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Ramón de Aguilar

LO QUE ESCRIBEN MIS AMIGOS

El vendedor de diarios (Ivana Michling)

El vendedor de diarios (Ivana Michling)

 

 

 

 

 

 

 

 

Os presento a Ivana …

Os aseguro que todos deberíais conocerla. Que os encantaría conocerla.

No resulta difícil encontrarla en Internet, basta con escribir “Ivana Michling” en alguno de los buscadores para encontrarse con todo tipo de información sobre ella, en su calidad de bailarina, profesora de baile, directora de danza… Podréis verla en fotos, disfrutar de los vídeos que sobre ella se han colgado y hasta acceder a su página: http://www.danzadelvientre.info/

Todo eso está muy bien. Y es probable que baste para que más de uno de vosotros se sienta fascinado por esta increíble mujer.

También podría hablaros, de una manera más personal, del tiempo en el que las circunstancias nos ayudaron a mantener una amistad más viva. Desde entonces, sobre mi cama pende un “atrapasueños” que ella me trajo de alguno de sus viajes y que impide que ninguno se me escape o, lo que es lo mismo, vivir muchas vidas paralelas a ésta en la que vosotros me conocéis.

Pero a la mujer que yo quiero presentaros la admiré antes de que fuera mi amiga y es una artista a la que apenas si se la encuentra en Internet (salvo en alguna que otra referencia). Es la Ivana que cuenta historias, la cuentacuentos, aquélla a la que “le encanta contar historias con la palabra y con el cuerpo ya que cree (igual que Eduardo Galeano) que a la voz cuando le tapan la boca sale por los poros, por las manos, por los pies … porque siempre hay algo que decir a los demás, algo que vale la pena ser escuchado o valorado”.

Ella misma lo dijo en algún lugar: “Comencé a contar cuentos un día en que en un taller de escritura me dieron ganas de contar lo que había escrito, de no mirar el papel… me gustó oír la voz yendo sin fronteras escritas”.

Yo la conocí así. Oyéndola contar historias que habían escrito García Márquez, Borges o Cortázar pero que, escuchadas de sus labios, parecían brotar directamente de su propio corazón.

No sólo me lo pareció a mí (os aseguro que, en más de una ocasión, me olvidaba de que estaba escuchando una creación literaria y tenía la impresión de que Ivana nos estaba narrando algo que le había ocurrido de verdad); ella misma me contó que más de una persona, después de escuchar alguno de esos cuentos tan duros de Mario Benedetti, compadeciéndose de ella, le había dicho con lágrimas en los ojos: “¡cuánto tienes que haber sufrido!”.

Os puedo dejar el enlace a un vídeo en el que habla (http://www.youtube.com/watch?v=XExuYoXqEMc), no es lo mismo que sentirse dentro de alguna de las historias que cuenta, pero esa vivencia tendréis que encontrarla en otro lugar, de otra manera. Creedme que merece la pena. Lo único que puedo transmitiros en el blog, además de estas palabras, es alguno de sus propios relatos.

Porque Ivana también tiene la capacidad de inventar historias. A mí me contó una que pensaba escribir sobre las cartas que se pierden y no llegan a su destino… pero nunca supe si llegó a escribirla. La que sí he conseguido para vosotros es esta otra, tan breve, que se publicó en una de aquellas deliciosas colecciones de relatos “cortos-cortos” de Edisena.

Con ella os dejo:

 

 

El vendedor de diarios

 

Los pobres se llaman carentes o carenciados.

No se dice capitalismo sino economía de mercado.

A la ley de la ciudad la llaman ley de la selva.

                                                   (Eduardo Galeano)

 

Su nombre es Renzo. Tiene siete años y vende diarios como su padre (pero él vende más que yo porque anda en bicicleta). Viene todos los días al centro a trabajar, caminando una hora desde su casa. En su barrio no los puede vender porque nadie se los paga. Los usan para envolver la lechuga en la despensa y leen de a pedazos, de lo que logran rescatar entre compra y compra.

Hoy llueve. Pide en un negocio una bolsa de residuos; es grande y negra. Cubre con ella los diarios. No se tienen que humedecer porque le manchan las manos a la gente.

—  ¿qué no pedís otra bolsa para cubrirte? —le pregunto.

—   No la necesito. Yo no tengo tinta que se corra.

Cinco minutos en la vida de Elena Rodríguez (Florián Recio)

Cinco minutos en la vida de Elena Rodríguez (Florián Recio)

            A Florián Recio lo conocí cuando ganó el I Certamen Literario “Emilio Murcia”, con este relato que ahora os traigo al blog.

            Cómo llegó este cuento al certamen, cómo pasó a la final y cómo consiguió el premio serían otras tantas historias, casi tan literarias como la de estos cinco minutos en la vida de Elena Rodríguez… y tendrían su continuación en una quinta y última, con final feliz: La de cómo el autor vino hasta Villatoya a recoger el premio y las palabras que dijo al recibirlo… pero esto es ya parte de su vida privada y no puedo contarlo en el blog, aunque sí lo he hecho más de una vez, cuando el vino me desata la lengua y se me da por hablar de todo lo maravilloso que les pasa a quienes escriben y leen.

            Y es que me da la impresión de que Florián Recio, más que tabernero, es una especie de rey midas que convierte en literatura todo lo que toca. Por eso me gusta tanto lo que escribe, lo que dice y cómo lo dice.

            Ahora, que anda de estreno teatral (su versión de “Los Gemelos”, de Plauto, va a cerrar el Festival Internacional de Teatro Clásico de Mérida), y que tiene nuevo libro recién editado (“Teoría del fracaso”), es un buen momento para recomendaros a todos su lectura y a presumir de que a él me unen, además de la amistad, la admiración por los clásicos y por autores como Álvaro Cunqueiro o cantautores como Amancio Prada.

 

 

 

Cinco minutos en la vida de Elena Rodríguez

 

            En el pueblo ya todos conocen la noticia. En plena fiesta, la hermosa acompañante del príncipe desapareció, dejando al heredero con dos palmos de narices y un pequeño zapato de cristal entre las manos. Dicen que tan hermosa era que las demás princesas estallaban, rojas de envidia.

            - No será para tanto.

            - Ya lo creo que será. De rostro tan blanco y tan hermoso, de pies tan delicados, que al bailar se deslizaba por entre las gentes y entre la música como un cisne.

            - ¡Joder, qué frase tan lograda! : " se deslizaba por entre las gentes y entre la música...” esa la suelto yo en cuanto se tercie.

            Quien así pensaba era un enjuto estudiante de Económicas con pretensiones literarias, siempre al acecho de un aperitivo ingenioso. En el viejo café del viejo pueblo olía a aceitunas con sabor a anchoas, a detergente barato, a cerveza fermentada. A pensamiento añejo.

            - Elenita, hija, otra jarra de cerveza.

            - Que sean dos.

            Y Elenita abandona sobre el mostrador su libro de bolsillo y emprende la tarea.

            Elena es una joven muy guapa, morena de pelo, azul de ojos, generosa de carnes y con la fantasía como una pluma. Quiero decir que volaba su imaginación, sin norte. Pero sabe llevar como nadie las jarras de cerveza, meneando la contraportada con una gracia que es la delicia de la parroquia.

            - ¿Qué lees, criatura?

            - "Vida y fugas de Fanto Fantini"

            - ¿Y eso de qué va?

            - De un enamorado que consigue siempre evadirse de las cárceles más increíbles en las que le meten sus enemigos, envidiosos de su valor y su belleza.

            - ¡Hija mía!, hablas que pareces un libro.

            Y a la niña Elena se le ruborizan hasta los párpados cuando se deja llevar por la poesía. No le gusta mostrar que es enamoradiza y frágil. Quisiera ser como esas tigresas de las películas, que seducen a golpe de nalga y que saben caer las pestañas como quien echa los cierres de un atardecer.

            Elena no sabría explicar por qué, pero, a pesar de todos los pesares, le gusta su tristeza y se relame como un gato en su melancolía.

            - ¡Pues vaya la que se ha organizado con el dichoso zapatito! Al príncipe le ha dado por encapricharse con la tal Cenicienta y ahora anda por el pueblo mirando como un obseso los pies de todas las mozas.

            Elena regresó a sus lecturas, pero ni Cunqueiro conseguía atar su imaginación desbocada, empeñada la muy curiosa en adivinar el número de calzado de la Cenicienta, el tono de sus pies, la textura de su piel, la dimensión del puente, si habría o no juanete, callosidad o imperfección podológica tan horrorosa que provocase la estampida de la princesa.

            Sobre el mostrador, los boquerones en vinagre se convierten en dedos de plata apuntando al corazón inquieto de la niña.

            - Lo que más me asombra es que nadie sepa nada de la tal Cenicienta.

            - ¡Quién lo diría!, en un pueblo tan pequeño.

            - Y siendo ella tan hermosa como dicen, la conoceríamos todos.

            - Será extranjera

            - Hiperbórea diría yo

            - Sin faltar, que a lo mejor la muchacha es muy decente.

            - Pues ya hay quien afirma que es un travestido, que eso en la capital se lleva mucho

            - O una casada con disfraz, que el aburrimiento y el hastío afinan el ingenio.

            - ¡Y tú qué sabrás de esas cosas, niña! Atiende a tus lecturas, que lo que aquí se dilucida es tema para sesos maduros.

            - La cuestión es que el príncipe, que es un poco pardillo, se ha enamorado como un colegial y se pasa el día entre suspiros, gemidos, hipos, moquitos y otras lindezas, que traen a su padre en un malvivir.

            - ¡Pero si ha mandado cincelar un zapatito de cristal en el escudo de su casa, que ya somos la vergüenza de la región!

            - ¿Y qué me decís del Bando?

            - ¿Del republicano?- preguntó un despistado, de los que en todas partes hay.

            - No, hombre, del Real. De ése por el cual están todas las mozas revueltas y que dice algo así como que el príncipe saldrá, de incógnito, a probar el zapatito en el pie de todas las chicas del pueblo y, con aquélla a la que calce, casará.

            - Pues ya hemos avanzado algo, porque su padre, en mi época, primero las calzaba y después, con suerte, unos duros. 

            Elena, la niña guapa, la generosa de carnes, hacía ya rato que no pasaba página, anclada en ese pasaje tan tierno que dice: "…te recordaré siempre. Te mandaré desde Venecia un traje de fiesta, que allá se hacen con muchos encajes, y sortijas, y dos agujas con perlas para el pelo. Y te puedo jurar que despertaré muchas veces muchas noches porque dos mariposas verdes acuden a posarse en mi corazón"

            Elena, adolescente tierna, niña perdida en la profunda soledad de una barra de pueblo, soñadora de caricias, inventora de palabras obscenas, criatura condenada a llevar de por vida en la raíz del pelo olor a aceitunas con sabor a anchoas, con dos surcos en la cara que ponen como entre paréntesis a su sonrisa élfica, Elena, digo, soñaba con el momento en que el príncipe vendría a su bar, acompañado de sus pajes, portando en una cajita de nácar el zapato de cristal.

            Es obvio que ella sabe que no es Cenicienta; sabe incluso que posee unos pies casi deformes, que les quedaron contrahechos tras una operación de tobillos de hace tiempo. Pero, por qué no soñar. Odia a muerte a cada uno de los clientes de su prisión; agujas, que no dedos, son ahora los boquerones en vinagre; pulpa roja, corazones sangrantes los tomates que la miran desconsolados desde el fondo del mostrador.

            Y un zapato puede rescatarla de una vida sin esperanzas. Un zapato que significa una huida. Huir, no por fausto ni por vanidad, tan sólo por volar hacia un paraje repleto de palabras amables, al otro lado del dinero y lo ordinario, lejos de lo ruin, del tiempo y del olvido.

            - Goytisolo, aparta de mí este trago- pensaba mi pobre niña, influenciada por sus lecturas amorosas.

            - Ramón, dile a la zagala que atienda, que te hunde el negocio.

            Y Ramón, padre de la soñadora, dueño del bar, mira al cliente, entorna los ojos y suspira con resignación, como diciendo para sí ¡qué habré hecho yo! Se consuela, mientras tanto, con gintonic de arte mayor donde una media luna de limón se despeña entre poliedros de nieve. Entonces, cuando la rutina se enseñoreaba de las almas, de los cuerpos, de las cosas, de los olores y sabían a rutina el gintonic, la cerveza, el aire, todo, entonces fue, entonces digo, cuando se abrió la puerta y sonó, maleducada, indiferente, con el mismo chirriar plebeyo de siempre, como si en vez del príncipe y su séquito hubiese entrado el cartero o el fresador.

            - Buenas.

            - Venga su majestad de usted con Dios.

            - Venimos por lo del zapato.

            - Ya, ya.

            - Lo que Su Excelencia quiere decir es que hemos sabido que vive aquí una moza en edad no inferior a quince años ni superior a veinte, y venimos a proceder con el cumplimiento del bando.

            - ¡Mi Elenita!

            - Procedan, procedan.

            - Vamos, niña, deja el libro y sal del mostrador.

            - ¡Oh, un libro! ¿Qué lees, pequeña?- preguntó el mayor de los pajes.

            - Fuga de Funti Funtini...Fanti Funini...Fu...

            El príncipe contemplaba absorto, con los ojos de un hombre envenenado de ausencia. Por un instante se miraron y no se conocieron, lo cual es decir un amor imposible. Buscaba a la protagonista de otro cuento, el ideal, la perfección, y Elena es una joven hermosa, pero muy lejos de ser perfecta, condenada al tiempo, a las mordeduras de las varices, al desbocarse de la celulitis, en guerra con el sarro, en lucha a muerte con la muerte. Total, la mujer de mi vida, y ella soñando con príncipes, ¡con lo que ellos son!, siempre buscando imposibles.

            Elena sintió un poco de vergüenza cuando el fámulo la descalzó y puso al descubierto su piececito, un tanto deforme, como antes dije. La mano fría y servil retiró rápido el zapato.

            - Imposible.

            - Nos vamos. Ustedes disculpen.

            - No hay de qué. Si les apetece un vermú a sus señorías.

            Ramón no entiende de protocolos y lo mismo nombra de señoría a pajes que a príncipes. La puerta volvió a rechinar y durante unos segundos fue como un silencio de piedras, despertar lentamente, volver al principio.

            - Ramón, lo del vermú ha estado muy feo. A un príncipe se le invita a martini, por lo menos.

            - Hombre, lo primero que se me ocurrió.

            Elena, mi niña, recogió su librito y lentamente, como si nada, entró en la cocina y, a solas, quemó sus manos con unas cálidas y silenciosas lágrimas que eran su infancia, que eran su destino, que eran su vida.

Un paseo por España, de la mano de Leandro Arenas

Un paseo por España, de la mano de Leandro Arenas

He viajado por la historia y las tierras de nuestro maltratado país leyendo los poemas que Leandro Arenas ha recogido en su nuevo libro: “España en verso”. A caballo de estos versos que le dan título he recorrido, una a una, las provincias de nuestra geografía; recordando hechos de otros tiempos, parajes y lugares en los que viví o por los que pasé, aprendiendo algo más de otros de los que nunca supe o en los que nunca he estado. Pasar cada una de sus páginas ha sido como abrir los ojos a un nuevo paisaje, a una nueva época, a una nueva luz.

Me contaba mi padre que él había aprendido de forma parecida la geografía y la historia de España, en un libro en el que, con letra manuscrita, un niño como él contaba en sus cartas cómo eran los pueblos por los que pasaba, los ríos que cruzaba, las montañas que le cerraban el horizonte o los mares en los que su mirada no encontraba el fin. Es posible que si Leandro hubiera ido más a la escuela hubiera tenido un libro como aquél en su infancia, puesto que la época de la que hablo debió de ser la misma, o muy cercana; aunque mi padre la viviera por la sierra del Segura y mi entrañable amigo en la vega del río Magro. A ambas, sierra y vega, las sentiré siempre unidas a la poesía: a los romances que mi padre me recitaba de niño, la primera; a los poemas con los que Leandro me hizo ver su paraíso perdido, la segunda.

Historia y poesía, poesía y geografía… Acontecimientos y topónimos buscando la rima que los convierta en verso: Leandro Arenas ha dado una vuelta más a la tuerca y ha convertido en poemas aquellas manuscritas lecciones escritas en forma de carta (tal vez el poema sea siempre una carta más o menos encubierta).

Yo, que no fui capaz de aprender estas lecciones hasta que viajé por España, al pasar las páginas de este libro he ido recordado mis viajes y con ellos, verso a verso, mi vida; desde las idas a los colegios, en Zamora, primero (Santa María la Nueva, la puerta de la Traición, el lago de Sanabria…), y en Córdoba, después, (Medina Zahara, la Mezquita, el puente romano…), el Duero y el Guadalquivir, viñedos y campos de mies, mares de olivos, plantaciones de algodón y los pueblos que, camino del colegio, se iban quedando a los lados de las carreteras: Medina del Campo, Tordesillas, Benavente… Linares, Andújar, Bailén… Choperas y pinares, sauces asomados a las orillas de un río: el Balazote antes de entrar a Andalucía, el Manzanares (“su pequeño río”), al pasar por Madrid… Nombres y palabras que se hacen verso en la pluma de Leandro  y recuerdo en mi memoria.

Cojo este libro entre mis manos, hojeo sus páginas y me pregunto qué se dirá en ellas de otros lugares que he conocido. Cómo se contará La Coruña: el viento que azota El Ferrol y mueve los molinos de la Estaca de Vares, los “bosques tenebrosos” que me recuerdan la fraga de “El Bosque Animado”, la Ría de Arosa... La Barcelona en la que viví: la de las Ramblas y la Sagrada Familia, el barrio gótico y el parque Güell… Mi Albacete natal donde “la amistad se compromete / con un apretón de manos, / ese gesto tan humano / que nos une de por vida,  / compartiendo la comida / como si fueras hermano”.

Cualquier lector de estos poemas puede vivir la misma experiencia, recordar su propia geografía a la vez que aprende la que no conoce, la que se sabe sólo como recuerdo de una lección en la escuela, una lección cantada en la niñez con el sonsonete de las tablas de multiplicar, pero que a la par que los nombres de los pueblos de Valencia (Alcira, Gandía, Requena, Játiva, Alboraya, Cullera), o de las Islas Canarias (La Gomera, Gran Canaria, Hierro, Fuerteventura, Santa Cruz de la Palma…), nos trae a la memoria el olor de la goma de borrar, del plumier de madera, de los lápices de colores recién afilados…

Me ha contado Leandro alguna vez que él no fue a la escuela en la niñez, o no fue tanto como para poder guardar estos recuerdos que a mí me traen la lectura de sus versos. Por eso tiene más mérito que él haya escrito este libro, en el que los nombres de los reyes riman tan acertadamente con los de los sabios, los de los ríos con los de los pueblos, los de los montes con las costumbres de cada lugar. Tiene más valor que todo lo haya hecho sin la muleta de esos otros recuerdos más íntimos y sea sólo su amor a España y a la  poesía (que esos sí me constan), quienes le han llevado a enfrascarse en esta obra para la que yo imagino que se necesita mucha constancia, mucho trabajo con los textos, mucha lucha con el idioma en busca de una rima que no siempre es fácil y de una mesura en la medida de las sílabas que le dé alas a las palabras y, lejos de encorsetar el lenguaje, lo haga vuelo y arte.

David Melar leyendo a Galdós en Mozambique

David Melar leyendo a Galdós en Mozambique

La primera y última vez que vi a David Melar fue en Toledo, apenas hace unos meses. Quedamos en una cafetería que, según él mismo me contó, había sido hogar de Lope de Vega cuando finalizaba el siglo XVI. Allí, con una copa de vino de por medio, hablamos de todo lo que fue saliendo: la literatura que nos une, los proyectos solidarios en los que de rebote hemos coincido, la arquitectura que le ocupa, Colombia, la crisis que nos acucia, Mozambique, algún conocido o amigo en común… Yo sólo lo conocía como escritor y había leído en su día el libro Latitud todo sur; incluso, aunque en aquel momento no lo recordé, había reproducido un texto suyo en este mismo blog, un panegírico que él había escrito sobre Miguel Ángel Carcelén, amigo y editor de ambos; me había gustado la descripción que hacía de su casa: “De la casa de Miguel Ángel Carcelén Gandía salen de viaje las palabras. A ella llegan sólo como letras, por las escaleras hasta el tercer piso, pero allí las une como el aire a las corcheas, la única posible argamasa de las arquitecturas etéreas: la voz solidaridad… Un 3º A cuyas ventanas dan a un Tercer Mundo. En casa de Miguel Ángel Carcelén Gandía, hay ladrillos para Mozambique en el salón; hay semillas y fertilizantes para Nigeria en la cocina; hay lápices y páginas para los niños de Colombia en la mesa de su habitación; hay microcréditos para campesinos paraguayos en el cajón de la mesilla; hay cajas de medicinas para los centros de Malawi, que están en el pasillo, como si fuesen las paredes de su casa periferias de salud para todo el mundo. El mundo es un pañuelo en la estantería de Miguel Ángel”. No es sólo que yo también lo entendiera así, es que yo no hubiera sabido cómo decirlo y la forma en la que él lo hizo me pareció todo un hallazgo, una de esas genialidades en las que se distingue a un buen escritor de alguien que escribe bien. Os recomiendo la lectura completa en aquella otra entrada de mi blog.

La expresión de “hallazgo” literario la he vuelto a usar hace unos días, en Facebook, al repetir algunas de las frases que aparecen en Más Fortunatas que Jacintas, la última publicación en su blog: “Los grandes libros son aquellos que alargan el día y que, cuando se terminan, parece que sean las noches las que ganan terreno

En este posteo, David nos cuenta cómo una tarde está leyendo la novela de Galdós, sentado en el banco de un paseo de Maputo, la capital de Mozambique (“un país de niños que han salido del libro, porque como aquellos sólo pueden jugar con lo que les da la tierra”). No es sólo lo que lee o lo que ve, lo que nos cuenta o cómo nos lo cuenta… son las pequeñas ideas que va dejando caer, esa forma de decir algo tan obvio que quizás nunca nos habíamos parado a pensarlo: “Sentarse frente a un océano es dejar un continente a las espaldas”.

Como, además, David Melar es un hombre solidario, un arquitecto que ha salido de un estudio moderno en una capital española para irse a Mozambique a construir casas de adobe, muchas de sus observaciones son pinceladas que tienen que ver con esa triste realidad que pretende transformar: “Al mismo tiempo, alguno que otro pasa con zapatillas marca pie y camisetas raídas como rejillas de ventilación. Pero hay pocos mendigos en aquel paseo y me pregunto si será porque también sea caro vivir en la puta calle que no les pertenece”.

Como veis, son sólo retazos, frases que, además de llenas de contenido, me han parecido ingeniosas, ejemplo de lo que este hombre piensa y de cómo escribe. Es sólo un muestrario que os traigo aquí para invitaros a leerlo; algo que podéis empezar a hacer visitando su blog… Seguro que no os dejará indiferente.

El viejo dinosaurio (Manuel Picó)

El viejo dinosaurio (Manuel Picó)

            Casas Ibáñez, aunque muchos de quienes me leen no lo sepan, es tierra de escritores… No soy quién para decir que de buenos,  pero sí que puedo asegurar que de muy interesantes escritores. Con este lugar, en el corazón de La Manchuela, entre el Júcar y el Cabriel, tienen mucho que ver los poemas de Mari Nieves Lahiguera o Iluminada Navarro, las novelas de Celín Cebrián o las de García Cuenca y García Ródenas (padre e hijo), los ensayos filosóficos de Mercedes Gómez Blesa, el delicioso libro de cocina de María López (El legado gastronómico de La Manchuela), algunos de memorias, como los de Cándida Pérez Verde (Mi caminar) y  el más reciente de Cándido Sánchez Aurell (Siempre adelante), así como otros (que todos no los voy a nombrar ahora), entre los que habría que incluir también los míos y las dos colecciones de relatos que tiene publicadas Manuel Picó: Viaje al paraíso y Hierro y tierra.

            Esto, que ahora cuento con orgullo, hasta me hubiera molestado cuando, siendo adolescente y viviendo en el pueblo, yo pretendía ser escritor (creía serlo), y no ya el mejor, sino el único… Es sólo una suposición, a lo mejor no hubiera sido así y sólo lo imagino pero, en cualquier caso, lo cierto es que no tardé mucho en descubrir  que había otros y que hasta lo hacían mejor que yo, al menos a juicio del jurado que falló el IV Certamen Literario que convocaba la Asociación Cultural “Antonio Machado” y que me dejó con el segundo premio (por un relato que a mí me parece bueno: Prisioneros de la carpa), para darle el primero a Manuel Picó por Sabina y las cerezas. Fue ahí, en la publicación conjunta de los dos cuentos, donde lo leí por primera vez. Luego tuve ocasión de conocerlo personalmente, descubrir sus valores personales (que no sólo literarios los tiene), su pensamiento, siempre lúcido para los temas que tienen que ver con los problemas del campo y los campesinos, en especial; con la justicia y la honestidad, en general.

            Lo he leído desde entonces con interés y con gusto, con admiración en muchas ocasiones. Me conmueven sus relatos y me ayudan a pensar con claridad los artículos que publica en el Casas Ibáñez Informativo o en la prensa de Albacete (algunos de estos los reproduce en su blog, al que puede accederse desde esta misma página). Ha tardado mucho tiempo, demasiado tiempo, en publicar su primer libro en papel: Hierro y tierra, que no apareció hasta el año pasado y que apenas hace un mes que se ha presentado en la librería “Rafael Alberti” de Madrid. Pero ya antes había publicado, en formato digital, uno que yo os recomiendo de manera muy especial: Viaje al paraíso y otros relatos. Puede descargarse gratuitamente en www.dipualba.es/publicaciones (abrir la pestaña “libros en red”, que encontraréis en la columna de la izquierda).

            A esta colección pertenece el relato El viejo Dinosaurio que ahora os voy a pasar. No lo he elegido al azar, sino que le tengo un especial cariño. Conozco su génesis, recuerdo cómo lo creó en un ejercicio de taller literario a partir de la lectura, precisamente, de un relato mío: La tiendecilla de Joaquín… Cuando escuché lo que Manuel Picó había hecho con mi personaje (se lo oí leer de viva voz antes de hacerlo con mis propios ojos), me emocioné… 

Quizá también a vosotros os llegue al corazón:

 

El viejo Dinosaurio

Más gordo, más feo, más calvo, así se vio aquella mañana en el espejo.

Después de los años, jubilado y cerrada la tienda hacía casi una década, el viejo Joaquín, se miraba y por primera vez contemplaba los estragos del tiempo. Como si hasta entonces se hubiese mirado sin verse para ignorarla propia decadencia de su cuerpo, o porque quizás, a caballo entre la ficción y la cobardía, había querido seguir viviendo el pasado, cuando la tienda rezumaba el olor de las especias, los embutidos y el bacalao y en las noches de verano la familia y los vecinos se sentaban en las sillas de enea sobre la acera recién regada para charlar sobre lo humano y lo divino.

Aquella mañana, delante del espejo, al día siguiente de dar tierra a su esposa, sintió que había envejecido 30 años de golpe y que jamás volvería a ser el mismo de antes.

Y con nostalgia, desde casa de la hija, fue donde antaño estaba la tienda.

Nada recordaba la vieja fachada. La tienda, remodelada por su yerno Fabián, ahora era una simple cochera y la mente tenía que hacer un esfuerzo por retrotraerse al pasado.

Donde ahora están las puertas entonces estaba el escaparate y una puerta de cristales que al abrirla hacía sonar una campana. ¡Ay la campana! ¡Cuántas miles de veces la habría oído! Tenía aquella campanilla metida en los oídos para siempre. Todavía había noches que soñaba con ella. La campana sonaba y él despertaba adormilado porque tenía que atender a una clienta, o quizá porque era lunes y llegaba Ángel Roldán, el de las salazones.

En la fachada, sobre el escaparate, un cartel con letras rojas rezaba: “Ultramarinos Joaquín”. ¡Qué ilusión por estrenarla! ¡Cuánto afán por poner los estantes y el mostrador, por colocar cada producto en su lugar!

Sesenta mil duros de los de entonces le costó montar el negocio. No tenía más que la mitad, pero su padre y su suegro le prestaron el resto y al cabo de unos años saldó la deuda.

Era la única tienda de las Casas Baratas, y por ser única en el barrio en ella vendía de todo. Frutas, verduras, embutidos, salazones, aceitunas, latillas, cubas de sardinas, carne de membrillo... Hasta albarcas para los hombres del campo llegó a vender.

Joaquín pasa a la cochera. En un rincón, tapado con plástico todavía está el viejo mostrador de madera y el cajón del dinero. Levanta el plástico y acaricia la desgastada madera. Cuántas veces ha devuelto el cambio allí, cuántas veces estuvo de chanza con las clientas, cuántos piropos, cuántas cuentas de la vieja...

Allí atendió a Damiancillo, cuando lo fiado subía más de la cuenta y su madre se avergonzaba de dar la cara, y a María la Arremangada la que un día que estaba sólo le echó mano a la bragueta para pagarle en carne. A Julia, la de Ambrosio, que compraba los tomates por cuartos. A doña Encarnación y su hermana Luz, “dos mujeres y un solo marido”, a Remedios “La bomba” que le sisaba en cuanto se descuidaba. Mujeres de las Casas Baratas que le contaban sus problemas, que le hablaban de sus hijos y sus maridos, de su familia lejana, de las heladas y de los precios de la uva o las lentejas.

Todo se había ido por el desagüe. Hoy ibas a un supermercado y ni la cajera ni el cliente decían buenos días. Pasaba los productos con su correspondiente código de barras por el escáner y de forma automática te devolvía el cambio sin siquiera decir Adiós.

Ahora, en el siglo de la comunicación, hombres y mujeres compraban más que nunca pero no se comunicaban. Los vecinos podían apiñarse en un gran bloque de viviendas, pero no se conocían. No sabían lo que era un chascarrillo, ni un halago, ni una charla con el tendero. Y también los tenderos eran una especie en extinción, como un día lo fueron los dinosaurios. Hoy las compras se hacían en los hipermercados. Se compraba mucho y se callaba casi todo. Y la clientela, con todo el Internet, los móviles y todas la comunicaciones

del mundo era más hermética que una lata de sardinas.

El viejo Joaquín era un viejo dinosaurio y él lo sabía demasiado bien. Cubrió con el plástico el mostrador y unas lágrimas furtivas resbalaron por sus mejillas.

Con Manuel Merenciano, en la Feria del Libro

Con Manuel Merenciano, en la Feria del Libro Hace tiempo que perdí la cuenta del que ha transcurrido desde la última vez que vi a Manuel Merenciano. Hoy, cuando camino de Valencia pensaba que lo vería en la Feria del Libro, firmando ejemplares de su última novela ("El dulce aroma de la madreselva"), he llegado a pensar que tal vez sólo lo había visto una vez en la vida: Durante el fin de semana que estuvo en Villatoya, con su mujer y sus hijos, en la entrega de premios del X Certamen Literario Emilio Murcia… Pero de esto han pasado tres años y, sin embargo, la sensación era la de habernos visto hace poco tiempo, la de haber estado en permanente contacto.
Cuando llego a los Viveros, la mañana está gris y algo húmeda, pero no desapacible. La feria acaba de abrir sus puertas y ya hay gente paseando ante las casetas. Algunos hacen cola para que el autor de turno les firme su ejemplar; en la de Manuel Merenciano casi tantos como en la de Rosa Montero, que parece que va a ser la protagonista de la mañana. Tengo que esperar a que firme algunos antes de que se dé cuenta de mi presencia y salga a abrazarme. Le cuento la duda que me ha surgido en el camino y me confirma que, efectivamente, sólo llegamos a vernos en aquel abril de 2008; nunca hemos podido volver a coincidir, aunque él me ha tenido al corriente de sus publicaciones, de los éxitos de sus deliciosos microrrelatos; me ha invitado a cada una de las presentaciones de sus libros (me viene a la cabeza la de "Relatos turbios"), a la de la revista "El Problema de Yorick"… Nunca he podido asistir pero, con esto de Internet: el mutuo seguimientos de nuestros blogs, el contacto permanente a través de Facebook, los amigos comunes (Puri Novella, Pedro Uris, Eloy M. Cebrián…), parece que nos estemos viendo con frecuencia.
Desde que leí "Ventanas" (el relato que se le premió en Villatoya), y conocí a Manuel Merenciano, he tenido la intención de colocar alguno de sus cuentos en el blog, para compartir el hallazgo con todos vosotros. Es más, desde que lo leí, le pedí permiso para pasaros el que se titula "Solaz". Pese a su brevedad, es un buen ejemplo de lo que este autor escribe, de esa habilidad que tiene no sólo para mostrar la violencia como un elemento más de lo cotidiano, sino para conseguir que el lector “huela” la violencia incluso antes de que ésta se haga presente. Algo que, por ejemplo, engancha desde la primera página de esta novela, "El dulce aroma de la madreselva", que esta mañana me ha regalado con su firma y que he empezado a leer allí mismo, en los Viveros, tomando una taza de café, y cuya lectura quiero continuar ahora mismo, tomando una infusión, antes de acostarme.
Por eso os dejo aquí con su relato. Si os sabe a poco, no dejéis de visitar su página (tenéis el enlace en la columna de la derecha); en ella vais a encontrar otros muchos igual de buenos.

SOLAZ

Rodeo el chaflán y aminoro el paso. Me deshago del palo de béisbol. Por fin he dado esquinazo al coche patrulla. No sé de dónde narices surgió tras propinarle la tunda al jodido negro. Elevo las solapas de la trinchera y cobijo mis manos en los bolsillos. Deambulo sin rumbo aparente. La noche es hermética, confusa, tensa. Una puta se aproxima. «¿Pistola o navaja?», me cuestiono con ironía. Acaricio la tersura del arma blanca mientras una ingrávida sacudida agita mi espinazo. Sudo profusamente. «Treinta euros por una mamada», dice, oteando inquieta en rededor. Insinúo con una mueca la hondura del callejón. Titubea recelosa y asiente. Nos disipamos traspasando una bruma imprecisa y se postra ante mí. Hurga en mi bragueta con sus dedos nervudos, toscos. Luego aplica la lengua traviesa, los labios pulposos... Cuando vacía el énfasis de mis latidos, alza su mirada encogida esperando inútilmente un mohín de aquiescencia. Aprieto entonces los dientes y hundo la navaja en su garganta. Una..., dos..., tres veces. Se orina. Sus lamentos desconsolados me obligan a cegarle la boca hasta que se desmorona sobre un lodazal de sangre. Convulsiona. Le arrebato el gabán y ella exhibe su patética desnudez. Nauseabundo; luce un trasero carnoso, sucio y rosado como el culo de un cerdo. Vuelvo a escuchar la sirena. ¡Mierda!, nunca adivino por qué flanco aparecerán. Es inútil tratar de escapar; el pasaje carece de salida. Los faros se detienen, me alumbran. Permanezco inerte. Se apea un madero y camina pausadamente hacia mí, sorteando el puto cadáver. Porta un arma en su mano derecha. Ríe con semblante cruel, mostrando una boca mellada que acentúa la inclemencia en sus ojos de ofidio. Me aferra los huevos. «¡Escoria!», vocifera. Con el cañón relame mi rostro. No puedo darle ninguna ventaja: le disparo en el vientre a bocajarro. Su cuerpo se derrumba sobre los muslos de la ramera. Lo remato con un tiro entre las cejas. Ahora soy yo quien sonríe, aunque no puedo bajar la guardia. Las luces del vehículo resplandecen, me ciegan. Una turba de ratas de cloaca bulle atropelladamente a mis pies. Supuestamente no tenemos compañía, sólo una luna turbia, dos fiambres y yo. Y el silencio de los muertos. Mas la vida juega malas pasadas, así que me arrimo al coche prevenido, aguardando una pronta detonación que me horade las entrañas. Está vacío. Monto y arranco. Las cabriolas del auto resultan fascinantes. Maniobro embistiendo muros, soslayando en vano contenedores que desparraman sus inmundicias. Rebaso la travesía a toda prisa. Los chaperos del parque me contemplan insolentes. «¡Hatajo de maricones!», farfullo encorajinado. Doblo el volante y arremeto contra ellos. Corren despavoridos hasta resguardarse entre las impenetrables sombras de la arboleda. El más canijo se rezaga; evidencia una ridícula deformidad. Pierde su muleta y cae. Se pliega como un gusano sobre el asfalto. Gimotea atemorizado implorando compasión. Excitado, acelero y advierto el rechinar de la osamenta bajo los neumáticos que prensan su cabeza.
—¿Nos vamos ya o qué? —La voz de mamá, siempre inoportuna, me sobresalta—. Van a cerrar enseguida el centro comercial.
—¡Jo, mami! Un ratito más, por favor. Me encanta este videojuego.
—Vale..., me acerco a la peluquería para coger hora y regreso ahora mismo. Sigue portándote así de bien, cariño —susurra suavemente junto a mi mejilla—. Y no hables con desconocidos.
Aparto la cara rehuyendo el aire de ternura que le corrompe el aliento. Es estúpida y no se siente aludida; me besa. Se da media vuelta empujando un carrito atiborrado hasta los topes. Me abstraigo en las curvas grotescas de su ingente trasero. Lo imagino carnoso, sucio y rosado, como el culo de un cerdo. Pulso new game.

Viene la poesía y nos salva (José Ángel Losada Gahete)

Viene la poesía y nos salva (José Ángel Losada Gahete)

Poemas de los Cudriales es un libro de poesía que todavía no podéis leer, que todavía no está publicado. Su autor es José Ángel Losada Gahete, ese hombre de mirar risueño que aparece junto a Francisca Gata y junto a mí en la imagen. La foto hace semanas que anda por la Red y me servirá, dentro de unos días, para hablar también de otro poemario: Desterrados (éste de ella. De los tres, el único que no es poeta, el único que no es extremeño, el único que no ha ganado el premio de poesía “Ciega de Manzanares” soy yo).

A Gata hace años que la conozco y que la admiro; ya la he mencionado más de una vez en este blog. A José Ángel lo conocí el pasado 22 de octubre, cuando nos entregaron los premios de Manzanares, a él el de poesía y a mí el de relatos. Las palabras con las que él agradeció el suyo me impresionaron tanto que me apresuré a pedírselas para reproducirlas en el blog y compartirlas con todos vosotros. Antes de hacerlo, me he leído todo lo que de él he conseguido: algún que otro poema suelto que anda por la Red y tres libros que él mismo me ha facilitado: Anexos (premio de poesía “Villa de Alón”), Avisos a Náufragos (premio “Porticus”), y Cuadernillo de Plegarias, el más emotivo de los tres, publicado en el 2009… Después de leerlos (y a la espera de que se publiquen sus Poemas de los Cudriales), lo que más me ha gustado de él es lo que le escuché decir en Manzanares, donde no sólo sus palabras eran poesía, sino también el timbre de su voz, el brillo de su mirada, la intensidad de la emoción que nos transmitía a quienes le escuchábamos… Quizás no sea lo mismo leerlo, pero aquí tenéis un fragmento de lo que nos dijo:

«Los Cudriales» es un terreno pizarroso y calizo, al cierzo de la villa de Burguillos del Cerro, de la provincia de Badajoz, de escaso suelo vegetal, razón por la que se presta muy poco para la siembra de cereales, y por ello dice el vecindario que es tierra muy floja, y le aplica el siguiente adagio: “La tierra del Cudrial, no aguanta ni seca ni mojá”. Por ello es destinada a pastos para el ganado. Y brotan seis buenas fuentes y han descubiertos aras romanas…

 El nombre: Poemas de los Cudriales son una metáfora de la misma existencia que tantas veces se convierte en geografía viva donde se alternan llanos y escarpados, lluvias, tormentas y calmas…tierras de labor y eriales.

 Los Poemas de los Cudriales son un canto a lo perdido, un canto a la muerte que nos arranca a seres a los que queremos e intentamos desde el canto recuperar, La poesía lucha siempre contra la ausencia, contra lo perdido y abre caminos en la niebla. Pretenden ser una patada al olvido que está ahí amenazándonos, pasando hojas en el calendario, envolviéndonos en rutinas, adormeciéndonos y acallando desasosiegos imprescindibles.

 Inicio el poemario con esta cita de Pablo García Baena:

 …y ya veo

al fondo del dolor la aurora del olvido.

Ven, que quiero morir esta tarde en el campo.

 Desde Rilke diríamos: y lo admiramos en la medida en que indiferente rehúsa destruirnos.

 Tiene nombre este poemario, José, el niño (como le llamábamos cariñosamente en Cáritas después que sor Ángela lo adoptara ), nació en el campo, en el sufrió y gozó, en él amó y aprendió a contemplar el mundo y las cosas, y a beber vino, a pastorear cabras, a coger espárragos, cuidar la huerta, cantar flamenco… y beber vino.

 Después viene el tiempo, con la pobreza con su deshilachada lengua, la soledad, los desengaños, la desconfianza… después viene la segunda parte (que casi siempre es peor que la primera)… ah, nuestra infancia, desde la inocencia siempre, desde la afanosa recuperación porque nos crece en los adentros mientras crecemos.

 Necesidades profundas le marcan, necesidad de escucha y compañía, de cariño que es lo que realmente alimenta, y nos ayuda a vivir, ¿no?

Después de ser trasladado de Burguillos a Zafra vino varias veces a verme y en Diciembre lo encuentro en el Hospital agonizante… y tras su muerte empieza la aventura de estos poemas.

 Muchos de ellos están escritos en la planta sexta del hospital Perpetuo Socorro, en oncología, en la sala de quimioterapia donde acudíamos con mi padre, todavía si hago un poco de silencio consigo sentir la delicadeza de las enfermeras y sus sonrisas prontas, ver la esperanza gateando por los ojos, las manos, el corazón… por aquellos sillones, sueros, maquinitas que regulaban la salida de los medicamentos y sus pitios cuando se acababan o obstruían.

 Repasábamos la vida cada quince días, y escuchábamos a Sabina en el viaje de ida, coloreábamos mandalas, hablábamos de lo humano y lo divino y días hubo en que solo el silencio y alguna lágrima cubrió  ausencias.

 Acaba el poemario con esta cita de José Antonio Muñoz Rojas:

 “a mí me ha sucedido muchas veces

buscarme inútilmente, no encontrarme

aunque estaba citado en la esperanza”.

 Porque cuando muere un hermano todos morimos un poco y lo recobramos en la medida en que lo hacemos presente, y la esperanza erre que erre y a la vuelta de la hoja, o del momento, al ras de la lluvia, del llanto, de la misma vida, viene la poesía y nos salva.

Laura Plana y el mar de Amanda

Laura Plana y el mar de Amanda

Cada vez que, por uno u otro motivo, me acuerdo de Laura Plana, pienso en el mar de Amanda… Y, por uno u otro motivo, son muchas las veces que me acuerdo de ella, que no es un personaje de ficción, sino una persona real, de carne y hueso, que en un momento dado pasó por mi vida dejando huella. Laura Plana es escritora y, si no lo es, debería serlo; como lo era cuando la conocí hace más de trece años, cuando andaba buscando editor para una deliciosa colección de cuentos a la que había titulado: “El mar de Amanda”. Me hubiera gustado ser ese editor, como me hubiera gustado serlo de los poemas de Eva Vaz, de Pedro Uris y su “Cita con la eternidad”, de otra novela de Francisca Gata (“Tras el canal”), de la última que escribió Rodrigo Rubio (“Y Dios jugando al mus”), del “Bigote Prieto” de Coro Perales… Obras todas que se quedaron esperando, algunas de ellas con la portadas ya dibujadas, con las galeradas corregidas, con el papel comprado y almacenado en la imprenta.
Algunos de esos títulos fueron publicados por otros editores y pueden encontrarse en alguna librería o biblioteca, pero otros no han tenido tanta suerte y sólo pervivirán en el manuscrito que conserve su autor y en la memoria de quienes tuvimos la suerte de leerlos. Por eso, cuando vi la foto de Laura Plana que ilustra estas palabras, pensé que ese mar que ella mira no es, como pudiera suponerse, el Mediterráneo, sino el mar de Amanda, el mar que Laura soñó en su libro que nunca fue.
Cualquiera de los cuentos que lo conformaban sería demasiado extenso para tener cabida en este blog; pero hay otros que sí alcancé a editarle: “Luna de miel”, gracias al que la conocí cuando fue finalista en el I Certamen Literario “Emilio Murcia”, de Villatoya; el que nos cedió para el libro solidario “Algo de cada uno”, y un tercero con el que volvió a ser finalista, pero esta vez en uno de los concursos de relatos hiperbreves que Edisena convocaba. Será este último el que, aunque no se ciña a su estilo habitual, os transcriba para compartir con todos vosotros, mis amigos, el ingenio y el buen estilo de Laura Plana, esta escritora que, si no lo es, debería serlo; como lo era cuando la conocí hace más de trece años:

COLORÍN, COLORADO

Cuando la consorte del Rey vio a Blanca-Nieves guardó la manzana. La Princesa, lejos de la Corte y de los cuidados de sus doncellas, había engordado de tanto comer pasta y bocadillos. Su cutis inmaculado se había ajado y su melena, en otro tiempo negra y brillante, estaba recogida en una mugrienta cola de caballo. No necesita ningún veneno, pensó la mujer, observando de lejos como bebía vino y reía con los enanos.
Volvió sonriente a Palacio, pidió hora en la mejor clínica estética del país y dos meses después, rejuvenecida, hermosa y feliz, se fugó con un joven Príncipe que vagaba perdido por los bosques del Rey.


El reloj estaba a punto de marcar las doce y la fiesta en su apogeo. Centa miró a su apuesto acompañante con ojos brillantes, lo arrastró hacia el centro de la pista, y le susurró:
—Ahora vas a alucinar.
Al sonar la primera campanada y ante la mirada incrédula de los invitados, su precioso vestido azul de raso y seda se fue deshilachando en harapos, sus joyas se fundieron sobre su piel y su complicado recogido se liberó en una larga melena rubia. Cuando el reloj calló, Centa sólo conservaba de su antiguo esplendor los zapatos de cristal. Pero seguía siendo la más hermosa.
— ¿Cómo lo has hecho? —preguntó admirado el anfitrión.
—Tengo un hada madrina.
Y Centa saludó con una sonrisa a la concurrencia, que aplaudía divertida.


—Si este joven le da un beso a la Doncella, ella y todo el pueblo van a despertar.
—Ya —murmuró el Delegado del Gobierno, rascándose la barba— ¿Cuántos son?
—Pues... unos siete mil.
—Ya.
El Alcalde y el Delegado del Gobierno contemplaban el Pueblo Encantado desde una colina.
Unos metros detrás de ellos, el joven esperaba.
— ¿Sabe lo que significa esto? —preguntó el Delegado—. Siete mil personas sin trabajo, con hambre, con necesidad de pasar una revisión médica... Siete mil problemas de golpe. Tendremos que construir escuelas, reformar el hospital y hacer un plan de educación especial para ponerlos al día de lo que ha pasado en los cien años que llevan durmiendo. Seguramente no entenderán nada.
—Pero tendremos una alcaldía. Nuestro partido no ha conseguido ninguna en esta provincia.
—¿Sin elecciones?
—Bueno... votarán dentro de cuatro años. Ahora no estarían preparados.
—Está bien. Convoca una rueda de prensa. Vamos para el castillo. El chico que vaya contigo.
Dos horas después, fotógrafos y periodistas se reunían alrededor de una enorme cama con dosel. El alcalde se colocó detrás de la joven y con un ademán hizo una señal al muchacho para que se acercara.
—Ya puedes besarla –ordenó.
Y sonrió a las cámaras.