, digno como clérigo y bueno como persona, del mismo modo que el de su lugar, por más que el de aquí no aparezca en ese libro que anda de mano en mano y recoge sus aventuras; el mismo en el que, según me cuentan, se dice que es usted mi enamorado o yo la suya, aunque a mí me llamen Dulcinea y a usted el Caballero de la Triste Figura o Don Quijote de la Mancha.

No le recuerdo bien, aunque sí que alguna vez lo vi de lejos, ya hace tiempo… Y no me pareció ni tan viejo como dicen ni tan loco como lo pintan. Al revés, mucho me complace que se haya fijado en mi modesta persona, aunque me sonroja que me llame dama, princesa, gran señora y todas esas lindezas que nunca nadie me había llamado y yo entiendo que no son de verdad, sino tan sólo palabras de enamorado.

Sé, porque en el libro que de nosotros habla se cuenta, que me envió una carta con el señor Sancho Panza. Por lo que parece y como ya sabrá (porque todos saben lo ocurrido), su escudero olvidó la misiva que le dictó y nunca pudo dármela porque, además, aunque llevaba las señas bien explicadas, no encontró mi casa, jamás me vio… No se enfade con él, que no lo hizo con malicia, pero sepa vuesa merced que sus palabras nunca llegaron a mis manos y que si sé las cosas tan bellas que me decía (día de mi noche, gloria de mi pena, norte de mis caminos, estrella de mi ventura…), es porque otros me las han leído: los que me quieren, para darme gusto; quienes no, para burlarse. Y sepa también, ya de paso, que tampoco vinieron a postrarse a mis pies las señoras libertadas, los “ginesillos” u otros galeotes, los caballeros vizcaínos ni otros derrotados. Verdad es, Don Alonso, mi señor, que para nada necesito que nadie venga a postrarse a mis pies; y menos que nadie éstos que no saben ser agradecidos con quien tanto bien les hace.

Pues si le escribo es para decirle que no haga caso de lo que digan los libros ni escriban todos los “cides hametes” del mundo, porque yo siempre lo he querido bien y ahora, desde que sé lo que de mí va diciendo por esos reinos de La Mancha, aún le quiero mucho más y dispuesta estoy a ser su enamorada, emperatriz, gran dama o lo que quiera… Más miedo les tengo a mis padres, Lorenzo Corchuelo y Aldonza Nogales, que a todos los encantadores y “merlines” del mundo, y más que a ellos a la soledad a la que me veía condenada en El Toboso por lo de la barba, la cara picada de viruelas, mi buena mano para los puercos y todo lo que espanta a quienes no atinan a verme princesa.

No haga caso, Don Alonso, mi señor, a quienes les lleven la contraria y ámeme siempre, por los libros de los libros, porque por los siglos de los siglos le amaré yo.

Siempre suya,

Aldonza Lorenzo, Dulcinea del Toboso, Emperatriz de la Mancha.