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Ramón de Aguilar

Budapest

Budapest

He vuelto a Budapest, después de más de siete años de ausencia… No voy a decir que he encontrado otra ciudad; era la misma, por supuesto, pero renovada, más elegante y moderna, mucho más vital… Se me ocurre compararla con un ser humano porque alguna vez, en algún lugar, leí que cada siete años se ha regenerado todo nuestro cuerpo y, aún siendo los mismos, no conservamos ni una sola de las células en las que antes consistíamos. No sé si esto será verdad, aunque yo me inclino a creer que sí, me gusta pensar que sí: el espejo, al levantarnos siete años después, nos devuelve la imagen del mismo rostro adormilado, un poco más viejo y arrugado, con menos pelo y más manchas en la piel; pero no dejamos de ser nosotros y, sin embargo, ninguna de las células que nos conforman estuvo antes allí… La diferencia es que algunas ciudades, como Budapest, se renuevan constantemente, sin dejar de ser ellas mismas, y rejuvenecen en vez de envejecer.

            Es posible que Buda siga siendo la de siempre. Quizás en eso consistan su esencia y su encanto: en permanecer a lo largo de los años y los siglos; en retener el aire de otra época para que los hombres de hoy, paseando por sus calles, podamos sentirnos transportados al pasado. Esta foto es del viaje anterior; si la hubiera tomado en éste, todo sería idéntico, salvo mi imagen... Permanecen también los puentes que tanto le gustan a Beatriz y que, salvando el Danubio, unen Buda con Pest… Permanece el majestuoso e impresionante Parlamento, reflejado en las aguas del río… Sin embargo cada vez que lo veíamos, yo le preguntaba a Ágnes si era el mismo Duna; “claro que sí”, me respondió en la primera ocasión; “pero no es la misma agua”, le señalé, recordando a Heráclito… A partir de entonces siempre me respondía que era el mismo río aunque no fuera la misma agua. (Ágnes no se cansa de que yo repita siempre los mismos chistes o los mismos dichos, porque sabe que es mi forma de practicar las palabras húngaras que voy aprendiendo).

            Permanecen también las pastelerías con encanto; unas más escondidas, como si fueran pequeñas “chardas” o tabernas en las que refugiarse un día de lluvia, para reconfortarse con un capuchino y un “Somlói galuska” bien cargado de ron; otras suntuosas, como acogedores salones de lujosas mansiones, con suelos enmoquetados, paredes forradas de madera, majestuosas arañas colgando del techo y relucientes vitrinas en las que se exponen los dulces más deliciosos: mazapanes, pasteles, sopas de frutas, crepes, albóndigas de requesón, tortitas y todo tipo de tartas (Dobo, Eszterházy, Rétes…), para que uno escoja cual de ellos quiere saborear, sentado en una butaca tapizada y ante un velador de mármol, como si estuviera en el palacio de la mismísima Sissi… Permanecen las flores en los parques y en las macetas de los balcones; muchas flores, aunque ya sea otoño, e interminables praderas de mullido césped en la ciudad; especialmente en ese jardín inmenso y sosegado que es la Isla Margarita, en medio de las aguas del Danubio… Permanecen sus baños termales, de aire decadente pero llenos de vida…Y permanecen los mendigos que leen; algo que no he visto en ningún otro lugar del mundo: un anciano de barba abundante y greñas enmarañadas; una mujer harapienta, con la cabeza tocada; un joven con “rastas” apelmazadas colgándole sobre los hombros y un par de perros sumisos a su lado; y cualquiera de ellos, leyendo un libro, mientras espera que alguna moneda caiga en el platillo o el sombrero que ha tendido ante sí… Y que no vaya a pensarse nadie que Budapest es una ciudad con mendigos; se ven pocos, pero algunos de ellos están leyendo, algo realmente conmovedor.

            Y mientras todo esto permanece, los bulevares y las avenidas recobran el esplendor que debieron lucir en siglos pasados y que había palidecido durante los años grises y tristes de la dictadura; las fachadas recuperan sus colores a la par que las gentes vuelven a subir las escaleras del metro con una sonrisa en los labios; la aceras de la plaza de Liszt Ferenc se llena de terrazas iluminadas por cientos de velitas y la calle Nagymezö de teatros, como el Broadway neoyorquino o la Gran Vía madrileña… Los majestuosos y colosales monumentos de la época comunista se han ido al “Parque de las Estatuas”, en las afueras de la ciudad (se puede visitar comprando una entrada. “¿Quién os habría dicho a los húngaros –le pregunto a mis amigos–, que algún día pagaríais por ver estas esculturas a las que les tirabais huevos y botes de pintura?”). Su lugar ha sido ocupado por figuras casi humanas, bellamente esculpidas en bronce o forjadas en hierro, que en vez de intimidarnos desde un pedestal, toman el sol sentadas en el banco de un parque, atraviesan sobre un puente un estanque lleno de nenúfares, descansan con los pies descalzos, caminan vencidas por el peso de una maleta en la que parecen cargar todas las fatigas de la vida o, como la “Pequeña Princesa”, cual adolescente traviesa, desenfadadamente encaramada a una barandilla, miran con una pícara  sonrisa a los transeúntes que pasean por la ribera del río (no hay turista que se resista a la tentación de hacerse una foto a su lado).

            Podía seguir hablando de la Budapest que conocí hace más de veinte años, de la ciudad que dejé tras mi última visita, hace siete; de la que he encontrado ahora. Podría hablar de rincones, de olores, de detalles, de sensaciones, de las comidas húngaras con las que me deleito (sopas y ensaladas aderezadas con crema agria o una pizca de páprika muy picante, verduras y carnes rebozadas, pasta con requesón y tocino frito, pescados de río o, mi preferida, “galuska”: pasta fresca con cualquier tipo de guarnición… por citar sólo algunas que no son tan conocidas como el “gulash”); y, por supuesto, podría loar todo lo que destacan las guías de turismo y que todavía no he mencionado: la zona peatonal de la calle Váci, el Bastión de los Pescadores, la Basílica de San Esteban, la iglesia del Rey Matías, la gran Sinagoga (el templo judío más grande de toda Europa), el Palacio Real, la Ópera, el Mercado Central, el espectacular Teatro Nacional de Hungría (denostado por muchos y que a mí me encantó)… Pero hay algo mucho mejor, algo más importante que todo cuanto he citado hasta ahora: mi familia húngara: Ágnes, sus hijas (Klára y Kati) y sus nietos (Frichi, Nándi, Marci, Julcsi y Gerus); también toda la gente que he conocido a través de ella: su marido (Gyuri), compañeros de trabajo, amigos, familiares… Abrazarlos, hablar con ellos, sentarnos juntos ante la misma mesa, ir al mercado a comprar la comida de cada día, viajar en un tren de cercanías, preguntarles “cómo se dice en húngaro”… Compartir, en suma, su vida cotidiana o hacer todos juntos algo tan extraordinario (o tan poco extraordinario), como una pequeña excursión, es lo que me hace realmente feliz y por lo que siento este cariño tan especial por Hungría y por Budapest.

4 comentarios

Ramón -

Gracias Mónica, Coro y David... Comentarios como los vuestros me impiden tirar la toalla en los momentos bajos.

David -

Hay una novela que me apetece leer desde que oí de él. Se trata de "Budapest", de Chico Buarque. A priori tiene buena pinta.

Un saludo

Coro -

Escribes tan lindo...
Te mando un abrazo caribeño.

Mónica Márquez -

Ramón: Nos alegramos de que te haya sido de utilidad nuestra explicación. Muchas gracias por prestarnos tus ojos para conocer Budapest. Escribís y describís maravillosamente. Un abrazo desde Buenos Aires.