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Ramón de Aguilar

MIS POEMAS PREFERIDOS

Un poema de Luis Antonio de Villena en la Posada del Potro

Un poema de Luis Antonio de Villena en la Posada del Potro

            Ser, sería verano.

            Lo pienso porque, aunque era muy tarde, la noche no se había cerrado; porque las golondrinas volaban bajas y numerosas; porque paseábamos cogidos de la mano, sin otro rumbo que el de perdernos por las callejuelas de la Judería cordobesa, buscando la sorpresa de un surtidor en mitad de un patio empedrado y con las portadas abiertas de par en par, de un balcón de madera y repleto de macetas cuajadas de flores, del sonido de una guitarra que se escapara por entre las rejas de una ventana abierta y se elevara al cielo en busca del tañido de una campana… Parecen tópicos, pero es verdad que todo esto aún podía ocurrir en aquella Córdoba a la que volvimos en 1983. Tal vez pueda ocurrir hoy todavía, aunque nosotros ya no podamos regresar.

            Nuestros pasos sin rumbo nos llevaron a la plaza del Potro. Qué bellas las plazas de Córdoba: la de la Corredera, la del Cristo de los Faroles, la de los Carrillos, la de Samuel Leví, incluso la de las Tendillas… En ésta del Potro se abre la entrada a la Casa Museo de Julio Romero de Torres, ese pintor que tanto me fascinaba cuando era niño, y que aún me llena de inquietud si clavo mi mirada en los cielos plomizos de sus cuadros, que siempre amenazan tormenta, o en los ojos de esas mujeres, tan melancólicas y tan bellas, que siempre nos miran y nunca nos ven.

            Frente a la puerta del Museo, que a aquellas horas ya estaba cerrado, se abren las de la posada que, como la plaza, lleva el nombre del Potro. De par en par estaban éstas, porque en su patio se iba a recitar poesía. Entramos ella y yo. Nos sentamos en dos de tantas sillas que permanecían vacías, entre los geranios y los claveles, bajo las golondrinas que planeaban sobre nuestras cabezas y parecían volar sobre aquellos sueños nuestros que nunca serían realidad. El poeta que salió a recitar se llamaba Luis Antonio de Villena y, según se explicaba en el díptico que nos dieron a la entrada, con tres o cuatro de sus poemas, era un poeta importante, aunque ni ella ni yo hubiéramos oído nunca hablar de él.

            No me gustó tanto lo que oí como todo lo que viví, todo lo que sentí en aquel momento que, como mágico, celosamente he guardado durante tantos años. De Luis Antonio de Villena tuve ocasión de seguir sabiendo, de leerlo con más calma, de escucharlo en entrevistas y verlo en televisión… Nunca terminó de gustarme; ni él ni el resto de los “novísimos”, el movimiento en el que a veces se le integra. Pero el otro día, casi treinta años después de aquella tarde mágica, me encontré un poema suyo que, además de gustarme, me trajo todos estos recuerdos…

            … y pensé que merecía la pena compartirlos (recuerdos y poema), con todos vosotros:

 

 

Un cuento en azul

Seguramente estaba sola.
Llevaba los ojos muy cercados de negro.
Era mayor, vieja, con ropas gastadas.
Por la noche -más aún en invierno-
se acercaba a los jardines del convento o del parque
con su bolsa de plástico
llena de despojos para gatos.
Junto a las verjas, entre las plantas, por las aceras nocturnas,
la vieja dama de los ojos negros,
más sola que el más solo de la tierra,
buscaba a los gatos.
Bonito ven. Ven, mi rey. Para ti también, mimosa.
Toma, linda. Ay, qué bueno, tesoro...
y los gatos callejeros, los gatos atigrados del jardín,
la iban rodeando zalameros, altivos, dulces,
formando una Piedad extraña
de una madre y sus hijos, en el fin de los tiempos.
Mira a la gatera (oí decir otra noche
a unos que pasaban) vaya vieja loca...
Pero la vieja dama de los ojos negros,
con su bolsita de plástico y despojos,
ya no oía. Nunca oía. Porque el mundo
-desde hacía mucho tiempo-
no era afortunadamente real para ella.
Por ello nos sorprendió saber
que una noche de aquellas,
un hermoso muchacho con uniforme azul
se acercase a la dama y le dijese:
Soy el Rey de los Gatos, madame.
Y se cruzaron sus miradas.
Y el muchacho de los ojos gatunos la besó en la boca.
Los gatos se restregaban en sus piernas.
Y tomó de la mano a la dama.
Y se fueron hacia un mundo perfecto,
un maravilloso mundo de luz
que un benévolo dios creó para las viejas locas,
donde los gatos son chicos
y los chicos son gatos
que tienen siete almas, y no envejecen nunca,
como quiso aquel Rey
del Día Primero del Antiguo Mundo Bien Hecho.

Luis Antonio de Villena

Libre te quiero (Agustín García Calvo)

Libre te quiero (Agustín García Calvo)

Primero conocí su pensamiento y ni siquiera supe que él existía.

Luego conocí sus poemas y ni siquiera supe que él los había escrito.

Los creí canciones de Amancio Prada, que era a quien se los oí cantar. Luego me enteré de que éste sólo les ponía la música y la voz, para envolverlos con ropas tan hermosas como los versos desnudos de cada poema: “Libre te quiero… pero no mía, ni de Dios, ni de nadie. Ni tuya siquiera”. Recuerdo la emoción que sentí la primera vez que lo oí y recuerdo que fue en un programa de televisión, cuando éstos, fieles a la realidad, se emitían en blanco y negro.

Luego supe que Agustín García Calvo era el autor. El autor de éste y de otros muchos poemas no menos bellos. Supe que además era gramático, filósofo y anarquista; que escribía contra el poder, el Estado, el capital, el tiempo, la pareja, la realidad… Que traducía a los clásicos y que había sido apartado de la universidad, en el mismo proceso en el que expulsaron a Enrique Tierno Galván y a José Luis López Aranguren… Motivos todos más que sobrados para interesarse por su obra.

Me sorprendió entonces descubrir que este hombre, al que empezaba a admirar, no permitía que nadie comerciara con su pensamiento y su creatividad. Al contrario de lo que perseguimos (casi) todos los que escribimos, él huía de las editoriales comerciales, de las multinacionales, de las grandes firmas, y él mismo se publicaba sus libros en la editorial “Lucina” que fundó en Zamora, su ciudad natal.

Fue entonces cuando me di cuenta de que lo primero que había conocido de él era su pensamiento. Aún era yo un adolescente cuando cayó en mis manos la copia a ciclostil de un librito que se llamaba Manifiesto de la Comuna Antinacionalista Zamorana. Era apenas un folleto, poco más que un panfleto que, por el título, casi parecía escrito en broma, pero que en su interior atesoraba inquietantes reflexiones y verdaderas ansias de libertad. Aún recuerdo con cierta emoción la descripción de una bandera que no estaba hecha de trapo sino de brisa, de viento, de aire libremente ondeando entre girones de tela.

Un día que fui a Zamora busqué la editorial. La encontré en una “rua” del casco antiguo, una calle empedrada y estrecha, como no podía ser de otro modo en la bella ciudad que se mira en las aguas del Duero. Siempre he creído que quien me atendió era hermano suyo, no sé de dónde saqué esa idea; pero lo que sí recuerdo con certeza es que no me quiso cobrar el ejemplar que me llevé del “manifiesto” y con el que pude reponer la copia que, en folios grapados, había conservado desde la adolescencia.

Agustín García Calvo, como he dicho, no estaba en Zamora aquel día. Lo vi en persona en Valencia muchos años después, en una conferencia suya a la que fui lleno de ilusión y de la que salí tristemente decepcionado. El poeta no recitó. El catedrático no se mostró elocuente. El pensador no dio muestras de lucidez. Agustín, que parecía y quizás estaba más ebrio que sobrio, habló con cierta incoherencia y se excusó diciendo que no le apetecía hablar sino cantar. Tarareó algunas coplas. Dicen quienes lo conocían que inventaba melodías y las cantaba pero, desde luego, aquella tarde en Valencia lo hizo sin voz y sin gracia… No era para eso para lo que habíamos ido a verlo. Sólo ahora, mucho tiempo después, se me ocurre pensar que quizá todo aquello fuera intencionado. ¿Qué nos habíamos pensado? ¿Que iba a presentarse ante nosotros en plan ídolo, a cosechar los aplausos de sus admiradores, de un público complacido? Es evidente que no y es evidente que nos dio la lección que nos merecíamos… Pero eso he tardado años en entenderlo.

El pasado 1 de noviembre Agustín García Calvo murió en Zamora. Le rendí doble homenaje: Por un lado, releyendo su Relato de amor, un largo poema compuesto por cuarenta y dos endechas, dedicado al recuerdo de su padre; por otro, escuchando aquel “Libre te quiero” que, gracias a Amancio Prada, me puso sobre su pista. Vosotros también podéis hacerlo, pinchando en este enlace… Y, por supuesto, podéis leerlo: Aquí os lo dejo para que vayáis haciendo boca y se os abran así las ganas de continuar con otros.

 

Libre te quiero

Libre te quiero,
como arroyo que brinca
de peña en peña.
Pero no mía.

Grande te quiero,
como monte preñado
de primavera.
Pero no mía.

Buena te quiero,
como pan que no sabe
su masa buena.
Pero no mía.

Alta te quiero,
como chopo que al cielo
se despereza.
Pero no mía.

Blanca te quiero,
como flor de azahares
sobre la tierra.
Pero no mía.

Pero no mía
ni de Dios ni de nadie
ni tuya siquiera.

Dos viejos poemas de Eva Vaz

Dos viejos poemas de Eva Vaz

Todo lo que yo pudiera decir de Eva Vaz, sin documentarme previamente, estaría  desfasado: Hace años, muchos años, que no sé nada de ella; tan sólo un correo que intercambiamos hace bastantes meses, cuando le pedí permiso para reproducir aquí alguno de sus poemas y, poco después, la lectura de su libro Frágil (Antología 2001-2009). Antes de eso, sólo la había visto una vez y fue hace tantos años (en Punta Umbría), que aunque recordara su rostro (que no lo recuerdo), quizás ya no se parecería a la que hoy pudierais encontraros… Y sin embargo hay algunos poemas suyos que, después de quince años de leídos, sigo recordando casi verso a verso.

Pero Eva Vaz no es desconocida. A quien quiera saber de ella le bastará con teclear su nombre en un buscador para encontrar sus últimos poemas, los libros publicados, lo que de ella dicen quienes la admiran; incluso alguna foto que le ayude a hacerse una idea de cómo es, físicamente, esta mujer que escribe de manera tan directa, tan desgarrada y poética a la vez.  Los lectores de este blog tienen desde siempre un enlace con su nombre en la columna de la derecha.

Es posible, casi seguro y natural, que su estilo haya evolucionando, transformándose al ritmo que le hayan ido marcando sus vivencias. Es posible también, casi seguro y natural, que hubieran sido otros los poemas que ella hubiese elegido para esta ocasión… Pero yo he querido hacerlo rindiendo homenaje al recuerdo que guardo y a la época en que la leí por primera vez. Os invito a buscar otros escritos suyos, a seguirla en la red y a través de sus libros pero, de momento, quiero compartir con todos mis amigos dos poemas que en su día me emocionaron y hoy lo siguen haciendo:

 

Disculpas

                   Necesitas un cargamento de fe para seguir adelante.

                                                                            Lou Reed

 

Porque me hice mujer

antes de aceptarlo

-y todavía no me acostumbro-.

 

Porque perdí la fe

antes que la virginidad

-y ya pasan los diez años-.

 

Porque aprendí a sobrevivir

antes que a vivir

-y se me va olvidando-.

 

Porque de mi identidad

sólo queda el número

-y es el de un muerto-.

 

Porque empecé a drogarme

demasiado pronto

-gracias a la seguridad social-.

 

Porque el ego se me fue

des-pe-da-zan-do

-con una precocidad imparable-.

 

Porque la poesía

era mi mejor ansiolítico

-y ahora me hace nudos en las venas-.

 

Porque necesito disculparme

por haberlo hecho tan mal

-y no poder corregirlo-.

 

Porque el amor

no me arregló la vida

-y tampoco era para tanto-.

 

 

Auto de fe

 

Puedo contar cómo

y cuánto he jodido.

A cuántos me he follado

sin hacer el amor.

 

Puedo contar cuánto me he

metido en el cuerpo,

en cualquier orificio de entrada.

 

Puedo contar que entre

la sociedad y yo

hay un odio recíproco,

y que me importa

un carajo.

 

Pero es MENTIRA.

 

No me interesa ser

una máquina de follar,

ni destrozarme el hígado,

que es único.

Ni quiero vivir en

perpetua soledad y dejadez.

Ya lo viví,

y casi me muero

de ASCO.

 

Ahora no,

ahora me gusta hacerle el amor

al que respira mi respiración todas las noches,

en la gloriosa cama

regalo de mis suegros.

Y retirarme despacio y paciente

mis drogas legales.

Y sacarme las oposiciones

para enseñar Filosofía

a unos adolescentes que

vivirán el mismo proceso.

 

Ahora prefiero soñar con mis hijos

en vez de soñar con mi muerte.

 

YO NO QUIERO SER MALDITA.

Clase con Pedro Salinas

Clase con Pedro Salinas

Se acercaba el final de la primavera y, con ella, habría de terminar también el curso; a esas alturas era más fácil mirar por la ventana que a la pizarra. Los alumnos estábamos hartos de criptógamas y rizomas, de funciones exponenciales y medidas de dispersión, de Juan Gris y Le Corbusier… Hartos de los compuestos nitrogenados y el principio de Arquímides; hartos, incluso los que presumíamos de lectores, de la Generación del Veintisiete y del teatro de Buero Vallejo… Los profesores estaban hartos de nosotros, de nuestros padres, del jefe de estudios… Pilar tenía tantas ganas de dar clase como nosotros de recibirla. La apodábamos “Billy”, de Billy el Niño, porque siempre iba con pantalones vaqueros y tenía la costumbre de ponerse en jarras, con los pulgares en las presillas de los costados, como si nos estuviera retando. También ella, de vez en cuando, perdía la mirada por la ventana. ¿Vería lo mismo que nosotros?

Vamos a hacer una cosa –propuso–. Si alguno de vosotros quiere leernos un poema, dejamos la clase para después”.

La miramos desconcertados. ¿Un poema? ¿Servirían los que aparecían en el libro de texto? A mí había un par que me gustaban bastante, uno de Gerardo Diego y otro de Dámaso Alonso. Los dos los tenía copiados en una libreta que guardaba bajo la tapa del pupitre… Y Cano, que de mayor quería ser revolucionario, escondía un libro de la editorial Zero con poemas de Manuel Pacheco, forrado con papel de estraza azul para que nadie viese el nombre del autor ni el título (“Poesía en la tierra”), pues le parecía que debía estar prohibido.

Si nadie se anima… –insistió Pilar, perdiendo la esperanza–, seguiremos con Martín Fierro”.

Saca el cuaderno” –me instó Alfredo Márquez, mi compañero de pupitre, dándome un codazo. Alfredo, al que todos llamaban Márquez, sabía que yo no sólo leía poesía, sino que, además, me copiaba los versos que me gustaban en aquella libreta.

       Le hice caso. Busqué el que era mi preferido en aquel entonces: Un poema de Pedro Salinas que, sin título, comenzaba preguntándose “¿Serás, amor, un largo adiós que no se acaba?”. Levanté la mano a la vez que la profesora abría su carpeta de apuntes. “¡Pilar!, ¡Pilar!”, le urgieron todos para que alzara los ojos y se fijara en mí. Ella lo hizo, me sonrió con complicidad y me invitó a empezar. Yo leí:

 

¿Serás, amor
un largo adiós que no se acaba?
Vivir, desde el principio, es separarse.
En el primer encuentro
con la luz, con los labios,
el corazón percibe la congoja
de tener que estar ciego y solo un día.
Amor es el retraso milagroso
de su término mismo;
es prolongar el hecho mágico
de que uno y uno sean dos, en contra
de la primer condena de la vida.
Con los besos,
con la pena y el pecho se conquistan
en afanosas lides, entre gozos
parecidos a juegos,
días, tierras, espacios fabulosos,
a la gran disyunción que está esperando,
hermana de la muerte o muerte misma.
Cada beso perfecto aparta el tiempo,
le echa hacia atrás, ensancha el mundo breve
donde puede besarse todavía.
Ni en el llegar, ni en el hallazgo
tiene el amor su cima:
es en la resistencia a separarse
en donde se le siente,
desnudo, altísimo, temblando.
Y la separación no es el momento
cuando brazos, o voces,
se despiden con señas materiales:
es de antes, de después.
Si se estrechan las manos, si se abraza,
nunca es para apartarse,
es porque el alma ciegamente siente
que la forma posible de estar juntos
es una despedida larga, clara.
Y que lo más seguro es el adiós.

 

       Acabé con cierta congoja en la voz porque, aunque ahora ya lo he olvidado, entonces no hacía mucho que había descubierto que “cada beso perfecto aparta el tiempo, le echa hacia atrás, ensancha el mundo breve donde puede besarse todavía”.

       “¿Alguno más?” Preguntó Pilar.

       “Pásame la libreta”, me pidió Alfredo.

Se la di abierta en la página en la que tenía escrito el “Nocturno” de Asunción Silva: “Una noche, una noche toda llena de murmullos, de perfumes y de músicas de alas…” Pero antes de que empezara su lectura, Cano ya había levantado la mano e, impaciente, con voz profunda, empezaba a leer: “El hambre tiene forma de pisada sobre la cara del anciano…”

Yo sonreí. Alfredo sonrió. Todos sonreímos, convencidos ya de que ese día no habría clase de Literatura. Pilar sonrió, convencida de que cuando pasaran cuarenta años, algunos seguiríamos recordando aquella clase de final de primavera.

Vencidos (León Felipe)

Vencidos (León Felipe)

Por la manchega llanura
se vuelve a ver la figura
de Don Quijote pasar.

Y ahora ociosa y abollada va en el rucio la armadura,
y va ocioso el caballero, sin peto y sin espaldar,
va cargado de amargura,
que allá encontró sepultura
su amoroso batallar.
Va cargado de amargura,
que allá «quedó su ventura»
en la playa de Barcino, frente al mar.

Por la manchega llanura
se vuelve a ver la figura
de Don Quijote pasar.
Va cargado de amargura,
va, vencido, el caballero de retorno a su lugar.

¡Cuántas veces, Don Quijote, por esa misma llanura,
en horas de desaliento así te miro pasar!
¡Y cuántas veces te grito: Hazme un sitio en tu montura
y llévame a tu lugar;
hazme un sitio en tu montura,
caballero derrotado, hazme un sitio en tu montura
que yo también voy cargado
de amargura
y no puedo batallar!

Ponme a la grupa contigo,
caballero del honor,
ponme a la grupa contigo,
y llévame a ser contigo
pastor.

Por la manchega llanura
se vuelve a ver la figura
de Don Quijote pasar…

 

        Cuando apenas tendría yo catorce o quince años y creía que la poesía eran las rimas de Bécquer o los romances del Duque de Rivas, escuché en Madrid la voz de León Felipe grabada en un magnetofón. El poeta, desde su exilio en México, hablaba con añoranza de España y recitaba alguno de sus poemas más emotivos: “Romero solo”, “Como tú”, “Sé todos los cuentos”… Aunque los he vuelto a leer en más de una ocasión y se los he escuchado cantar a Serrat, Paco Ibáñez y otros cantautores, nunca he podido olvidar la impresión que me causaron estos versos aquella primera vez. Desde entonces no ha habido revista, fanzine, programa de radio o recital poético en el que, si he participado, no haya incluido alguno de sus poemas, por lo general éste de “Vencidos”, sentido muchas veces como propio, musitado muchas veces como si fuera una oración.

En el camino aprendí (Rafael Amor)

En el camino aprendí (Rafael Amor)

            Hace tiempo que quería escribir algo sobre Rafael Amor; de hecho ya lo he mencionado en un par de ocasiones, (la primera de ellas, el 4 de septiembre del 2006, en los comienzos del blog, “Lección de húngaro”)… Pero fue al finalizar el año, intentando hacer balance sobre todo lo tristemente aprendido a lo largo del 2008, cuando, sentado ante la pantalla del ordenador y tratando de encontrar el lado positivo en tanta decepción, una de sus canciones me venía una y otra vez, no ya a la cabeza, sino a la punta de los dedos que bailaban sobre el teclado… No me cupo entonces, pero ya os anuncié que sería esa canción, este poema, mi próxima entrega.

            Podía transcribirlo sin más, o crear un enlace para que podáis escucharlo cantado… Rafael Amor no necesita presentación (ni siquiera para aquellos que no lo conozcan: ya no lo olvidarán cuando lo escuchen); pero quería contaros que yo lo conocí hace muchos-muchos años (cuando vosotros aún no habíais nacido). Una amiga tenía una cinta de “casset” con algunas de sus canciones: “Corazón libre”, “El loco de la vía”, “Cintas amarillas”… Yo las escuchaba una y otra vez, sin cansarme nunca de tanta ternura y asombrado de que nadie lo conociera, de que no lo emitieran en la radio, ni saliera en la televisión, ni estuvieran sus discos en ninguna tienda de Castellón, que es donde entonces vivíamos. Las ventanas del cuarto de mi amiga daban al patio de un colegio. Es lo único que recuerdo de su casa, porque una mañana me copié su cinta, poniendo junto al altavoz de su reproductor, el micrófono del mío. Durante muchos años fue esa la única forma de volver a escucharlo y, entre canción y canción, se quedó detenido el tiempo para siempre, al grabarse también las voces de los niños que jugaban al otro lado de la ventana.

            Años después, en Toledo, pude verlo y grabarlo en un programa de televisión que algunos recordarán; se llamaba “A media voz” y lo presentaba el Gran Wyoming, junto a un jovencísimo Óscar Ladoire; duraba menos de una hora y se emitía muy avanzada la noche. Estando ya en Requena, cuando hacía tiempo que conocía a Guadalupe y habíamos tomado la confianza suficiente como para hacernos confesiones de esa índole, me contó que a ella le gustaba un cantautor al que nadie conocía y que se llamaba Rafael Amor… No es éste su único encanto (algún día tengo que presentárosla), pero desde entonces no sólo creció mi aprecio por ella, sino que me dejó las cintas que tenía de él (¡originales!), y yo le presté la mía de vídeo, porque ella tampoco lo había visto nunca… aunque Internet ya se asomaba por el horizonte y, para bien, todo iba a ser distinto al cabo de muy pocos años.

            Mas, antes de que fuera posible acceder a su página, o ver actuaciones suyas en YouTube, o encontrar miles de referencias en Google; tuve la ocasión de conocerlo personalmente en Villatoya. Fue durante una de las entregas de premios del Certamen Literario Emilio Murcia, una de las ediciones en las que prácticamente yo no intervine; Camilo me comentó que le habían hablado muy bien de un cantautor argentino, al que sería posible contratar para el evento, y que se llamaba Rafael Amor… Cuando le conté algo parecido a lo que os acabo de narrar, ya no dudó en traerlo y me dijo que sería el regalo que el Certamen me haría en mi cincuenta cumpleaños… Y allí estuvo, con todos nosotros (Guadalupe también, claro), emocionándonos con su sensibilidad, haciéndonos reír con sus presentaciones, llorar con su palabras (ni Eliana ni yo –que aparecemos junto a él en la foto–,  ni su hermana, ni quizás algún otro, aún no siendo inmigrante, pudimos evitar las lágrimas con su emblemático “No me llames extranjero”).

            Pero, si continúo, voy a tener que dejar de nuevo su poema para la próxima vez; más vale que lo leáis y luego, el que quiera, que siga buscando.

 

 

En el camino aprendí

 

 

En el camino aprendí,

que llegar alto no es crecer,

que mirar no siempre es ver

ni que escuchar es oír

ni lamentarse sentir

ni acostumbrarse, querer...

 

En el camino aprendí

que estar solo no es soledad,

que cobardía no es paz

ni ser feliz, sonreír

y que peor que mentir

es silenciar la verdad.

 

En el camino aprendí

que puede un sueño de amor,

abrirse como una flor

y como esa flor morir,

pero en su breve existir,

fue todo aroma y color.

 

En el camino aprendí,

que ignorancia no es no saber,

ignorante es ese ser

cuya arrogancia más vil,

es de bruto presumir

y no querer aprender.

 

En el camino aprendí

que la humildad no es sumisión,

la humildad es ese don

que se suele confundir.

No es lo mismo ser servil

que ser un buen servidor.

 

En el camino aprendí,

que la ternura no es doblez,

ni vulgar la sencillez

ni lo solemne verdad,

ví al poderoso mortal

y a tontos con altivez.

 

En el camino aprendí

que es mala la caridad

del ser humano que da

esperando recibir,

pues no hay defecto más ruin

que presumir de bondad.

 

En el camino aprendí,

que en cuestión de conocer,

de razonar y saber,

es importante, entendí,

mucho más que lo que

lo que me queda por ver...

 

Un poema de Lola Mayo

Un poema de Lola Mayo

    No puedo decir que Lola Mayo sea mi amiga... pero la conozco y una vez me llamó “loco”. Lo dijo con tanto cariño que, años después, me sigue pareciendo un bello elogio. Fue durante la presentación en Madrid del libro Segundos Cortos, en el que se recogían los finalistas del II Certamen de relatos hiperbreves que convocamos en Edisena; entre ellos se encontraba Dobles cuerpos, uno delicioso que ella había escrito sobre las consecuencias del amor. Lola Mayo no ganó ni se ha hecho famosa como escritora, aunque algo sí que lo sea como guionista de televisión (Documentos TV) y de cine (Lo que sé de Lola). Recuerdo también que vino a la presentación con su madre y que se sentó a mi lado en la mesa; no la he vuelto a ver desde aquel encuentro, pero sí que hablamos un par de veces por teléfono y, meses después, me envió por correo un ejemplar dedicado de su libro Perfil del abordaje, con el que había conseguido en Navarra el premio de poesía “Angel Urrutia”... Lo he leído más de una vez y aún me emocionan sus poemas; el primero de ellos todavía me humedece los ojos:

 

HE ESCRITO un libro.

Me lo envían reciente

con las tapas azules y amarillas

y una dedicatoria en versos anchos.

He llorado al atardecer sobre mi libro.

Porque cuenta la historia de mi alma.

Porque cuenta los amores que no tuve,

los libros que leí y que no leí,

porque cuenta episodios de los que no soy protagonista,

porque contiene las claves de la vida

que aún no supe vivir, en tantos años...

Lloro porque un libro así

lleva mi nombre en la cubierta.

Pero lloro también por otras cosas.

Lloro porque para escribir mi libro

desoí las penas de algunos amigos,

me olvidé de contestar cartas sinceras

y casi maté de hambre al pobre Atticus,

mi perro, que a fin de cuentas,

tampoco tiene la culpa de que a los hombres,

a cierta edad, nos dé por hacer libros.

Este libro por tanto es culpable

de mis pecados tristes

de omisión e ignorancia.

Me acuso, sobre todo,

de que por este libro,

por la tiranía de sus capítulos,

por la necesidad de su trama,

amé a un hombre urgentemente,

le acaricié deprisa, sin paciencia,

y se fue de mi lado

más desnudo aún de lo que quiso.

Así que este libro ojalá lo compren muchos,

yo lo vendo; no lo quiero conmigo.

La próxima vez

escribiré libros con menos páginas,

o poemas con menos versos,

o versos monosílabos.

Y amaré más despacio.

Romance de la loba parda

Romance de la loba parda

Recuerdo, con más asombro cada día, el encanto de las historias que nos contaba papá; ya fueran relatos, poemas, canciones o retahílas. Alguno de sus cuentos no los he vuelto a escuchar jamás; como es el caso del que él llamaba “Los muchachicos de la torre” y al que yo titularía “Carne de culo”, si algún día me decidiera a escribirlo… Otro de ellos se lo oí contar a Maricuela, una cuentacuentos aragonesa y genial, una de esas noches mágicas del 16 de enero en las que en Chelva se escuchan o escuchaban historias maravillosas a la luz de las hogueras, al calor de las palabras; éste tiene que ver con un fraile motilón y una hormiga; he encontrado algunas versiones (recogidas siempre de la tradición oral), pero Maricuela repetía las mismas voces y los mismos gestos que empleaba mi padre… De entre las canciones que nos cantaba, recuerdo la de Pimpón (que inspiró uno de mis primeros cuentos: “Pimpón, el mago”, nunca publicado); algunas de sus retahílas todavía se las repito yo a los niños y, de los poemas, ya dejé aquí constancia de la “Canción de cuna de los elefantes”, de Adriano del Valle; es la entrada del blog que más visitas sigue recibiendo y no hace muño me escribió un nieto del poeta, que mantiene viva en Internet una bella página dedicada a su abuelo: “El blog de Onda”; otro de los poemas que le gustaba recitar y que algún día evocaremos aquí es el de Gabriel y Galán, “Mi vaquerillo”… mas hoy le toca el turno a este romance anónimo, uno de sus preferidos y que más veces le escuché recitar:

 

 

        Estando yo en la mi choza,
pintando la mi cayada,
las cabrillas altas iban
y la luna rebajada;
mal barruntan las ovejas,
no paran en la majada.
Vide venir siete lobos
por una oscura cañada.
Venían echando suertes
cuál entrará a la majada;
le tocó a una loba vieja,
patituerta, cana y parda,
que tenía los colmillos
como punta de navaja.
Dio tres vueltas al redil
y no pudo sacar nada;
a la otra vuelta que dio,
sacó la borrega blanca,
hija de la oveja churra,
nieta de la orejisana,
la que tenían mis amos
para el domingo de Pascua.
        — ¡Aquí, mis siete cachorros,
aquí, perra trujillana,
aquí, perro de los hierros,
a correr la loba parda!
Si me cobráis la borrega,
cenaréis leche y hogaza;
y si no me la cobráis,
cenaréis de mi cayada.
        Los perros tras de la loba
las uñas se esmigajaban;
siete leguas la corrieron
por unas sierras muy agrias.
Al subir un cotarrito
la loba ya va cansada:
        —Tomad, perros, la borrega,
sana y buena como estaba.
        —No queremos la borrega,
de tu boca alobalada,
que queremos tu pelleja
pa’ el pastor una zamarra;
el rabo para correas,
para atacarse las bragas;
de la cabeza un zurrón,
para meter las cucharas;
y las tripas pa vihuelas,
para que bailen las damas.