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Ramón de Aguilar

Gente de paso

Gente de paso

Algunos de vosotros sabréis que Ibáñez llegó a Casas Ibáñez por carretera. Lo conté en el número ciento setenta y dos del periódico de allí, en octubre del año dos mil dos. Ibáñez había visto por primera vez el nombre del pueblo en un libro que enseñaba geografía a quienes se preparaban para trabajar en los ferrocarriles y, aunque por el nuestro nunca llegó a pasar el tren (por más que lo soñáramos), lo que tenían que aprender en él los futuros factores, revisores, maquinistas o jefes de estación eran las cabezas de los partidos judiciales… Ibáñez, que decía vivir en Burgos cuando era niño, se extrañaba de que un pueblo se llamara como él y de que siendo sólo “casas” apareciera en la lección junto a otros de la importancia de Sigüenza, Ocaña, Alcázar de San Juan, Talaver de la Reína, Tomelloso o Puertollano, por citar sólo algunos de nuestra región. Aquel asombro infantil le hizo viajar, una vez jubilado, para pasar aquí un tiempo, viviendo de hotel y contando en el periódico las cosas que veía y le pasaban…

            De algo escrito en el párrafo anterior es fácil desprender que nunca llegó nadie a nuestro pueblo por tren; nadie se apeó en una estación que, cerca de la Virgen de la Cabeza, estuviera rotulada con el nombre de “Casas Ibáñez” y desde la que, andando por un camino bordeado de acacias, o a bordo de un taxi en cuya puerta estuviera pintado el monolito dorado que recuerda la batalla de Serradiel,  pudiera llegar al centro en busca de posada… Sin embargo, el “hombre blanco” vino en helicóptero. Representaba una marca de detergentes que todavía existe e, impoluto, con traje, sombrero y zapatos albos, se dejaba caer en cualquier pueblo de España para dar regalos a cambio de que las mujeres (u hombres, si lo hubiera habido que lavasen, cuando la colada se hacía a mano, restregando la ropa mojada en una losa de madera o de cemento), le enseñaran su paquete de jabón, a medio usar, de la marca en cuestión. El helicóptero se posó en medio del campo de fútbol de la Cruz Verde y, si no de mujeres con el blanqueador en mano, enseguida se vio rodeado de niños, mientras sus madres corrían a las droguería más cercana, para pedir de fiado un paquete de detergente que cambiar por el regalo… No recuerdo si alguna lo consiguió antes de que el personaje estrechara unas cuantas manos y alzara de nuevo el vuelo, en busca de otro pueblo al que alborotar con su presencia.

            Será quizás el único caso de alguien que no llegó hasta aquí por carretera… Así es que lo que diferencia a la gente de paso es el vehículo o el motivo que los trajo. Siempre estuve convencido de que yo vine en carro desde La Gineta, cuando quizás aún no tuviera los tres años de edad. Ahora sé que eso es imposible, pero me gusta recordarme mirando hacia la esquina, desde la puerta de nuestra primera casa en el pueblo, e imaginando que, con sólo llegar hasta ella y darle la vuelta, si me hubieran dejado andar hasta allí, podría haber visto mi hogar de antes y los lugares que hasta entonces habían contemplado mis ojos… Mas yo no llegué de paso porque, aunque años después me marchara como tantos otros jóvenes, nunca dejé de volver y, como una vez confesé: “uno no es de donde vive, sino de aquel lugar al que siempre regresa”.

            Quien sí que llegó en carro, según él mismo me contó hace mucho tiempo (quizás la única vez que hablé con él), fue “Farina”, cuando sólo era un niño. Pero también él se quedó para siempre y cada vez que nos cruzamos por las calles del pueblo, me conmueve recordar la maravillosa historia que me contó de aquél, su primer día en el pueblo, y que yo algún día os contaré a vosotros… Será que cuando uno llega así de despacio, andando, en bicicleta o escuchando el gemir de las ruedas de un carro que se clavan en la tierra del camino (los ejes de la carreta a los que cantaba aquel argentino), es para no marcharse ya; como aquel otro niño o poco más que un niño, el “peoncillo”, que vino a trabajar en las vías de ese tren que nunca nos llegó (por más que lo soñáramos), y, nadie sabe por qué, lo fusilaron frente a la tapia del cementerio, junto a los “rojos”. Para siempre se quedó enterrado en el pueblo al que había venido a traer el ferrocarril.

            Helena, personaje fugaz de “El Cerro de los Cuchillos”, vino a fotografiar los restos de aquel sueño: estaciones cuyo reloj nunca se puso en marcha y cuyas puertas jamás se abrieron, puentes por los nadie salvó ningún barranco, andenes en los que no pudimos esperar el regreso de los que como ella, como Helena, si se fueron.

            Años después fue petróleo lo que vinieron a buscar “los franceses”. Durante un tiempo se les vio por el hotel que había en la que entonces era calle Caídos, hoy es calle Tercia y siempre ha sido la calle principal del pueblo. Se les vio poco y se marcharon pronto, quizás por eso no encontraron el “aceite de piedra” que, seguramente, les debe seguir esperando debajo de alguna viña o de cualquier pinar… Ahora, desde el norte de África o el este de Europa, a veces desde el otro lado del mar, vienen otros hombres y mujeres buscando trabajo, bien tan preciado o más que el oro negro. Al verlos me pregunto cómo habrán arribado hasta aquí, cuándo oyeron hablar por primera vez de este lugar, cómo lo imaginaron antes de llegar, por qué lo fueron a elegir entre tantos otros donde quizá sea más fácil hacer su sueño realidad… Muchos de ellos estarán de paso y algún día, sin echar raíces, se irán a otros lugares, quizás más prósperos. Otros, como hicieron muchos ibañeses en los años sesenta, regresarán a sus países de origen cuando hayan ahorrado lo suficiente para comprar una casa, un campo o un pequeño negocio… pero algunos se quedarán para siempre y nos ayudarán a hacer de éste un pueblo más grande y más rico; levantarán aquí su casa y sus recuerdos; y aquí crecerán o nacerán sus hijos, que serán quienes mañana  mantengan vivas nuestras costumbres, escriban en el periódico o protagonicen sus páginas con hazañas científicas, artísticas o deportivas… Pero esa ya no será gente de paso, como de la que hoy estoy hablando, como el muchacho que llegó pedaleando para ver a la trapecista de la que se había enamorado en el pueblo anterior; como los maestros y guardia civiles que vivieron aquí unos meses, a la espera de un destino mejor; representantes de comercio, vagabundos, veraneantes despistados, titiriteros, feriantes… gente anónima que llegó por unas horas o unos días y luego se marchó… O famosos que quizás ni llegaron a aprenderse el nombre del pueblo. ¿Se acordará Sara Montiel de que vino un día, no como artista, sino acompañando como amiga a Marujita Díaz, que iba a actuar en el Cine Rex? La gente la aclamó hasta que salió al escenario y, aunque no cantó, aseguró que algún día volvería para hacerlo. El Cordobés y Palomo Linares torearon en la plaza que ahora va a cumplir cincuenta años; ellos lo habrán olvidado, salvo que hayan guardado en su colección particular algún cartel de aquella corrida que colapsó el pueblo. Y tampoco nos recordará otro ilustre que pasó por aquí, camino de Alcalá del Júcar, como desfilaron los americanos por Villar del Río, en “Bienvenido, Mr. Marshall”… Me refiero al incombustible Fraga Iribarne, cuando no era Senador democrático, sino ministro de Información y Turismo de Franco. Como en la película de Berlanga, los niños de la escuela tuvimos que hacernos banderitas para salir a recibirlo a la entrada del pueblo; tal vez, quién sabe, se prepararon saludos, canciones y una fuente con chorrito… pero él, como en el film, precedido y seguido de escoltas, pasó de largo, sin parar, sin sacar una mano por la ventana para saludar a quienes le habían esperado toda la tarde. Yo me lo perdí. Nunca podré decir que vi pasar el coche de Don Manuel. Me castigaron en el colegio porque no preparé la bandera roja y gualda… Más de uno, en mi lugar, presumiría ahora diciendo que tuvo la osadía de hacer la republicana… pero mi discrepancia no fue política sino estética: pensé que quedaba menos chillona y más bonita si sustituía el amarillo por el naranja.

            No me pusieron muchos castigos en el colegio, pero todos fueron por razones así de estrambóticas (cambiar los colores de la bandera de España, comerme una carta de amor, tirar media piedra, pintar el mar de color verde)… Eso sí, éste que acabo de contar es el único que me dejó un recuerdo palpable: una bandera de papel manila con tres franjas horizontales: roja, naranja y roja.

            Por cierto, algunas de estas historias no son ciertas pero, las que más inventadas parecen, son verdad.

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