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Ramón de Aguilar

La procesión de los días

La procesión de los días




 

Hoy, para empezar a escribiros, le tomo prestado el título a Wenceslao Fernández Flórez; al que he vuelto a leer, con placer, después de mucho tiempo. Los Reyes me han traído sus obras completas, editadas por Aguilar en siete tomos… llevaba más de veinte años buscándolos. A veces, para empezar a escribir, cuando ya he perdido el hábito de hacerlo, tengo que buscarme una excusa como ésta, que me ayude a arrancar. Tenía otra preparada: “Esta mañana, cuando volvía al trabajo, en medio de la niebla me he encontrado con Irene, que andaba sola y sonriente, como siempre. Me ha recomendado que vea “Babel”, la última película de Alejandro González Iñárritu, antes de volverse a perder tras la densa cortina a que se cerraba a sus espaldas”

            Cualquiera de los dos inicios me valía porque, en principio, pensaba hablar de libros y películas… aunque también de otras cosas; si me he quedado con la primera es porque el título de esta novela (que he terminado de leer esta misma tarde), me parecía muy adecuado para comenzar esta carta que también podría haberse llamado “Las doce uvas” o “Adiós para siempre”, como luego se verá.

            Digo que hace tiempo que quería hablaros de libros, que casi nunca lo hago. De los que he leído estas Navidades: El hombre que fue jueves de Chesterton, Mi familia y otros animales de Gerald Durrell (no pude, sin embargo, con el Sebastián de su hermano Lawrence; aunque ahora lo estoy intentando con Justine y sí me está gustando), y una antología de Cuentos Colombianos… me vuelvo a quedar con El mago de Lublin de Isaac Bashevis Singer, que he releído después de varias décadas (¿nunca os he contado su cuento Cuando Shlemel fue a Varsovia? Pues merece la pena)

            Pero ahora me doy cuenta de que eso hay que escribir en el momento, cuando las sensaciones que ha despertado la lectura aún están vivas; cuando, al llegar la noche, los personajes de las novelas se mezclan con nuestros amigos en mitad de los sueños; cuando basta con cerrar un momento los ojos para volver a sentir la caricia del tímido rayo del sol de invierno que iluminaba la página que leíamos junto a la chimenea, o en el banco del parque, solitario, en una fría mañana de Año Nuevo… E igual ocurre con las películas que se ven y no se cuentan; uno termina por olvidarse hasta del título (si no es de las que anuncian por televisión), y se queda sólo con alguna escena, con alguna imagen suelta o unas pinceladas de la historia, como la de aquellos dos hermanastros que encontraron el amor (o algo parecido), después de los treinta años, en “Las partículas elementales”, que al final dejan mejor sabor de boca que las películas de fantasmas (como “Scoop” o “Volver”, por muy de Woody Allen y Almodóvar que respectivamente sean)… Mas si hay una de estos últimos días que nunca voy a olvidar, aunque la viera en televisión, es la de “Dogville” (a la que pertenece la imagen que he escogido para acompañar este artículo).

            Decía que había más cosas de las que hablaros, aparte de los libros y las películas… Quería mencionar también la muerte de Rafa, con quien trabajé codo a codo durante veinte años (hasta hace sólo unos meses), y no sólo en la oficina, sino también en la radio, en el teatro, en algún proyecto más idealista que político… Siempre estuvo ahí, cercano, en los buenos momentos (bodas, éxitos profesionales, presentaciones de libros, premios literarios…) y en los malos (enfermedades, separaciones, muertes de seres queridos…). Veinte años, a razón de 365 días por año y una media de 7 u 8 horas al día, son muchas horas de convivencia, como para no sentirlo enormemente… pero hablaremos de él cuando podamos hacerlo sin la tristeza de su ausencia, sólo con la alegría de haberlo conocido.

            En fin, que muchos han sido los motivos y las excusas que tenía para volveros a escribir y, hasta hoy, no he sabido aprovechar ninguno de ellos… Lo mismo que me ocurrió al comerme las uvas, cuando pasábamos de uno a otro año: Se me olvidó formular deseos, hacer propósitos encomiables, apadrinar buenas intenciones… Me di cuenta al acabar y no supe muy bien si había perdido una ocasión o así estaba mejor puesto que, no mucho antes, estuve pensando (tomando conciencia), de todos esos planes que uno arrastra consigo desde que recuerda y que nunca llegan a realizarse: aprender inglés, adelgazar, dejar de fumar, ahorrar para la vejez… Hasta había empezado una lista de todas aquellas cosas a las que iba a decir adiós para siempre… Una lista que se quedó abierta, pero que bien podría ajustarse ahora, por aquello de las doce campanadas, de las doce uvas:

 

Adiós para siempre a

 

·        tener un hijo biológico… me quedo definitivamente con Julie, David y Natalia; como me hubiera quedado en su día con Sandra o hasta con Alejandro, a quien le enseñé a distinguir las puertas de las ventanas y el agua de la lluvia… y si tres son pocos, pues ahí están todas las niñas del Hogar Niña María, para ser queridas y cuidadas en la medida de lo posible.

·        aprender inglés… aunque lo cierto es que nunca lo intenté del todo. Ni italiano, ni gallego, ni catalán siquiera. Me quedo con el húngaro, que elegí sobre el mapa de Europa, cuando era poco más que un niño, y con el francés, que me obligaron a estudiar en el bachillerato y que ahora voy a leer por mero placer.

·        aprender griego (vamos ahora con los clásicos), por más que me lo recomendara Torrente Ballester la única vez que tuve la ocasión de hablar con él (“Hasta que no haya leído La Odisea en griego –me dijo--, no habrá leído nada”)… Pues me quedo con el latín, que me enseñaron a estudiar como si de resolver un enigma policiaco se tratara.

·        leer los cientos de periódicos y revistas que he acumulado durante más de treinta años, para cuando tuviera tiempo… Ya nunca lo tendré tanto. Eso sí, seguiré conservando los suplementos de El País, por si acaso un día me aburro… o quiero recordar como era el mundo hace treinta, cuarenta, cincuenta años…

·        dar la vuelta al mundo, visitar todos los países… Sin embargo todavía pienso que me gustaría volver al menos una vez a todos los lugares en los que he estado, desde el pueblecito en el que nací al Estrecho de Magallanes, desde una aldea checa en la frontera con Polonia a un fantasmal oasis de Túnez… O conocer algún nuevo país como Uruguay, pongamos por caso.

·        volver a utilizar los pantalones que usaba a los treinta años, y que conservo para cuando adelgace. Cada día me pareceré menos al joven que fui y más a mi bisabuelo, según una foto que me enseñaron y en la que me fue fácil reconocerme, pese al siglo que nos separa.

·        escribir una gran novela. Me conformaré con escribir cartas como ésta para el blog y, si llega la inspiración, algún que otro cuento… Mejor dedicar mi tiempo a disfrutar de las grandes novelas que ya están escritas o se siguen escribiendo.

·        ir al cielo, si no se vienen conmigo todos los demás… porque no podría ser eternamente feliz, sabiendo que seres a los que quiero (a aún a quienes no conozco), estaban eternamente sometidos a tortura y sufrimiento.

·        conocer (en el sentido bíblico, quiero decir), alguna mujer cáncer o sagitario; en parte porque me son inaccesibles pero, más que nada, porque se estaba haciendo necesario dar una pincelada de frivolidad en medio de esta serie tan seria.

·        estar al día en informática… porque ya no quiero aprender más que aquello que necesite cada día para ser feliz, disfrutando de lo que ya tengo y logrando con esfuerzo (moderado), lo que me apetezca.

·        finalizar esta lista (por eso tiene sólo once puntos, si éste fuera el duodécimo estaría terminada); porque la vida sigue y todavía aprenderé a decir a otras muchas cosas “adiós para siempre”.

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