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Ramón de Aguilar

Un cielo para Sartén

Un cielo para Sartén

Es curioso como en las tardes de Otoño, cuando el viento y los primeros fríos empujan a guarecerse en casa, y el peso de los años en los recuerdos, el que con más nitidez me llega desde aquellos tiempos no sea el de mi madre ni el de mis abuelos, ni tan siquiera el de mi tío Manolo, que me enseñaba trucos de magia, me entrenaba para ser portero de fútbol y me dejaba encasquetarme su gorro caqui de soldado cuando, siéndolo, venía a casa de permiso... Curioso es que, más que a ninguno de ellos, recuerde a mi perro.

Sartén no tenía raza ninguna; pero eso para mí era lo de menos. Hoy no sabría decir si era blanco con manchas negras o, al contrario, negro con manchas blancas, pero la cola era tan negra que alguien dijo que parecía el rabo de una sartén y ése, “Sartén”, fue el nombre que le di. A nadie les gustó, ni el nombre ni el perro; nunca lo pude meter en casa, pero cada tarde, cuando al oscurecer regresaba de jugar a las luchas o de andar por las vinazas, se quedaba acurrucado cerca de la puerta, esperando que yo saliera para correr a mi lado, revolcarse conmigo en la paja de las eras, meternos juntos en los charcos, subirnos a lo alto de las sarmenteras o, si llovía, escuchar atentamente bajo un porche todo lo que yo le contara de la casa de las huertas, junto al río Cabriel, en la que había vivido con mis padres; de mis abuelos, del colegio, de Mónica (la novia de mi tío, de la que estuve enamorado hasta que conocí a Geles), y de lo que juntos haríamos los tres cuando yo fuera mayor...

Ahora, que ya lo soy, se me da por pensar que ya nadie me fue tan fiel, ni nadie me quiso con tanto ahínco; quizás por eso, cuando un par de meses después lo perdí, dentro de mí se abrió una herida que nunca ha terminado de cicatrizarse, que todavía, alguna que otra vez, me escuece un poco.

Había aparecido en el verano y dejé de verlo una de las primeras mañanas de otoño, poco después de que empezara la escuela. Durante muchas tardes me fui a la carretera de Alcalá con la ilusión de que volvería a verlo de nuevo... Ni aún cuando alguien me insinuó que podría haber muerto se desvaneció mi esperanza y, si bien dejé de aguardarlo junto a la carretera, durante mucho tiempo lo busqué en mis sueños, donde de tarde en tarde acudía jadeante, moviendo su negro rabo de sartén; y no me quedó otro consuelo que el de imaginarlo en ese cielo de los animales, que todo el mundo dice que no existe, pero en el que yo, más cercano ya del nuestro que de la Calle de Atrás, espero encontrarlo un día.

(De La Calle de Atrás)

1 comentario

iluminada -

Estimado Ramón:
Gracias por dejar tu comentario en mi blog y te animo a que sigas desgranando belleza en los surcos de la literatura. ¡Un abrazo!